30 de septiembre de 2015

Cataluña en España. ¿Sí o no?


Decía hace unos meses que había decidido tomarme un respiro en los quehaceres del blog. Transcurrido un periodo razonable, y tras vencer a duras penas la pereza que siempre me ocasiona someterme por sistema a una obligación, aquí estoy de nuevo, con la mente quizá algo más despejada, los temas que me preocupan agolpados en la memoria y las ilusiones intactas, aunque confieso que algo vapuleadas por tantos aconteceres a mi alrededor, no siempre conformes con  mis posiciones intelectuales.

Había soñado con iniciar esta nueva andadura mediante alguna consideración banal, incluso frívola, porque el periodo veraniego es rico en anécdotas intrascendentes. Pero la situación de Cataluña, y por ende de España entera, me obliga a ir directamente al grano de la actualidad, aun a rriesgo de que algunos no entiendan mis reflexiones, no ya por dificultad intelectual, sino por discrepancia de pensamiento. Lamentablemente estamos ante un espinoso tema, que está generando vehementes comportamientos, desterrados hace tiempo del panorama social español, cuyo regreso me parece muy peligroso.

No voy a entrar en guerras de cifras para interpretar el resultado de las elecciones plebiscitarias del pasado 27 de septiembre –a estas alturas nadie niega su carácter plebiscitario-, porque la cuestión que me ocupa va mucho más allá del 48 %, del 52 % o de si los votos de determinados partidos deberían inscribirse en una u otra de las tendencias en liza. Voy a centrarme en una sola consideración, más cualitativa que cuantitativa: la sociedad catalana se ha dividido en dos grupos, el formado por los que desean dejar de pertenecer a España y el que agrupa a los que ni por asomo se les ocurre considerar esa posibilidad. Y por encima de estas dos tendencias, otra difícil de adscribir, la de los que piden un nuevo encaje de Cataluña en España, y digo difícil de adscribir porque los que así opinan, muchísimos por cierto entre los electores catalanes, han votado a uno o a otro de los dos grandes bloques, sin que hayan tenido la oportunidad de dejar constancia explícita de sus matizadas inquietudes.

Si partimos de esa realidad, la de que la sociedad catalana se ha escindido en dos grandes tendencias en principio irreconciliables, parecería razonable que se intentase por todos los medios un acercamiento entre ellas, un dialogo inteligente que buscara puntos de encuentro, una negociación de la que no podría en ningún caso estar ausente el resto de España, porque la trascendencia de la ruptura nos afectaría a todos, como nos afectó en su momento la salida ordenada de la dictadura, ya que todos habíamos estado sometidos a ella. Y en aquella ocasión las cosas se hicieron perfectamente desde el punto de vista de los intereses comunes, a pesar de los detractores que ahora surgen por todas partes, algunos de los cuales ni siquiera vivieron aquellos tiempos.

¿Alguien está propiciando ese acercamiento? No, sino todo lo contrario, ni en Cataluña ni en el resto de España. En Cataluña crece día a día la división entre las dos facciones enfrentadas, en cantidad de enfrentados y en calidad del enfrentamiento; y en el resto del país, donde nunca se ha entendido bien -o no se ha querido entender- el hecho diferencial catalán, la animadversión, la desconfianza y el rechazo hacia aquella parte de España aumenta de forma vertiginosa,  hasta el punto de que algunos con sus manifestaciones parecen dar a entender que preferirían que se separaran y los dejaran en paz.

Es evidente que la responsabilidad de que las cosas hayan llegado a esta situación hay que buscarla en los políticos, separatistas o separadores, de aquí y de allí, que al arrimar el ascua a la sardina de sus intereses partidistas, con la visión miope que otorga pensar en lo inmediato y olvidar el futuro más o menos cercano, no hacen nada por evitar el enfrentamiento. A veces se oyen voces, escasas y con poca contundencia desde mi punto de vista, que reclaman la revisión de la Constitución para que España pueda seguir siendo el punto de encuentro de las distintas sensibilidades históricas que la componen, para que ninguna de ellas se sienta incómoda en el conjunto. Pero cuando esas voces se alzan, otras las callan con frases tales como los españoles somos todos iguales ante la ley o aquí no caben privilegios para nadie, consignas fáciles de pronunciar, que prejuzgan los posibles cambios en la norma fundamental y que demuestran el poco interés que algunos tienen en solucionar el problema de la unidad de España.

Lo que está fuera de toda duda es que Cataluña no puede separarse de España en contra de la voluntad de la mitad de los catalanes, so pena de acceder a una situación de inestabilidad insoportable por cualquier sociedad. Pero tampoco es posible que si la otra mitad  no quiere que las cosas continúen como hasta ahora, se pretenda ignorar esa realidad y se mire hacia otro lado. Y si ni lo primero ni lo segundo pueden llevarse adelante sin destrozar la convivencia social, habrá que buscar soluciones intermedias que satisfagan a la mayoría, aunque las dos partes tengan que renunciar a algunas de sus pretensiones, como sucede siempre que se negocia un acuerdo que parte de posiciones divergentes. Las sociedades avanzadas se han construido sobre la base de grandes acuerdos, en momentos a veces de gran perturbación.

Todavía estamos a tiempo de que no se produzca una catástrofe. Pero como unos y otros continúen desoyendo los mensajes que llaman a la negociación política, no tardaremos en encontrarnos ante una situación que nadie, salvo los pescadores en río revuelto, desea. Y eso no se lo merecen los catalanes ni nos lo merecemos el resto de los españoles.