29 de mayo de 2016

Nicolás Maduro y los políticos españoles

Durante muchos años, he seguido con interés los movimientos revolucionarios de izquierdas que se han ido produciendo en Hispanoamérica a lo largo de los últimos lustros, prácticamente desde que Fidel Castro luchaba en Sierra Maestra y despertaba las simpatías y el entusiasmo de muchos jóvenes, a lo largo y ancho del mundo occidental. El romanticismo propio de mi juventud de entonces, unido al convencimiento de que sólo mediante la rebeldía y la agitación podía acabarse con el latrocinio del que eran objeto aquellos países por parte de las clases dominantes, propiciaban que me alineara intelectualmente con sus causas.

De la revolución cubana y de mi admiración por ella durante algún tiempo, así como de mi decepción posterior por la falta de democracia y de respeto a los derechos humanos en aquel país, algo he contado en este blog. En estos momentos, observo con  esperanza los tímidos y lentos avances hacia la normalización democrática que se están produciendo en Cuba, con la preocupación propia de quien considera difícil el intento. En cualquier caso, se trata de un proceso en marcha, que espero que conduzca al pueblo cubano por la senda de la paz y del progreso.

El caso de Hugo Chávez fue distinto. Golpista fracasado al principio y líder elegido democráticamente más tarde, su movimiento no debería, en principio, incluirse entre los que aludía arriba. Sin embargo, sus derivas posteriores hacia un régimen populista, más cercano a las dictaduras de izquierda que a la democracia parlamentaria, supuso un cambio de rumbo político que, aunque a nadie le sorprendiera en su momento dados sus antecedentes nada constitucionalistas, produjo la repulsa del mundo democrático internacional. La revolución bolivariana, incrustada dentro de una aparente democracia, no deja de ser un extraño ente político difícil de encajar en el mundo democrático.

Pero Hugo Chavez gozaba al menos de un cierto prestigio, tanto dentro como fuera de Venezuela. En momentos difíciles, demostró tener cintura política, de tal forma que en más de una ocasión supo contener sus pulsiones antidemocráticas y ganar así cierto respeto político. Sin embargo, al final de su vida la situación económica en el país se estaba deteriorando a pasos agigantados y la gravedad de su salud lo obligó a nombrar un sucesor, deprisa y corriendo, decisión propia de los que en el fondo de su pensamiento abrigan ideas dictatoriales

El elegido fue Nicolás Maduro, vicepresidente ejecutivo de Venezuela cuando Chávez murió. Sindicalista, sin estudios universitarios, de fuerte temperamento y no menor complexión física (mide 1,90 m de altura), heredó una Venezuela casi en quiebra. Su estilo, imitación del de Chávez, con aportaciones tan personales que a veces resulta difícil identificar en él a su mentor, lo ha ido desprestigiando ante la opinión pública mundial. De voz ostentosa, insulto fácil y absoluta falta de diplomacia, ha ido llevando poco a poco a Venezuela al borde  de la guerra civil.

Los políticos españoles deberían abstenerse de intervenir en el conflicto latente. Si se exceptúa la visita de José Luis Rodríguez Zapatero, inscrita dentro de lo que podría considerarse una intermediación entre las dos partes en conflicto -gobierno y oposición-, las demás iniciativas me parecen inoportunas, tanto la de los que dicen estar a favor de la puesta en libertad de Leopoldo López y de los restantes líderes de la oposición, como la de los que comparan a estos últimos con el golpista Tejero. De la iniciativa de convocar el Consejo de Seguridad Nacional para tratar la situación de Venezuela, bajo el pretexto de que los 200.000 españoles que residen en aquel país corren peligro, prefiero no hablar. No sólo se trata de una medida electoralista, como muchos sostienen, también de una peligrosa maniobra que lo único que consigue es encrespar los ánimos “bolivarianos” y poner a nuestros conciudadanos en apuros.

Es curioso observar las distintas posiciones que los políticos españoles están adoptando ante la situación de Venezuela. Pocos son los que se libran de estar haciendo el mayor de los ridículos. Pero eso sí, sus declaraciones nos ayudan a los españoles a descubrir de qué pie cojean.

25 de mayo de 2016

¡Ah, y qué has de hacer! (encuestas preelectorales)

Hace unos días. llamaron a mi casa por teléfono para solicitarme que participara en uno de esos sondeos tan frecuentes en los últimos tiempos. Como no soy amigo de dar mis datos personales a cualquiera que me los solicite, a punto estuve de poner una excusa y eludir el compromiso. Pero de repente pensé que quizá aquella fuera una buena manera de conocer más de cerca las técnicas que se esconden detrás de la toma de datos en una encuesta y acepté de buen grado contestar a las preguntas.

Creo que fui bastante sincero –sinceridad subjetiva, por supuesto- a la hora de responder a cada una de las preguntas que me hicieron, salvo cuando le llegó el turno al partido que iba a votar. No sé por qué, puede que debido a que considerara demasiado personal la pregunta, respondí que todavía no lo había decidido, respuesta falsa donde las haya, porque tengo muy clara mi opción desde hace mucho tiempo.

Esta opinión por tanto figurará, cuando se publiquen los resultados de la encuesta, en la casilla de los no saben/no contestan, contribuyendo en principio a aumentar la cifra de la incertidumbre. Sin embargo, cuando colgué el teléfono y me puse a meditar sobre el resto de las preguntas, comprendí inmediatamente que de mis otras respuestas podría inferirse con bastante fidelidad mi intención de voto, entre otras cosas porque entre ellas figuraba la valoración de los líderes de todos los partidos, incluido el de mi opción, y las puntuaciones que yo había dado dejaban poco espacio a dudas interpretativas. Los “cocineros” de la encuesta ya se habrán encargado de colocar mi voto en el casillero que le corresponde. O no, vaya usted a saber.

Lo cierto es que las encuestas -esas herramientas a las que tanto valor otorgamos cuando favorecen nuestra opción y tanto desdeñamos cuando lo contrario- no son del todo fiables, porque nada impide pensar que yo no sea el único que dé pistas erróneas. Mi inexactitud, al fin y al cabo, podría considerarse disimulo de la realidad, pero se sabe que son bastantes los que contestan a las preguntas con la intención de desorientar completamente a los encuestadores. Si a ello le unimos la inevitable desviación estadística, consecuencia de que las muestras elegidas no siempre son suficientemente representativas del electorado que se pretende analizar, se entenderán perfectamente las diferencias, a veces significativas, que se observan entre pronósticos y realidades.

Pero como es en lo único que de momento, aun con reservas, podemos confiar, conviene hacer caso de  los sondeos que, punto arriba, escaño abajo, anticipan que se van a repetir los resultados de diciembre. La diferencia estará en que ahora tendremos una izquierda todavía más dividida que entonces, no porque hayan cambiado los posicionamientos de los partidos que forman parte de esa banda del espectro político, sino porque las posturas de cada uno se han ido aclarando y las incompatibilidades, en consecuencia, aflorando.

Ahora se hace muy difícil pensar en un gran acuerdo progresista a nivel nacional (otra cosa es en las Administraciones Locales). Muchos dudan de que un partido socialdemócrata como el PSOE pueda aliarse con una coalición en la que, entre otros, figuran comunistas, anticapitalistas, asamblearios e izquierdistas radicales, la formada por Podemos y la larga lista de lo que se ha dado en llamar confluencias. El rechazo tajante de los socialistas a formar candidaturas al Senado conjuntas con ellos no es una simple anécdota, sino la constatación de la incompatibilidad que se observa. No es así al revés, ya lo sabemos, porque para algunos cuanto más chicha tenga el caldo más sabroso será.

A todo esto, un gran vencedor, el PP, aquel que todos dicen que quieren desbancar. Pero no deberíamos sorprendernos, porque eso ya lo sabíamos desde que algunos soñadores de lo imposible hicieron su irrupción y convencieron a unos cuantos de que en sus manos estaba la solución a los problemas de nuestra sociedad. Por cierto, entre ellos bastantes bienintencionados procedentes del electorado socialista.

En mi tierra, Aragón, usamos una expresión para pedir resignación, que yo utilizo con frecuencia, porque muchas son las ocasiones que me incitan a ello: ¡ah, y qué has de hacer!

21 de mayo de 2016

¡No os enteráis!

Tomo el título prestado de una fotografía que he podido contemplar esta mañana en un debate en televisión, en la que Javier Sardá, el conocido periodista, mostraba al mismo tiempo una bandera “estelada” catalana y un cartel con el lema de no os enteráis. Más tarde, he tenido la oportunidad de ver y oír con atención unas declaraciones, en las el propio Sardá explicaba el motivo que lo había impulsado a enviar a las redes sociales su grito de protesta, bajo esta forma de apariencia algo estrambótica. Teniendo en cuenta que el protagonista de la anécdota es un catalán, al que nadie puede acusar de separatista, sino todo lo contrario, su testimonio me ha parecido muy interesante.

Inmediatamente después de lo anterior, cuando había decidido abrir el ordenador y ponerme a escribir una entrada sobre este asunto, he conocido a través de los noticiarios que determinado juez de Madrid ha dictado un auto, en el que declara que la utilización de símbolos como la "estelada" en los estadios de futbol no es ilegal, contradiciendo lo que había decidido la delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, doña Concepción Dancausa, con el respaldo -esta mañana en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros- nada menos que de la vicepresidenta del Gobierno. Menos mal; aunque el daño –uno más en este largo enfrentamiento entre separatistas y no separatistas- ya está hecho.

En mi opinión, la protesta  de Sardá responde a la sensación que muchos catalanes no separatistas perciben ante la falta de cordura que impera en determinados estamentos políticos y no políticos españoles, actitudes que en vez de ayudar a resolver el conflicto que plantean los separatistas catalanes lo agudiza. El popular periodista explicaba esta mañana que a él no le gusta la utilización de la “estelada”, un símbolo de evidente intencionalidad política que no comparte. Pero añadía que prohibir su entrada en un estadio de futbol supone una enorme torpeza. Así –decía- iremos de mal en peor, sumando más y más separatistas a la ya abultada cantidad de catalanes que se inclinan por la independencia.

Los catalanes no separatistas, que si atendiéramos al recuento de votos de las últimas elecciones autonómicas catalanas supondrían algo más del 50% de la población, se sienten, ante estas situaciones, desprotegidos. No entienden que no sólo no exista una política inteligente de tender puentes, sino que por el contrario los responsables políticos se comporten como dinamiteros. Sardá los acusa de no enterarse de la realidad de la situación; pero hay quien va más allá y sostiene que estas iniciativas persiguen captar el voto de los “anticatalanes”, que, no nos engañemos, son muchos y muy nocivos para la unidad de España. Son aquellos que Unamuno llamaba separadores, más peligrosos, según el ilustre filósofo vasco, que los propios separatistas.

Decía arriba que el daño ya está hecho. Pero no me refería sólo al partido de futbol y a las consecuencias que el intento de prohibición pueda acarrear el próximo domingo por la tarde en el Vicente Calderón, sino a la repercusión que iniciativas como la que nos ocupa tengan en el pensamiento de los catalanes no separatistas. Manifestaba Sardá esta mañana, que es posible que sus paisanos sigan siendo administrativamente españoles en un futuro inmediato, pero que lo que deberían procurar todos sus compatriotas, si es que de verdad les preocupa la unidad de España, es que además se sientan como tales. Con estas políticas de avestruz, se está perdiendo lamentablemente la afección de muchos de ellos.

Pero es que, como dice Sardá, no se enteran; y así nos luce el pelo.

19 de mayo de 2016

Defensa de la igualdad de oportunidades

Repetimos tantas veces la expresión igualdad de oportunidades, que corremos el riesgo de olvidar el verdadero sentido de su significado, cuando se trata de un concepto social de la máxima trascendencia. Los seres humanos no nacemos con idénticas características biológicas ni con los mismos recursos económicos para enfrentarnos a los retos de la vida. A estas últimas diferencias voy a referirme en las reflexiones que vienen a continuación. Dejo para otra ocasión meditar sobre las primeras.

Se dice con cierta frecuencia que cada ser humano tiene en la vida lo que se merece, afirmación gratuita que carece de fundamento. Quizá fuera más apropiado decir que cada uno tiene lo que le han dado sus oportunidades, es decir, su origen social, entendiendo aquí por social no sólo el estatus económico, también el educacional, aunque por razones evidentes los dos guarden una relación muy directa. A mejor posición económica mejor nivel de formación. Las excepciones ya se sabe que confirman la norma.

La igualdad de oportunidades consiste en compensar las diferencias de origen, de tal manera que todos los ciudadanos dispongan de los mismos elementos para progresar en la sociedad, para adquirir los pertrechos que les permita  alcanzar durante su existencia el mayor estado de bienestar posible o, al menos, para transmitir a sus descendientes mejor posición que la que heredaron, no sólo en valor absoluto, también en relación con la sociedad en su conjunto. De no ser así, las diferencias económicas entre pobres y ricos cada vez serán mayores, las desigualdades educacionales aumentarán y, por tanto, la diferencias de oportunidades entre unos y otros serán con el tiempo más acusadas.

Naturalmente, es la propia sociedad la que debe encargarse de instrumentar las políticas que fomenten la igualdad de oportunidades. Pero como son los gobiernos los responsables de ejecutar las medidas para lograrla, lo único que cabe a los ciudadanos es elegir a los que defiendan la igualdad de oportunidades y retirar su apoyo a los que no sólo no las estimulan, sino incluso las desprecian, a veces con argumentaciones ideológicas.

Digo lo de las argumentaciones ideológicas, porque se oye a muchos sostener que el que no progresa en la sociedad es porque no quiere. Si quisieran -opinan-, estudiarían y trabajarían para salir adelante. Y lo dicen tan seguros de su opinión que ni siquiera se ruborizan. Están convencidos de que la meta de salida es la misma para todos y por tanto de que llegará más lejos quien más corra.

Dicho así, parece una broma. Pero es una realidad social que vivimos cada día a nuestro alrededor, la carencia de conciencia por la falta de igualdad de oportunidades y, como consecuencia, la despreocupación total respecto a las medidas a tomar. El neoliberalismo económico que azota nuestras sociedades tiene mucho que ver con este problema, porque en sus genes está la máxima del laissez faire, del dejen hacer, no interfieran, que el mundo va solo.

Decía al principio que la igualdad de oportunidades es un concepto de la máxima transcendencia. Todas las políticas sociales deberían ir encaminadas a lograr esa igualdad. No estoy en contra de las llamadas medidas de emergencia social, aquellas que persiguen solucionar urgentemente algunos problemas colectivos. Pero me temo que muchas de ellas no sean más que pan para hoy y hambre para mañana. La verdadera lucha social debe encaminarse a amortiguar o disminuir las diferencias de oportunidades. Sólo así estaremos creando una sociedad más justa.

10 de mayo de 2016

Se está clarificando la situación

El reciente pacto entre Podemos e Izquierda Unida puede tener varias lecturas, dependiendo como siempre de quién sea el lector. Los habrá que opinen que debería haberse producido hace tiempo, porque al fin y al cabo se trata de dos fuerzas políticas de tendencia parecida, que nunca debían haber acudido por separado a las elecciones anteriores. También los que hablen del nacimiento de un frente popular de extrema izquierda, que puede poner en peligro los cimientos de la civilización de occidente y no sé cuántas cosas más. Y entre estos dos extremos, los que, como yo, se limiten a opinar que por fin se están poniendo las cosas claras.

Digo que se están poniendo las cosas claras, porque Podemos con esta alianza deja bien claro lo que algunos dudaban, el sustrato comunista sobre el que se asienta la ideología de sus líderes. Legitima posición, por supuesto, pero que no es la que defiende la socialdemocracia europea, donde se encuentra el PSOE. No sólo sucede que comunismo y socialdemocracia son pensamientos políticos muy distintos, es que además en muchos aspectos resultan antagónicos. La defensa de la economía de mercado nunca ha sido el plato fuerte de los partidos comunistas, por mucho que desde hace años hayan moderado sus posiciones anticapitalistas; mientras que para la socialdemocracia en este aspecto no caben dudas. Además, parece como si a los viejas ideologías de la extrema izquierda les doliera el europeísmo, cuando los partidos socialistas de Europa lo defienden sin fisuras. No, no son baladíes las diferencias de pensamiento entre unos y otros.

Con esta alianza quedan delimitados los tres campos de actuación política tradicionales, en un extremo la izquierda comunista, en el centro los socialdemócratas y los conservadores moderados, y en la derecha los neoliberales, cada vez más escorados hacia ese extremo. A partir de ahí se pueden hacer las conjeturas que se quiera, al fin y al cabo especulaciones que cada cual hará probablemente arrimando el ascua a la sardina de sus deseos. Yo también tengo derecho a hacer las mías, que expongo a continuación.

El tándem Podemos/Izquierda Unida hace imposible una alianza poselectoral del PSOE con ésta nueva formación (ya nos dirán cómo quieren que se llame), porque eso sería mezclar churras con merinas. Como además el PSOE ha decidido no pactar con el PP (sus votantes no se lo perdonarían), sólo cabe que se repita una nueva alianza entre PSOE y Ciudadanos, las dos fuerzas que, aun siendo muy distintas, representan posiciones moderadas dentro del actual panorama político español. Por supuesto me refiero a pactos posteriores a las elecciones, nunca preelectorales.

Estamos, como casi nadie ignora, ante una situación muy parecida a la que se presentaba el 20D, pero con la diferencia de que Pablo Iglesias y Alberto Garzón nos han ayudado a clarificar el escenario. Deberíamos agradecérselo todos, incluso el partido socialista, porque ahora es más fácil para los socialdemócratas resistir los cantos de sirena. El PSOE defraudaría a sus votantes si se coaligara con esta izquierda, que defiende una ideología tan diferente a sus principios.

Sé que habrá quien invoque la necesidad de desplazar al Partido Popular. Se hizo durante el largo periodo poselectoral anterior, con una propuesta de moderación presentada por Pedro Sánchez que no fue atendida por quienes tenían que haberlo hecho en aquel momento. Si se hiciera ahora, proponiendo un pacto de izquierdas contra los populares, no tendría ningún éxito, una vez que, como decía antes, ya sabemos quién estaría en esa izquierda, los comunistas de toda la vida y los que acaban de confirmarnos que también lo son.

La izquierda moderada no quiere que el Partido Popular siga gobernando, pero no creo que esté dispuesta a desplazarlo a cualquier precio. Es muy probable que prefiera seguir en la oposición y esperar tiempos mejores. El PSOE podrá pasar por apuros, pero su ideología ahí estará, sin contaminaciones oportunistas. 

6 de mayo de 2016

Que los árboles no nos impidan ver el bosque

De la actual situación española, del largo proceso que se inició con las elecciones del 20D y que no se sabe muy bien cuándo acabará, se podrían sacar muchas conclusiones, bastantes de ellas negativas, pero también algunas positivas. Hoy no voy a referirme a las primeras –ya lo he hecho en varias ocasiones en este blog-, pero si quiero dedicarle una breve reflexión a las segundas, a los aspectos, a veces ignorados o al menos poco tenidos en cuenta, que deberían aportarnos cierto optimismo. Me refiero al funcionamiento de las instituciones y a lo que solemos denominar normalidad democrática.

Los que ya tenemos alguna edad hemos recorrido en nuestra vida, hasta ahora, dos etapas muy diferentes, la primera bajo la dictadura del general Franco y la segunda con el amparo de un sistema  democrático. Para ser exacto, y no dejarme nada en el tintero, debería añadir aquel proceso que luego se dio en llamar Transición -con mayúscula-, un periodo de profunda inestabilidad, donde nadie las tenía todas consigo, en una lenta y a veces agobiante evolución desde el autoritarismo hacia el régimen de libertades.

A los que han conocido con plena madurez intelectual las dos etapas, no hace falta que nadie les explique las diferencias, porque las han vivido con todas sus consecuencias y conocen perfectamente las características de cada una. Por tanto, lo único que cabría aquí sería recordarles de dónde venimos y recomendarles al mismo tiempo que mediten de vez en vez sobre este asunto, para que los árboles de las incertidumbres actuales no les impidan ver el bosque de la democracia.

Pero mucho me temo que los que han nacido o crecido en democracia no sean capaces de valorar la diferencia. Para éstos, no hay elementos de comparación que les haga apreciar las ventajas de la democracia, y por tanto a ellos sí es necesario insistirles en que, a pesar de tanto desconcierto, de tantos dimes y diretes, de tanta  incoherencia, nuestro país, bajo un punto de vista institucional, funciona, desde la Jefatura del Estado, hasta el más humilde de sus ciudadanos. Las excepciones, como siempre, confirmarían la regla.

Nuestra constitución, aun con todos los defectos que se le puedan achacar y por muy perfectible que sea su articulado, tiene previsto hasta el último detalle de las circunstancias que puedan producirse a lo largo de un proceso electoral, concretamente en este caso la ausencia de mayorías suficientes para respaldar la investidura de un presidente de gobierno; y los partidos políticos, al menos aquellos que gozan de representación parlamentaria, admiten sin discusión las reglas del juego.

Seguramente alguno se estará diciendo que cómo no iba a ser de esta manera, que de qué otra forma podrían suceder las cosas. Si lo hace, posiblemente sea porque ha nacido en democracia y no concibe vueltas de hoja antisistema. No es malo que piense así, porque con ello demuestra que pertenece a una generación que no admite otra cosa que no sea el juego limpio democrático.  Pero, de todas formas, no estaría de más recordarle nuestra Historia, la sucesión de golpes de estado, de pucherazos, de caciquismos, por no hablar de revoluciones y de guerras civiles, que han ocupado el panorama político español a lo largo de los últimos siglos.

Las instituciones funcionan, sí señor, y la convivencia democrática preside nuestras vidas. Alegrémonos y, después, discrepemos lo que sea menester.

2 de mayo de 2016

¡Cuidado con las mezclas explosivas!

Me decía el otro día un buen amigo -catalán por más señas- que en política no hay nada peor que una mezcla de demagogia e ingenuidad, la demagogia que aportan algunos políticos y la ingenuidad que prestan determinados ciudadanos. Conversábamos sobre el llamado “problema catalán” –uno más de los eufemismos a los que tan aficionados somos los españoles-, pero muy pronto hicimos extensivas nuestras reflexiones a la situación general en España, en la que a nuestro entender –el de mi amigo y el mío- las cosas transcurren por senderos muy parecidos. En Cataluña la demagogia se basa en presentar la independencia como la panacea universal, disfrazándola de una simple operación de cambio de nombres, de traslado de responsabilidades y de poco más; y la ingenuidad procede de parte del electorado, que acepta las promesas de los líderes separatistas sin considerar la repercusión que pueda llegar a tener en sus vidas. Mientras que en el resto de España la demagogia la proporcionan los que se presentan como defensores de los necesitados, regeneradores de la nación y gestores de una nueva economía al servicio del pueblo, y todo ello, por si fuera poco, nada menos que en el seno de la Unión Europea, respetando la economía de mercado y sin abandonar el euro; y la ingenuidad la ponen los que dan por bueno que tales propósitos estén al alcance de la mano con tan sólo depositar una papeleta que respalde a los salvadores.

Yo confío, sin embargo, en que todo este proceso, o mejor interregno entre elecciones, haya servido para al menos atemperar la ingenuidad; pero no tengo ninguna esperanza en que logre disminuir la demagogia, que tan buenos resultados ha dado hasta el momento a determinados líderes políticos. En cualquier caso, mucho me temo que al final suceda lo que hace tiempo vengo sospechando, que la ingenuidad inicial se transforme en desconfianza generalizada hacia las fuerzas del cambio, emergentes o tradicionales, y que los de siempre sigan en sus poltronas. Los demagogos, y por supuesto los ingenuos, habrán hecho un flaco favor a los que desde hace años aspiran al cambio, ciudadanos que no ignoran que las transformaciones de calado llevan tiempo, no se improvisan, y no olvidan el escenario en el que hay que actuar.

Esta mañana he oído en la SER la habitual intervención de Iñaki Gabilondo, un hombre nada sospechoso de defender ideas conservadoras. Entre otras cosas, ha pronosticado la victoria de la derecha, justificando su vaticinio en que el electorado valora la claridad de ideas. Los votantes del PP, los de siempre y los que se sumen ahora, pueden perdonar la corrupción en su partido, pero nunca la deriva programática. Y el Partido Popular ha demostrado que su rumbo es inalterable y ha mantenido coherencia en su discurso, algo que agradecen muchos electores, les guste o no a los que no le votan.

Por el contrario, la izquierda ha dado más palos de ciego que en las comedias picarescas. No sólo los que han venido a asaltar los cielos, también los de toda la vida, el partido socialista con Pedro Sánchez a la cabeza. Es cierto que a estos últimos nadie les ha puesto las cosas fáciles y que la irrupción de los rompedores de lo viejo ha obstaculizado su rumbo; pero a mi juicio a la socialdemocracia en esta ocasión le ha faltado cintura, o puede que visión de futuro. Cuando la política se mira a corto, se corre el riesgo de no ver nada. En ocasiones hace falta distanciarse de lo inmediato y contemplar el panorama a largo plazo. Eso suele separar el polvo de la paja.

Nos aguarda una campaña rompedora, en la que ya han empezado a utilizarse nuevos eslóganes, recién extraídos de los últimos avatares políticos. Las actitudes que se hayan mantenido durante el periodo que acaba de terminar pasarán factura a algunos y sabrosos réditos a otros.

Pero qué le vamos a hacer. Tenemos lo que nos merecemos. Agradezcámoselo a la demagogia de unos cuantos y a la ingenuidad de otros muchos.