30 de diciembre de 2021

Los palos del sombrajo

Predicar con el ejemplo siempre ha sido una recomendación de carácter moral que casi nadie discute. Los ciudadanos suelen tener claro que allá donde estén, sea cual fuere el lugar que ocupen en la sociedad, su comportamiento debe ser lo más ejemplar posible. Me refiero a los ciudadanos de bien, porque los otros siempre han caminado por sus tortuosas veredas haciendo lo que les viene en gana y nunca les ha importado demasiado si daban buen ejemplo o escandalizaban al prójimo.

Tengo la sensación de que hablamos tanto de las instituciones y de la necesaria ejemplaridad de quien las encarna, que terminamos confundiendo el exacto sentido de lo que queremos decir. La Monarquía solamente se sustenta si se le otorga el carácter de institución ejemplar, de punto de mira del comportamiento de la sociedad. Todas las demás ventajas que se le atribuyen, su aportación a la estabilidad del país, el posible arbitraje entre los distintos poderes del Estado o el respeto a la Historia y a las tradiciones de España se convierten en humo cuando la ejemplaridad, no sólo desaparece, sino que se convierte en un grotesco fraude a la confianza de los ciudadanos.

Yo voté que sí a la Constitución de 1978, aun consciente de que algunos de sus artículos no me gustaban. Hice, como muchos otros españoles, un ejercicio de confianza en que el conjunto de la ley podría funcionar, de tal manera que, aunque nunca había visto ventajas en la sucesión dinástica para encarnar la jefatura del Estado, introduje en la urna una papeleta afirmativa. Mi voto no era el de un monárquico, sino el de un español convencido de que tras la dictadura había que llegar a acuerdos.

Después he vivido durante muchos años convencido de que las cosas estaban funcionando, que el rey había interiorizado su responsabilidad ante la nación y que mi decisión no había sido desacertada. Recuerdo perfectamente el 23-F y la sensación que sentí al ver a Juan Carlos I dirigiéndose a todos nosotros, con el gesto circunspecto y posiblemente el pulso acelerado, para transmitirnos que había dado órdenes a los militares de alto rango para que contribuyeran a la restauración del orden constitucional. Pensé que quizá fuera aquella una especie de confirmación de que mi voto de confianza había estado justificado.

A partir de un determinado momento, mucho antes del esperpéntico incidente de los elefantes de Bostwana, empecé a intuir que mis ilusiones descansaban sobre arenas movedizas. Las tímidas murmuraciones que se oían por todas partes desde hacía tiempo empezaron a convertirse en insistentes, vulgares líos de faldas, trapicheos económicos, comisiones irregulares y defraudaciones a Hacienda. Todo además mezclado, como si en vez de hablarse del rey se estuviera hablando del protagonista de una mezcla de vodevil y novela negra. Ni que decir tiene que en ese momento se empezó a derruir en mi interior la imagen que me había formado del monarca. Se empezaron a caer los palos del sombrajo.

Aun así, todavía dudaba de la veracidad de las informaciones que llegaban, quizá porque no quería que un escándalo tan impresionante erosionara los cimientos del Estado. Pero empecé a oír a los defensores de lo indefendible, que acusaban a los delatadores de la conducta del rey de antipatriotas, como si el patriotismo consistiera en esconder los delitos del monarca y no dar credibilidad a las denuncias que llegaban de todas partes. Y me preocupé aún más, porque comprendí que un sector de la derecha y de la ultraderecha española estaba dispuesto a negar la evidencia por razones partidistas. Iban a convertir el comportamiento del rey en bandera reivindicativa de sus manejos políticos. No estaban dispuestos a defender las instituciones como se debe hacer, depurando responsabilidades.

Sigo muy atento el comportamiento y las declaraciones de Felipe VI, porque, nos guste o no, su imagen está muy comprometida por los manejos del anterior monarca. No es fácil su postura, lo entiendo. Pero la magnitud del descalabro institucional que estamos viviendo es de tal magnitud, que no debería permanecer al margen. Está obligado a defender las instituciones, es decir, a no negar la evidencia como intentan hacer los sectores reaccionarios, aunque, por cierto, la derecha de este país nunca haya sido monárquica, salvo excepciones minoritarias. Tiene una responsabilidad que no puede eludir. Porque en caso contrario la omisión se volverá contra la institución, es decir, contra el Estado.

26 de diciembre de 2021

Las ciudades están vivas

Confieso que soy un urbanita, que en las ciudades me muevo a gusto. Recuerdo que en una ocasión le oí decir al desaparecido crítico de cine Alfonso Sánchez, aquel simpático comunicador de voz gangosa al que tantos cómicos imitaban, que le horrorizaba el campo, hasta el extremo de que cuando subía la Cuesta de las Perdices, a diez kilómetros escasos de la Puerta del Sol de Madrid, creía que estaba entrando en la jungla. Yo no llego a tanto, porque salgo de mi ciudad con frecuencia, a la montaña o a la playa o a visitar lugares desconocidos por mí; pero cuando regreso, cuando distingo el “sky line” de Madrid, noto que empiezo a respirar mejor. Está claro que mis pulmones necesitan un poco de contaminación, que el exceso de ozono me descoloca.

Bromas aparte, si me gusta la ciudad es porque creo que todos los días descubro algo distinto en ella, itinerarios por los que nunca había pasado, edificios con placas que rememoran algún hecho destacable o algún vecino ilustre, nuevos ensanches hacia el extrarradio, derribos de lo caduco, reconstrucción de lo ruinoso o nuevas edificaciones para dar cabida a necesidades no cubiertas hasta ahora. Porque las ciudades están vivas, tanto como lo esté el espiritu de sus habitantes. Por eso, como le sucede a las personas, necesitan tratamientos para mejorar la salud o, en ocasiones, para disimular el paso de los años.

Ha llegado a mis manos una detallada descripción del plan denominado Madrid Norte, un proyecto que cuando se lleve a cabo prolongará el eje de La Castellana hacia la sierra, con docenas de edificios de gran altura rodeados de amplios parques, un nuevo barrio que estará dotado además de avances tecnológicos de última generación, como la recogida de basuras por un sistema de conductos neumáticos, del que dispongo de pocos datos. Una ciudad del futuro que dará cobijo a centenares de madrileños, en unas condiciones de vida que cabe imaginar de gran calidad.

Sin embargo, como el concepto ciudad goza de muchos detractores, no me extraña que el proyecto esté suscitando grandes controversias, desde los que lo acusan de “faraónico”, hasta los que hablan de pura especulación para que se enriquezcan unos cuantos. Eso ha sucedido siempre y siempre sucederá, porque las novedades provocan reacciones en contra. Las crónicas cuentan que la construcción de la Gran Vía de Madrid movilizó a la opinión pública de tal manera que los promotores estuvieron a punto de desistir de la idea. Afortunadamente triunfaron los reformistas y hoy contamos con esa gran arteria que atraviesa el viejo Madrid. De otra forma, nos encontraríamos posiblemente con un enorme distrito de calles tortuosas, con un caserío decrépito, con un barrio que el paso del tiempo habría convertido en intransitable.

Todavía recuerdo la cantidad de tinta que se gastó para criticar la iniciativa de construir las torres de la ciudad deportiva del Real Madrid, vaticinando los detractores toda suerte de desgracias para los habitantes de esa zona de la capital de España. Lo cierto es que el proyecto fue adelante, la ciudad ha ganado en habitabilidad y zonas verdes, y los ciudadanos, no sólo no han salido perjudicados, sino que por el contrario se están beneficiado de nuevas infraestructuras y mejoras de las antiguas.

Como sucedió con el Madrid Río, del que sólo se hablaba de las obras de soterramiento de la M 30 y de las molestias que las mismas provocaban a los conductores, cuando en realidad se estaba proyectando un fantástico parque lineal a lo largo de la ribera del Manzanares, del que han salido beneficiados miles de ciudadanos. Una vez más la iniciativa siguió adelante y Madrid en su conjunto ha ganado en prestaciones.

Yo amo los barrios antiguos de las ciudades, donde se encuentra su Historia. Me gusta pasear por sus calles porque es donde me encuentro más a gusto. Quiero que se las proteja, que se las embellezca y que se las adapte en confort y calidad a los tiempos que corren. Pero ese amor a lo antiguo no quita que me encante observar los proyectos que se ejecutan en los barrios perifericos, porque creo que los centros históricos se quedarían aislados de la realidad si el inmovilismo urbanístico venciera sobre las iniciativas reformistas.

En cada tiempo se debe hacer lo que corresponda, porque las ciudades están vivas.

22 de diciembre de 2021

La bella y la bestia. La Navidad y el coronavirus

Por estas fechas, suelo dedicar un artículo a felicitar la Navidad a mis amigos. Aunque no me considere una persona religiosa, sí me gustan las tradiciones que fomentan la solidaridad social. Durante estos dias se repiten una y otra vez los mensajes de buena voluntad, palabras que nos recuerdan a todos la necesidad de mejorar los lazos de fraternidad que nos unen y la obligación de apoyar a los más necesitados. Por eso, con independencia de lo que en realidad se conmemora -la llegada del Mesías-, estos días constituyen para muchos, entre ellos yo, un momento de satisfacción personal.

El año pasado -¡qué deprisa pasa el tiempo!- me vi obligado como tantos otros a interrumpir mis costumbres navideñas, aquellas comidas y cenas familiares que desde hace años mantengo con los míos, porque la pandemia no aconsejaba correr riesgos innecesarios. Ahora, que el imperio del coronavirus, reforzado por sus mutantes “omicronianos”, contraataca, vuelvo a encontrarme en la misma situación de sensaciones encontradas de hace un año. Porque, aunque las vacunas hayan llegado, las medidas de protección se hayan convertido en normales entre nosotros y hayamos desarrollado la necesaria cultura de comportamiento social para prevenir los contagios, resulta temerario mantener las tradicionales reuniones familiares como si aquí no pasara nada.

Tiempos mejores vendrán. Ahora toca protegernos del contagio y, de esa manera, proteger también a los que nos rodean. Es difícil prescindir de parrandas y francachelas, de serpentinas y confetis, de brindis y parabienes, de besos y abrazos. Pero cuando el peligro acecha, no caben jolgorios. En la guerra como en la guerra, decían nuestros padres y nuestros abuelos; en la pandemia como en la pandemia, debemos decir nosotros. Dos expresiones, la de ellos y la nuestra, que se traducen en que en situaciones como ésta no caben medias tintas.

Pero la Navidad está ahí y, aunque no podamos permitirnos mantener reuniones familiares, siempre nos quedará la celebración en la intimidad de nuestras casas. Yo ya he montado el árbol de Navidad, colocado los pequeños adornos por todos los rincones de la casa y colgado en el exterior de la puerta de entrada el reclamo de bienvenida del bigotudo Papa Noel, el mismo de todos los años, desde hace 50. Pequeños detalles que me permiten hacerme la ilusión de que todo sigue como siempre.

Un año más está a punto de concluir. Supongo que no soy el único al que el tiempo cada vez se le escapa con mayor celeridad. Tempus fugit, decían los romanos, el tiempo se nos va de las manos. Lo dice también el villancico: la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va. Puede que haya quien con esto sufra. Yo no. Mi sentido del optimismo, que procuro que no me abandone en ningún momento, me hace pensar aquello de que me quiten lo “bailao”. Nunca pienso en lo que falta, pero sí con frecuencia en lo pasado. El futuro no existe. El pasado ha dejado de existir, pero para sustituir su presencia está la memoria, una de las endebles capacidades de la inteligencia del hombre. Mientras haya memoria, habrá pasado.

Me doy cuenta de que estoy empezando a filosofar, y, como me temo a mí mismo, voy a dejarlo aquí. Cuando la mente empieza a desvariar, a navegar sin rumbo fijo, lo mejor es pasar a otra cosa. Y en esta ocasión sólo hay un tema que pueda sustituir a los pensamientos filosóficos, la de desear a todos mis amigos, lean o no estas disparatadas ideas, FELIZ NAVIDAD Y MUCHA SUERTE EN 2022.