16 de abril de 2018

Se puede y se debe hacer algo

En este enrevesado y tortuoso asunto llamado conflicto catalán, sostengo desde hace tiempo que mi posición no se haya equidistante entre la de los constitucionalistas y la de los separatistas. Creo que Cataluña debe permanecer dentro del estado español, lo que se traduce en que estoy en contra, sin ambages, de cualquier intento de separación, mucho más cuando se pretende alcanzar la independencia ignorando las leyes establecidas. Un país como España, con más de cinco siglos de existencia, está en su perfecto derecho a preservar la unidad del conjunto de su territorio. Pero, dicho lo anterior, cada vez estoy más convencido de que es imprescindible llegar a un pacto político entre las dos partes que permita que todos los catalanes, no sólo la mitad, se sientan cómodos, un acuerdo constitucional que el resto de los españoles también aceptemos de buen grado. No es fácil, ya lo sé, pero ignorar las realidades sociales de Cataluña y de España en su conjunto sólo conduce a agravar la situación, a tensar aún más la cuerda, que ya bastante tensa está.

Le oí decir el otro día a Carles Puiddemont una frase algo enigmática. ¿La independencia es la única solución? Pues no. Fue en una rueda de prensa que se celebró después de que el expresidente de la Generalitat hubiera salido de la cárcel alemana en la que estuvo retenido durante unos días y a propósito de una pregunta sobre posibles negociaciones para desencallar la situación. No sé lo que otros pensarán sobre el alcance de este comentario –en realidad una pregunta retórica y una respuesta categórica-, pero a mí me parece que pudiera reflejar una cierta disposición a admitir otras vías que no sean las que conducen a la independencia pura y dura. A estas alturas del proceso, cuando prácticamente todas las cartas están echadas y poco queda por descubrir, quizá estuviera anunciando una actitud favorable a buscar soluciones razonables que dejaran satisfechos a separatistas y a constitucionalistas.

Lo malo es que puede que ya se haya llegado demasiado lejos. Los separatistas, con su empeño en ignorar las leyes, y el gobierno, mediante su falta de capacidad para manejar la situación desde la política –lo que desde mi punto de vista no implicaría abandonar la vía judicial cuando proceda y sólo hasta donde proceda-, han puesto la situación en una difícil tesitura, tan estresada y tensa que a ver quién le pone ahora el cascabel al gato. Pero unos y otros tienen la obligación ineludible de intentarlo, de utilizar la inteligencia y no las vísceras, de rebajar la tensión. Porque si no, se cerraran en falso las heridas una vez más. Los responsables de haberlas abierto, por un lado, y los de no haberlas cerrado adecuadamente, por el otro, pasarán a mejor vida política, y el conflicto quedará aletargado durante un cierto tiempo, pero no muerto. Y esa, todos lo sabemos, no es la solución.

La pregunta que ahora me hago es: ¿de verdad se puede llegar a un acuerdo? A veces, cuando oigo a unos y a otro, cuando observo las miopías políticas o los discursos falaces o los egoístas intereses de partido, cuando compruebo hasta donde hemos llegado, pierdo el ánimo y empiezo a pensar que se han metido y nos han metido a todos en una incontrolada trifulca, como si de repente hubieran perdido el juicio y lo único que quisieran es derrotar al adversario, aunque la victoria sea pírrica. Parece como si a unos les importara muy poco el bienestar del pueblo catalán y a los otros nada asegurar la convivencia de todos dentro de España.

Por eso, cuando oigo alguna frase como la que le oí el otro día pronunciar a Puigdemont, recupero algo el ánimo, porque prefiero suponer que tras ella se esconda cierta predisposición a llegar a un acuerdo. ¿Pero lo entenderán también así los que tienen que entenderlo?

11 de abril de 2018

Y los libros empeñados en el Monte de Piedad

Recuerdo que mi padre me dijo una vez, cuando me matriculé por primera vez en la universidad, no pierdas nunca de vista que estudiar una carrera es un privilegio. No tuvo que añadir aquello de hazte digno, porque a los diecisiete años yo ya había aprendido a interpretar sus mensajes sin necesidad de que los acabara. No se anduvo por las ramas –no era su estilo- sino que a modo de consejo se limitó a recordarme que por falta de oportunidades no todo el mundo puede acceder a la enseñanza superior. Después, cuando se iniciaron las clases, comenzaron a llegarme desde dentro otros mensajes más poéticos, altisonantes incluso, como aquellos eslóganes de crisol de la cultura o alma mater del espíritu. Ciertos, cómo no, pero no tan impactantes desde un punto de vista social como la observación que me había hecho mi padre.

Ahora, una serie de individuos que se mueven convencidos de que la ética y la moral no están hechas para ellos, que se sienten ajenos al dictamen de las leyes e impunes ante el castigo, han puesto en entredicho a una institución que debería ser la quintaesencia del buen comportamiento y del juego limpio. Los tentáculos de la política se han infiltrado de manera espuria en las estructuras universitarias, contagiando a su sistema administrativo hasta el punto de que existan serias sospechas de que se estén concediendo falsos títulos universitarios. Y, lo que es peor, como pago anticipado de futuras prebendas. Una mancha tan vergonzosa que requiere una actuación inmediata de docentes, políticos y, sobre todo, jueces.

La universidad Rey Juan Carlos está en entredicho y, como consecuencia, todo el sistema universitario. No sólo por los turbios manejos –no encuentro mejor calificativo- del master de Cristina Cifuentes, también por el comportamiento de su rector, que salió raudo y veloz, casi perdiendo el culo, a defender a la presidenta de la Comunidad de Madrid sin informarse previamente de la situación real del escándalo.  Y aunque después haya pedido perdón públicamente -lo que le honra-, no basta. Debe investigar hasta las últimas consecuencias lo que allí se cueza y airearlo ante la opinión pública. El rector de una universidad tiene que estar fuera por completo de sospecha y el señor Ramos, después de su desliz, está obligado a defender la imagen de su universidad.

Esta situación por esperpéntica ha dejado descolocados a más de uno. El Partido Popular, consciente de la importancia que tiene la Comunidad de Madrid en el mapa político español, ha cerrado filas alrededor de Cristina Cifuentes, unos con la boca chica y otros a voz en grito hasta desgañitarse, incluso resucitando la vieja estrategia de la conspiración que tan bien se les da. Ellos sabrán lo que hacen, pero creo que deberían procurar que no lloviera sobre mojado. Ciudadanos, que pretende ser, al menos de palabra, adalid de la decencia, no sabe dónde mirar. Dar paso al PSOE no le conviene, porque ya a estas alturas todos sabemos que sus votantes proceden de la misma cantera conservadora que nutre al PP.

Ahora se presentan mociones de censura y se piden dimisiones. No me parece mal, porque cualquier procedimiento legal que provoque que los que no se merecen estar en política salgan de ella siempre será bien recibido. Pero ahí no deberían quedar las cosas. La universidad, la institución a la que mi padre consideraba un privilegio asistir, está contaminada y hay que descontaminarla, como se descontamina a los que han estado en contacto con la radioactividad. Hay que llegar hasta el final, con todas sus consecuencias, porque un país que presume de estar inscrito entre los más avanzados del mundo  no puede permitirse que sus aulas universitarias huelan a podrido.

9 de abril de 2018

La venganza de la geografía

Por recomendación de una buena amiga, gran aficionada a la lectura de ensayos de carácter sociológico, estoy leyendo estos días un libro con un título tan sugestivo que no he podido resistirme a la tentación de usurpárselo a su autor -Robert D. Kaplan- para encabezar esta improvisada reflexión. Siempre he sostenido que lo único perdurable en los pueblos –dicho sea en el amplio sentido de la palabra pueblo- es la geografía. Las demás circunstancias -sus costumbres, sus lenguas, sus sistemas políticos, sus identidades nacionales, sus temperamentos- cambian constantemente, o como consecuencia de fuerzas evolutivas internas o mediante la intervención de factores externos. Pero las montañas, las costas, los ríos, el clima, la latitud y la longitud, las sequías o las lluvias son las mismas ahora que hace milenios y por lo tanto las que en realidad determinan sus señas de identidad y mueven el afán de sus ciudadanos. Por eso, considero fundamental estudiar la historia del mundo sin perder de vista la geografía. Lo que un país sea ahora, se lo debe en gran parte a su situación en la esfera terráquea, porque cualquier otra circunstancia que haya podido intervenir en su evolución será también consecuencia de su inmutable situación.

En el caso de España, la compleja orografía que la caracteriza, con sus abruptas cordilleras, ha dificultado a través del tiempo las comunicaciones interiores, hasta el punto de que su desarrollo siempre se ha movido con retraso respecto a los países del centro de Europa, que gozan de extensas llanuras y de caudalosos ríos navegables. Sin embargo, la cultura de Roma nos llegó antes que a otras regiones situadas más al norte, como consecuencia de nuestra  proximidad al centro del Imperio, a través del Mediterráneo. Todo lo contrario de lo que les sucedió a las legiones romanas en su avance hacia el norte de Europa, cuando se encontraron con las barreras fluviales que conforman los ríos Danubio y Rin.

La ola del Islam inundó la península Ibérica a través del estrecho de Gibraltar, incapaz de servir de muro protector frente a las ansias expansionistas de una cultura a la que su espacio geográfico del norte de África se le había quedado pequeño. Pero cuando los musulmanes alcanzaron los Pirineos, tuvieron que contener sus ímpetus ante las impresionantes alturas que se encontraron por delante. Otro gallo hubiera cantado a los franceses de no haber existido esta barrera montañosa, hasta el punto de que quizá hoy pudiéramos visitar alcazabas moras en París o en Lion.

Más tarde, cuando la pobreza de nuestro territorio se puso de manifiesto a través de la escasez de alimentos por culpa de las prolongadas sequías, nuestros antecesores tuvieron que cruzar el mar Atlántico y convertirse en improvisados conquistadores. La geografía de siempre, la Península Ibérica, ya no bastaba y había que buscar nuevos espacios. El Dorado, aquella extraordinaria quimera, atrajo esfuerzos y dinero para salir de la miseria a la que la geografía condenaba a nuestros antepasados.

El libro que estoy leyendo trata de estos asuntos, pero bajo una perspectiva global y por tanto universal. Es curioso observar como el mundo se fue configurando a través de los siglos en grandes bloques políticos en función de la geografía. ¿Sería Estados Unidos lo que es hoy si no estuviera asentado en un subcontinente que se abre a dos mares? ¿Ocuparía Rusia el lugar que ocupa en el mundo si las grandes estepas siberianas no hubieran facilitado su expansión hasta el Pacífico? ¿Habría llegado a ser el Reino Unido la potencia colonial que llegó a ser si su carácter insular no hubiera obligado a sus gobernantes a mantener en aquellos tiempos una poderosa marina?

Las respuestas a estas preguntas y a otras por el estilo son las que se desgranan en este libro, cuya cita ahí queda.

2 de abril de 2018

Matrimonios, parejas de hecho o simplemente compañeros en la vida

No acabaré nunca de entender la razón de esta moda, bastante generalizada en nuestro tiempo, de establecer relaciones de pareja, con pretensiones de continuidad en el tiempo, mediante un simple acuerdo verbal entre dos personas, sin que medie compromiso formal de convivencia. Ahora pocos se casan, simplemente viven juntos. Para qué papeles –suelen argumentar- si nuestro amor es auténtico como el que más. Qué falta nos hace firmar documentos que avalen nuestra situación patrimonial –añaden- si somos dueños de nuestros destinos y confiamos el uno en el otro. Nos queremos –continúan- y eso es lo único que se necesita para vivir bajo un mismo techo. Lo demás –concluyen- es artificiosa burocracia, papeleo material.

Hasta aquí poco se puede discutir. La ingenuidad forma parte de la condición humana y el optimismo es un buen aderezo del candor y de la inocencia. De manera que, como no resulta demasiado agradable desengañar a los ilusionados, lo mejor que uno puede hacer en estos casos es callar y aceptar sus buenas intenciones. ¿Por qué no van a poder convivir dos personas que se aman hasta tocar las estrellas? Al fin y al cabo son libres y pueden hacer con sus vidas lo que les venga en gana.

Pero lo curioso es que muchas de estas parejas escogen la falta de formalidad administrativa –el rechazo al contrato matrimonial- como muestra de rebeldía ante el establishmentn, como protesta contra la intromisión de la sociedad en sus vidas. Sin embargo, como les guste o no les guste viven inscritos en un orden administrativo inamovible y riguroso, y sometidos a unas leyes que regulan la convivencia entre las personas en todos los órdenes de la vida, en la mayoría de los casos acaban sustituyendo el acuerdo marco que supone la inscripción como matrimonio en el Registro Civil, por una serie de contratos parciales entre las partes –reconocimiento de hijos, títulos de propiedad al 50%, certificaciones de convivencia que garanticen las pensiones en el futuro, etc.- para cubrir el vacío legal que deja la carencia de ese contrato único que se denomina matrimonio civil. Una auténtica paradoja donde las haya, me parece a mí.

Una de las consecuencias de esta situación es el bajo índice de natalidad. Muchas parejas reacias a la figura del matrimonio no ven nunca el momento de tener hijos, aun en el caso de que su situación económica se lo permita. La falta de cobertura administrativa les induce un cierto sentido de provisionalidad, incompatible con la necesaria estabilidad que comporta tener hijos. En el fondo, aunque normalmente lo nieguen, bajo la carencia del vínculo formal se esconde la incertidumbre sobre el futuro sentimental de la pareja. Nos queremos ahora –piensan- pero no sabemos que puede suceder en el futuro.

Desde hace mucho tiempo, desde cuando constituían un tabú social, he sido partidario de las relaciones prematrimoniales, de establecer un periodo de convivencia anterior a la boda o a la formalización administrativa del vínculo matrimonial. Lo considero un tiempo de prueba muy conveniente para después no llevarse demasiadas sorpresas, aunque alguna a pesar de todo siempre habrá. Pero una cosa es pasar por esa situación durante una temporada y otra muy distinta mantenerla sine die. Lo primero, desde mi punto de vista, constituye una prudente medida precautoria; lo segundo trae consigo una falta de cobertura legal que, desde mi punto de vista, no tiene ningún sentido.