28 de agosto de 2025

El hombre creó a Dios

Voy a tratar de explicar una curiosa teoría que acabo de leer en un ensayo, escrito por Juan José Millás en colaboración con Juan Luis Arsuaga -escritor y paleontólogo respectivamente-, en realidad un conjunto de reflexiones sobre los orígenes del ser humano. Por cierto, un libro especulativo, en el que la visión científica del segundo está continuamente presente, aderezada con la correspondiente dosis de buena literatura a la que nos tiene acostumbrados el primero. Ni que decir tiene que a mí me está encantando por su amenidad, pero sobre todo por la originalidad del formato.

Sostiene el catedrático de paleontología y director del yacimiento prehistórico de Atapuerca que las culturas primitivas ofrecían sacrificios a sus dioses con la exclusiva intención de alagarlos, porque el imaginario colectivo no consideraba que tuvieran ninguna influencia en el devenir de sus vidas. Eran sociedades desordenadas y caóticas, en las que los convencionalismos todavía no habían hecho acto de presencia. No había normas de conducta y primaba la ley del más fuerte. De manera que a aquellos hombres ni se les pasaba por la imaginación que sus dioses les pudiera exigir responsabilidades.

Pero a medida que las sociedades fueron evolucionando y como consecuencia desarrollando normas de convivencia, aquellos dioses, en principio tan sólo venerados, se fueron convirtiendo en dioses meticones, porque empezaron a ser considerados árbitros de los comportamientos humanos, garantes del orden y concierto social y referentes de la bondad frente a la maldad. En definitiva, las sociedades primitivas, a medida que fueron alcanzando mayores niveles de desarrollo, modificaron la concepción de sus divinidades, convirtiendo sus figuras en modelos de su ideal de comportamiento. Dicho de otro modo, los hombres fueron creando a Dios a medida de sus necesidades colectivas, como garantía de convivencia.

Arsuaga cita las sociedades precolombinas. Tenían dioses, todavía no meticones, y las religiones y sus representantes, los sacerdotes, se limitaban a ofrecer sacrificios para que las divinidades estuvieran contentas y no los molestaran. La llegada de los españoles con su Dios cristiano modificó el estatus, porque los nativos aceptaron éste y abandonaron los anteriores. En este caso, no se trató de una evolución sino de una imposición.

Es curioso pensar en que la paleontología, es decir, la ciencia que estudia la evolución de los seres vivos a través de sus restos fósiles, ayude a formular teorías que lindan con la filosofía o, como en este caso, con la teología. Pero es que basta con indagar en nuestros orígenes para que una enorme cantidad de preguntas aparezcan y, aunque nunca lleguemos a conocer sus respuestas, al menos ayudan a entender mejor el enigmático universo en el que vivimos.

Lo cierto es que la lectura de este libro me ha abierto un gran interés por la paleontología que, como tantas otras inquietudes, quizá tuviera adormecida. Lo he confesado en varias ocasiones, me considero un aprendiz de todo y un maestro de nada, porque me suelo quedar en las primeras lecciones, lo que sólo me permite considerarme un principiante frustrado. ¡Qué le vamos a hacer!

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