30 de diciembre de 2017

Me temo que esto se les está yendo de las manos

¿Cómo se va a solucionar el desaguisado de Cataluña si todavía Mariano Rajoy no ha reconocido su espectacular fracaso político, el ridículo tan espantoso al que ha llevado a su partido? Es cierto que el PP nunca destacó por los votos obtenidos en las autonómicas catalanas, pero no lo es menos que hasta ahora disponía de una representación en el parlament que le permitía hacerse oír. Sin embargo, con los cuatro escaños obtenidos en esta ocasión, número que ni siquiera le concede la posibilidad de formar grupo parlamentario propio, la marginalidad de su capacidad política en aquella comunidad durante esta nueva legislatura está servida.

Supongo que a partir de ahora veremos desfilar a los chivos expiatorios de rigor, cabezas de turco que contribuyan a mantener intacto en el poder a su líder nacional. Echar la culpa a los colaboradores de lo errores propios siempre ha sido un recurso muy útil, no sólo en el PP, sino en cualquier organización, sea política o no lo sea. Forma parte de la gramática parda de los encumbrados. A eso algunos lo llaman hacer lo del avestruz. Lo que sucede es que con estas maniobras de maquillaje y de distracción se enmascara la realidad y no se buscan soluciones. En el caso que nos ocupa, se contribuye, mediante dejación, a que la tensión separatista continúe ascendiendo en Cataluña.

Pero los populares no sólo no reconocen su espectacular derrota, sino que además, temerosos del auge que está tomando Ciudadanos -su rival en la derecha del espectro parlamentario, allí y en todas partes-, ningunean su victoria en las pasadas elecciones autonómicas. Exigir a Inés Arrimadas que intente formar gobierno con su exigua mayoría es de un cinismo que espanta. La torpe política de Rajoy ha debilitado a las fuerzas constitucionalistas y ha convertido en inevitable que gobiernen los separatistas. No hay otro camino democrático, guste o no guste.

Puigdemont, desde su lejana residencia virtual, no cesa en sus diatribas antiespañolas para defender sus aspiraciones independentistas. Con ese discurso lo que consigue es que cada día que pasa le quieran más los suyos y le detesten más sus adversarios. Parece como si su obsesión separatista le hubiera llevado al convencimiento de que cuanto más tense las cuerdas de la discordia mayor será la posibilidad de alcanzar la independencia. No se observa en él la más mínima intención de dialogar con el gobierno central. Por el contrario, cada vez que respira ahonda más el enfrentamiento.

De manera que, con un partido en el gobierno central, por un lado, que se niega a reconocer que lo de Cataluña no es sólo el capricho de unos cuantos, y con unos líderes separatistas, por el otro, que consideran que su mejor estrategia es la del enfrentamiento social,  caiga quien caiga y lo que caiga, no hay manera de resolver este conflicto. En mi opinión, no sólo no se ha detenido la confrontación ni se ha frenado la deriva secesionista, sino que, por el contrario, cada vez estamos más lejos de una solución aceptable. Los intentos de transversalidad de los socialistas han quedado dinamitados por sus pobres resultados en las elecciones, y la marca catalana de Podemos, que abrigaba esperanzas de servir de bisagra entre los dos bloques, tampoco ha conseguido los escaños que pretendía. El resultado ha sido una confirmación de lo que ya todos sabíamos: continuar con el diálogo de sordos.

Por eso digo que me temo que esto ya no tenga solución. Sólo queda confiar en un milagro y yo en los milagros no creo. Pero, a pesar de ello, a pesar de mi pesimismo de hoy, les deseo FELIZ NOCHEVIEJA Y MEJOR AÑO NUEVO a todos mis amigos, piensen lo que piensen sobre esta lamentable situación, que, como ya he dicho, se les está yendo de las manos a los responsables de encontrar soluciones.

28 de diciembre de 2017

Defensa apasionada del idioma español

Encabezo este artículo con el título de un entretenido y didáctico libro escrito por Álex Grijelmo, el conocido escritor, periodista y lingüista burgalés, con la  intención de alertar al lector de lo que se le avecina si se decide a leer las líneas que vienen a continuación. Soy consciente de que yo no debería aventurarme en opiniones sobre temas lingüísticos -oficialmente soy de ciencias-, pero, como profeso un respeto reverencial a nuestro idioma y cada día oigo más disparates a mí alrededor, voy a permitirme un pequeño desahogo, la liberación de alguno de los fantasmas que me persiguen como si tuviera el alma en pena. Para eso, entre otras cosas, está el blog.

Ahora ya no se oye, se escucha, que parece más fino y elegante. Le oí decir el otro día a alguien: ayer no escuché el despertador y por eso no me levanté a tiempo. Pero criatura, ¿cómo ibas a escucharlo si estabas dormido? No se puede prestar atención a los sonidos cuando se está en brazos de Morfeo, y si no se presta atención no se escucha. Supongo que querrías decir que no lo oíste y utilizaste un verbo inadecuado.

Algunos periodistas, que además de tener la obligación de informar con prontitud y objetividad también la tienen de cuidar el lenguaje que utilizan, no se libran de esta plaga. Decía uno -muy ilustre por cierto- el otro día en la radio, a cuento de que su interlocutor al otro lado de la línea telefónica no conseguía hacerse oír por causa de las interferencias, perdona, porque no te estoy escuchando. Un inaudito comentario que, si lo tomáramos al pie de la letra, significaría que le importaba un bledo lo que estaba comunicando el otro y que, por tanto, había dejado de prestarle atención. Quizá por eso pidiera perdón, para que le disculpara la grosería de no atender como se debe a quien tiene la palabra, en este caso a un afanado y voluntarioso corresponsal de su propia emisora.

Un reportero de televisión, en este caso de esa especie que llaman de guerra, nos contaba, con el micrófono en la mano, un chaleco antibalas protegiéndole el cuerpo y un casco guareciendo su cabeza, que llevaba horas escuchando el estruendo de las bombas. ¡Qué mal gusto escuchar el siniestro sonido de la batalla! ¿No hubiera sido preferible que se limitara a oír los zambombazos, ya que eso parecía inevitable, y no les prestara demasiada atención?

Podría poner muchos ejemplos, porque no se trata sólo de una plaga sino de una auténtica pandemia. Casi nadie oye ahora, son muchos los que prefieren escuchar, cada vez más y más. Sin embargo no se obserban voces discrepantes, como si la comunidad culta hubiera tirado la toalla y se resignara a esta confusión, porque se trata de dos verbos, oír y escuchar, con significados distintos. Se oye cuando se perciben los sonidos, con independencia de la atención que se ponga al recibirlos; se escucha cuando, además de oírlos, se pone interés en entenderlos, se afana uno en procesar su significado. Es cierto que para escuchar hay que oír. No se puede escuchar lo que no se oye. Pero en ese orden, primero se oye y, si acaso, después se escucha. Se oye lo que permite la capacidad auditiva de cada uno y se escucha sólo lo que a continuación a uno le de la gana.

Es posible que alguno de los que hayan llegado hasta el final de esta invectiva piense que estoy exagerando y que no es para tanto. Sólo le pediría que se fijara en cuanto se dice a su alrededor, hasta que descubra decir escucho en vez de oigo. Le aseguro que no tardará mucho en encontrar algún infectado por la epidemia. Pero que no se moleste en ponerlo en manos de las autoridades competentes, porque aunque le oigan es posible que no le escuchen.

25 de diciembre de 2017

¿Queda claro ahora?

Advierto de antemano a mis amigos que lo que viene a renglón seguido, a pesar de la fecha de su publicación, no es un cuento de Navidad. De serlo, lo hubiera titulado el Cuento de nunca acabar. Vayamos al grano:


Si después de los resultados electorales del pasado 21 de diciembre todavía hay alguien que no acaba de entender el verdadero trasfondo de la llamada cuestión catalana, es porque parte de premisas equivocadas o porque se niega a entenderlo. Las urnas, como siempre -aunque unas veces más que otras-, han dejado algunas cosas muy claras. El independentismo se mantiene firme con cifras que rondan el 50% de la población y el constitucionalismo le para los pies con un porcentaje muy parecido. Un fifty-fifty que no permite hablar de soluciones unilaterales ni a unos ni a otros, un empate técnico del que sólo se saldrá mediante acuerdos políticos que dejen satisfechas a las dos partes. No hay otro camino, ni declaraciones de independencia por las bravas ni aplicaciones del artículo 155. Supongo que los políticos de los dos lados ya lo habrán entendido, y pobre del que no.

Los independentistas no pueden seguir insistiendo en la independencia de una parte de un estado con quinientos años de antigüedad, mientras cuenten con la oposición de la mitad de sus conciudadanos. Los constitucionalistas por su parte deben aceptar que para salir de esta situación hace falta revisar el statu quo para tratar de encajar satisfactoriamente a la otra mitad, en un orden constitucional modificado. Ahora no valen gritos desaforados de independencia ni tampoco imposición férrea de una Constitución que, aunque no fuera más que por su antigüedad, necesita ajustes. No se trata de exigir generosidad a unos y a otros, sino de hacer un llamamiento a la cordura más elemental. Porque en caso contrario el conflicto continuará enquistado por los siglos de los siglos.

No va a ser fácil, porque las cosas han llegado a unos límites insospechados hace unos meses. Los independentistas se dejaron llevar por la vehemencia separatista, por unas prisas insensatas que los arrastraron al terreno de la ilegalidad, a un enfrentamiento suicida con las estructuras del Estado; y el Gobierno Central respondió con una contundencia que, aunque justificada en un principio por la peligrosa deriva secesionista, se administró con una enorme torpeza, con unos modos más cercanos a la acción partidista que al sentido de la responsabilidad que se le debe exigir a los estadistas. Esto último lo ha pagado el PP ostensiblemente en las urnas y no es de descartar que le siga pasando factura en el futuro.

Pero nunca es tarde. Si los independentistas recogen con sensatez las velas de la unilateralidad y los constitucionalistas se prestan con inteligencia a las modificaciones legales que haya lugar, es hasta posible que de esta debacle salgan soluciones aceptables para todos. Aunque por sabido resulte un tópico, ahora más que nunca ha llegado el tiempo de la Política con mayúsculas. Persistir en el enfrentamiento, en la intransigencia, en el afán de victoria por derrota absoluta del adversario sólo nos llevaría a un desastre colectivo, cuya sombra nos ronda desde hace tiempo. No tentemos al diablo de la discordia civil, que siempre ha sido muy proclive a enredar en nuestra convivencia.

¿Todavía hay alguien que no se haya dado cuenta de lo que sucede? ¿Es posible que aún exista quien cree que alguna de las partes pude vencer por K.O. en esta contienda? Como dicen los chistosos, no me lo podría de creer.

21 de diciembre de 2017

¡Feliz Navidad!

Queridos amigos:

Éstos no deberían ser días de debate ni de polémica ni de discusión, sólo de buenos deseos y de buenas intenciones. Por eso, como me conozco y sé que se me olvidará llamar a alguno de vosotros para felicitarle, mediante estas páginas, que se han convertido en uno de mis entretenimientos favoritos, además de servirme de oportuna válvula de escape para echar al viento algunas inquietudes, os envío a todos mis mejores recuerdos.


Os deseo una feliz Navidad, un próspero Año Nuevo, que los Reyes Magos o Papá Noel o los dos a la vez os traigan tanta ilusión empaquetada o no empaquetada como sea posible y que os toque la lotería.

Hasta pronto, que será mucho antes de lo que las buenas costumbres aconsejan, porque la candente e interesante realidad que estamos viviendo (¡vaya frase periodística!) me puede obligar a soltar paridas por escrito antes de tiempo y a no respetar, como mandan los cánones, las vacaciones navideñas.

Un fuerte abrazo a todos.

20 de diciembre de 2017

Catalanismo moderado

A propósito de lo que decía yo en uno de mis artículos anteriores en este blog, me pide un amable lector (¡qué tópico me acaba de salir, virgen santa!) que le explique quiénes son, desde mi punto de vista, los catalanistas moderados.  Como no voy a enumerarle los nombres que componen la larga lista de mis amigos catalanistas moderados, he llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo hacer es explicarle qué entiendo por tal. Estoy seguro de que mi amigo, que además de amable es un hombre  culto y dotado de una gran capacidad para el debate civilizado, agradecerá mi explicación, aunque no lo estoy tanto de que a pesar de ello sus puntos de vista vayan a coincidir con los míos.

Recoge el Diccionario de la Real Academia Española que catalanismo, en una de sus acepciones, significa amor y apego a las cosas características o típicas de Cataluña. El María Moliner por su parte define la palabra, también en uno de los apartados, como la tendencia política que defiende la autonomía o la independencia de Cataluña. Y Wikipedia, la moderna herramienta que con todos sus defectos nos saca tantas veces de apuros, se refiere a un movimiento orientado a la exaltación de los valores propios y distintivos de la personalidad histórica de Cataluña, sus tradiciones, su cultura y la lengua catalana.

Pues bien, para mí el catalanismo moderado está contenido en estas tres definiciones, salvo en la que hace referencia a la defensa de la independencia de Cataluña, que en realidad define el independentismo o el catalanismo radical. Ser catalanista moderado, como ser andalucista o castellanista o lo que se quiera moderado, significa amor a lo inmediato, a lo cercano, a lo que se ha mamado desde niño. Es un sentimiento totalmente legítimo que, en mi opinión, nada tiene de reprochable o censurable. Ahora bien, cuando ese sentimiento se transforma en anhelo de independencia, en complejo de superioridad, en agravio comparativo, ya no estamos hablando de catalanismo moderado sino de algo muy distinto.

Como la crispación en Cataluña y en el resto de España ha llegado a unos niveles insoportables, muchas veces se confunde el catalanismo moderado con el radical o independentista, cuando siempre han existido nítidas diferencias.; y, en mi opinión, precisamente ahí está el problema, en la confusión. El catalanismo moderado existe y siempre existirá, y ponerlo contra las cuerdas de la incomprensión es abocar a muchos catalanes a la radicalización, como hemos tenido ocasión de comprobar en los últimos años. El independentismo ha crecido como la espuma gracias a las torpezas cometidas por tantos interesados y por tantos ignorantes, y ya se sabe que la falta de conocimientos es atrevida.

El catalanismo moderado al que yo me refería en el artículo citado es el que profesan aquellos catalanes que, sin menoscabo de su españolidad, defienden la singularidad, la personalidad, incluso, por qué no, la identidad como nación histórica de Cataluña. Son dos sentimientos compatibles, la españolidad y el catalanismo. Y ese catalanismo hay que entenderlo y canalizarlo, nunca combatirlo. O seguiremos fabricando separatistas.

Explicarlo ya lo he explicado. Sólo queda que se me haya entendido.

18 de diciembre de 2017

De políticos filósofos, líbranos Señor

En cualquier controversia política, cuando se defienden ideas encontradas, lo peor que pude suceder es que alguna de las dos partes defienda sus posiciones bajo invocaciones teóricas o al amparo de conceptos filosóficos. Política no es filosofía sino posibilismo, no es teoría sino práctica basada en la experiencia y en la rabiosa realidad de cada momento. Hágase por tanto política en la política y déjense los planteamientos filosóficos a los filósofos.

El otro día participé en una interesante discusión entre amigos sobre el derecho a decidir. Algunos de los interlocutores defendían, bajo consideraciones puramente teóricas, que el derecho de cualquier comunidad a expresar sus deseos democráticamente era incuestionable. A partir de ahí tomaban posición a favor de los que defienden los referéndum de autodeterminación en España y, como consecuencia, justificaban la legalidad del que se celebró hace dos meses en Cataluña. Cualquier otra consideración para ellos quedaba anulada por las premisas anteriores. Que existiera una constitución –un pacto social- que se estaba vulnerando, o que el futuro de Cataluña no sólo afectara a los catalanes sino a todos los españoles, vivamos o no en aquella parte de España, carecía para ellos de importancia. Sus planteamientos teóricos invalidaban cualquier otro razonamiento que se esgrimiera.

La política no pertenece a la filosofía. Me atrevería a decir que política es relativismo, nunca absolutismo. La verdad en política no existe o, dicho de otra manera menos categórica, existen varias verdades, y precisamente es la política la que intenta reconciliarlas, buscar puntos de entendimiento hasta encontrar, no la verdad única, sino aquella que deje razonablemente satisfecho al mayor número de ciudadanos posible. Eso es hacer política. Lo otro se llama teorizar sobre principios opinables y por tanto siempre cuestionables.

En esto de Cataluña -que ya huele a olla podrida, dicho sea con absoluto respeto a todas las partes- algunos exhiben como argumento irrefutable que el derecho a decidir de los catalanes es indiscutible. Sentada la premisa, mantienen que no se necesitan más razonamientos. Abandonan la política real para defender sus ideas bajo teorías, en este caso basándose en el principio universal de la democracia, un hombre un voto. No mencionan las leyes ya existentes, la Constitución y el Estatuto, a las que se llegó democráticamente, y que son, mientras no se modifiquen, las que regulan el desarrollo de la democracia en España; ni tienen en cuenta que en un país, con más de quinientos años de existencia, una parte no puede decidir sobre su destino sin tener en cuenta al conjunto, porque el resultado de la decisión afecta a todos.

De ahí que la solución no pueda venir por imposición. No me cansaré de decirlo, es preciso un acuerdo, no una victoria de una de las visiones del contencioso sobre la otra, porque eso sería pan para hoy y hambre para mañana, significaría posponer el problema una vez más en la historia de nuestro país. Ni unilateralismo secesionista ni cerrazón centralista. Lo que se necesita ahora es un nuevo pacto político, un compromiso basado en la realidad que nos rodea y no en grandes principios teóricos, en la inteligencia creativa y no en especulaciones filosóficas, muchas de las cuales no son más que entelequias destinadas a defender lo que no se puede defender con la razón

12 de diciembre de 2017

Negociaciones y pactos o victorias y derrotas

La palabra negociación está de moda. Algunos la utilizan con tanta desfachatez que enseguida se adivina que tergiversan con intención el verdadero sentido que encierra el vocablo, posiblemente porque no tengan ninguna voluntad de negociar y hablen por hablar o, como dicen los castizos, por boca de ganso. También los hay que creen saber lo que significa, pero le atribuyen una significación tan restringida que, cuando mencionan el término, se están refiriendo a algo muy distinto a lo que en realidad se entiende por negociar, que no es ni mucho menos imponer el criterio de uno sobre el del otro.

Se negocia cuando se parte de posiciones totalmente opuestas, incluso en apariencia irreconciliables, pero los negociadores están dispuestos a priori a encontrar un común denominador que les permita cerrar un pacto que deje satisfechas a las dos partes. En estos casos no se pretende mantener intactas las posiciones iniciales de cada uno, sino encontrar puntos aceptables en las del contrario, cediendo en las propias lo que sea posible. Las llamadas líneas rojas o no existen o se irán moviendo en función de la evolución de las negociaciones. No caben por tanto ni enroques numantinos ni afán de victoria mediante la sumisión del otro, porque cuando se da alguna de estas últimas circunstancias la negociación está condenada  de antemano al fracaso.

Hace años, por razones profesionales y en el entorno del mundo de los negocios y no de  lo social, asistí en mi empresa a un curso de negociación. Aunque han pasado muchos años desde entonces y la memoria es más flaca que el jamelgo de don Quijote, recuerdo bien las directrices iniciales que marcó el instructor de turno: primero tratar de entender las pretensiones del otro, después no someterlas a juicios previos negativos y por último hacer un esfuerzo para asumirlas como propias. En definitiva un ejercicio de aproximación mental que consiste en ponerte en la piel de tu interlocutor. A partir de ahí los acontecimientos irán posiblemente evolucionando a favor del entendimiento, porque se descubrirá que las pretensiones del otro pueden encajar, aunque sea con pequeñas modificaciones, en el marco que uno defiende. Y si eso sucede en las dos partes de la controversia, es posible que se llegue pronto a un acuerdo.

¿Alguien cree de verdad que los separatistas de Puigdemont y sus adláteres quieran negociar de este modo, cuando lo que pretenden es imponer las tesis rupturistas sin ceder un ápice en sus objetivos? ¿Es posible que todavía alguno admita a estas alturas que en la mente de los que nunca han aceptado la diversidad de España anide la más mínima intención de escuchar con atención las aspiraciones del catalanismo moderado, cuando lo que pregonan, con mayor o menor claridad, es que las leyes son inamovibles y aquí no hay concesiones que valgan? Yo desde luego ni creo a los primeros ni confío en los segundos, aunque a estas alturas me rechine en los oídos la palabra negociación que gritan las dos partes hasta enronquecer.

No, no observo ninguna voluntad de negociar, sino en todo caso la necesidad de cubrir el expediente de la negociación y quedar así bien ante sus opiniones públicas.

9 de diciembre de 2017

Menos utopías y más posibilismo, por favor

Si por utopía se entiende la doctrina que, optimista en sus objetivos, se contempla como irrealizable a la hora de plantearse, yo no sólo soy utópico sino que además defiendo su formulación a nivel individual. Creo que el idealismo soñador, la búsqueda de lo mejor, aun sabiendo que no es posible alcanzar la meta, es un valor al que nadie debería renunciar. Mantiene a la persona en la búsqueda de la excelencia y por tanto en un esfuerzo continuado por alcanzar metas difíciles, cuando no imposibles. Nunca, por definición, se alcanza la utopía, pero en el intento se mejora.

Lo malo empieza cuando la utopía se mezcla con la cosa pública. Si la política es el arte de lo posible, las ensoñaciones utópicas no casan bien. Cuando se desciende al terreno de lo concreto, en el momento que llega la hora de buscar soluciones para todos, o al menos para un colectivo determinado, no son buenos los idealismos utópicos, no conviene fijar metas inalcanzables. Hay que pisar el terreno con firmeza, estudiar el entorno con sentido de la realidad y actuar en consecuencia. Y después hacer lo que se pueda, porque no siempre todo es posible. La utopía en estos casos suele convertirse en un gran fraude colectivo, en un embuste de proporciones colosales.

En los tiempos que corren han aparecido a diestra y a siniestra y en el mundo entero movimientos idealistas, doctrinas basadas en la utopía, que con el señuelo de que no hay que renunciar a lo mejor olvidan por completo la realidad circundante. A mí estos doctrinarios me recuerdan a los predicadores religiosos que basan sus mensajes en la maldad del mundo, en la perversidad de los hombres, e invocan  la redención divina como única tabla de salvación en el mar de la ignominia.

En realidad estas doctrinas antiestablisment siempre han existido, no son nuevas; pero llama la atención que ahora, en pleno siglo XXI, reaparezcan con tanto vigor. Es como si de repente se hubiera descubierto que el mundo es imperfecto y para ponerlo en orden se decidiera arrasarlo todo y construir de nuevo sobre las cenizas del anterior. A mí me sorprende tanta ingenuidad, no en los que defienden estas teorías, que saben muy bien lo que hacen, sino en sus ilusos seguidores.

Estos movimientos utópicos se dan en la derecha y en la izquierda, generalmente en sus extremos, que según dicen las malas lenguas se rozan con empatía. Se observa en los dos lados del espectro una pérdida del sentido de la realidad, cierta proyección de objetivos inalcanzables, la formulación en definitiva de teorías utópicas para resolver los problemas sociales. Un gran estruendo “contra”, sin contraposición de soluciones concretas.

Si nos fijamos bien, esa utopía llevada a la política no es otra cosa que lo que ahora algunos llaman populismo, sustantivo al que yo añadiría, sin morderme la lengua como debiera, el adjetivo de demagógico.

4 de diciembre de 2017

Echar el freno de mano u ordenar las ideas

Hace unos días, en una entrevista televisada, le oí contestar a Joan Manuel Serrat que cuando quería expresar lo que pensaba nunca echaba el freno de mano sino que procuraba tener siempre las ideas ordenadas (adivine el lector a qué se refería el entrevistador con su pregunta). Me gustó la respuesta -y por eso la traigo aquí-, porque son muchos a nuestro alrededor los que cuando lanzan al aire sus criterios ni ponen el freno cautelar ni ordenan los pensamientos. Además, cuanto más complejo sea el asunto del que se opina, más desparpajo derraman y menos rigor emplean. Al amparo de que hablan de temas opinable, fijan primero los objetivos que quieren defender y argumentan después lo que más favorezca a sus ideas, vengan a cuento o no los argumentos. Rápida y desordenadamente, porque para qué pararse a pensar si ya se sabe lo que se quiere decir. Lo demás para ellos es secundario, sólo utilería.

En mi opinión, esa falta de rigor en la defensa de las ideas es consecuencia de la necesidad que sienten algunos de simplificar el debate. O negro o blanco, no me complique usted la vida con matices, no me haga pensar demasiado, porque al final me voy a liar, y ahora, cuando creo tener las cosas claras, no voy a cambiar de pensamiento. Es más cómodo mantenella e no enmendalla que pensar. Se corren menos riesgos defendiendo lo que siempre se ha defendido que sometiendo las ideas propias a la autocrítica, a un análisis profundo. Déjenme en paz que yo sé muy bien lo que digo.

Si yo quisiera definir el sectarismo, diría que es el conjunto de procedimientos que se utilizan para evitar la confusión, para sentirse uno protegido por el pensamiento único del grupo que lo rodea. Hay otras definiciones mucho más precisas que la mía, pero aquí y ahora me quedo con ésta. El miembro de un grupo cerrado  –social, político o religioso- renuncia al uso de la razón para ampararse en el credo de sus afines. Es muy cómodo, evita muchas desazones, unas cuantas intranquilidades y no pocas ansiedades, aunque signifique abandonar el debate intelectual y por tanto la búsqueda de la verdad.

De alguna forma, todos somos sectarios porque todos elegimos opciones predeterminadas en algunas ocasiones y en determinadas facetas del pensamiento. Pero, si se me permite el tópico, hay sectarios y sectarios. Los hay inamovibles en sus convicciones y también los que revisan de vez en vez los modelos por los que se rigen, no vaya a ser que no sean los más idóneos. Los primeros son sectarios en estado puro y los segundos escépticos por naturaleza que, aunque en algún momento se dejen arrastrar por la comodidad del pensamiento predefinido, salen de él en cuanto pueden.

Volviendo a lo de ordenar las ideas antes de lanzarlas al viento de la discusión, los sectarios no requieren de tal premisa. Sus pensamientos están ya estructurados y ni por asomo se les ocurre cambiarlos. Además, como tan convencidos están de la verdad que encierra sus pensamientos, no necesitan preparación alguna para manifestarlos, los expresan con rapidez, sin echar el freno de mano.

Es posible que Joan Manuel Serrat con lo que dijo aquel día en la entrevista quisiera dejar claro que él no era un sectario sino un librepensador.

1 de diciembre de 2017

Bailar en política

Como los gestos de desenfadada naturalidad siempre me han gustado, recuerdo con cierta simpatía la primera vez que vi bailar a Miquel Iceta sobre el escenario de un mitin político. No estaba solo, lo acompañaban Pedro Sánchez y otros dirigentes socialistas, pero quien marcaba el ritmo era él. Me hizo gracia su desparpajo, cuando, contradiciendo la lógica de su estructura corporal, bailaba a unos sones que le obligaban a mover los pies con la soltura de un bailarín de rock. Después, cuando su talla como político empezó a llamar mi atención, me puse a seguir su andadura con cierto detenimiento, y a lo largo de los últimos meses he llegado a la conclusión de que estamos ante un gran político, ante un hombre de talante dialogante, capaz de situarse sin demasiados esfuerzo en el punto de equilibrio que ahora necesita la sociedad catalana. No en la ambigüedad, como sus más feroces críticos le achacan y le achacarán, sino en la defensa del catalanismo sin menoscabo de su condición de español.

El Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) ha pasado en los últimos años por multitud de vicisitudes, no todas positivas. No voy a entrar en las causas de su circunstancial declive político, porque seguramente me dejaría arrastrar por la subjetividad. Me limitaré a señalar que el famoso tripartito que capitaneó Pascual Maragall le hizo daño, una mezcolanza ideológica que en aquellos tiempos resultaba innecesaria y sobre todo peligrosa. Pretendieron salvar los trastos de la derrota electoral, y movidos por el aglutinante del rechazo a la corrupción de CIU -la del famoso 3%- unieron sus fuerzas a las de los de ERC y a las de los de Iniciativa per Catalunya, dos formaciones políticas a las que sólo les unía una vaga semejanza en su adscripción política a la izquierda. Digo vaga, porque ya va siendo hora de que distingamos el polvo de la paja, a la socialdemocracia de la izquierda radical.

Ahora Miquel Iceta empieza a presentarse como una opción capaz de aglutinar, tras las elecciones autonómicas, a fuerzas hasta ahora encontradas, tan divergentes como fueron las que formaron el tripartito que lideró Pascual Maragall, pero en circunstancias muy distintas. Naturalmente la reacción de cualquiera que como yo reconozca que aquel experimento fue un fracaso, debería ser, como poco, de prevención ante la propuesta. Sin embargo yo empiezo a verla, aunque no pueda evitar cierto escepticismo, como una posibilidad de acabar en estos momentos con las aventuras secesionistas. No porque Esquerra –uno de los posibles socios- vaya a cambiar de la noche a la mañana su ideología, y no porque Catalunya en Comú –el otro partner en candelero- esté dispuesta a defender sin ambigüedades la unidad del Estado, sino porque la capacidad de dialogo de Miquel Iceta podría perfectamente dirigir un gobierno de reconstrucción social y de entendimiento con el gobierno central español, que es lo que ahora se necesita. Los frentes constitucionalistas y los frentes separatistas están condenados al fracaso, a perpetuar la hostilidad. Hace falta, a mi juicio, algo distinto, y esta propuesta transversal del líder socialista podría funcionar.

Ya sé que hay riesgos, cómo no lo voy a saber. Entre otras cosas porque los republicanos y los comunes podrían salirse después por peteneras y desmarcarse de las buenas intenciones de Miquel Iceta, y para que una alianza funcione hace falta lealtad a las ideas que la hicieron nacer. Pero como planteamiento apriorístico bien merece la pena considerar la hipótesis. En política todo es posible, y si algo positivo ha salido de este aquelarre, de rebeldía por un lado y de incomprensión por el otro, es que algunos ya han aprendido lo que no se puede ni se debe hacer