29 de marzo de 2024

Las certezas morales no existen

 

Leía yo el otro día que las certezas morales no existen, aseveración que, por muy discutible que en principio pueda parecer, creo que merece una reflexión. A los que hemos sido educados dentro de la esfera del pensamiento judeocristiano, se nos ha inculcado desde niños la idea de los binomios mal o bien, bueno o malo, pecado o virtud, sin dar cabida a los matices. Desde el primer momento de nuestra existencia, casi desde la cuna, hemos oído repetir los mismos sermones, las mismas indicaciones de cuál es el camino acertado y cuál el equivocado, dónde está lo moralmente aceptable y dónde lo inmoral, como si no hubiera circunstancias a tener en cuenta, es decir, senderos alternativos. Se nos ha insistido tanto en que existen las certezas morales, que muchos caen en el convencimiento de que no cabe otro terreno de juego que el que marcan las doctrinas religiosas. 

Pero la realidad universal no es esa, sino otra muy distinta. Las fronteras de la ética encierran un terreno muy amplio, porque no se trata de una cuestión meramente binaria. Lo que para unos es bueno, para otros puede ser malo o no tan bueno o no tan malo. No sólo me refiero a la dispersión cultural a lo largo y ancho de la tierra, sino a entornos reducidos en los que no todos tenemos por qué tener los mismos criterios a la hora de juzgar los comportamientos.

Si esto es así desde un punto de vista filosófico, no lo es menos cuando entramos en el peculiar terreno de la política. Desde hace un tiempo se están oyendo rasgaduras de vestiduras en nombre de la ética que encierran las decisiones políticas, como si existieran unos mandamientos de obligado cumplimiento a la hora de tomar decisiones. Es verdad que suelen proceder siempre de los adversarios, cuyos filtros de moral son tan tupidos con el contrario como sus intereses lo sean. Ahora resulta que, dependiendo de con quien negocies, se puede ser santo o pecador.

Todos sabemos que cuando en el ejercicio de la política se abandonan las críticas sobre la gestión o sobre las decisiones que se toman  y se entra en juicios morales, es decir, cuando en vez de "hacer política" se "imparte doctrina moral", además de estar cayendo en la demagogia y en el populismo, se pone de manifiesto que se carece de argumentos válidos. Hablar de ética en política es como filosofar sobre el origen del universo o sobre las enseñanzas de Darwin en mitad de una romería rociera. Lo primero no encaja;  con lo segundo uno puede salir malparado si se le ocurre profundizar en la teoría de la evolución.

Dejemos las interpretaciones morales para los predicadores en sus púlpitos, y en política discutamos de programas, de medidas y de propuesta de ley cuando analicemos las actuaciones, porque estas decisiones no se pueden juzgar como se juzgan los comportamientos mundanos; si éstos admiten múltiples valoraciones, porque no existen certezas morales, aquellos se salen totalmente de su jurisdicción.

No sé si queda claro lo que quiero decir. Menos moralina hipócrita y más rigor en la definición y ejecución de los programas políticos y en las críticas que se hagan. Menos ruido y muchas más nueces.

24 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 8. Yo también fui monaguillo

 

En mi época escolar, sobre todo cuando se estudiaba en colegios religiosos, pocos se libraban de pasar por las sacristías para ayudar al sacerdote a vestirse la casulla y colocarse la estola y, después, para asistirle en el altar durante la celebración de la misa. Sin embargo, yo no fui monaguillo por obligación sino por vocación, quiero decir que nadie me obligó a ponerme la sobrepelliz. Fue a los 11 y 12 años, cuando vivíamos en el hospital militar de Barcelona, un complejo hospitalario que no carecía de nada, ni siquiera de iglesia y cura.

No recuerdo muy bien a impulso de quién o de qué nació la idea de presentarnos un grupo de amigos al capellán y ofrecernos voluntarios como monaguillos, pero sí las lecciones previas, el dificultoso aprendizaje de los latinajos y el empeño que poníamos los neófitos en aprender las lecciones que nos daban. Sabíamos que en algún momento llegaría nuestro debut y no queríamos hacer el ridículo delante de nuestros padres, de los padres de nuestros amigos, de los médicos y de los enfermos.

En aquella época yo era un creyente convencido, por no decir que ni se me pasaba por la imaginación cuestionar la veracidad de lo que representaban el boato y el orden y concierto con los que se celebraban las misas, mucho más cuando regia la liturgia preconciliar. Estaba tan convencido de que cualquier distracción podría llevarme a cometer un pecado mortal o incluso un sacrilegio, que, parafraseando a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, vivía sin vivir en mí. Las cosas han cambiado desde entonces, porque confieso que ahora todo lo que esté relacionado con lo sobrenatural me parece perteneciente al reino de la imaginación y en algunos casos de la superstición.

En cualquier caso, me gusta recordar mi experiencia como monaguillo, porque, como de todo se sacan lecciones en la vida, lo que aprendí entonces fue la importancia de hacer las cosas con método, ahora se dice siguiendo los protocolos o los procedimientos. Lo digo porque pienso que esa predisposición de mi carácter a no improvisar, a planificar y a medir los tiempos puede que proceda de mi época de monaguillo. No lo sé con seguridad, pero es que a veces, cuando realizo alguna de las muchas tareas repetitivas y monótonas que todos nos vemos obligados a ejecutar al cabo del día, me viene a la memoria aquella liturgia tan medida en los gestos, tan exacta en su mecánica y tan meticulosa en los detalles, a cuyo buen resultado yo contribuía con mi modesta aportación de monaguillo. Sin ánimo de crítica, sino todo lo contrario, me parecían representaciones teatrales de gran calidad escénica.

Nuestra labor como acólitos, por cierto, no acababa con la celebración de las misas, porque, ya metidos en el círculo clerical, el capellán contaba con nosotros para todo aquello en lo que pudiéramos serle de utilidad. Una de esas actividades eran las procesiones. Véase la foto adjunta y léase la nota bene.

NOTA BENE. En la vieja fotografía que conservo y que encabeza este artículo, una reliquia del pasado que me ha servido de recordatorio para escribir este artículo, aparezco yo a la derecha (izquierda del crucifijo, truncado en la foto); el del centro es mi amigo Pepe, con el que no he perdido la amistad durante los setenta años transcurridos desde entonces; el de la izquierda Miguelito, de quien apenas mantengo algún difuso recuerdo. Obsérvese las batas blancas de los sanitarios y los uniformes de los soldados. 

17 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 7. El perro rabioso

 

Durante los dos años que viví en el hospital militar de Barcelona, donde estaba destinado mi padre como oficial jefe de la administración del complejo -1953-1955-, viví algunas situaciones cuyo recuerdo tengo grabado en la memoria a fuego. Pero entre todas aquellas inolvidables anécdotas hay una que permanece tan viva en mi memoria, que a veces me llega en forma de insidiosa y reiterada pesadilla, con pequeñas modificaciones con respecto a lo que en realidad sucedió, pero tan semejante en lo fundamental que nunca me quedan dudas de cuál es el origen del sueño.

La familia de mi amigo Pepe tenía un perro de un tamaño que a mí se me antojaba enorme. No recuerdo su raza, pero sí que era un animal pacífico. Un día, sin que nadie supiera la razón, el animal mordió a una de sus hermanas, un bocado profundo y aparatoso en la pierna que requirió que los médicos tuvieran que coser la herida con varios puntos.

Como sospecharan que el animal pudiera tener la rabia, lo encerraron durante unos días en la azotea del depósito de cadáveres del hospital, para someterlo a observación y decidir si lo sacrificaban o no. El tanatorio estaba en un pequeño pabellón aislado en mitad de uno de los parques, muy apartado de los demás, un lugar al que a ninguno de nosotros nos gustaba acercarnos, no fuéramos a encontrarnos con alguna situación desagradable.

Mi amigo Pepe era el encargado de llevarle a diario la comida al perro. En un alarde de fantasía nos contaba a los amigos situaciones terroríficas que vivía cada vez que entraba en la sala del depósito de cadáveres, ruidos extraños que salían de debajo de las sábanas que los cubrían, movimientos casi imperceptibles pero evidentes de alguno de los muertos y lindezas por el estilo. Lo contaba con tanta naturalidad, que yo, que todavía no había cumplido los doce años, oía aquellas historias con cierto horror, pero sobre todo con envidiosa admiración hacia el valor de mi amigo.

Un día debí de hacer algún comentario que Pepe interpretó como que ponía en duda la veracidad de las explicaciones que daba sobre sus experiencias en el depósito de cadáveres. “Si no te lo crees -me dijo -, ven conmigo y compruébalo tú mismo. A no ser que seas un cagueta”.

La verdad es que a esa edad los muertos me producían pavor y hasta entonces afortunadamente pocos tratos había tenido con ellos. Pero como no quería admitirlo y pasar a la posteridad con fama de cobarde, acepté acompañarlo al día siguiente. Ni Pepe ni ninguno de mis amigos de la pandilla se reirían de mí.

Cuando llegó el momento, nos dirigimos los dos al tanatorio. Pepe abría camino y yo iba a la zaga. Recuerdo que se había hecho completamente de noche. Una lámpara oscilante sobre la puerta iluminaba débilmente  el entorno, contribuyendo a aumentar mis temores contenidos a duras penas. El silencio era absoluto, sólo roto por el ruido de nuestras pisadas sobra las hojas secas, quizá por el ulular del viento y acaso por nuestras respiraciones. Mi amigo abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo de su pantalón y encendió la luz.  Entramos en una gran sala amueblada con mesas de mármol, la mayoría vacías, salvo una de ellas, en la que bajo unas sábanas se adivinaba la silueta de un cuerpo humano. Atravesamos la gran habitación, subimos unas incómodas escaleras de hierro y accedimos a la azotea del edificio. En un rincón, más asustado que yo, estaba acostado el perro en cuarentena, que en vez de ladrar se limitó a soltar unos quejidos lastimeros.

Pepe colocó una caja con comida junto al animal y me dio un cazo vacío-. Baja y llénalo de agua. Hay una pila al pie de la escalera. –Me miró con una sonrisa malévola-. No tendrás miedo, ¿verdad?

Bajé la escalera. Tenía el estómago en la boca, el cuerpo me temblaba y el corazón estaba a punto de estallarme. Aunque intenté evitarlo, la vista se me fue hacia la mesa con el cadáver. Me pareció que había cambiado de posición, pero deduje que eran cosas de mi imaginación. Abrí el grifo del agua y, mientras se llenaba el cazo, observé con horror que el muerto iniciaba un movimiento para ponerse de pie. Tiré el agua al suelo y lancé un grito estruendoso.

Entonces, casi al unísono, unas carcajadas estrepitosas e incontenibles llegaron a mis oídos, unas procedentes de la terraza y otras del cadáver resucitado, que no era otro que Miguelito, otro de mis amigos, que se había conchabado con Pepe para gastarme una pesada broma.

El "hijos de puta" que salió de mi boca en aquel momento debe de estar recorriendo todavía las interminables galaxias del universo infinito.

13 de marzo de 2024

Mentiras para tapar mentiras

 


Antes de "meterme en harina", quiero presentar a mi amigo Rafael Clemente, autor de la caricatura que acompaña a este artículo. Rafa es uno de mis antiguos condiscípulos del Colegio Calasancio de Madrid, un afecto recobrado al cabo de tantos años de no vernos, piloto de altos vuelos, artista del dibujo y mago del ilusionismo. Gracias, Rafa, por haber prestado tu arte a mi modesto blog, que ya es también el tuyo. (Instagram: @rafaclementeartist/@profesorpatato).


Han pasado veinte años, pero el recuerdo de los salvajes atentados del 11 M permanece tan vivo en la memoria de los españoles, que da la sensación de que acabaran de suceder. Fue tal la atrocidad cometida por los terroristas, que no es fácil borrar de la memoria aquella jornada y las siguientes. Cerca de doscientos muertos y unos dos mil heridos. Estudiantes y trabajadores, ciudadanos inocentes que se dirigían a sus centros de estudio o de trabajo. La sociedad española se sintió por un lado consternada y por otro atemorizada. En el ambiente flotaba la sensación de que España había sufrido un ataque indiscriminado y que en cualquier momento podría repetirse. Había dolor, pero también miedo.

Aunque en un primer momento empezó a circular la idea de que ETA había sido la autora de la salvajada, los datos que iban llegando no cuadraban. Ni por el modus operandi ni por los objetivos de los atentados. Desgraciadamente era ya tan larga la historia de la banda terrorista, que en las mentes de los españoles no encajaba esa interpretación. Además, como en el ambiente flotaba la gran mentira de las armas de destrucción masiva en Irak que defendieron al unísono Busch, Blair y Aznar, no había que ser demasiado sagaz para concluir que las bombas en los trenes de cercanías de Madrid tenían la firma de Al Qaeda o de alguna de sus muchas ramificaciones internacionales. Se trataba sin lugar a dudas de una brutal represalia por la intervención militar capitaneada por el trío de las Azores en aquel país del Próximo Oriente.

Estábamos a la vista de unas elecciones generales, en cuya campaña se había debatido largo y tendido sobre la gran mentira que sustentó el ataque a Iraq, una espantosa guerra que no sólo causó medio millón de muertos, sino que además desestabilizó por completo la zona y cuyas consecuencia perduran en la actualidad. Rodríguez Zapatero, el candidato de la oposición, había prometido que si ganaba las elecciones retiraría las tropas españolas de Iraq; Aznar, sin embargo, mantenía la defensa de que aquel ataque había sido necesario.

La situación para el gobierno del PP era muy comprometida, porque todas las miradas estaban puestas en las consecuencias de la decisión de sumarse a la intervención militar en Irak. Se sabía ya que las famosas armas de destrucción masiva no existían, de manera que se temían las repercusiones electorales negativas que los ataques terroristas pudieran tener a la hora de elegir el voto y, como consecuencia, sus estrategas decidieron mantener la falsedad de la autoría de ETA. Mentira burda para tapar otra descarada mentira.

Todavía hoy algunos intentan mantener la duda. FAES, la fundación conservadora que preside Aznar, ha salido, cómo no, en defensa de su presidente, algo que produce sonrojo. Los líderes actuales del PP, o tiran balones fuera o defienden que no es el momento de hablar de aquello, sino de preocuparse de las víctimas, o añaden que todavía quedan muchas cosas sin aclarar. Les pesa mucho las consecuencias de aquel triste suceso, una despiadada masacre producida a raíz de que Aznar comprometiera a España en una guerra en base a una mentira. Después, para tapar aquella, otra para no perder las elecciones. De mentira en mentira y tiro porque me toca.

La sociedad española todavía está esperando que los responsables de aquellas falsedades pidan perdón. Bush y Blair dieron en su día explicaciones. Aznar sostiene y no enmienda. El PP con su silencio y ambigüedad ampara la mentira.

10 de marzo de 2024

¿Cuál de los personajes de tu novela soy yo?

En un interesante ensayo autobiográfico que estoy releyendo al cabo de más de veinte años de haberlo hecho por primera vez, su autor, el conocido escritor israelí Amos Oz, hace una serie de reflexiones sobre las fronteras que existen entre los escritores de novelas -los creadores-  y los argumentos de sus novelas -sus creaciones-, y entre estos últimos y quien los lee.

Sostiene el pensador israelí que hay lectores de novelas que al leer ponen el foco en la relación que existe entre el autor y el argumento, con la intención de descubrir detrás de cada línea y de cada palabra sus motivaciones, su implicación personal en la trama o el grado de autobiografía que pueda existir en los datos que va dejando en sus descripciones o en boca de sus personajes, olvidándose del contenido. Añade que esa manera de leer no es aconsejable y recomienda centrarse en la relación entre el argumento y la realidad de quien lee e interpreta. Es decir, olvidarse del autor y de sus motivaciones y pensar exclusivamente en el argumento y en uno mismo.

Como hace unos años pasé una época jugando a escritor de novelas -¡maravillosa e irrepetible experiencia!- creo entender el mensaje de Amos Oz. Lo importante en la ficción no es la procedencia sino el destino. Las novelas se escriben para crear realidades que no existían, para ser interpretadas por los que las leen, para calar en la sensibilidad del lector. No hay que buscar en ellas dobles sentidos, mensajes ocultos o hechos autobiográficos, no porque no existan, sino porque no es esa la intención del autor. De hecho, cualquier escritor se apoya al escribir en sus experiencias y vivencias, y muchas veces en personajes de carne y hueso que se mueven a su alrededor. Pero esa circunstancia es siempre un medio, nunca un fin.

En aquella época de novelista descubrí que efectivamente hay dos tipos de lectores, los que me preguntaban de dónde había sacado esto o aquello, quién estaba detrás de fulano o de mengana, a qué paraje me refería cuando contaba algún suceso. No les importaba ni la trama ni lo que les sucedía a los personajes, sino lo que pasaba por mi cabeza cuando escribía. Indagaban sobre mí y no sobre mis novelas. Pero también estaban los que me hablaban del argumento, alabando o criticando su contenido, y me explicaban su propia interpretación de las novelas. Les preocupaba la trama, las reacciones de los personajes, sus motivaciones y, como consecuencia, su interpretación. Que yo estuviera detrás de todo aquello era para ellos indiferente o, al menos, una circunstancia de menor importancia.

Supongo que es a eso a lo que se refiere Amos Oz cuando dice que el buen lector se debe mover entre el libro y él mismo y no entre el autor y el libro. Que no debe quedarse entre las fronteras de la creación y las de lo creado, sino moverse en el terreno de su propia interpretación. Porque hay tantos argumentos que respondan a un mismo título como lectores tenga el libro.

Llegado aquí, confesaré que no he empezado por segunda vez la lectura de Una historia de amor y oscuridad para sacar conclusiones de este tipo, sino para recordar los orígenes del enfrentamiento judeo-palestino, tan lamentablemente en boga desde hace un tiempo. Pero, cuando leo los mensajes de las grandes figuras de la literatura universal, me resulta imposible no detenerme en sus reflexiones, e incluso a veces, como hago ahora, traerlas a este blog. Quizá se trate de una "deformación profesional". ¡Qué le vamos a hacer!

6 de marzo de 2024

Judíos y palestinos.

 

La historia del pueblo judío es tan compleja y de orígenes tan remotos, que resulta muy difícil entender lo que está sucediendo en el Próximo Oriente desde la creación del estado de Israel. En estos momentos estamos asistiendo a la cruel y sanguinaria guerra de Gaza, que en realidad es sólo una batalla más de una larga guerra que se inició cuando occidente bendijo la independencia del nuevo estado, sobre una región que desde la época de los romanos se denomina Palestina,  y que estuvo bajo administración británica a partir de la caída del Imperio Turco, tras la Primera Guerra Mundial, hasta 1948. 

Pero para entender bien lo que está sucediendo en aquellas tierras es preciso remontarse a mucho antes. A partir de la llamada Diáspora, que en realidad fueron varias y separadas por siglos de distancia, los judíos que vivían en Palestina desde tiempo inmemorial se dispersaron por el mundo entero huyendo de las invasiones que pretendían aniquilarlos, cuando todavía, por cierto, no habían nacido ni la religión cristiana ni la musulmana, Pero a diferencia de lo que suele suceder cuando se producen migraciones masivas, conservaron su religión, sus costumbres y una especie de ilusión romántica, la de que algún día regresarían a la tierra de sus ancestros, a Eretz Israel (Tierra de Israel).

Esa falta de asimilación a su nueva realidad o, si se prefiere, esa férrea fidelidad  a su pasado, originó a lo largo de los siglos un sinfín de expulsiones, es decir, nuevas migraciones masivas. A finales del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, aumentó la animadversión contra los judíos que vivían en los distintos países de Europa, hasta desembocar en los genocidios que todos conocemos, sobre todo el tristemente conocido como el Holocausto, en la Alemania de Hitler. He leído hace poco que un conocido pensador israelí escribió hace unos años que Europa había pasado de escribir en las paredes de las calles durante la primera mitad del siglo XX “judíos, marchaos a Palestina”, a vociferar en la segunda “judíos, marchaos de Palestina”.

Palestina en realidad es tanto la tierra de los que ahora llamamos palestinos, los musulmanes que viven allí, como la de los judíos que ya vivían porque nunca sus antecesores se marcharon o porque regresaron antes o después de que se creara el moderno estado de Israel. Se trata de dos familias con el mismo origen, cuya convivencia en un único territorio es imposible. De manera que, como propone Naciones Unidas, parece que sólo hay una salida posible, la creación del estado Palestino, que ahora no existe, y la convivencia pacífica con el de Israel

La batalla de Gaza no se puede explicar si no se entiende que los palestinos no tienen patria, porque se quedaron sin ella cuando se creó el estado de Israel, y que los judíos creen que si se les otorga corren el riesgo de que terminen echándolos al mar, como tantas veces ha sucedido a través de la Historia.

Si hacemos abstracción de las barbaridades que se están cometiendo en los últimos meses, la mejor manera de posicionarse en este complejo asunto es tratar de entender cómo se ha llegado hasta aquí. Porque de otra manera se puede caer en la fácil dicotomía de buenos y malos, cuando posiblemente todos tengan razón en sus pretensiones, pero ninguna de las dos partes esté contribuyendo a lograr un acuerdo.

Ni tampoco Occidente, sobre todo los Estados Unidos de América.

29 de febrero de 2024

Recuerdos olvidados 6. El caso de la pluma estilográfica

 

Tenía yo entonces diez años y vivía en Gerona. Estudiaba el curso que en el plan de entonces se denominaba primero de Bachillerato, en un colegio seglar y mixto de la ciudad del Ter y del Oñar, algo muy poco frecuente en aquella época. No debíamos de ser más de quince alumnos por clase, entre chicos y chicas. Todavía, a pesar de los años transcurridos –más de setenta- y a que sólo estudié allí un año, recuerdo los nombres de algunos de mis compañeros y profesores, aunque sus fisonomías hayan desaparecido por completo de mi memoria.

Un día, por no sé qué razones, a la hora de salir me quedé rezagado en el aula. Sobre el tablero de la mesa corrida y alargada que constituía mi pupitre compartido, vi una estilográfica abandonada por alguno de mis compañeros, que con las prisas de última hora debía de haberse olvidado de guardar.

La cogí y  la metí en un bolsillo, o quizá en la cartera junto a mis libros, con la intención de localizar al día siguiente a su propietario y devolvérsela. Pero cuando llegó el momento se me olvidó. Al cabo de un par de días, al sacar mis cosas cuando empezaba la primera clase, la vi y la coloqué sobre el pupitre. 

Una voz  aguda y amenazadora, la de uno de mis compañeros de clase, que se llamaba Requena, sonó de repente detrás de mí: "esa pluma es mía, me la has robado, devuélvemela inmediatamente". La acusación me sonó tan dura, tan alejada de la realidad de mis intenciones, que mi sistema defensivo reaccionó improvisando un embuste: "no es cierto, me la encontré el otro día en la calle, tirada en el suelo, al salir del colegio". No sé por qué lo hice, ignoro qué resortes de mi mente infantil me llevaron a construir aquel relato falso. Pero una vez dicho lo que dije, me propuse defender mi versión contra viento y marea.

La reacción no se hizo esperar por parte del profesor de turno –el señor Sánchez- que nos ordenó a los dos que, cuando acabara la clase, nos quedáramos con él un momento para aclarar lo sucedido.

Cuando ya estábamos solos nos sometió a un auténtico interrogatorio, como lo haría cualquiera de los detectives que yo veía en las películas de Humphry Bogart. Preguntó primero a mi compañero cuándo había echado de menos su estilográfica, y después a mí cuándo y dónde me la había encontrado. Requena dijo que hacía un par de días, y yo que en la misma fecha, al salir del colegio. El señor Sánchez, a pesar de sus dudas, me dijo que la situación debía ponerse en conocimiento del director del colegio. 

-Esté aquí mañana un cuarto de hora antes de empezar las clases -me dijo con autoridad-. El señor Cocuard lo estará esperando en su despacho. 

Esa noche transcurrió entre insomnios y pesadillas, en los que no faltaron ni cárceles ni correccionales ni trabajos forzosos ni salas de interrogatorios con luces de flexos dirigidas a los ojos. Hasta que al día  siguiente el director del colegio me recibió en su despacho con cara de circunstancias. 

-Siéntese y cuénteme. Si hacía un par de días que la encontró, ¿por qué no se la había entregado a su dueño?

-Porque se me olvidó que la tenía en la cartera –contesté sin la menor vacilación-. De repente la vi, la saqué y la puse sobre la mesa. Entonces Requena me acusó de habérsela robado. 

-¿Les ha contado usted algo a sus padres sobre este asunto? 

-No. Para qué iba a hacerlo. ¿Para preocuparles? Tenía que hablar primero con usted.

El señor Cocuard suavizó el semblante, esbozó una sonrisa y me dio la mano.

-Vuelva a clase. Si de verdad hubiera usted querido quedarse con esa pluma, no la habría sacado delante de su propietario. Creo en su versión. Aquí no ha pasado nada. Y sea cuidadoso con estas cosas. A veces los olvidos se vuelven contra nosotros. Espero, porque todo ayuda a aprender en la vida, que no se olvide nunca de esta experiencia.

Entré en clase justo un minuto antes de que la señorita Adell empezara la primera clase del día. Me miró con expresión neutra y me señaló mi silla para que tomara asiento. Desde su mesa, Requena escrutaba mi rostro, quizá tratando de encontrar en mí las consecuencias de una bronca. Yo le devolví la mirada con seriedad, abrí el libro, saqué mi estilográfica –una Parker azul marino con el capuchón plateado que me habían regalado mis padres cuando aprobé el curso anterior- y me puse a atender las explicaciones.

Ni el señor Sánchez ni Requena volvieron a mencionarme nunca aquel extraño y desagradable incidente. Incluso recuerdo que éste y yo llegamos a ser buenos amigos, porque a veces la amistad se abre camino a través de extrañas circunstancias. Pero no me acuerdo ni de su cara ni de su aspecto, sólo de un llamativo jersey de lana con dibujos de rombos que vestía con bastante frecuencia.

Desde entonces me he mantenido muy alerta en mis contactos con las propiedades ajenas para evitar equívocos, porque no creo que pudiera volver a soportar una afrenta tan injusta como la que recibí aquel día de hace setenta años. Las cosas no siempre son lo que parecen. Por eso dice el proverbio que la esposa del césar no sólo debe ser honesta, sino que además tiene que parecerlo.

25 de febrero de 2024

... pon tus barbas a remojar

 

Hay que ver la cantidad de interpretaciones distintas que se pueden dar después de conocerse el resultado de unas elecciones. Supongo que todas están más o menos preparadas de antemano y que basta con una pequeña adaptación a la realidad de lo que las urnas hayan dicho para ponerse delante del atril y empezar a largar lindezas. Por eso, debido a que todo el mundo opina sin recato y en ocasiones con descaro sobre el resultado de los comicios gallegos, yo también voy a expresar mi propia opinión. ¿Por qué no?

Aunque el PP haya revalidado la mayoría absoluta que ya tenía y el PSOE se haya pegado un batacazo, ni voy a alabar a los primeros ni a denigrar a los segundos, porque ninguna de las dos cosas me ha sorprendido. Voy a decir simplemente lo que ya dije hace años, que la aparición de las izquierdas a la izquierda del partido socialista ha sido el peor acontecimiento que le haya podido suceder, no sólo al PSOE, sino a los progresistas de este país en general. Entonces lo expresaba como una opinión y ahora lamentablemente constato un hecho.

Los herederos del 15 M le han hecho un flaco favor a la izquierda. Nacieron para asaltar los cielos, combatieron contra la izquierda moderada acusándola de estar vendida a la derecha, se pelearon entre sus distintas familias como los escolares en los patios de un colegio, presumieron de haber crecido como la espuma, alardearon de ser el soporte necesario para que el PSOE pudiera gobernar, se estancaron, se dividieron, decrecieron y, como consecuencia, debilitaron la posición del partido socialista, el único en la izquierda con capacidad de ser alternativa a las derechas de este país, como se ha demostrado desde que volvió a España la democracia. Cuatro legislaturas con Felipe González, dos con Zapatero y una y pico con Sánchez; frente a dos con Aznar y dos con Rajoy. Si se me permite la expresión coloquial, goleada.

Que el PSOE haya perdido tantos votos en Galicia, que Sumar no haya conseguido ni un solo escaño y que Podemos ni esté ni se le espere es un evidente ejemplo de a lo que está llegando la izquierda con implantación en todos los territorios. Como consecuencia, y como votos progresistas sigue y seguirá habiendo, muchos votantes decepcionados se refugian en las izquierdas nacionalistas, aumentando con ello la división en el ala progresista.

Se le pueden dar más vueltas, tantas como se quiera. Pero lo cierto es que la izquierda está tocada, no digo de muerte, pero sí de gravedad. Es cierto que estas divisiones son históricas, no acaban de nacer; pero no lo es menos que los asamblearios de Pablo Iglesias -¿dónde está?- han hecho mucho daño, han torpedeado con sus utopías, con sus pretensiones desmedidas a la única izquierda que es posible en la Europa actual, la de los pies en la tierra, no la del asalto a los cielos.

La buena noticia es que se estaría a tiempo de rectificar. Pero para ello los dirigentes socialistas deberían armarse de realismo y dejarse de justificaciones. Porque aunque sea cierto que la estructura del PSOE sigue siendo sólida, con implantación en todas las comunidades, y que el modelo de Galicia no es extrapolable ni a otras comunidades ni mucho menos a unas elecciones generales, hay ocasiones en las que conviene poner las barbas a remojar.

 

20 de febrero de 2024

Recuerdos olvidados 5. Papá quiere hablar contigo

Era octubre de 1952. Yo estaba en mi habitación de nuestra casa en Gerona, sentado en el borde de la cama, taciturno, sin darme del todo por vencido. Creo que la terquedad, que yo prefiero llamar tesón, ha formado siempre parte de mi manera de ser. Ya por aquel entonces, con diez años recién cumplidos, cuando se me metía una idea en la cabeza la defendía con insistencia, de tal forma que a los que me rodeaban les costaba un gran esfuerzo convencerme de lo contrario. Mucho me temo que siga pasándome ahora lo mismo, con la diferencia de que con el tiempo creo haber aprendido a controlar mis impulsos y a no enrocarme con facilidad. Pero aquel otoño de hace tantos años, a pesar de las dificultades me mantenía en mis trece.

Debían de ser las diez de la mañana y estaba previsto que esa misma tarde un taxi, ya encargado de antemano, nos trasladara a mi hermano Manolo y a mí, acompañados por mis padres, al internado en el que habíamos estudiado el año anterior, Santa María del Collell, un lugar aislado, en mitad de la comarca de la Garrocha gerundense, del que ya he hablado en alguna otra ocasión. Yo había estado insistiendo a lo largo de todo el verano en que no quería repetir la experiencia, porque no veía ninguna ventaja, solo inconvenientes. Supongo -de esto no me acuerdo bien- que mi batalla iría creciendo en intensidad a medida que transcurrían las vacaciones de verano y que sería en los últimos días cuando intensifiqué el esfuerzo. Pero lo cierto es que estaba ya “en capilla” y mucho me temía que aquello no tuviera  solución.

De repente oí que alguien abría la puerta de mi habitación y entraba en ella. Era mi madre, con la expresión muy seria y un rictus de preocupación en el rostro. 

-Papá quiere hablar contigo. Te espera abajo en su despacho. Date prisa.

Vivíamos en el segundo piso de una casa militar. En el primero estaban las oficinas y el despacho profesional de mi padre. Yo pocas veces entraba allí, porque me parecía un terreno absolutamente vedado para un niño. Cuando avanzaba por el pasillo, rodeado por el teclear de las máquinas de escribir,  suponía cuál sería la razón de aquella llamada urgente e imperativa. Temía que se avecinara una bronca por mi actitud de rebeldía.

-Siéntate -dijo mi padre, cuando entré en su despacho, quizá con el mismo tono que utilizaba con sus subordinados-. Cuéntame las razones de tu insistencia en no volver al Collell, porque no acabo de entender que te hayas obcecado de esa manera. Tenía la sensación de que no te importaba repetir la experiencia, pero veo que no es así. Explícate.

Como luego, a lo largo de mi vida, mis padres me contaron muchas veces como transcurrió aquella conversación, creo que estoy en condiciones de repetirla. Parece ser que me armé de valor y contesté que no veía ninguna ventaja en aquel internado, perdido en mitad de la nada, que no tuviera cualquier otro colegio de la ciudad de Gerona. Que, todo lo contrario, una vida tan enclaustrada no ayudaba en nada a nuestra formación y que, por consiguiente, prefería vivir en casa con la familia. Supongo que mi padre discutiría un poco conmigo mis argumentos, por aquello de que tampoco era cosa de perder la autoridad tan fácilmente; pero enseguida ablandó el gesto y me dijo que de acuerdo, que anularía la reserva.

Quizá fuera aquel mi primer acto de rebeldía, de defensa de mis "principios". Aunque también supongo que si mi padre se dio por vencido con tanta facilidad, debió de ser porque tampoco él se sintiera muy seguro de que aquel internado fuera la mejor de las soluciones posibles.

Nuevo colegio, nuevos profesores y nuevos compañeros. Pero ahora dormiría en casa con mis padres y con mis hermanos y saldría los fines de semana a dar una vuelta con mis amigos, como debe ser o, al menos, como yo creía que debía ser.


15 de febrero de 2024

La entrega de los Goya y el sectarismo político

Es verdad que en la retórica política se oyen y se leen por uno y por otro lado muchas bajezas, expresiones inapropiadas, insultos barriobajeros, acusaciones falsas, mentiras descaradas, tergiversaciones de la verdad y toda clase de improperios para intentar hacer daño al adversario. Esta manera de hacer política está tan extendida que, lamentablemente, ya no duele en los oídos de la ciudadanía, porque son muchos los que la asumen como el estilo normal en las confrontaciones entre partidos. Pero hay veces que la falta de rigor intelectual llega a los límites de la ignominia e incluso los traspasa.

El otro día le oí decir a Núñez Feijóo que mientras Barbate se vestía de luto por la muerte de dos guardias civiles a manos de los narcotraficantes, el presidente del gobierno asistía a un festival de cine. Así, sin más, sin precisiones. Lanzó la acusación al aire, miró para otro lado y a otra cosa mariposa, como si no hubiera dicho nada. Cayó en una falta de rigor intelectual tan innoble que, como digo arriba, sobrepasa con creces los límites de la decencia política.

El festival al que se refería el presidente de los conservadores españoles era la entrega en Valladolid de los premios Goya, un certamen anual que la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas celebra, desde hace treinta y ocho años, para entregar los premios otorgados a los profesionales del cine en sus distintas especialidades. Una ceremonia que yo suelo ver en televisión, no porque me parezca un espectáculo demasiado entretenido, pero sí interesante ya que ayuda a pulsar el estado de salud de este importante sector de nuestra economía. De nuestra economía y de nuestra cultura.

El presidente del gobierno estaba allí por un sentido de responsabilidad institucional, como estaban también otras autoridades estatales y autonómicas, entre estas últimas Alfonso Fernández Mañueco, presidente de la Junta de Castilla y León, uno de los actuales barones del PP. A Pedro Sánchez lo enfocaron las cámaras en muy pocas ocasiones, sólo cuando alguno de los intervinientes aludió a él. Hizo lo que a mi juicio tenía que hacer, asistir para apoyar con su presencia al sector y permanecer al margen del guion, porque no era el día de los políticos sino el de los cineastas.

También acudió, por cierto, Juan García Gallardo, el inefable vicepresidente de la comunidad castellano-leonesa, que unos días antes había soltado una de sus lindezas, en la que acusaba a nuestros cineastas de señoritos que sólo saben pedir dinero, para luego hacer malas películas. Pedro Almodóvar, en su intervención, le afeó el gesto, y el flamante dirigente de Vox se ganó el abucheo de la concurrencia.

Pero volvamos al tema que nos ocupa. A este festival, a la entrega de unos premios a los cineastas españoles por sus propios compañeros, es a lo que Feijóo se refería cuando soltó la estulticia de acusarlo, sin decirlo, de asistir a espectáculos frívolos cuando en Barbate estaban de luto. Una actitud impropia de un político que ahora ostenta el título de jefe de la oposición.

Lo reconozco: hay veces en las que me quedo corto al elegir los adjetivos calificativos.

11 de febrero de 2024

Las bambalinas del blog

 

Como cualquier escenario o tribuna expuesta al público que se precie de tal, este blog tiene sus propias bambalinas. Quiero decir que, además de los comentarios que figuran al pie de cada artículo y que cualquier lector puede leer, recibo algunos otros por WhatsApp, por e-mail, por teléfono o personalmente, procedentes de lectores que prefieren guardar el anonimato. Les basta con que yo conozca su opinión y no quieren compartirla con nadie más. A esa trastienda, a esa parte desconocida por los lectores habituales de estos artículos es a lo que voy a referirme hoy, sin mencionar nombres ni dar pistas, no porque la ley de protección de datos me obligue, sino por un arraigado respeto a la intimidad de las personas.

Por supuesto que en estos comentarios de back stage hay de todo, pitos y palmas. De los que aplauden no voy a hablar hoy, sólo agradecerlas una vez más que lean mis artículos y me den sus opiniones. Las críticas, por otro lado, suelen ser por lo general sobre aspectos concretos de mis escritos, debates interesantes que suelo contestar, o aceptando el error de mi enfoque o confirmándome en mis ideas o matizándolas. Ahora bien, cuando las censuras recaen sobre la totalidad de mis reflexiones, es decir, sobre mis enfoques ideológicos, no suelo entrar en debate, sobre todo si se parte de la acusación de que yo estoy completamente equivocado y quien se dirige a mí en posesión de la verdad. Con tales premisas, ¿de qué se puede debatir? 

La verdad es que éstos comentarios extremos son escasos, pero los hay. Quienes los protagonizan suelen ser personas con posiciones ideológicas muy alejadas de las mías, muy convencidos de los errores de la progresía, es decir espíritus conservadores. Lo cual nunca me echaría para atrás, porque tan respetables son sus ideas como las mías. Ahora bien, cuando te anatemizan y encima presentan sus ideas como dogmas, no tiene ningún sentido discutir. Porque hay algunos que se manifiestan desde el principio de sus comentarios en posesión de la verdad y, como consecuencia, me acusan de estar totalmente equivocado, de arriba a abajo. Me están diciendo desde el primer momento que no cabe debate, porque estoy tan alejado de la realidad que para qué debatir. 

Siempre he dicho que cuando aquí escribo no lo hago para convencer a nadie, que no me guía ningún afán de proselitismo. No abrí este blog para llevar a nadie "por el buen camino", sino para explicar a quien quiera oírlo "el mío", que, como librepensador que me considero, es flexible, tiene muchas bifurcaciones y admite tantos cambios como los tiene la realidad que nos rodea.  Si hay algo que detesto es el dogmatismo, venga de quien venga.

Todo esto sucede entre bambalinas y a todos estos comentarios contesto, aunque sepa muy bien que la discusión no vaya a tener demasiado recorrido. Procuro no herir sentimientos personales, aunque sé muy bien que cuando a alguien se le dice que no se sienta tan seguro al defender “su verdad” se le está en cierto modo incomodando. Yo lo siento, pero de la misma manera que respeto cualquier opinión, aunque me parezca disparatada, no puedo dejar de criticar la vanidad que implica considerarse a sí mismo en lo cierto y al otro en el error.

Afortunadamente no siempre recibo entre bambalinas enmiendas a la totalidad, porque la mayoría de las veces, aunque haya discrepancia, queda hueco para la discusión. Por eso animo a mis comentaristas “off the record” a que me sigan dando sus puntos de vista, porque los comentarios, dentro o fuera del blog, son para mí algo así como el eco de mis propias reflexiones.

9 de febrero de 2024

¡Será cabrón el juez!

 

He tomado el título de este artículo de una de mis viejas anécdotas profesionales, un comentario que se me quedó grabado, quizá por la oportunidad del momento. Sucedió hace muchos años, cuando yo era un joven casi recién incorporado en la empresa, durante una reunión interna de negocios. Uno de mis compañeros nos entretuvo durante más de un cuarto de hora en el relato de un problema que le había surgido al instalar un enorme (en tamaño) equipo informático en un cliente muy importante. Para que entrara en la sala habilitada al efecto había que derribar provisionalmente una pared; alguien de la vecindad se opuso, intervino el juzgado y, al final, su señoría dictaminó que se buscara otra solución, porque aquel tabique era intocable. Quien dirigía la reunión, nuestro director inmediato, después de un alarde de paciencia oyendo las prolijas explicaciones del narrador, intervino muy serio y dijo: ¡será cabrón el juez! Yo, desde entonces, uso este soez exabrupto cuando los excesos de explicaciones no se corresponden con la transcendencia de lo explicado.

Pero en realidad no es de instalaciones de ordenadores de lo que quiero hablar, sino de decisiones judiciales. En los últimos tiempos se está confundiendo el desacato a los autos judiciales con la crítica a los mismas. Acatarlos forma parte del juego democrático de las instituciones, porque si no se acataran el estado de derecho se hundiría. Sin embargo, criticarlos por no estar de acuerdo con los criterios esgrimidos significa libertad de expresión, derecho a discrepar intelectualmente de decisiones que, acatadas por imperativo de la ley, son discutibles.

Creo que como español que ha vivido desde su origen hasta su desaparición el terrorismo de ETA estoy en condiciones de opinar en qué consiste un acto terrorista, el del tiro en la nuca, la bomba lapa bajo el coche o el siniestro secuestro prolongado en zulos. Conozco muy bien el horror que sentíamos los bien nacidos cada vez que se producía alguna de aquellos salvajes atentados, he salido a la calle junto a miles de ciudadanos españoles a gritar basta ya cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco y no me dolían prendas por las sentencias dictadas contra los asesinos.

Sin embargo, cuando la declaración unilateral de independencia y los sucesos del 1 de octubre de 2017, aunque me embargó la indignación por la irracionalidad de la decisión tomada por Puigdemont y por las algarabías callejeras, no sentí terror. Sabía que, aunque la situación era muy grave desde un punto de vista político, la fortaleza de nuestro estado de derecho pondría las cosas en orden, como así sucedió. Incluso los altercados callejeros, que veíamos en televisión con todo lujo de detalles, no consiguieron alterar mi estado de ánimo más allá del enojo, de la rabia y de la calentura. Lo de ETA era una guerra soterrada, había muertos, lesionados y víctimas. Lo del procés fue otra cosa, el resultado de una combinación de factores políticos que habían contribuido a crear un clima de tensión insoportable, pero que el Estado podía controlar, como así fue.

Por eso ahora, cuando oigo que algunos medios y partidos interesados intentan homologar las dos situaciones, me indigno, y no tengo por menos que discrepar de los movimientos judiciales para acabar con el intento, absolutamente democrático, de reconducir aquella amarga situación.

No: acatar no significa estar de acuerdo. Dicho sea con absoluto respeto a la judicatura.

5 de febrero de 2024

Salvar al soldado Puigdemont

 

Siempre he considerado que las políticas de apaciguamiento del volcán catalán, las que desde hace unos años ha puesto en marcha el gobierno socialista, son necesarias y convenientes para que no dejemos a las generaciones siguientes la herida abierta del separatismo. No se trata de convencer a los soberanistas del error de su actitud, sino de crear un clima de confianza que revierta la opinión general de los catalanes, muchos de los cuales, aunque no sean separatistas, miran con desconfianza las políticas de signo represivo. Ahora, aunque sigo creyendo que la estrategia utilizada por Sánchez para disipar tensiones y abrir cauces de dialogo es la adecuada, la actitud de Puigdemont me hace dudar de que, si persiste, se pueda continuar por ese camino. Quizá se trate de tácticas de distracción del expresident para llamar la atención sobre sus pretensiones, y que todo se quede al final en papel mojado o en agua de borrajas; pero lo cierto es que el voto de los diputados de Junts contra la ley de amnistía suena a canallada o, si se prefiere, a ridículo esperpento.

Pretender que el gobierno de España presente una propuesta de ley que no cumpla con la legalidad vigente es demencial, por no decir que se trata de una boutade, es decir, de una salida extravagante. Se puede, y así se ha hecho, afinar al máximo, pero sin vulnerar el mandato constitucional. Lo contrario, además de constituir un delito, no conduciría a ninguna parte, porque los filtros institucionales de nuestro estado de derecho lo frenarían. Por tanto, no acabo de entender la insistencia de la derecha nacionalista catalana en modificar la redacción de la ley de amnistía, salvo que sus dirigentes no tengan la conciencia tranquila.

Para el gobierno de Pedro Sánchez la pérdida del apoyo de Junts significaría entrar en un carril de vía muerta, porque, aunque pudiera gobernar prorrogando los presupuestos, estaría condenado a medio plazo a convocar elecciones. Pero lo curioso es que a Puigdemont y a sus fieles los llevaría al descarrilamiento total, porque, si la derecha, junto a la ultraderecha, accediera al gobierno central y aplicara las políticas que propone, estarían abocados, tarde o temprano, a desaparecer del mapa político como partido y su líder no podría regresar a España sin riesgo de ser detenido.

Si a lo anterior le unimos la imagen que en Cataluña dejaría el hecho de que, por intentar salvar al soldado Puigdemont, continuaran procesados varios centenares de ciudadanos que, en mayor o menor medida, intervinieron en la declaración unilateral de independencia y en las elecciones ilegales, es difícil entender la cerrazón de Junts. Salvo que haya gato encerrado, quiero decir, salvo que no se trate más que de mezquinas maniobras de política menuda.

Son muchos los analistas de la cosa pública que parecen confiados en que al final la ley de amnistía se apruebe, basando su punto de vista en la pura lógica que encierran las consideraciones anteriores. Yo prefiero pensar exactamente lo mismo, porque no me entra en la cabeza tamaño disparate. No puedo entender que, cuando se ha estado pregonando a gritos que se trata de un conflicto político, cuando se ha invocado el diálogo hasta la saciedad en contraposición con el empleo de la mano dura, se rompa la única posibilidad que existe de llegar a acuerdos razonables. Porque no hay otra, ni la pretensión soberanista de unos ni la radicalidad centralista de los otros.

Es verdad que la política tiene sus tiempos y a veces no leemos la letra chica. Pero en este caso, cuando se les han ofrecido la mano y la quieren morder, es difícil entender qué hay detrás. La política -¡cuántas veces lo diré!- es el arte de lo posible, cuyo primer principio reza: no me pidas lo imposible.

1 de febrero de 2024

La elegancia, esa cosa tan rara

 

Siempre me ha gustado analizar a partir de las palabras la realidad que encierran. El otro día pensaba yo en el manido concepto de la elegancia, no referido a cosas materiales, sino a comportamientos humanos. No todo el mundo entiende la elegancia del mismo modo, porque se trata de una idea subjetiva y por tanto capaz de admitir múltiples interpretaciones. Yo, por supuesto, voy a hablar hoy, aquí, de mis ideas al respeto.

Quienes me educaron en el ámbito familiar, mis padres, insistían mucho en la elegancia del comportamiento. Por supuesto que les preocupaba lo mundano, que el nudo de la corbata estuviera bien hecho, los zapatos limpios, las uñas cortadas y los cubiertos bien asidos. Pero en lo que de verdad insistían era en que los ademanes fueran los adecuados y en que las palabras se atuvieran a los cánones de la tolerancia y la consideración por los demás. No voy hoy a entrar en si fui buen o mal alumno, en si aprendí o no las lecciones que me dieron, porque dijera lo que dijera se volvería en mi contra. 

Pero sí me atrevo a confesar que el poso que dejó en mí la insistencia de mis progenitores se convirtió, dependiendo de los casos, en interés o en simple curiosidad por la elegancia de las personas que he ido conociendo a lo largo de mi vida. En los que tengo capacidad de influencia, el interés se traduce en recomendaciones o consejos; en los que no, la curiosidad se convierte simplemente en valoraciones internas, nunca en manifestaciones de mi opinión. Los que en mi subjetiva escala de valores tienen alta la calificación de la elegancia, salen de mis juicios personales mucho mejor valorados que los que no.

Ya lo he dicho y voy a insistir en ello. Estoy hablando de comportamientos, no de complementos o aditamentos. La elegancia, siempre desde mi punto de vista, nada tiene que ver con las modas, con los usos o con las costumbres. Se puede ir vestido a “la última” y carecer de elegancia, o, por el contrario, de manera informal y resultar elegante. Se pueden utilizar expresiones coloquiales sin menoscabo de la elegancia del lenguaje, o apoyarse en frases cultas, eruditas y altisonantes y resultar vulgar y redicho. Incluso, por qué no, adornar los mensajes con algún taco sin perder la elegancia, o intentar ser gracioso con expresiones malsonantes y poner de manifiesto que se carece de elegancia.

A la elegancia quizá le suceda lo que al juego de las siete y media. Don Mendo explicaba:

-Que o te pasas o no llegas

-y el no llegar da dolor

-pues indicas que mal tasas

-y eres del otro deudor.

-Más ¡Ay de ti si te pasas!

¡Si te pasas es peor!

No, supongo que no es fácil ser elegante. Al fin y al cabo se trata de una cualidad adquirida por medio de la educación básica y ya sabemos que en esto de la pedagogía familiar hay muchas escuelas, quizá tantas como familias, algunas, por cierto, muy despreocupadas por esa cosa tan rara que llamamos elegancia. 

Lo dejo aquí, porque tengo la sensación de que la insistencia nunca resulta elegante.

28 de enero de 2024

La fachosfera

 

Quien me conoce sabe que me gusta coleccionar palabras nuevas. El neologismo que hoy he escogido como título de este artículo lo leí el otro día en un artículo y me llamó la atención. El vocablo “fachosfera” contiene todos los datos necesarios para deducir su significado: facho de facha o fascista y esfera de ámbito de aplicación. No está, que yo sepa, todavía aceptado por la Academia, pero tal y como van las cosas no creo que tardemos mucho en verlo en los diccionarios.

A mí, además de llamarme la atención esta ocurrencia lingüística, me parece muy útil para describir ese mundo al que hace referencia, el de la derecha radical, una manera de pensar y comportarse con tantos componentes que no es fácil resumir. Porque los que pertenecen a la “fachosfera”, no sólo son conservadores, sino que reúnen un conjunto de características que los hace inconfundibles. Veamos.

Hablan de paguitas cuando se refieren a las ayudas sociales. Les encantan las romerías, no importa el santo o la virgen o la ermita. Dicen que los inmigrantes transmiten enfermedades o quitan puestos de trabajo o importan delincuencia. Cuando hablan de otras razas distintas de la suya, utilizan expresiones despectivas.  Los subsaharianos son negros. Los magrebíes, moros. Los latinoamericanos, sudacas o panchitos. Además, los homosexuales son maricones o sarasas o invertidos, cuando no enfermos. Los feministas, machorros. La tauromaquia, un arte excelso, no importa ni el maltrato animal ni la exposición del torero a la muerte como quintaesencia del espectáculo. El País, un periódico comunista. La Sexta, al borde de la revolución bolchevique. La SER, una escuela de anarquistas. Los manifestantes, un atajo de terroristas. Suma y sigue.

Pero con este nuevo vocablo se ahorran descripciones. Con decir que pertenece a la “fachosfera” está todo resumido. Para qué gastar más tinta.

Si la “fachosfera” se va ampliando poco a poco, es porque, entre otras cosas, constituye una especie de válvula de escape de las frustraciones. No hay mejor desahogo que el que brindan los estereotipos cuando se utilizan como peleles inertes. Ya lo dice el proverbio, caña al mono. No sé si será verdad, o sólo una leyenda urbana, pero me han dicho que en algunas empresas japonesa les dejan a los empleados unos muñecos de trapo para que les den patadas y puñetazos, mientras piensan  que se trata de un jefe en concreto.

La “fachoesfera” tiene muchos peleles imaginarios donde elegir. Políticos, medios de comunicación, tendencias sexuales, razas, inmigrantes, feministas. Sin embargo, carece de convicciones propias. Los que pertenecen a ella son “anti” de todo aquello que les suene a progreso, una palabra que por cierto para ellos es como mentar la bicha.

Sí: la “fachosfera” existe, como existe la estratosfera y la litosfera,

24 de enero de 2024

Recuerdos olvidados 4. La visita al catedrático

 


Cuando terminé el curso de Preuniversitario, no tenía claro qué carrera quería estudiar. A veces pensaba que me gustaría licenciarme en Derecho, para después opositar para notario o para registrador de la propiedad o para otra de esas profesiones que se me antojaban de postín. Sin embargo, la insistencia de mi padre en que me matriculara en alguna ingeniería era tan grande, que me veía incapaz de ignorar sus deseos. Tenía la sensación de que me atraían más las palabras que las máquinas, la lengua que la física, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera cierto. Me debatía en la indecisión.

Al final me di por vencido y decidí hacer caso a la insistencia paterna, pero no tenía ni idea de qué rama de ingeniería elegir. Un día mi madre me dijo que un primo suyo, al que yo no conocía, era ingeniero agrónomo y, además, catedrático de la Escuela de Madrid, y me propuso que le hiciéramos una visita.

El portal de aquella casa, en la calle del Príncipe de Vergara -entonces del General Mola-, me pareció suntuoso. Nos abrió la puerta una doncella uniformada y con cofia, algo que ya por aquellos tiempos era difícil de ver. Nos acompañó a una sala de espera, un cuarto de estar amueblado con sabor clásico, pesadas cortinas estampadas, butacones tapizados con un intenso color carmesí y cuadros de firma en las paredes. Una gran lámpara en el techo, a esas horas de la tarde apagada, imponía su presencia. Mi madre y yo nos miramos con gestos de complicidad, los de ella trasluciendo la satisfacción que sentía al observar los signos de confort de la casa de su primo, los míos entre sorprendidos y algo impresionados.

La visita, que duró casi una hora, se centró en la elección de mi futura carrera. No hubo tiempo para hablar de otras cosas, salvo alguna cortés pregunta acerca de las respectivas familias.

-Qué quieres que te diga -me dijo el primo de mi madre, sonriente-. A mí me ha ido muy bien. Eres tú el que tienes que valorar tu capacidad y tus ganas. No voy a negarte que la carrera es dura y larga. Dos cursos previos selectivos para ingresar, que la mayoría de los alumnos los aprueban en tres o cuatro años, y luego, si consigues superarlos, cinco de carrera. Eso sí, tal y como están las cosas hoy en día, te puedo asegurar que todo el mundo sale colocado.

Aquella visita sirvió para sacarme de la incertidumbre. Como me daba lo mismo Caminos que Industriales que Navales que Aeronáuticos o que Montes, ¿por qué no Agrónomos? Con 17 años recién cumplidos, por muy mal que se me dieran las cosas, a los 24 o a los 25 sería ingeniero. Después, Dios diría.

A lo largo de mi vida me ha acordado muchas veces de aquella visita con mi madre. Marcó un hito en mi existencia, porque, aunque nunca ejercí como ingeniero agrónomo, gracias al título obtenido tras aquella decisión me coloqué, nada más acabar la carrera, en una empresa que nada tenía que ver con la agricultura, IBM, una multinacional americana líder en el mundo de la informática, lo que por supuesto me obligó a un reciclaje total.

El carrusel de la vida da muchas vueltas. Hay veces, y creo que éste es un buen ejemplo, que más vale dejarse llevar por las circunstancias, por los vientos que soplan, que empeñarse en hacer caso a tus impulsos, sobre todo cuando éstos tampoco tienen demasiada consistencia. En mi caso, como insinuaba el primo de mi madre, nunca he encontrado ninguna razón para arrepentirme de aquella elección. Aunque no veía el camino que entonces emprendía, ya sabemos que éste se hace al andar.

19 de enero de 2024

No es un laberinto, es democracia

 

El otro día le oí decir a Núñez Feijóo que Pedro Sánchez se había metido en un laberinto, refiriéndose a las dificultades que tiene el gobierno para sacar adelante sus propuestas parlamentarias. Lo decía -dentro de la retahíla de improperios y descalificaciones que suele prodigar al presidente- a propósito de las negociaciones con Junts para que apoyara los decretos ley que se aprobaron hace unos días en el Congreso.

Supongo que cuando se acaban los argumentos, cuando a tu gabinete no le da tiempo de idear nuevas acusaciones, hay que acudir a las ya utilizadas hasta la saciedad, como es el hecho de que el dibujo parlamentario presente serias dificultades a la hora de gobernar, algo que sabemos todos desde el día siguiente al de las elecciones, cuando conocimos la composición de las Cortes. Lo que no dice Núñez Feijóo es que este parlamento le otorgó al señor Sánchez la investidura y, que, a pesar de su “laberíntica” composición, aprobó hace unos días dos de los tres decretos que se sometían a debate.

Lo sabemos, no hace falta que lo diga Núñez Feijoo. Esta legislatura no va a ser cómoda para el gobierno, ni mucho menos. Pero resulta que las dificultades proceden del resultado de la decisión democrática de los españoles en su conjunto. De todos, de los que apoyan a los partidos que a la derecha le parecen homologables y de los que votan a los que él eliminaría de la faz de la tierra.

La composición de las cámaras legislativas no es la ideal para el gobierno progresista, eso es cierto. En el Congreso se tiene que apoyar en partidos independentistas y, en algunos casos, de manifiesta ideología conservadora. En cuanto al Senado, ni siquiera tiene mayoría. Lo que sucede es que, a pesar de las dificultades, siempre hay terreno para negociar. Otra cosa es que, si en algún momento se le pusieran condiciones inaceptables, tendría que decir que no y, en consecuencia, perder algunas propuestas legislativas. Con eso cuenta el señor Sánchez, como ha confesado en más de una ocasión.

Lo que sucede, además, es que ese variopinto panorama parlamentario, ese batiburrillo político tiene un elemento en común: que no quieren ver gobernar a quien se ha convertido en valedor de la ultraderecha y, como consecuencia, temen que si accede a la presidencia acabe con los avances de todo orden que se han conseguido en España en los últimos años. Doy por hecho que algunos de esos partidos no estarán de acuerdo con el señor Sánchez en muchas cosas, pero al utilizar una lógica política muy elemental inclinan la balanza del lado que al presidente del PP no le gusta.

Núñez Feijóo no debería llevarse tantos berrinches. Tendría que mantener la calma y no andarse con prisas. Yo le recomendaría que revisara sus estrategias, cambiara el tono y se despojase de la nefasta influencia de la ultraderecha, la que tiene dentro de su partido y la otra. Quizá, de esa manera, le llegue su oportunidad, como les llegó en su día a los señores Aznar y Rajoy. 

Intentar sacar adelante tus propuestas y llegar hasta donde se pueda es hacer política. Lo demás es fanfarria vocinglera.

15 de enero de 2024

La barbarie no es ni de derechas ni de izquierdas

 

Como los argumentarios de los partidos políticos son inacabables, hace poco en el del PP surgió una nueva consigna, añadir en los ataques a Pedro Sánchez la acusación de amigo de los terroristas de Hamás. Son mensajes que nacen en los "think tank" de los cuarteles generales de las formaciones políticas, se extienden con facilidad a través de los medios de comunicación y de las redes sociales y a veces, no siempre, consiguen su propósito de hacer daño al adversario. Esta última acusación, concretamente, surgió cuando los presidentes saliente y entrante de la UE visitaron a Netanyahu en Israel. Desde entonces estoy siguiendo su evolución casi como si estuviera preparando una tesis doctoral, porque creo que se pueden extraer muchas enseñanzas sobre la manipulación mediática de nuestros días. 

Tachar de indiscriminada, desproporcionada y sangrienta la respuesta israelí a los ataques terroristas de Hamás era algo que hasta hace poco nadie discutía, entre otras cosas porque cualquier ciudadano del mundo desayuna a diario contemplando en los noticiarios la barbarie desencadenada sobre Gaza, un auténtico genocidio. Sin embargo, de repente hemos pasado a que algunos medios y algunos núcleos de opinión consideren que defender la aplicación del derecho internacional en Palestina es cosa de peligrosos izquierdistas amigos de Hamás. Yo no había visto un esperpento tan patético en mi vida, y mira que ésta ha dado ya mucho de sí. Lo decente, según estas derecha y ultraderecha, es ponerse del lado de los genocidas, de los asesinos de niños, mujeres, ancianos y civiles desarmados, argumentando que Israel tiene derecho a defenderse. Menuda falacia.

El maniqueo en esta ocasión transciende los límites de la lógica, porque viene a sugerir algo así como que si eres de derechas tienes que estar con Israel, caiga quien caiga, y si de izquierdas con Hamás, hagan éstos lo que hagan. No caben según los promotores de la consigna términos medios, no existen para ellos soluciones como la defendida por Naciones Unidas, la de reconocer la existencia de dos estados independientes, con fronteras perfectamente definidas y respetadas por las dos partes. Una solución que por cierto lleva proponiendo la comunidad internacional desde que nació el conflicto en el año 1948 y que Israel no ha aceptado nunca de buen grado, quizá porque deba de ser consciente de que la falta de consistencia de los argumentos que se utilizaron cuando nació como estado eran muy discutibles y, como consecuencia, vive bajo el constante temor a que algún día lo barran del mapa.

Pedro Sánchez se lo dijo al gobierno israelí en Tel Aviv cara a cara y lo repitió después cuando regresó a España. No sólo eso, también condenó una vez más los ataques terroristas de Hamás. Pero los "ideólogos" conservadores, en sospechosa coincidencia con los de VOX, decidieron coger el rábano por las hojas y crear un nuevo frente contra el presidente del gobierno. Es verdad que ya está perdiendo fuelle, porque, como su imaginación no cesa de parir afrentas, a continuación empezaron a tomar forma las denuncias de la futura entrevista entre el presidente del gobierno y Puigdemont.

Tampoco le auguro a esta última consigna demasiada permanencia en escena, porque ahora se están recreando en las dificultades parlamentarias del gobierno, rasgándose las vestiduras como si se tratara de una novedad. O, lo que ya es rizar el rizo de la ignominia, que Sánchez dice que quiere levantar un muro que divida a España en dos.

Volviendo al conflicto de Gaza, resulta indignante que se intente hacer política chica a partir de un genocidio. Deben de quedarles pocos argumentos a los que idean estas consignas, cuando tienen que recurrir a acusaciones tan miserables, como la de que este gobierno es amigo de los terroristas de Hamás.

Estos chicos de la derecha extrema y de la extrema derecha no se andan con chiquitas. Manda huevos, como diría el ínclito.

11 de enero de 2024

El quinto jinete del apocalipsis: la amnistía

 

A los cuatro jinetes del apocalipsis, la guerra, el hambre, la peste y la muerte, les ha salido, a decir de algunos, un hermano pequeño, la amnistía. Llevaban siglos cabalgando en solitario, aterrorizando a la humanidad, y desde hace unos meses parece que se les hubiera unido un inesperado compañero de cabalgadura. No creo que la Historia llegue a retener el nombre del advenedizo, porque para estas cosas es muy seria, pero de momento se pasea con ellos tan campante.

Reconozco que cuando los sucesos del 1 de octubre de 2017 yo me sentí tan preocupado como indignado. Llevaba tiempo observando la mala gestión que hacía el gobierno conservador del conflicto separatista catalán y cuando éste estalló me sentí abrumado. Una parte de España no había entendido el alcance del movimiento separatista y los radicales optaron por hacer frente a lo que consideraban una afrenta con un referéndum ilegal. He vivido muchas crisis políticas en España, pero ésta se me antojó quizá la más grave de todas ellas.

Después vino la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la huida de algunos de aquellos políticos catalanes al extranjero y el proceso y condena de los que se habían quedado aquí. Yo, aunque el que se hubiera llegado a aquella situación de tensión me llenaba de preocupación por lo que suponía de aumento de la quiebra entre una parte de España y el conjunto de la nación, consideré acertadas las medidas. El daño estaba hecho y sólo cabía en aquel momento achicar el agua y mantener la nave a flote. Después, ya se vería.

Desde entonces han pasado seis años. Un nuevo gobierno, liderado por un partido que había apoyado sin paliativos las medidas del anterior, inició con cautela un nuevo estilo de relaciones institucionales, alejándose en lo posible de los ataques frontales y fomentando el diálogo. Seis años que, por cierto, han cambiado por completo el ambiente separatista, no porque hayan desaparecido los que defienden la independencia, sino debido a que una gran parte de ellos ha empezado a entender que la ruptura unilateral es imposible.

Ahora el gobierno progresista ha dado un paso más en dirección a la concordia, el de proponer una ley de amnistía, no para que sirva de trofeo a los separatistas, como gritan algunos, sino para facilitar el avance hacia una solución negociada, que como tal, si progresa, no dejará completamente satisfecha a ninguna de las dos partes, pero que podría permitir una convivencia pacífica, un avance hacia la reconciliación, hacia el abandono por parte de unos de las políticas centralistas y exclusivistas y propiciaría, al mismo tiempo, la reconducción de las pretensiones secesionistas hacia un autogobierno real y efectivo. España no se rompería y muchos catalanes verían colmadas sus aspiraciones de que se considere a Cataluña como una entidad política con personalidad propia, dentro del conjunto del Estado español, como sucede en tantos países democráticos del mundo.

La amnistía no es un fin, sino un medio para resolver un problema político. Pero, sobre todo, no es un nuevo jinete del apocalipsis, como la tildan los que con sus estrechas miras políticas no ayudan a resolver uno de los mayores problemas que tiene España, el de que alguna de sus partes no se sienta identificada con el conjunto de la nación, al mismo tiempo que una parte de ese conjunto no quiera entender la realidad.

7 de enero de 2024

Recuerdos olvidados 3. El TBO, escuela de lectura

Siempre me he considerado un buen lector, no sólo en cantidad, también en calidad. Es cierto que he pasado por muchas etapas, desde la novela al ensayo, aunque deba confesar que nunca conseguí entrar en la poesía como a mí me hubiera gustado.
 
Muchas veces me he puesto a pensar en cómo me llegó a mí la afición por la letra impresa, cuando ni mi formación universitaria tiene nada que ver con el lenguaje ni mis profesores durante la secundaria hicieron nada que yo recuerde por fomentarla. Todo lo contrario, las recomendaciones que entonces recibía pasaban siempre por los clásicos del Siglo de Oro, una manera como otra cualquiera de disuadir a un niño de la lectura. Aunque mucho me temo que esto sea algo que ni ha cambiado ni tenga trazas de cambiar.

Mi afición, en realidad, empezó con la lectura de tebeos, eso que ahora llaman comics. Cuando tenía 11 años y cursaba segundo de bachillerato del plan de aquella época, vivíamos en Barcelona. Un día llegó a casa un vendedor de suscripciones que había llamado mi padre para encargarle el ABC -periódico que lo acompañó hasta el final de su vida-; y, cuando ya habían rellenado y firmado el correspondiente impreso, el avispado comercial, que me había visto revolotear por los alrededores, me preguntó si no querría yo algo para leer con regularidad. Ni corto ni perezoso le contesté que me gustaría recibir el Pulgarcito, el Jaimito y el TBO, publicaciones infantiles semanales de aquellos tiempos.  

Mi padre, que siempre demostró un gran interés por todo aquello que en su opinión afectara a nuestra educación, debió de considerar en aquel momento que los tebeos podrían fomentar en mí la afición a la lectura, y, sin pensarlo demasiado, le dijo al vendedor que añadiera aquellas publicaciones al encargo que le acababa de hacer. 

Recuerdo perfectamente que durante los dos años que permanecimos en Barcelona, yo esperaba con ilusión todas las semanas la llegada de los tebeos. Estoy convencido de que aquellas lecturas infantiles, que a pesar de su intrascendencia y trivialidad obligaban a pensar en el contenido de las palabras, fueron el origen de una afición que me ha acompañado toda la vida como algo imprescindible. Después de aquellas historietas vinieron otras sin demasiadas pretensiones -Diego Valor, El Cachorro, Hazañas Bélicas-, para muy pronto dar el salto a Emilio Salgari, a Julio Verne y a otros amenos escritores de lectura fácil. 

Durante muchos años devoré con pasión los libros de la colección Austral. Recuerdo que sus portadas tenían colores distintos dependiendo del contenido, verde para los ensayos y azul para las novelas, entre otros. En mi caso, durante los años universitarios, cuando la inquietud por aprender urgía, en las estanterías donde guardaba mis libros dominaba el verde, con algunas excepciones azules. Y desde entonces no he dejado de leer. Aunque la vida no esté en los libros, como alguien dijo, ayudan a entenderla.

Lo cuento, porque muchas veces he pensado que si no se hubiera producido aquella visita de un vendedor de suscripciones, quizá nunca hubiera llegado a ser un habitual lector, como he sido desde entonces. 


NOTA BENE. Como hoy toca hablar de libros, no puedo dejar de recomendar a mis amigos el que acabo de leer, "Mi querido hermano", escrito por Joaquín Pérez Azaústre y editado por Galaxia Gutenberg, un ensayo biográfico novelado de los hermanos Machado que, en mi opinión, no tiene desperdicio.