27 de enero de 2018

Con éstos no hay nada que hacer

Para solucionar definitivamente lo de Cataluña, -quiero decir para acabar de verdad y para siempre con el profundo conflicto social que se vive en aquella parte de España y que repercute cada vez con más fuerza en el resto del país- hacen falta otros interlocutores. Ni Rajoy ni Puigdemont pueden solucionarlo. El primero, porque su situación parlamentaria, cada vez más minada por la corrupción institucional que sufre su partido, no le deja, a su juicio, otra alternativa que ganar cierta popularidad entre esa parte de la sociedad española que siempre ha anatemizado a los catalanes con todo tipo de acusaciones, desde la prepotencia hasta la insolidaridad. Sabe que cuanto más fustigue al adversario, cuanta más caña le dé, mejor le irán las cosas. Y esa no es la solución. El segundo, porque ha perdido el sentido de la realidad y camina hacia ninguna parte, cabalgando sobre sus propios errores, utilizando  astucias y artimañas  para conseguir lo que de otra manera no sería capaz de alcanzar. Le ocurre lo mismo que a Rajoy, pero en sentido contrario. Cuanto más ataque al Estado, más prestigio entre los suyos. Y así no es posible llegar a ninguna parte.

La pregunta inmediata sería: entonces, ¿quién puede solucionar el entuerto? Y mi respuesta es: nadie dentro del actual panorama de la política española, ni los de la derecha ni los de la izquierda, ni el binomio PP-Ciudadanos ni una posible coalición de los partidos de izquierdas. Los primeros porque están totalmente en contra de cualquier solución que no sea continuar con el estatus actual (la autonomía constitucional ya fue para ellos una gran concesión) y los segundos porque el PSOE y Podemos tienen visiones muy distintas sobre la posible solución, los primeros no discuten la unidad de España, pero aceptan el federalismo como solución de compromiso, y los segundos defienden el derecho a decidir, caiga quien caiga. Y ya sabemos que eso de la transversalidad -una coalición que por razones de Estado sume sensateces de la derecha y de la izquierda, del separatismo y del constitucionalismo- es hoy por hoy algo inalcanzable en España.

Pero lo malo es que los pólipos molestos si no se curan a tiempo pueden terminar convirtiéndose en tumores malignos, que además de amargar la existencia de quien los padece, a veces se transforman en letales. Y si tenemos en cuenta que el mar de fondo del separatismo catalán tiene siglos de existencia, y que lo de ahora no es más que un brote virulento, aunque quizá el más duro que se haya dado en los tiempos modernos, los políticos de todas las tendencias, si pensaran en algo más allá de las estrategias que favorezcan sus intereses de partido a corto plazo, deberían estar muy preocupados por un conflicto en el que ya pocas cosas quedan por ver. Pero no es así.

Por si todo lo anterior no fuera suficientemente desalentador, ni siquiera consuela la esperanza de que unas nuevas elecciones pudieran cambiar las cosas. Todo apunta a que el país se ha compartimentado en ideologías con cierta estabilidad electoral, lo que significa que existen bastantes probabilidades de que se repitan los resultados electorales que nos llevaron a la situación actual, punto arriba punto abajo. Con lo cual el contencioso de Cataluña continuará sin cerrarse definitivamente, seguirá existiendo una parte de la población catalana insatisfecha con su situación en España y una incomprensión muy extendida en el resto del país sobre las causas de esa insatisfacción.

Se necesitan otros interlocutores, otros líderes con capacidad para manejar la situación; porque si no los españoles, catalanes o no, continuaremos sufriendo las consecuencias de tanta ineptitud, de tanta cortedad de miras.

20 de enero de 2018

Huida hacia adelante o de perdidos al río

Si consideramos que disponer de agilidad de cintura para manejar situaciones conflictivas constituye en los políticos un valor añadido, la huida hacia adelante es la peor de las estrategias que pueden elegir. Se huye hacia adelante cuando se pretende salir de una situación problemática insistiendo en la actitud que ha llevado a la misma, con la confianza puesta en que el contratiempo se resuelva con más de lo mismo. De perdidos al río, dirían otros, que viene a ser muy parecido. Pues bien, se me antoja que al señor Puigdemont le está sucediendo precisamente esto, lo de la huida y lo del río, pero en este caso una huida a ninguna parte y un río de aguas empantanadas.

En la etapa posterior a la aplicación del artículo 155, por un lado, y a la actuación del Tribunal Supremo, por otro, hemos tenido ocasión de contemplar una amplia variedad de actitudes en el sector independentista, hasta el extremo de que se podría escribir un ensayo sociológico, una completa enciclopedia temática bajo el lema de donde dije digo, digo Diego. Como soy posibilista y creo firmemente en la conveniencia de no perder nunca de vista la realidad, por poco que nos guste, y en la inconveniencia de agarrase a ideas quiméricas, por maravillosas que nos parezcan, no voy a hacer mofa de estas mutaciones repentinas, porque las considero consecuencia de la flexibilidad que mencionaba arriba. Es cierto que renunciar a la unilateralidad y acatar las leyes es lo que deberían haber hecho desde el primer momento, pero nunca es tarde. Y aunque no todos lo digan con las mismas palabras y con las mismas intenciones, en el fondo de sus declaraciones subyace el reconocimiento de que su estrategia de enfrentamiento abierto con el Estado ha fracasado por completo.

Una vez que se haya formado el govern, los independentistas estarán en su derecho democrático a continuar con sus afanes separatistas, pero no a saltarse las leyes a conveniencia de sus intereses de parte. Podrán por tanto gobernar en Cataluña durante el tiempo que dure esta legislatura, ya que disponen de mayoría suficiente para ello, pero en ningún caso, porque a eso no les han facultado las elecciones, actuar fuera de la Constitución y del Estatuto de Autonomía. Es tan evidente que resulta tedioso abundar en ello.

Durante un tiempo muchos de ellos negaron la evidencia, hasta que la contundencia de las leyes que decían ignorar y la maquinaria del Estado al que les guste o no les guste pertenecen se les vinieron encima. Ahora algunos han reconocido su error y de ahí que observemos en ellos esos cambios tan repentinos y chocantes. Pero insisto: bienvenidos sean al redil de la cordura.

Pero no todos, porque algunos parecen no haberse dado por enterados. Los que desde Bruselas pretenden gobernar a distancia y los que desde aquí apoyan tan absurda pretensión están huyendo hacia adelante. Saben muy bien que una vez más la justicia no se lo va a permitir, además de no ignorar que el 155 sigue vigente. Continuar en esa vía no tiene para ellos ningún sentido práctico, salvo el de tensar la cuerda para ver si se rompe. Su fijación mental los lleva a no aceptar el fracaso de la estrategia que eligieron, a insistir en una vía que saben perfectamente que no tiene salida. No les importa desestabilizar el país, frenar el crecimiento, enfrentar a los catalanes entre sí y continuar creando un gravísimo problema en España y en Europa entera, aunque no vaya a servirles de nada.

A estas alturas, sólo cabe confiar en que los que de una u otra manera han interiorizado el fracaso de la unilateralidad impongan la sensatez sobre los que han decidido tirarse al río, y en que el gobierno central, consciente de que la mitad de los catalanes son independentistas, no tarde en sentarse a dialogar  con el sector separatista, a buscar una solución inteligente que acabe de una vez por todas con el problema. En cualquier caso, no tardaremos mucho en averiguar lo que sucede.

16 de enero de 2018

Terquedad, inmovilismo y otras zarandajas sobre el libre albedrío

No digo que el ser humano no tenga capacidad para  intentar elegir su propio destino. Jamás se me ocurriría sostener una aseveración tan categórica. La evolución (otros dirán el Creador o la Divina Providencia) nos ha dotado de libertad de elección, de manera que hasta cierto punto podemos seguir a lo largo de la vida la ruta que nos recomiende nuestra inteligencia. Sin embargo, aunque no hayamos nacido del todo programados, hemos venido al mundo muy condicionados por los genes heredados y por las circunstancias que nos rodean, razón por la cual nuestro libre albedrío está en buena parte limitado. Pero que nadie tema que vaya a meterme ahora en camisa de once varas y empiece a perorar sobre complejidades filosóficas. No lo voy a hacer, entre otras cosas porque ya he dicho en alguna ocasión que la filosofía no es lo mío. Prefiero meditar sobre lo tangible y dejar a prudente distancia lo intangible.

No obstante, la consideración de los condicionamientos mentales heredados o adquiridos me da pie a reflexionar sobre la terquedad con la que el ciudadano de a pie se agarra a la ideología que un día hizo suya. Conozco pocas personas que cambien de pensamiento político a lo largo de su vida. No digo de partido –aunque también en muchos casos-, sino de tendencia. Parece como si el ser humano no quisiera corregirse a sí mismo y dar por invalidados sus pensamientos políticos de hasta entonces. Si he sido de derechas tanto tiempo, no voy a dejar de serlo ahora. Si la progresía ha constituido mi modelo a lo largo de los años, no se me pude ocurrir convertirme de repente en un conservador. Por eso precisamente lo que se entiende por centro ha tenido siempre tantos partidarios, porque, sin necesidad de moverse  uno demasiado de su casilla, puede cambiar de posición en cualquier momento si las circunstancias se lo recomiendan. ¡Qué bien queda lo de centro izquierda y lo de centro derecha! Mañana me paso de un lado al otro y nadie me puede llamar chaquetero. Sigo estando en el centro-centro de toda la vida.

Supongo que esa terquedad en mantenerse en el posicionamiento o inmovilidad ideológica, después de lo que cae todos los días, debe de tener alguna explicación. Yo encuentro una, la incapacidad de reconocer el error de haber estado apoyando una opción desacertada durante tanto tiempo, lo que viene a ser lo mismo que aceptar que uno se ha equivocado en repetidas ocasiones en algo tan determinante como elegir a las personas que dirijan el destino de su país. Si me he equivocado en algo de tanta importancia, cómo será en cosas de menos monda o de poca monta y no digo nada en las triviales. No soy yo el que ha cometido un error, son ellos, los dirigentes que he elegido. Ya rectificarán y volverán a la ortodoxia, que no es otra que la línea que yo he seguido hasta ahora.

A veces, como ha sucedido en los últimos años con la irrupción de nuevos partidos en la esfera política -lo que algunos llaman con cierta esperanza, no sé si fundada o infundada, el final del bipartidismo-, se producen movimientos de adecuación que facilitan las migraciones ideológicas sin necesidad de hacer demasiadas concesiones a la idea de que uno se había equivocado. Las nuevas opciones suelen emerger con la vista puesta en los electores de alguna de las ya existentes, cuidando de no atacar demasiado la ideología del modelo elegido, para que los que muden sus posiciones no se sientan demasiado incómodos ante el reconocimiento de su infidelidad. Me voy con éstos porque son de los míos pero renovados. Una manera de seguir anclado en tu pasado ideológico sin que el espíritu sufra demasiadas alteraciones.

Ahora que lo pienso, quizá esta persistencia en el posicionamiento ideológico sea una explicación de por qué se sigue votando a los corruptos, por muy evidentes que sean sus latrocinios. Al fin y al cabo, se dicen así mismo sus incondicionales, son todos iguales y por tanto que más da. Y aquí paz y después más corrupción.

13 de enero de 2018

Cabalgata de Reyes/Reinas Magos/Magas

Le oí decir el otro día a un comentarista radiofónico o televisivo que nuestro país debería de vez en vez hacer una visita al psicoanalista. La ocurrencia me hizo gracia porque, aunque se diga en sentido figurado, es muy acertada. Todos los días nos desayunamos con alguna estúpida polémica o con algún conflicto sin sentido, controversias que, si no fuera porque uno termina acostumbrándose a las discusiones absurdas, podrían acabar haciendo estragos en nuestra estabilidad emocional. Una de las últimas ha sido la bronca que se organizó hace muy poco a cuento de la presencia de ciertas Reinas Magas, con algún travestido por en medio para que no faltara de nada, en determinadas cabalgatas. Un auténtico esperpento, se mire del lado que se mire, desde el de los transgresores o desde el de los ofendidos.

Aunque no quise entrar en su momento en el detalle de las propuestas retadoras de ciertas organizaciones “progres”, porque me parecían una auténtica majadería -además de inoportunas, extemporáneas e incluso, por qué no decirlo, chabacanas-, al final no tuve más remedio que enterarme de su contenido a través de los medios de comunicación, algunos de los cuales parecían no tener esos días otra cosa de la que hablar. Y de repente me topé con una defensa a ultranza de la tradición religiosa que, según algunos, ampara el desfile callejero dedicado a los niños, con una serie de descalificaciones hacia los blasfemos que me pusieron los pelos de punta y despertaron mi aletargado interés. Entre otras cosas -todas muy chocantes- los discrepantes solicitaban la intervención de la jerarquía eclesiástica para poner fin al agravio.

La cabalgata de Reyes, a la que yo acudía de niño de la mano de mis padres, con la ilusión de ver a los Magos de Oriente de cerca -aunque los camellos me produjeran cierto repelús- y disfrutar, al mismo tiempo, del jolgorio callejero unas horas antes de que Sus Majestades entraran por la ventana de mi casa, bebieran una copita de anís y comieran algún mazapán que otro y, a continuación, dejaran en el cuarto de estar mis regalos y los de mis hermanos, es una tradición laica –aunque con raíces en leyendas religiosas muy alteradas por el paso de los siglos como consecuencia de la falta de información histórica- que no tiene mayor alcance que el de contribuir a alimentar los sueños infantiles en esa noche tan mágica para los más pequeños. A lo largo de mi vida he visto muchas, o al menos bastantes secuencias de las que se celebran a lo largo y ancho de la geografía española, con pato Donald, Dumbo, Pluto, el ratón Micky y Blanca Nieves y los siete enanitos incluidos, y con garbosas “majorettes” y bullangueras charangas, y con otros personajes de cuentos infantiles más modernos de cuyo nombre ni me acuerdo ni pongo interés en acordarme para no borrar de la memoria los anteriores. Fantasía, luz, color, música y canciones que alegran a los niños, porque en realidad su ingenuidad y su ilusión son los verdaderos protagonistas del desfile.

Tratar de encontrar relación entre esta fiesta infantil con liturgias religiosas es buscar tres pies al gato. Sólo mentes atormentadas por fantasmas místicos pueden llegar a establecer alguna concordancia con lo religioso en lo que no es más que una bonita cabalgata para los niños. De hecho, la aparición de este acontecimiento  en España es muy reciente, procede de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se decidió crear algo parecido a lo que ya se celebraba en otros países europeos con fines análogos. Y la leyenda de los Reyes Magos y su llegada al pesebre con el incienso, la mirra y el oro sirvió de modelo para crear un festejo relacionado con los regalos navideños. No hay nada más detrás de ello, ni sagradas escrituras ni doctrina de la Iglesia. Nada de nada.

No me parece razonable introducir reivindicaciones sociales, sean de la índole que sean, en la ya tradicional cabalgata de Reyes Magos –entre otras cosas porque los niños no las van a entender-, ni creo que si se introducen haya que rasgarse las vestiduras en nombre de creencias religiosas. Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios, recomendación que sí está en las escrituras.

10 de enero de 2018

Atasco en la autopista. Los chicos de la UME

Las recientes nevadas en la meseta norte de España y la pésima gestión por parte de los responsables gubernamentales de proteger a la población civil en casos de emergencia, han puesto de manifiesto algún pormenor que no quisiera dejar de señalar. Como asumo que no es necesario poner en antecedentes a mis amigos de la situación concreta a la que me refiero, me limitaré a precisar, para que no haya dudas, que cuando escribo esto estoy pensando en el impresionante tapón que se formó durante la noche del pasado 6 de enero en la autopista AP 6, cuando miles de personas quedaron abandonadas a su suerte en medio de una copiosa nevada a lo largo de interminables horas.

Si no llega a ser por la intervención de la Unidad Militar de Emergencias (UME), es posible que la lamentable situación en la que se encontraron los afectados hubiera sido mucho peor. Parece que los protocolos de actuación prevén que este recurso sólo intervenga a petición de las autoridades autonómicas o centrales cuando se vean desbordadas por la situación. Por eso sus mandos tardaron algún tiempo en recibir la orden de movilización, porque los responsables de resolver el problema en primera instancia, fundamentalmente la Dirección General de Tráfico, no fueron capaces de valorar la exacta dimensión de la catástrofe hasta que ésta se manifestó en toda su magnitud, a pesar de que las previsiones meteorológicas y la intensidad del tráfico se conocían con mucha antelación. Una falta de profesionalidad en la que ahora no voy a entrar. Tiempo habrá.

La UME se creó en el año 2006 por iniciativa del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Se trataba de poner en marcha una unidad militar para intervenir en casos de emergencia, en realidad un numeroso grupo de profesionales procedentes de varias especialidades de las Fuerzas Armadas que, sin menoscabo de su condición castrense -sino todo lo contrario como explicaré más adelante-, colaboraran con las autoridades civiles en la resolución de situaciones de emergencia. Sobre su corto pero intenso historial no creo que sea necesario insistir, porque supongo que no hay un español que no haya tenido muy cerca en alguna ocasión la presencia de estos militares o al menos conozca su actuación a través de los medios de comunicación.

Pues bien, ahora que nadie duda de la eficacia de la UME, conviene recordar cómo fue recibida su creación por ciertos sectores de la derecha española –el PP de Rajoy estaba entonces en la oposición-, que llegaron a tildar la iniciativa, a través de varios portavoces, como “caprichito de Zapatero” o como “despilfarro del presupuesto de defensa en actividades propias de bomberos”. Unos ataques furibundos contra la iniciativa de poner una pequeña parte de las Fuerzas Armadas al servicio de la población civil en situaciones de emergencia. Incluso algunos militares –“sottovoce” por supuesto- criticaron la iniciativa. Yo he sido testigo en mi ámbito personal de algunas de estas últimas críticas, sobre las que, por razones de discreción, no me extenderé.

Los creadores de la UME nunca pretendieron poner en marcha una organización de protección civil desgajada de los ejércitos. Todo lo contrario, la idea era y es mantener ciertas unidades ya existentes, aunque potenciadas y organizadas de manera selectiva para su nuevo cometido, al servicio directo de la sociedad civil en tiempos de paz, sin perjuicio de su contribución en la defensa nacional cuando fuere necesario. Un perfil bivalente propio de un estado moderno. Precisamente su carácter militar -espíritu de servicio, disciplina y obediencia- la convierte en una entidad de alta eficacia en situaciones de catástrofe, y por tanto de peligro, como ha quedado demostrado en tantas ocasiones desde que vieron por primera vez la luz.

La derecha insolidaria, sus sectores ultramontanos, pierde muchas veces la oportunidad de guardar silencio, incluso en asuntos que deberían resultarles propios. Paradojas que aporta el sectarismo de algunos.

7 de enero de 2018

Prisión permanente revisable

Como creo que el derecho a la reinserción social de los condenados por la justicia es un principio al que no se debería renunciar nunca en una sociedad que se considere civilizada, siempre me he manifestado contrario a la pena de cadena perpetua. A nadie podrá sorprender, por tanto, que diga ahora que esta nueva modalidad de prisión que contempla el Código Penal, la llamada permanente revisable, tampoco me guste, con independencia de la magnitud de los delitos que haya cometido el delincuente objeto de la pena.

Los objetivos de la justicia no deben ser nunca la venganza, sino la protección de la sociedad por medio del castigo ejemplarizante y disuasorio, y mediante el aislamiento del delincuente durante un tiempo. Pero una cosa es proteger a los ciudadanos y otra muy distinta negar al condenado el derecho a reincorporarse algún día a la sociedad.

El adjetivo permanente elimina a priori la esperanza de los penados a esa  reincorporación, por mucho que a continuación el de revisable trate de minimizar los efectos del anterior. Nuestro Código Penal ya contemplaba y sigue contemplando un amplio abanico de penas de cárcel, que desde mi punto de vista hubiera hecho innecesario añadir el que nos ocupa. Sólo un prurito de espectacularidad, incluso me atrevería a decir de populismo conservador, debió de animar a los legisladores hace muy poco a introducir este castigo en una legislación orgullosa, por otro lado, de su calidad de garantista.

Es comprensible que cuando nos encontramos ante determinados crímenes, frente a ciertos atroces asesinatos, la sociedad pida que se apliquen castigos fulminantes. No seríamos humanos si no reaccionáramos así. Pero los legisladores, a los que se les debería suponer cordura suficiente para no caer en componendas legislativas, ahora que se ha reabierto el debate están obligados a eliminar este castigo del código; y de esa manera, los jueces, cuya preparación no les debe dejar dudas sobre la conveniencia de contemplar siempre el principio de reinserción, no estarán obligados a aplicar esta pena.

No ignoro que existen condenados de los que no puede esperarse muchos intentos de reinserción social, pero esa característica no debería nunca determinarse a priori, sino sólo con la observación minuciosa de su comportamiento día a día en la cárcel, algo para lo que nuestro sistema penitenciario tiene que estar preparado. Y también sé que la reincidencia existe, un supuesto que como el anterior no puede precisarse antes de que suceda. Para eso están precisamente los jueces de vigilancia penitenciaria, para valorar, dentro de la condena prefijada, la exacta duración de la misma en función del comportamiento del encarcelado.

Espero que el Congreso de los Diputados acabe tarde o temprano eliminando de las leyes esta encubierta cadena perpetua, que en mi opinión ha significado un paso atrás en nuestro estado de derecho.

4 de enero de 2018

Año nuevo, vida nueva

El día de Año Nuevo me desperté, me levanté, miré a mi alrededor y comprobé que todo seguía igual que el día anterior. Los mismos eslóganes políticos, los mismos salvapatrias, los mismos libertadores de la humanidad, los mismos Twitter mañaneros de Trump, las mismas amenazas nucleares de Kim Jong, las mismas mentiras sobre la recuperación económica, las mismas falacias en las estadisticas del desempleo,  el mismo conflicto de Palestina, las mismas pateras del Estrecho, la misma corrupción, las mismas fobias, la misma intolerancia, el mismo machismo asesino, la misma grandilocuencia de los estadistas propios y foráneos. Todo seguía igual que unos días antes. Entonces, me pregunté, ¿por qué repetimos año tras año la prometedora frase de año nuevo, vida nueva? Seguramente, me dije, porque se trate de un anhelo colectivo, de un deseo universal, aunque irrealizable.

Hace años, yo también era de aquellos que querían cambiar el mundo. Ahora, cuando la vida ha encallecido esa parte de mi espíritu -la de la idealista solidaridad sin límites-, me conformo con intentar mantener limpio el entorno que me rodea. Otra cosa es que lo consiga, porque, en contra de lo que pudiera parecer en principio, es mucho más difícil centrar los esfuerzos en cosas concretas, tangibles, de andar por casa, que en entelequias universales, en etéreas utopías redentoras. Lo primero tiene fines delimitados, sus beneficios recaen sobre personas con nombres y apellidos y, por tanto, requiere de una cuidadosa atención en su ejecución; mientras que lo segundo se disuelve en la inmensidad de lo universal, en la magnitud de lo inconmensurable, por lo que no es preciso atender a los detalles, basta con ir al bulto.

El mundo está lleno de mesías libertadores, de próceres de la patria. Cada vez que alguno asoma la cabeza –lo que sucede con bastante frecuencia-, me echo a temblar. La Historia nos enseña que detrás de ellos sólo hay dolor y lágrimas, o porque imponen sus doctrinas reformadoras a costa de la sangre de los que no las aceptan, o porque los mensajes que proclaman son tan inconcretos y difusos que sus seguidores los han tergiversado a favor de su propia conveniencia, o porque el paso del tiempo ha transformado las buenas intenciones iniciales en despreciables realidades de hoy. No encuentro excepción a esta regla, por mucho que la busco.

No obstante, descubro todos los días, porque existen, personas que se empeñan en lo concreto, que promueven todo aquello que pueda socorrer a una pequeña parte de sus congéneres, que procuran ayudar al que tienen al lado, que ponen todo su celo en mejorar lo inmediato a su persona, no por interés, sino porque la caridad bien entendida –como señala el viejo proverbio- empieza por uno mismo. Afortunadamente no son pocos sino una inmensa minoría. Y son los que en realidad llevan el mundo hacia metas mejores, los que consiguen que la sociedad progrese, los que asean su entorno para que al menos el suelo que pisan y el aire que respiran esté limpio. Y el mundo, por muy grande que sea, al fin y al cabo es la suma de pequeñas iniciativas, de pequeños universos individuales.

Quizá por eso, porque los salvadores del mundo se hagan notar más que los cultivadores de sus pequeñas parcelas de interés, sea por lo que digo al principio de esta precipitada reflexión que eso de año nuevo, vida nueva es una gran mentira. Si al despertar el día de Año Nuevo me hubiera encontrado con alguna novedad, seguramente habría venido de la mano de alguno de los que se limitan a mantener su entorno limpio, nunca de los rescatadores de la humanidad.