29 de abril de 2019

Es lo que hay

El señor Tezanos, director del CIS, no mentía con las encuestas de intención de voto. El PSOE ha ganado las elecciones con una gran diferencia sobre sus seguidores y la derecha tradicional de este país, el PP, se ha hundido. Ciudadanos no ha conseguido sobrepasar a los populares, aunque le pise los talones, y Podemos ha bajado su representación parlamentaria considerablemente. Además, la extrema derecha ha entrado en el Congreso, aunque con mucha menos fuerza de la que hubieran querido.

Respecto a Cataluña, esa enorme espina clavada en el corazón de tantos españoles, las elecciones demuestran que la inmensa mayoría de sus ciudadanos rechazan las políticas de mano dura. El ascenso de PSE, que en Barcelona ha vuelto a convertirse en la fuerza más votada, confirma que entre los no separatistas son muchos los que prefieren el diálogo a la aplicación de medidas extremas. Por tanto, cualquier política que pretenda sacar a España de este enorme escollo no podrá ignorar la presencia de los nacionalistas. Una cosa es no saltarse la Constitución y otra muy distinta no sentarse a dialogar.

Pero las cosas no han hecho más que empezar. La aritmética parlamentaria deja un panorama difícil de gestionar, aunque yo no tengo la menor duda de que Pedro Sánchez logrará la investidura. Existen muchas fórmulas para ello, desde gobiernos de coalición hasta sujetar el timón en solitario con acuerdos de legislatura que pueden ser variables en función de las iniciativas parlamentarias. Pero en cualquier caso, ésta es la tarea más importante que ahora tiene por delante el líder socialista, la de garantizar un gobierno estable que permita afrontar con eficacia las innumerables deficiencias de carácter social que padece España, sin olvidar el marco global en el que estamos inscritos.

La derecha debería hacérselo mirar. El espíritu de Aznar, que ha estado flotando en el ambiente durante toda la campaña, se ha desvanecido sin dejar rastro de su existencia. Si algo demuestran estas elecciones es que cuando se carece de ideas propias y se fía todo a la descalificación del adversario, se fracasa. Los dos líderes de la derecha, que llevan diez meses de continuos insultos, de mentiras descaradas y de rabiosa e indisimulada bronca tras el voto de censura, han propiciado una división de su electorado muy peligrosa para la supervivencia de las ideas conservadoras. Si a eso le unimos su giro a la radicalidad extremista, se explica con facilidad lo que les ha sucedido.

En cuanto a la extrema derecha, una vez perdidos los complejos vaya usted a saber hasta dónde puedan llegar. De momento han entrado en el parlamento, aunque es cierto que con una representación minoritaria. Es un fenómeno mundial, y concretamente europeo, que lamentablemente se alimenta de la descomposición de los partidos conservadores. El nuevo gobierno no debería de perder de vista en ningún momento a estos falsos salvadores de la patria, porque son muy peligrosos.

Para el progresismo moderado de este país se abre un periodo ilusionante, una etapa que no hay que desperdiciar. España necesita recuperar lo perdido durante la crisis y seguir avanzando hacia el bienestar social. Las prisas, las improvisaciones, las utopías no son buenas para el progreso sostenido. Con frecuencia suponen pan para hoy y hambre para mañana.

Confío por tanto en que el gobierno que salga de ésta convocatoria electoral sepa hacer las cosas como se deben hacer. A Pedro Sánchez madera no le falta en absoluto. Los hechos lo demuestran.

26 de abril de 2019

Los barrios colonia de Madrid, esos desconocidos

Según parece, la mayoría de las numerosas colonias de chalés que sobreviven incrustadas en la almendra madrileña datan de los primeros años del siglo XX. Como nacieron gracias a iniciativas de carácter social (sindicatos, cooperativas gremiales, etc.),  nada tiene de particular que en su momento se los conociera como barrios de casas baratas. He indagado algo sobre su interesante historia, porque con frecuencia paseo por uno de ellos –la colonia Retiro- y cada vez que lo hago y observo sus detalles arquitectónicos me llevo alguna sorpresa. La tipología de las construcciones fue muy variada desde el primer momento –estilos vasco, andaluz, francés, neomudéjar, etc.-, aunque después, a lo largo de los años, se hayan acometido tantas modificaciones, muchas de ellas de dudoso gusto. Siempre he considerado que enmendar la plana a los arquitectos y a los urbanistas conlleva el serio riesgo de convertir su obra en un auténtico bodrio. Pero aun así, a pesar de las transformaciones emprendidas en busca de la utilidad aun en perjuicio de la estética, me atraen la belleza del conjunto y la historia de su evolución.

A finales del franquismo, uno de aquellos alcaldes de Madrid que se caracterizaron por sus efímeros mandatos, y que como consecuencia casi nadie recuerda ya, se declaró a favor de la iniciativa de alguna promotora especulativa que proponía demoler la colonia y construir en su lugar edificios de varias alturas. Sin embargo, la movilización ciudadana, muy intensa en aquellos momentos, frenó el intento del que hubiera sido un auténtico desaguisado urbanístico. Yo, que ya vivía por aquel entonces en las proximidades, recuerdo perfectamente las manifestaciones, los cortes de calles, las caceroladas y las pancartas del vecindario. Afortunadamente, como la situación en aquella época de incertidumbre política no estaba para muchas alharacas, el edil y sus potenciales beneficiados tuvieron que tragarse la iniciativa, es posible que con amarga frustración.

Gracias a aquellas pacíficas algaradas, los que residimos en esa zona gozamos de una especie de oasis urbano, formado por cerca de un centenar de viviendas unifamiliares de dos alturas (algunas con torreón), agrupadas en pequeñas manzanas y separadas por unas calles arboladas y muy poco transitadas. Pasear por ellas sin agobios, contemplando las fachadas y los jardines y disfrutando al mismo tiempo del silencio en medio de la ciudad, es un placer al que me entrego de vez en cuando, cuando logro vencer la molicie y me decido a oxigenar el cuerpo y revitalizar el espíritu.

Algunas de estas casas se han convertido en colegios infantiles, por lo que es bastante frecuente oír el griterío de los niños a la hora del recreo, un sonido muy distinto al bronco rugir de la circulación rodada. Pero también se conservan viviendas para uso residencial, de manera que de vez en cuando me tropiezo con algún vecino, y me da por imaginar que se trate del nieto o del bisnieto del trabajador a quien en su día  la suerte le concedió uno de aquellos chalés, aunque no ignore que la especulación hace tiempo que expulsó de allí a la mayoría de los moradores originales. El precio actual de cada una de esas viviendas supera el millón de euros y, según tengo entendido, no es fácil encontrar alguna disponible.

Es curioso observar como estas colonias han quedado encerradas entre moles de edificios de muchos pisos, cuando fueron construidas en las afueras de la ciudad de entonces, sobre terrenos de muy bajo coste, en medio de la nada como atestiguan algunas fotografías que he podido ver. Y no deja de sorprender que unas zonas que nacieron para facilitar la adquisición de viviendas dignas a las clases trabajadoras, se hayan convertido con el tiempo en auténticas residencias de lujo, sólo al alcance de muy pocos. En Madrid existen muchas, tantas que cualquiera que viva en sus distritos centrales dispone de alguna al alcance. Yo invito a mis amigos a que se paseen por estos tranquilos barrios, contemplen la arquitectura de las construcciones y mediten sobre su origen. Estoy convencido de que me agradecerán el consejo.


22 de abril de 2019

Amores secretos, amores ocultos

¿Quién no ha tenido algún amor oculto? ¿Quién no ha suspirado alguna vez por una persona lejana, por algún ídolo de carne y hueso? Bueno, quizá esté generalizando demasiado y haya excepciones que confirmen la regla; pero yo, desde luego, no soy una de ellas. He tenido o, mejor dicho, he disfrutado de unos cuantos amores secretos y ocultos.

La primera de mis amantes secretas se llamaba Judy Garland y era veinte años mayor que yo. Cuando la vi por primera vez en el Mago de Oz, yo debía de andar por los seis y ella por los veinticinco. Pero, ¿qué importaba la diferencia de edad? No tenía prisa, el tiempo pasaría rápido y al final acabaríamos juntos. Muy difícil tenían que ponerse las cosas para que no consiguiese mis propósitos en algún momento, aunque dadas las circunstancias tuviera que mantener ocultas nuestras relaciones hasta entonces. Sin embargo, el tiempo fue pasando sin que lo nuestro llegara a nada serio y poco a poco me fui olvidando de ella.

Después me enamoré perdidamente de Romy Schneider, que sólo me llevaba cuatro años. Debió de ser cuando yo había cumplido los catorce y ella por tanto rondaría los dieciocho. Fue en Sueños de circo, una de sus primeras películas, aquella en la que Lilli Palmer cantaba la inolvidable canción Oh, mi papá, cuyos sones me acompañaron en la memoria durante muchos años, siempre relacionados con mi enamoramiento. Sin embargo, como suele pasar en la vida con demasiada frecuencia, de repente Romy me defraudó. Fue con motivo de sus películas sobre la Emperatriz Sissi, unos tostones que me resultaron muy difíciles de digerir, porque nunca he transigido con el romanticismo blandengue. Lo nuestro se acabó de repente o, mejor dicho, en cuanto se encendieron las luces del cine Roxy, salí a la calle y fui consciente de que Romy ya no era para mí la que había sido.

Pero como a esa edad yo no podía estar sin compañía femenina, muy pronto a Romy la sustituyó Audrey, quiero decir Audrey Hepburn. Fue cuando vi Ariane, allá por mis diecisiete, una película de ambiente parisino, en el que la plaza Vendôme jugaba un papel decisivo, tanto que la primera vez que visité Paris me pasé un buen rato dando vueltas alrededor de su monolito central, convencido de que la vería aparecer en cualquier momento con su violonchelo. En este caso mi fascinación duró algo más que en los anteriores, porque, aunque con el tiempo perdiera intensidad, fui fiel a los encantos de Audrey durante un largo periodo de tiempo, aunque no sabría precisar cuándo acabó mi enredo con ella.

Pero ya que me ha dado hoy por confesar mis amores ocultos y secretos, no puedo olvidarme de Marilyn Monroe. No recuerdo cuando empezó nuestra relación, aunque supongo que sería en plena adolescencia, una edad en la que a uno le arden las venas y las hormonas no lo dejan descansar. Ni siquiera hubiera podido explicar entonces qué sentía por ella, una mezcla de pasión carnal y de amor espiritual, un torbellino de sensaciones explosivas, un carrusel de imágenes eróticas. Lo reconozco: tardé mucho tiempo en quitármela de la cabeza. Pero aún hoy, cuando contemplo alguna de sus películas o tropiezo con cualquiera de las  múltiples  fotografias que reproducen su icónica imagen, se me altera el pulso.

Sí, lo reconozco, mi vida sentimental ha sido bastante intensa y variada. Al menos hasta que senté cabeza.

19 de abril de 2019

Qué sería de nosotros si no existieran los emoticonos del WhatsApp

Al moderno lenguaje taquigráfico -ese en el que para decir también escriben tb- se le ha unido ahora el que se basa en la utilización masiva de los emoticones, curiosos monigotes mediante los cuales el escribiente trata de comunicar emociones del cuerpo o del alma, risas, penas, alegrías y tristezas, no sólo en calidad, también en cantidad. Yo en algún caso he llegado a contabilizar hasta veinticinco seguidos, de siete clases distintas, en un mismo mensaje. Y después de leerlo no me ha quedado la menor duda de que el remitente estaba muy contento –caras sonrientes, bailarinas garbosas, copas de champán, confetis multicolores, etc., etc.-, aunque al mismo tiempo deba confesar que me entraron algunas inquietudes sobre su estado neuronal. Desde entonces observo a esta persona con cierto detenimiento, tratando de averiguar si, además de la proliferación de emoticonos en sus escritos, manifiesta algún otro síntoma de desequilibrio emocional. Pero no, parece que el desvarío se acaba en eso, en la proliferación de monigotes que den fuerza a sus mensajes.

Que nadie piense que soy un emoticonoclasta, porque no lo soy. Simplemente me da un poco de pena que en beneficio de la brevedad del mensaje se prescinda de las palabras precisas. Pero es que además ni siquiera se ahorra tiempo, porque los 25 emoticones del ejemplo anterior podían haberse sustituido por “muchas felicidades” o por “que pases un día feliz”, en cuyo tecleo se tarda menos que en seleccionar los iconos adecuados a la situación y en teclearlos uno a uno. Eso sí, con los emoticonos no hace falta saber ni ortografía ni sintaxis.

Yo no los uso o -no vaya a ser que las hemerotecas me delaten- los uso muy poco. Pero, insisto, no soy un emoticonoclasta sino un observador de la expresión escrita; y de la misma manera que no se me escapa la ausencia de acentos, los monigotes WhatsApperos me provocan curiosidad. He llegado incluso a desarrollar una tabla que clasifica a los que los utilizan en distintas categorías. No la voy a poner aquí completa, porque al basarse en la cantidad y la variedad resultaría prolijo relacionarla. Pero pondré algunos ejemplos.

Megaloemoticonero: el que combina cinco variedades distintas, hasta un total de veinte. Figura en la parte superior de la tabla, aunque hay variedades que lo superan, entre ellas el archiemoticonero. Esta categoría se divide a su vez en megaloemoticoneros clásicos (utiliza sólo caritas) y megaloemoticoneros vanguardistas (sólo dibujos alegóricos).

Mesoemoticonero: el que combina tres variedades, hasta un total de diez.  Se divide en cinco variedades, según el monigote elegido, pero por brevedad no entro en ellas.

Hipoemoticonero: no abusa de los emoticones, pero en sus mensajes siempre hay al menos uno (suele ser el besito cariñoso).

Exoemoticonero: son investigadores de la especialidad y siempre nos sorprenden con alguno nuevo.

Como se trata tan sólo de poner algunos ejemplos, aquí me detengo. Pero es muy posible que, si continúo con la tarea investigadora que me he propuesto, no tarde en publicar la lista completa en un manual para profesionales.

15 de abril de 2019

Avance, inmovilismo y regresión

A las familias políticas de los progresistas y de los conservadores se les ha unido últimamente en España la de los regresivos. Algunos de éstos militan en partidos claramente partidarios de volver  atrás, y por tanto son fácilmente identificables; pero otros lo hacen en formaciones políticas que hasta ahora se definían como conservadoras, pero que de un tiempo a esta parte han perdido los complejos que reprimían prudentemente sus tendencias retrogradas y ahora se muestran claramente partidarios de regresar a tiempos pasados. No pongo siglas, porque todos sabemos de quién estoy hablando.

Es curioso observar cómo los regresivos lo son no sólo en lo que atañe a las políticas sociales y económicas, también en lo que afecta al comportamiento del individuo como tal. El divorcio, el aborto, la eutanasia, el feminismo, la tolerancia con los emigrantes, la caza, los toros y hasta las procesiones de Semana Santa forman parte de su ideario. Lo mezclan todo, lo agitan en su vieja coctelera ideológica, añaden un poco de esencia rancia y lo convierten en programa político.  

En realidad, si uno lo piensa bien, no son políticos sino predicadores de una religión que podría denominarse “Iglesia del Cuanto Más Viejo Mejor”. Las cosas para ellos son buenas si se llevaban antes, si las usaban nuestros abuelos. La modernidad les produce desconfianza, cuando no pavor, porque piensan que nada bueno pueden traer estos nuevos tiempos, que al fin y al cabo han llegado de la mano de la democracia, palabra que les produce sarpullidos en el alma.

Lo del Toro de la Vega, de antigua tradición, estaba pero que muy bien. Cantar el Novio de la Muerte en una procesión, es lo más indicado dadas las fechas. No hay razón para suprimir las corridas de toros, al fin y al cabo una seña de identidad nacional. ¿Por qué exhumar los restos de Franco, cuando ahora reposan en un mausoleo erigido en recuerdo de una época gloriosa? Ganas de enredar -dicen- de los que ya no saben qué hacer para destruir España.

Supongo que no soy el único que se sentía cómodo antes de la irrupción de los regresivos. Al fin y al cabo el esquema era sencillo, sólo progresistas y conservadores, los primeros tratando de avanzar, los segundos frenando ímpetus, pero al final, a pesar de los parones, yendo poco a poco adelante. Sin embargo ahora las cosas se han complicado, porque retroceder no es lo mismo que frenar. De los frenazos se sale sin que se haya perdido nada importante; pero después de un retroceso hay que empezar por reconstruir lo destruido, para luego reiniciar la marcha.

Si los regresivos en esencia pura -los que se identifican con unas siglas concretas- han llegado para quedarse, el tiempo lo dirá. Pero que nadie tenga la menor duda de que los que han salido del armario de los conservadores están cambiando las cosas en sus partidos drásticamente. A éstos, con su pretensión de llevarnos a los viejos tiempos del cuplé, los temo más que a un nublado.

13 de abril de 2019

La mala educación

Leo en el Diccionario de la Real Academia de España que dos de los significados que esta institución otorga a la palabra educación son los de cortesía y urbanidad. No contento con esta docta explicación, he buscado en las mismas fuentes la palabra cortesía: demostración o acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto que tiene alguien a otra persona. Por último, y para completar la información, he comprobado que urbanidad es sinónimo de comedimiento, atención y buen modo.

Me he tomado la molestia de revisar con un cierto detalle la opinión de los académicos, no fuera que yo tuviera una idea equivocada sobre la expresión mala educación. Pero no, parece ser que mi interpretación coincide con la ellos; o la de ellos con la mía, porque en esto de las palabras no hay prevalencias. Me alegro, porque cuando yo hablo de mala educación me estoy refiriendo a lo mismo, a falta de cortesía, de urbanidad, de comedimiento y de buenos modos.

Dicho esto, añado que Pablo Casado es un mal educado. No lo digo yo, lo dice la RAE. Es un mal educado porque carece de comedimiento, porque no practica ni siquiera la llamada cortesía parlamentaria, que viene a ser algo así como la quinta esencia de los buenos modales, el paradigma de la urbanidad. O no le enseñaron en su momento buenos modales, cosa que me extrañaría, o ha decidido echar por la borda todo su bagaje educacional en aras de la estrategia política que ha elegido.

Su antecesor en el Partido Popular, Mariano Rajoy, era irónico, sarcástico, incluso algo burlón y mordaz. Pero no me atrevería a decir que mal educado, cuyo significado nada tiene que ver con lo anterior. Una cosa es la dialéctica política, en la que precisamente la circunlocución cáustica puede tener un valor añadido, y otra muy distinta la mala educación barriobajera, impropia de un político que pretende llegar a ser presidente del gobierno de España.

La última barbaridad que le he oído decir es que el gobierno de Pedro Sánchez, para sacar las leyes adelante, necesita la colaboración de los que tienen las manos manchadas de sangre, una afirmación que espanta. Recurrir a expresiones como la anterior no es exclusivamente falta de educación, entraña además absoluta irresponsabilidad, no sólo porque aquella dramática etapa de nuestra historia más reciente esté afortunadamente superada, sino además porque fue precisamente un gobierno socialista el que contribuyó decisivamente a cerrarla. Mencionar ahora aquello, pero sobre todo relacionar la sangre de las víctimas con los que padecieron la barbarie asesina en primera persona, es de una infamia que asusta.

Pero a Pablo Casado no le importa decir despropósitos como no le importa caer en la mala educación. Está muy nervioso porque sabe que se juega mucho. Las encuestas –todas- lo sitúan detrás del PSOE, por lo que ya no sabe que decir y qué hacer para descalificar a su secretario general. Si hay que utilizar el terrorismo, lo utiliza. Si hay que abrir falsas agencias para desacreditar con falsas acusaciones  al adversario, las abre. Si hay que mentir, miente. Todo vale para el ínclito presidente del Partido Popular.

9 de abril de 2019

Calumnia que algo queda

En las últimas semana he sido testigo de hasta dónde pueden calar en la mente de los ingenuos o en la de los no tan ingenuos las fake news que lanzan los políticos para convencer a los votantes de lo que les interesa, o las paparruchas que se inventan cuando no tienen otra cosa que decir. Personas de condiciones sociales muy distintas, separadas entre sí por varios centenares de kilómetros y de preferencias políticas muy diferentes me han espetado hace poco aquello de que Pedro Sánchez no hace más que mentir. Una de ellas me aseguraba que el presidente del gobierno había prometido el indulto a los separatistas que están siendo juzgados en la Audiencia Nacional. La otra no tenía ninguna duda de que entre las mentiras del lider socialista estaba la de negar que hubiera aceptado las veintidós propuestas que le había hecho Quim Torra cuando hace meses se reunieron en la Moncloa.

Ni que decir tiene que cuando pregunté a cada uno de ellos de dónde habían sacado estas informaciones, ninguno supo contestar, a pesar de mi insistencia. El asunto estaba tan claro que no necesitaban documentar la aseveración. Flota en el ambiente, lo sabe todo el mundo y para qué hace falta mayor rigor informativo.  Y de ahí, de esa nebulosa en la que han desarrollado su verdad, no fui capaz de sacarlos. A ellos les bastaba con haberlo oído. ¿Quién era yo para discutir lo indiscutible?

Es una pena, pero es así. Se lanzan calumnias en tropel, no importa lo burdas e increibles que sean, porque siempre habrá quien las reciba con agrado. No olvidemos que son muchos los que en sus dudas necesita información que les ayude a salir de la incertidumbre; y este tipo de difamaciones suele ayudar a tranquilizar conciencias. Cuando el río suena -piensan- agua lleva. ¿Qué más necesitan?

Estamos asistiendo a un auténtico esperpento, a una campaña perfectamente orquestada en la que todo vale. Se miente, se fabrican falsedades, pero sobre todo se repiten hasta la saciedad por aquello de que con la insistencia algo queda. Es el raca-raca de la mentira, el rodillo de la falsedad, la apisonadora del embuste. Han perdido el rubor, no digo la ética porque mucho me temo que nunca la hayan tenido. Hay que derrotar al adversario -dicen- y si por las buenas no se puede lo haremos por las malas. Al fin y al cabo esto no es más que política y en política todo vale.

Lo peor sería que este tipo de conductas hubiera llegado para quedarse entre nosotros. Todo dependerá del calado que tengan entre los ingenuos o entre los necesitados de apuntalamiento ideológico. Las elecciones lo dirán, pero que nadie tenga la menor duda de que muchos van a votar, no porque les guste su candidato, sino porque se han querido creer las paparruchas que han oído.

3 de abril de 2019

¿El derecho a decidir es un principio democrático?

Yo no creo que el derecho de autodeterminación constituya un principio inalienable desde un punto de vista democrático. Quiero decir, para que no haya lugar a dudas, que no estoy de acuerdo con la idea de que una parte de la población de un país sólidamente constituido pueda ejercitarlo sin contar con la opinión del resto de sus conciudadanos. Derecho a decidir sí, pero ese derecho deben ejercitarlo todos los implicados en la decisión, no sólo una parte. Sé perfectamente que se trata de un asunto muy controvertido, con opiniones para todos los gustos. Por eso voy a dar a continuación la mía e intentaré, cómo no,  justificarla .

Cuando digo un país consolidado, me refiero entre otros a España. No estoy pensando en países de reciente aparición -dicho sea  desde un punto de vista histórico-, como fue el caso de la antigua Yugoslavia, sino a aquellos cuyos territorios y habitantes gozan de vida en común desde hace muchos siglos y disfrutan además de un régimen democrático, amparado por leyes adoptadas también democráticamente. El nuestro cumple con las dos premisas anteriores.

No voy a entrar a discutir la condición de nación de Cataluña, un país que hace siglos formó parte de un Estado, la Corona de Aragón, porque no quiero caer en disquisiciones historicistas que al final derivan en interpretaciones subjetivas, cuando no en discusiones semánticas, porque no todos estamos de acuerdo con el significado de la palabra nación Me limitaré a apoyar mi punto de vista en realidades palpables, completamente materiales, prácticas, de las que se tocan con las manos y se ven con los ojos.

Si los británicos están teniendo enormes dificultades para poner el Brexit en marcha -pertenecen a la Unión Europea sólo desde 1973-, qué no sucedería con la hipotética independencia de Cataluña, que forma parte de España desde hace tantas generaciones, nada más y nada menos que desde su constitución como Estado. Derivaría en una ruina material para los catalanes y para el resto de los españoles de proporciones inimaginables. Las imbricadas estructuras socioeconómicas y humanas de las dos partes se han ido creando al unísono durante siglos, de manera que someter al conjunto a una disolución forzada no traería más que un peligroso e indeseado retroceso, del que posiblemente se tardara decenios en salir. Supondría soportar un estrés inaguantable. Y por eso, para evitar un desastre colectivo, la Constitución puso los medios necesarios desde el rimer momento, impidiendo democráticamente -no olvidemos que hubo un referendum- que una parte del país se separara sin contar con la opinión de todos los españoles.

Nuestro ordenamiento jurídico, como el de tantos otros países democráticos, previó desde el principio que pudiera producirse un brote separatista como el que estamos sufriendo e incluyó preceptos que impidieran las consecuencias. El derecho a decidir existe en nuestra Carta Magna, por supuesto que existe, pero no es el derecho de una parte de la población sino el del conjunto. Los independentistas pueden defender sus pretensiones democráticamente, pero para conseguirlas sería preciso modificar la Constitución, para lo cual es obligado contar con la opinión de todos los españoles, la suya por supuesto incluida. Porque Cataluña, como Castilla, como Andalucía o como cualquier otro territorio de los que constituyen España no es sólo propiedad de quienes lo habitan, sino de todos los españoles.

1 de abril de 2019

La izquierda desunida

A la desunión de la derecha –que por cierto va in crescendo-  me he referido en las últimas semanas en varias ocasiones y no descarto que vuelva en breve a la carga. Pero hoy le toca el turno a la izquierda, concretamente a Podemos –¡qué guirigay han formado en Madrid!-, cuya situación, vista desde fuera, trasmite la sensación de que se estuviera desinflando a pasos apresurados.

Cuando nació Podemos fui muy crítico con la utopía de sus reivindicaciones y con el estilo que utilizaba, más cercano al de los revolucionarios de finales del XIX y principios del XX que a los planteamientos de la moderna izquierda democrática. Siempre he pensado que los maximalismos reivindicativos sólo conducen a la ineficacia. Los partidos progresistas, si quieren ser útiles a la causa que defienden, tienen que ser pragmáticos y pisar el suelo de la realidad, y no espantar a los votantes con griteríos de difícil digestión. Y si no se tiene mayoría en el Congreso no se gobierna, y si no se gobierna no hay políticas sociales que aplicar. Al final, como dicen los castizos refraneros, mucho ruido y pocas nueces.

Más tarde, a medida que fue pasando el tiempo y sus jóvenes e inexpertos líderes fueron madurando, me pareció observar en ellos una cierta atemperación en las formas y en los fondos, un giro a la moderación que contemplé con expectación. Pero en los últimos meses he notado en algunos de sus dirigentes históricos una vuelta a la ensoñación, al romanticismo especulativo y a la grandilocuencia reivindicativa. Y si a eso le añadimos la desmembración que están sufriendo, a nadie puede sorprenderle que piense que su proyecto se está debilitado y que corre un serio riesgo de quedar marginado, como en su día le sucedió a Izquierda Unida.

No estoy muy seguro de que ese enflaquecimiento vaya a favorecer el voto a la izquierda moderada –léase PSOE-, porque los desencantados suelen caer en la abstención. No obstante, confío en que muchos de los que en su momento dieron la espalda al partido socialista por el hartazgo que entonces produjo regresen a sus orígenes. Si así fuera, todavía quedaría la esperanza de que la izquierda volviera a gobernar. Los últimos meses, a pesar del griterío tripartito, del furibundo ataque de las derechas en su conjunto a Pedro Sánchez, el gobierno, aun en minoría, ha demostrado que con moderación, con  mesura, con parquedad de palabras, pero con decisión, se pueden conseguir muchos más beneficios sociales que agitando banderas de otros tiempos.

En las próximas elecciones el progresismo se juega mucho. El equilibrio democrático se ha tensionado hasta extremos que yo no recuerdo haber vivido ni siquiera durante la transición. La derecha está nerviosa, el separatismo catalán pretende romper la baraja, los radicales de uno y otro lado campan por sus respetos y los involucionistas han perdido por completo el complejo franquista. Por eso se impone en los progresistas la sensatez, la frialdad y la cordura. La izquierda moderada, insisto, tiene una oportunidad en sus manos para conseguir una mayoría suficiente que le permita gobernar sin necesidad de acudir a extrañas y peligrosas alianzas, que nunca serán bien entendidas por la inmensa mayoría de los españoles.