28 de enero de 2017

Violencia machista. No es sólo la fuerza

La violencia machista en la pareja ha existido desde tiempos inmemoriales. No se trata de un fenómeno exclusivo de nuestros días, sino que, por el contrario, sus orígenes son tan antiguos como la humanidad. La fuerza bruta, sin lugar a dudas, está entre las causas de la lacra que nos atenaza, pero limitarnos a señalar este dato, sin profundizar en otros relacionados con el problema, sería renunciar a entender qué hay que hacer para erradicarla de la faz de la tierra. Sólo si se entienden las causas se encontrarán las medidas adecuadas para evitar la situación de desamparo y humillación en la que se encuentran tantas mujeres.

Si en la mentalidad masculina no se hubiera fomentado a lo largo del tiempo la creencia en la supremacía intelectual del hombre con respecto a la mujer, la superioridad muscular no sería determinante. Los maltratadores no actúan porque sean más fuertes, sino porque se creen con pleno derecho a utilizar la fuerza contra sus parejas. Consideran que las mujeres les deben sumisión, están convencidos de que su papel en la vida no puede nunca eclipsar el rol del varón. La violencia no es consecuencia directa de la fortaleza física, sino de mentalidades mal formadas, de la herencia educacional de muchos hombres.

La causa principal del problema, por tanto, es cultural. Santo Tomás de Aquino, el doctor angélico y santo patrón de las universidades y centros de estudio, dijo: La mujer necesita del varón no sólo para engendrar, como ocurre en los demás animales, sino incluso para gobernarse, porque el varón es más perfecto en razón y más fuerte en virtud. (Summa contra gentiles). Lo escribió, es cierto, en el siglo XIII, pero su filosofía y sus enseñanzas siguen siendo un referente en el mundo católico.

El Código Civil que rigió en España hasta 1975 decía: El marido debe proteger a la mujer y ésta obedecer al marido. Afortunadamente estas últimas leyes ya no están vigentes, pero lo estuvieron durante tanto tiempo que a nadie debe sorprender que dejaran su impronta machista, que incrustaran en la mente de muchos hombres el mensaje de que uno debe proteger y la otra obedecer, un falso equilibrio que siempre se rompe por la parte más débil, la de los derechos de la mujer.

Me he limitado a traer a este texto dos citas, una de origen religioso y otra de procedencia legislativa -no quiero extenderme en referencias, que podrían ser muchas y muy variadas-, para indicar que el machismo, la crencia en la supremacía del hombre sobre la mujer, es algo ancestral, grabado a lo largo de los siglos en el pensamiento de los varones, predicado por santos de la iglesia y promulgado por leyes civiles. La solución por tanto pasa por acabar drásticamente con esa herencia cultural y sustituirla por el mensaje de la equiparación absoluta de derechos entre hombres y mujeres, de la igualdad de sus capacidades intelectuales, en todos los ámbitos de la vida, sin excepción.

En mi opinión, las políticas de protección a la mujer y de aumento de las penas a los maltratadores son necesarias, pero no suficientes. Es preciso iniciar una inmensa reconversión cultural de las mentes masculinas (a veces también las de aquellas mujeres que aceptan la supremacía del hombre sobre ellas como algo natural), empezando en las escuelas y terminando en cualquiera de los ámbitos sociales.

Sólo si cambia la mentalidad de los hombres con respecto a los derehos de las mujeres, exclusivamente si se acepta sin reparos la igualdad intelectual entre los dos sexos, se conseguirá erradicar, de una vez por todas, la violencia machista.

22 de enero de 2017

Patán y populista

Debía de tener yo doce años, o quizá trece, cuando me anude por primera vez una corbata. Fue mi padre quien me enseñó cómo se hacía el nudo -todavía recuerdo su lección sobre el origen del nombre del denominado Windsor-, quien me explicó la forma de centrarlo con respecto a las solapas del cuello de la camisa y quien me advirtió de que el pico pequeño nunca debía de sobresalir del grande. Pero sobre todo me insistió en que éste en ningún caso debía llegar más abajo de la cintura. El cinturón del pantalón, recuerdo que repitió varias veces, marca la frontera entre la elegancia y la ordinariez. Sólo los payasos de circo, para hacer reír, y los patanes la llevan por debajo de ese límite.

Como este tipo de enseñanzas paternas no suelen olvidarse con facilidad –al menos a mí no se me olvidan-, desde entonces suelo fijarme en cómo la gente anuda sus corbatas. Es algo así como si mediante esta observación efectuara un primer reconocimiento de la personalidad de quien acabo de conocer, sin perjuicio de que después profundice en otros criterios más determinantes y menos frívolos. Qué le vamos a hacer: uno tiene sus métodos de evaluación.

Por eso, el otro día, cuando vi la imagen de un Trump en su toma de posesión, a quien la corbata le llegaba mucho más abajo de lo que mi padre hubiera considerado prudente, me costó mucho desviar la mirada de su atuendo y atender a otros aspectos más indicativos de su talante. Lo logré, no sin gran esfuerzo por mi parte, pero me quedé con la idea de que el nuevo presidente de los Estados Unidos es un auténtico patán. Después oí el discurso de toma de posesión y saqué, además, algunas otras conclusiones.

Si a alguien todavía le quedan dudas sobre en qué consiste ser populista, que analice con atención las palabras de Donald Trump tras el juramento. No hay un solo mensaje en su discurso que no deba figurar con derecho propio en la antología del populismo. Empezó diciendo que había llegado a la Casa Blanca para quitar el poder a los de siempre y devolvérselo al pueblo (me suena mucho haber oído algo parecido muy cerca), continuó con una declaración de principios nacionalista -¡America primero, América primero!-, para terminar asegurando que Dios, nada más y nada menos, estaba de su parte. Así cualquiera, como decía aquel.

Le oí decir a uno de esos periodistas a quienes gusta manejar comparaciones de todo tipo, que el nuevo presidente había usado una sintaxis propia de estudiantes de cuarto de primaria y un vocabulario menos extenso que el que utilizaría un alumno de segundo de ESO. Creo que con esta comparación le hacía un gran favor, porque en realidad su lenguaje fue bastante más primitivo. Ni utilizó conceptos políticos ni referencias intelectuales ni cifras económicas, sólo lugares comunes y expresiones huecas. Fue tan zafio que se limitó a dar una visión apocalíptica de la situación de su país, a resucitar aquel viejo concepto del eje del mal que puso de moda George Bush y a amenazar con poner a los demás países patas arriba.

Si no fuera porque en esto de la política internacional yo soy un tanto fatalista, puesto que considero que el mundo rueda sobre unos raíles casi inamovibles, pensaría que la situación está para echarse a temblar.  Confío –ya lo confesé en este blog hace unos meses- en que el equilibrio de poderes que defiende la constitución de los Estados Unidos evite el descarrilamiento al que el señor Trump parece que quiere conducirnos. Pero ya no estoy tan seguro como lo estaba entonces, porque de un ignorante se puede esperar lo peor.

Sobre todo de un ignorante patán y populista.

20 de enero de 2017

Elogio a la juventud y alerta ante la desigualdad

Siempre he considerado que las generalizaciones carecen de rigor intelectual, por no decir abiertamente que suelen caer en el terreno de la estupidez. Una de ellas, muy al uso, consiste en preguntarse dónde vamos a llegar con la juventud que nos ha tocado en suerte. A esta pregunta, que considero consecuencia de la burda simplificación de un tema tan complejo, me referiré a lo largo de la reflexión que sigue a continuación.

No existe una juventud uniforme en términos de educación o de comportamiento. Estoy rodeado de jóvenes –hijos de mis familiares, o de mis amigos, incluso los míos y ya algunos nietos-, que han recibido o están recibiendo una buena educación, tanto en los aspectos que pudiéramos denominar de comportamiento cívico –el que se mama en casa- como en aquellos que se derivan de la formación académica que hayan recibido. Se trata de una franja muy amplia de la población, me atrevería a decir que muy superior en cantidad a la correspondiente en mi generación. El número de estudiantes de enseñanza media ha crecido enormemente, así como el de los que logran acceder a la universidad. Negar la capacidad intelectual de este numeroso grupo de jóvenes sería negar la evidencia.

Lo que sucede es que la desigualdad de oportunidades se ha incrementado en los últimos años hasta límites alarmantes; y por eso, porque no todos los jóvenes tienen las mismas posibilidades para formarse, frente al numeroso grupo al que me refería antes aparece otro cuya formación cívica y cultural entra de lleno en el fracaso o al menos deja mucho que desear. Y como lo negativo siempre resalta más que lo positivo –quizá porque sea más llamativo-,  muchos al referirse a la juventud lo hacen señalando a estos últimos y no a los que, a mi modo de entender, constituyen la mayoría. Esa es la generalización a la que antes me refería, considerar a los intelectualmente malogrados como prototipo de la juventud actual en su totalidad.

La desigualdad de oportunidades está en el origen del fracaso escolar y del deficiente nivel cultural que exhibe una amplia franja de nuestra juventud. La escuela pública, a las que por razones obvias suelen acceder los hijos de las familias más humildes, ha empeorado sus prestaciones en los últimos años, como siempre por culpa de la dotación económica. Además, como la crisis ha fustigado con mayor fuerza a las familias más necesitadas, cada vez son menos los hijos de éstas que aceden a la universidad. Un fenómeno que se recrudece día a día y que si no se pone remedio nos llevará en poco tiempo a una sociedad cada vez más injusta y desequilibrada.

La verdadera justicia social consiste en ofrecer a todos las mismas oportunidades, lo que significa volcar esfuerzos en los más necesitados. Si continuamos por la senda de los recortes, cada vez será mayor la brecha entre la juventud educada –en el amplio sentido de la palabra- y la de los fracasados. Hace falta la intervención de un agente externo, concretamente la del Estado, para romper la inercia decadente que se observa, para evitar que tengamos que seguir contemplando dos juventudes divergentes, la formada por los que tienen acceso a una educación adecuada y la integrada por aquellos a los que la sociedad les ha negado su oportunidad.

Dos juventudes cada vez más separadas por la brecha de la educación.

15 de enero de 2017

Supersticiones, prejuicios y dogmatismos

Le oí decir en una ocasión a cierta persona, cuando discutíamos amigablemente acerca de la inmigración procedente del tercer mundo o sobre la homosexualidad o sobre el racismo -no recuerdo exactamente el tema pero por ahí iban las cosas-, que reconocía que en esos asuntos sus opiniones se basaban en prejuicios.  Tan rotunda afirmación me dejó sorprendido, ya que por lo general estas actitudes irracionales suelen pasarle desapercibidas a quien las padece. Están tan incorporadas al intelecto, que consideran que forman parte de sus razonamientos habituales, de sus juicios razonados.

Si nos atenemos a la etimología de la palabra, un prejuicio es un juicio previo al conocimiento de los hechos, una opinión que no se sustenta en realidades conocidas. Quien prejuzga no juzga, simplemente emite un veredicto sobre algo que desconoce. Ahora bien, si quien prejuzga es consciente de que lo está haciendo, transciende la categoría del prejuicio  para entrar de lleno en la del dogmatismo, es decir, en la de los que no reconocen el error y manipulan la realidad para poder mantener la creencia previa.

Compliquemos un poco más las cosas y hablemos, aunque sea muy de pasada, de la superstición, de la aceptación de creencias muertas e injustificables que resisten las evidencias en contra. El supersticioso sabe que pasar por debajo de una escalera no le va a causar ningún perjuicio (salvo que se le caiga encima), pero se niega a hacerlo por lo que pudiera suceder. Los lectores habituales de su horóscopo no ignoran que carece de total credibilidad, pero a pesar de todo lo consultan cuando pueden por aquello de vaya usted a saber si tendrá razón.

En un magnífico ensayo escrito por el filósofo español José Antonio Marina, La inteligencia fracasada,  he tropezado con una razonada reflexión sobre estas tres “fracasos de la inteligencia”, a la que quizá no habría prestado demasiada atención si no fuera porque el citado pensador considera que, cuando se dan todos juntos, en una misma persona, nos encontramos en la antesala del fanático. Digo en la antesala y no en la sala, porque en opinión de Marina harían falta dos condiciones añadidas para llegar a esta última categoría, la defensa de la verdad absoluta y la llamada a la acción, es decir, la salvaguardia radical de las ideas propias, sin autocrítica y sin dar cuartel a las de los rivales, y el uso de la violencia, en mayor o menor escala.

Pero quedémonos en la antesala y dejemos para otra ocasión la sala. Existen tantos supersticiosos, muchos de los cuales además confiesan sus prejuicios, que me preocupa que nos encontremos rodeados por un número elevado de potenciales fanáticos. Asusta pensar que de las fobias, pasando por las supersticiones, se pueda llegar al dogmatismo con tanta facilidad, simplemente reconociendo que uno sustenta sus opiniones en prejuicios. Porque los pasos siguientes, los que conducen al fanatismo, podrían estar a la vuelta de la esquina.

El mejor antídoto para evitar este peligroso deslizamiento sobre los fracasos de la inteligencia que cita Marina es, desde mi humilde punto de vista, el escepticismo, la revisión constante de las ideas preconcebidas, el cuestionamiento razonado de las bases sobre las que sustentamos nuestro ideario.

Sólo sin ataduras intelectuales se puede ser libre. Otra cosa es que algunos se sientan confortables en la negación de la evidencia, es decir, felices en la esclavitud intelectual. Sarna con gusto no pica.

11 de enero de 2017

Abyección e infamia galopantes

Estos días me he acordado con cierta frecuencia de aquel viejo chascarrillo que decía algo así como, su madre será una santa pero usted es un hijo de puta. Un mensaje, creo yo, que solicita que se establezcan responsabilidades claras y no se diluyan éstas en un  totum revolutum. Una cosa es la madre y otra el hijo de puta. Cuando reflexiono sobre el señor Trillo-Figueroa y el accidente del Yak-42, se me ocurre pensar que quizá el político conservador sea una persona honorable, ¿por qué no?, pero de lo que no cabe la menor duda es de que se ha comportado y sigue comportándose como un auténtico abyecto. Resulta inexplicable a estas alturas su obstinación en no pedir perdón a los familiares de las víctimas y en eludir la responsabilidad que le corresponde en los dramáticos hechos que acabaron con la vida de 62 militares españoles, el 26 de mayo de 2003.

Que el gobierno lo premiara nada más y nada menos que con la más alta representación diplomática de España en el Reino Unido, siempre resultó ante los ojos de los españoles un auténtico esperpento, un insulto a la dignidad colectiva. Pero tras conocerse el dictamen del Consejo de Estado, el insulto se ha convertido en una grave injuria. Que Dolores de Cospedal, haciendo de la necesidad virtud, haya demostrado tener cintura política reuniéndose con los familiares de las víctimas y prometiendo una investigación exhaustiva sobre las circunstancias que concurrieron, alivia en cierto modo la tensión anímica, pero no redime en absoluto las responsabilidades de su antecesor en el ministerio de Defensa ni la de los que han estado encubriéndolo durante todos estos años.

Un país digno no puede ocultar infamias. Si lo hace, estará contribuyendo al envilecimiento de su sociedad, sentará unas peligrosas bases sobre las que fomentar todo tipo de comportamientos inmorales, permitirá que se confunda el vicio con la virtud. Los dirigentes de turno -el gobierno- no pueden mirar hacia otro lado. Si continúan haciéndolo como hasta ahora conseguirán el desprecio de los españoles de buena fe, categoría transversal que nada tiene que ver ni con la derecha ni con la izquierda, porque la decencia es independiente de las ideas políticas. Incluso a veces, me atrevería a decir, del código penal.

Sin embargo, algunos de los más preclaros representantes del actual ejecutivo están dando estos días un espectáculo bochornoso, tratando con muy poca fortuna de ocultar las que creen sus miserias, entre ellos su presidente, el señor Rajoy, que dijo no haberse enterado del dictamen del Consejo de Estado, para añadir a continuación que ese asunto ya estaba solventado. El señor Catalá, titular de Justicia, se lleva la palma de los despropósitos cuando pregona a la ciudadanía que pedir perdón es reconocer la culpa. Pues sí, don Rafael, así es. Pero, ¿no cree, ministro, que los familiares de aquellos militares que fueron víctimas del despropósito y de la iniquidad de algunos se merecen ese reconocimiento? Seguramente sea éste un aspecto que le importe a usted un bledo y su preocupación se centre exclusivamente en mantener el estatus político que goza.

Esta mañana he oído a la hermana de uno de los fallecidos decir algo así como nuestros muertos no dieron la vida por España, España se la quitó. Aplastante. Doloroso.

8 de enero de 2017

¿Tan malo es el régimen del 78? Quizá algunos todavía no hayan entendido nada

Hace varios días que no escribo una palabra en el blog, no porque no me haya alcanzado la inspiración durante este tiempo, sino como consecuencia de que cuando en alguna ocasión ha hecho acto de presencia yo no estaba trabajando. Una molesta indisposición, diagnosticada como infección de vías respiratorias altas, me ha tenido fuera de combate durante algo más de una semana, sin fuerzas tan siquiera para levantar la tapa de mi portátil, a pesar de que las ansias por expresar alguna idea me consumieran. Pero ha llegado el momento.

Durante estos días, aprovechando los intervalos en los que la fiebre me daba alguna tregua, he leído –mejor diría devorado- el ensayo de carácter autobiográfico, escrito por Juan Luis Cebríán, Primera página. No se me escapa que me estoy refiriendo a un libro redactado por una persona muy controvertida, que suscita malévolos odios o platónicos amores, según el caso y el color del cristal con que se mire. Pero aun así me voy a permitir recomendar su lectura a mis amigos, incluso, si se me permite, con cierta insistencia. Puede que después, cuando lo acaben, sus fobias o sus filias se hayan acrecentado todavía más; o también es posible, por qué no, que alguno mude su percepción inicial. Pero su lectura a nadie, estoy convencido, lo dejará indiferente.

Confiesa el autor, en el primer párrafo de su prólogo a la obra, que escribir la propia biografía es uno de los actos más genuinamente narcisistas que puedan imaginarse. No le falta razón, porque el escrito entero es una oda a su contribución intelectual, y también material, a la construcción del régimen de libertades que gozamos desde la aprobación de la Constitución del 78. Pero yo no sería capaz de hacerle ningún reproche a su humana vanidad, porque la fortaleza del relato y la sólida construcción de los testimonios que utiliza disuelven en cierto modo los aspectos personalistas, en una marea de acontecimientos en los que cada uno de los protagonistas, entre ellos Cebrián, pierde importancia frente a la totalidad del elenco.

A mí me ha parecido un rotundo repaso a esa parte de la historia contemporánea de España, de la que los de mi generación (la misma del autor) hemos sido en cierto modo protagonistas o al menos figurantes. Es cierto que no hay en la narración pormenores que no se conozcan de antemano, pero sí infinidad de claves para entender aquella parte tan compleja del devenir colectivo de los españoles que conocemos como transición. Es la visión de alguien que tuvo el privilegio de contemplar la representación entre bambalinas y que incluso en algunos momentos se vio obligado a salir al escenario e interpretar su propio personaje a cara de perro.

También es la historia de El País. Las leyendas urbanas de uno y otro signo han desdibujado la verdadera importancia de un periódico en el que educaron su opinión millones de españoles de la generación de la transición, mientras que otros cuantos, también en gran número, lo convertían en diana de sus ataques. Sin embargo, ni la mayoría de los primeros ni casi ninguno de los segundos conoce con detalle la estructura accionarial que dio lugar a su nacimiento ni tampoco el verdadero alcance de los proyectos editoriales que guiaba a los fundadores. Cebrián, en este libro, disecciona el origen, clarifica las intenciones y relata la andadura, trufada de zancadillas y traiciones, de un periódico que por derecho propio está inscrito en la lista de los más influyentes del mundo occidental.

Lo repito. Recomiendo su lectura, imprescindible para tener una idea más precisa de lo que nos ha sucedido a los españoles como colectivo durante los últimos cincuenta años. Después que cada cual continúe si quiere con sus amores o con sus desamores. Por lo menos dispondrá de mayor y mejor criterio.