31 de diciembre de 2019

Mis paseos por Madrid

He confesado en alguna ocasión que para pasear necesito algún pretexto. Dar vueltas alrededor de un parque o recorrer kilómetros de playa bordeando la orilla no va conmigo, porque me aburro soberanamente. Necesito poner la atención en lo que tengo alrededor intentando descubrir algo nuevo, y ni los árboles ni la arena ni las olas me sirven para ello. Por eso me gustan las ciudades, porque detrás de cada esquina siempre aparece algo nuevo, a veces visto pero no con la suficiente atención. De manera que no tiene nada de particular que después de alguno de mis paseos tire de documentación y complemente lo que he visto con informaciones adicionales que, además de permitirme profundizar en lo contemplado ese día, me animen a volver al mismo lugar en otro momento. Es evidente que eso no me sucedería ni con los castaños de Indias del Retiro ni con las dunas de la playa de Chiclana, por mucho que me gusten los dos lugares.

El otro día, durante un largo paseo por las calles del Madrid de los Austrias, una de las zonas más bonitas y mejor conservadas de la capital de España, animado por la curiosidad que me despertaron los nombres de algunas calles y plazas, ya de vuelta en casa me metí a indagar. Y enseguida topé con las murallas y las cercas históricas de la ciudad, tan poco conocidas por la mayoría. Después de una lectura rápida, me centré en una de ellas, la cerca que se construyó en la época de Felipe IV, concretamente en 1625 y que no fue derribada hasta 1896. Se trataba de un enorme muro de 13 kilómetros de longitud y cinco metros de altura que circunvalaba la capital. Su propósito no era defensivo, sino un instrumento de control fiscal y sanitario. Contaba con un buen número de puertas y portillos, que se cerraban por la noche.  En ellos se cobraba un impuesto por las mercancías que entraban y se controlaba a las personas que no siendo residentes visitaban la ciudad.

Aunque me gustaría, no voy a entrar hoy en detalles, primero porque la información está al alcance de todos y segundo debido a la extensión que me he impuesto en los artículos que escribo en este blog. Pero sí voy a contar que, una vez analizado el recorrido de la cerca, me puse a contemplar cuidadosamente el plano de Madrid, cuyo trazado actual refleja perfectamente como aquella tapia constriñó a la ciudad durante dos siglos y medio, impidiendo su expansión. Los nuevos barrios -de Salamanca, de Chamberí, de Argüelles, etc.- nacieron tras el derribo de la cerca a partir de finales del siglo XIX, ya con un trazado moderno en cuadrícula. Lo que estuvo durante tantos años dentro de la cerca destaca a simple vista por la irregularidad del recorrido de las calles y por la aparente anarquía de su urbanismo.

Diré además que me sorprendió que lo que hoy es el parque del Retiro -entonces Jardines del Buen Retiro- quedara dentro del recinto. De hecho, el muro seguía el actual trazado de la calle de Menéndez Pelayo hasta la de Alcalá,  descendía hacia Serrano y, tras recorrer un buen tramo de ésta, bajaba por la de Jorge Juan hasta el paseo de Recoletos. También me llamó la atención que el muro discurriera por el mismo recorrido de los desaparecidos bulevares, para continuar después por la calle de la Princesa hasta llegar al río Manzanares a través de la plaza de España y de la cuesta de San Vicente, y continuara por Virgen del Puerto. Por último, para rematar el recorrido, seguía por las rondas de Segovia, de Toledo, de Valencia y de Atocha hasta encerrar el Retiro por el sur. 

Otro día contaré algo de las puertas y portillos de la cerca, muchos de ellos desaparecidos, pero todos localizables.  Como dije al principio, si hay que andar ando, pero para ello necesito un pretexto. Si no, me quedo en casa

28 de diciembre de 2019

Dejes, tonos y tonillos

Le oí decir una vez al escritor Manuel Vázquez Montalbán que en Madrid hablábamos como los chinos. Quería decir que silabeábamos con cierta exageración, troceando las palabras con énfasis. Pongamos un ejemplo: "é-cha-te-pa-llá". Es cierto que la risa va por barrios, porque no es lo mismo cómo se remarca la entonación entrecortada en unos o en otros. El casticismo y el consiguiente gracejo están desigualmente repartidos a lo largo y a lo ancho de los distritos de la capital de España. Pero, en mayor o menor medida, a un madrileño –de nacimiento o adopción- se le notan los hablares a distancia.

Si a eso le unimos la chulería verbenera, la distracción está servida. El otro día oí por la calle una deliciosa bravuconería, que apunté inmediatamente en mi cuaderno de notas para traer aquí: “Se me entiende o explicito”. Deliciosa, porque desde un punto de vista lingüístico es impecable, bravucona, ya que la amenaza estaba implícita. Podría haber dicho déjeme usted en paz y no me haga perder más el tiempo, pero seguramente la ocasión requería mayor contundencia expresiva. No añado por innecesario que la frase salió de la boca del castizo sílaba a sílaba, despacio y con parsimonia. Ni hace falta que diga que tuve que contener la carcajada sonora, habida cuenta de que estaba en un lugar público y me hubieran podido tomar por demente senil. Las formas, sobre todo a cierta edad, hay que cuidarlas con esmero. Pero, en cualquier caso, tardé un buen rato en borrar la sonrisa de mi cara.

De la misma manera que me encanta el lenguaje, me resulta interesante la manera, la entonación o el deje con los que nos expresamos. A veces no son los acentos, sino también la forma de construir las conversaciones. En la provincia de Cádiz, otro de mis lugares de adopción, los diálogos se alargan por aquello de que los interlocutores siempre tienen algo que añadir, sobre todo si la gracia y la ironía andan por en medio, lo que allí sucede con harta frecuencia. Si uno dice una frase, el otro la remata con alguna réplica que venga a cuento, en una especie de carrusel de aportaciones ingeniosas. Hasta que alguno de los dos se queda sin nada que decir, en cuyo caso siempre le quedará el “… digo”, para así acabar el último.

España es un buen escenario para comprobar como el habla es el espejo del alma. En Cataluña, que conozco muy bien porque además de haber vivido allí unos cuantos años visito con frecuencia, remarcan las consonantes como si les fuera la vida en ello. Si un castellano parlante pronuncia la palabra pueblo, esa b y esa l juntas sonarán casi como si se tratara de un solo fonema. Pero si un catalán dice “poble”, nadie tendrá duda de cómo se escribe, porque juntará la b a la primera sílaba y la l a la e final. De la pronunciaciones de la doble l (la antigua elle) y de la y ni hablemos, porque los diferencian de tal manera que cuando nos oyen hablar a los no catalanes les extraña que confundamos sus sonidos. En la franja, esa larga zona comprendida entre Aragón y Cataluña, tampoco los confunden, lo que demuestra que las pronunciaciones no entienden de fronteras.

Otra curiosidad lingüística es “la contestación a la gallega”, esa manera de expresarse sin compromiso, para que el interlocutor no sepa si se sube o se baja la escalera. Según me contó una vez un gallego de Lugo, muy culto por otra parte, su origen está en la desconfianza innata de los gallegos, porque viene a ser algo así como “dilo tu primero”. Quizá la rica historia de aquellas tierras les haya creado un sentido de suspicacia que los ponga a la defensiva.

En fin, dispongo de un nuevo entretenimiento. Hasta ahora me gustaba pasear por las calles de las ciudades para ver cosas. A partir de ahora añadiré el oír lo que se habla, porque a veces los viandantes aportan más a la cultura que los monumentos. Eso sí, lo haré con discreción y disimulo.

23 de diciembre de 2019

Zambombas y villancicos

Qué deprisa va esto, mucho más de lo que a mí me gustaría. Otra vez estamos en Navidad y como corresponde a estas fechas otra vez voy a dedicarle a la festividad unas palabras. Guardo un Papá Noel de fieltro, en realidad una larga tira de tela roja con una silueta del entrañable personaje y una fecha en la parte inferior, cuya numeración cambio todos los años por el simple procedimiento de pegar la nueva sobre las anteriores. Tiene casi cincuenta años, me lo regalaron en una cena de empresa cuando iniciaba mis primeras andaduras profesionales y lo conservo desde entonces. Está algo vetusto y apolillado, las letras blancas con la palabra Felicidades descolorida, pero no he dejado de colocarlo en el exterior de la puerta de entrada de mi casa desde 1970. Es una manera de dar la bienvenida a quien nos visite esos días.

Aunque creo que no soy hombre de costumbres repetitivas -eso que algunos llaman de carácter tradicional-, la repetición por mi parte de determinados comportamientos puede que contradiga lo que acabo de decir. Es posible que sin yo saberlo me haya convertido con el paso de los años en un conservador, no de ideas sino de hábitos, que son cosas muy distintas. Lo que sucede es que lo que repito son rutinas que yo establecí hace años y continúo practicando casi sin darme cuenta. No se trata de usos heredados ni de prácticas acrisoladas ni de costumbres ancestrales. Simplemente son actividades que han nacido conmigo y supongo que conmigo morirán. Pero no por ello les quito la importancia que para mí tienen.

Decía todo esto por lo del Papá Noel, ese envejecido fieltro navideño del que adjunto una fotografía. Pero ahí no queda la cosa, porque en Navidad también está lo que algunos llaman cenas y comidas señaladas, que no enumero porque de todos son conocidas. En ellas también repito todos los años el mismo protocolo, por otra parte muy sencillo. Siempre en mi casa –de aquí no me mueve nadie- y siempre con las mismas personas, que no son otras que los míos. Creo que no exagero si digo que desde hace cincuenta años mantengo la misma rutina, salvo algunas excepciones obligadas por las circunstancias. Y cuando digo obligadas, estoy usando el verbo adecuado. Si las circunstancias no me hubieran obligado, no habría cambiado mis costumbres.

En lo de la gastronomía de estas fechas no entro, en primer lugar porque soy muy poco “cocinicas” y en segundo porque mi mujer no me deja, diría yo que gracias a Dios. De manera que lo que haya esos días para comer o para cenar es para mí una incógnita, sólo desvelada cuando pongo la mesa, porque esa sí es una obligación ineludible por mi parte. Para montarla con el rigor protocolario que merecen las ocasiones es preciso que conozca de antemano lo que se va a servir y en qué orden. Si no, las cosas pueden salir manga por hombro y no son fechas para andarse con chapuzas.

Bueno, todo lo anterior, aunque sea absolutamente cierto, no es más que un pequeño y desenfadado prolegómeno para felicitar a mis amigos la Navidad y desearles un buen año 2020. No digo lo de próspero porque es una expresión que está en desuso por culpa de la crisis que no cesa.

22 de diciembre de 2019

Justicia europea

Me considero un europeísta convencido. Lo he dicho aquí en varias ocasiones y lo volveré a decir siempre que venga a cuento. Por eso pienso que, aunque pertenecer a una comunidad de estados suponga ceder algunas parcelas de autonomía en beneficio del conjunto, el balance entre lo que se pierde y lo que se gana es siempre positivo. Si a eso le unimos que cuando se crean supranacionalidades es preciso dotarlas de instituciones comunes, nada tiene de particular que la Unión Europea cuente con un Tribunal de Justicia, de la misma manera que dispone de un Parlamento, de una Comisión, de un Consejo y de un Banco Central. Pero es que además, cuando se está en el empeño de crear una comunidad de naciones como la europea, es necesario unificar criterios en todos los ámbitos, en el económico, en el laboral, en el de las relaciones exteriores, en el de la defensa y, cómo no, en el de la justicia. Si no fuera así, no estaríamos hablando de una comunidad de naciones sino de un simple pacto coyuntural entre estados.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea es un órgano institucional con competencias en el conjunto de la Unión y por tanto en España. Decir, como les he oído expresar a algunos, que con el dictamen sobre la inmunidad de Oriol Junqueras los jueces europeos se han inmiscuido en los asuntos internos de nuestro país es ignorar la realidad institucional de Europa. Los magistrados de este tribunal  son también magistrados españoles, como los jueces españoles lo son comunitarios. Decir lo contrario es faltar a la verdad, o por desconocimiento manifiesto o por mala fe. Existen unos tratados de obligado cumplimiento y es preciso respetarlos, nos guste o no.

Digo nos guste o no, porque es evidente que la resolución del alto tribunal europeo ha dejado muy satisfechos a algunos y muy insatisfechos a otros. Esa diferencia de percepciones es legítima, porque al fin y al cabo estamos ante una cuestión que afecta a la política, en la que cabe toda clase de posiciones. Pero lo que no es admisible es considerar que el Tribunal de Justicia Europeo se haya inmiscuido en nuestros asuntos de manera fraudulentae. Lo ha hecho porque tiene competencia para ello desde el momento en que España pertenece a la Unión Europea.

No voy a entrar hoy en el meollo del caso concreto de Oriol Junqueras, en primer lugar porque sería meterme en un terreno muy resbaladizo y no me gusta patinar, y en segundo porque ni siquiera los que de verdad tienen competencia para hacerlo, los tribunales españoles de justicia, se han pronunciado hasta ahora, más allá de pedir a las partes que se manifiesten. Quizá más adelante cuando la situación se clarifique, me atreva a dar mi opinión, que por supuesto la tengo.

Lo que toca ahora es dejar a la justicia que hable, a la española y a la europea. Es un asunto que pertenece al ámbito jurídico y que por tanto no debe mezclarse con el de la política. Ya sé que alguno pensará que me paso de ingenuo, pero es que creo firmemente en que una cosa es la administración de justicia y otra muy distinta la gestión de la cosa pública. Dejemos a los jueces que hablen entre ellos y animemos a nuestros políticos a que sigan negociando lo que a ellos les corresponda. 

18 de diciembre de 2019

¿De qué nos quejamos?

Dice un viejo proverbio que quien no llora no mama. Quizá por eso, porque desde recién nacidos nos acostumbramos a protestar para conseguir algo, nunca estemos contentos con el mundo que nos rodea. Tendemos a otorgarle a cuanto sucede a nuestro alrededor un suspenso o si acaso un aprobadillo muy justo. También es cierto que otro sabio refrán nos enseña que nunca llueve a gusto de todos, de manera que los lloros no afectan siempre a las mismas personas ni por las mismas causas. En cualquier caso dejemos a un lado el refranero por un momento y vayamos al meollo de lo que hoy pretendo contar.

Yo no voy a decir aquello que decía el otro de España va bien, primero porque me parecería una presuntuosidad triunfalista y segundo porque todo es mejorable. Pero cuando ahora oigo con alguna frecuencia aquello de que a dónde vamos a llegar con esta situación política, no tengo más remedio que pensar que se trata de una pregunta malintencionada, sólo justificable desde la parcialidad partidista. Si está siendo difícil formar gobierno se debe ni más ni menos a que los españoles, con su voto dividido en un sinnúmero de opciones, así lo han decidido. Y no se puede defender la democracia y al mismo tiempo tachar a los electores de equivocados.

Nuestro sistema democrático está funcionando perfectamente, algo de lo que deberíamos alegrarnos por encima de cualquier otra consideración. Lo que sucede es que son muchos los que se niegan a votar a los únicos partidos que tienen posibilidad de gobernar, hoy por hoy el PSOE y el PP, mañana ya veremos quién. De manera que ese legítimo empecinamiento, cuyos efectos se complementan con la circunstancia de que a su vez las alternativas son muchas y muy variadas, produce una fragmentación parlamentaria enrevesada y muy difícil de gestionar.

Si a todo esto le unimos que algunos partidos parecen no estar dispuesto a echarse a un lado para facilitar el gobierno del único que hoy por hoy tiene posibilidades de gobernar, argumentando apocalipsis venideras -que no son más que puras hipótesis imposibles de demostrar a priori-, no es extraño que nos encontremos en una coyuntura de muy difícil salida. Pero no por eso hay que lanzar las campanas al vuelo de la catástrofe ni bailar al son de la ingobernabilidad. Porque, aunque a algunos les moleste, las leyes funcionan, la Constitución no corre peligro y las instituciones, aunque en ocasiones chirríen, no han dejado de estar en ningún momento a la altura de las circunstancias ni hay por qué pensar que vayan a dejar de estarlo.

Entonces, ¿por qué nos quejamos? O, mejor dicho, ¿por qué se quejan algunos? Pues porque los resultados electorales no han salido como les hubiera gustados a ellos, de manera que,  incapaces de alterar el resultado –hasta ahí podíamos llegar- fuerzan la máquina de la confrontación hasta límites que rayan en la falta de patriotismo, palabra que por cierto utilizan con mucha profusión. Esa es la explicación y no otra.

Lloran para seguir mamando, cuando los españoles con sus votos han decidido que ahora les toca a otros.

15 de diciembre de 2019

Luchando con el subjuntivo

Conocí una vez a un alemán, un tipo simpático y jovial que andaría entonces por los cuarenta cuando yo por los treinta y pico. Hicimos buena amistad, a pesar de que pocas cosas nos unieran, porque es cierto que las relaciones laborales, sobre todo las de carácter comercial, lo llevan a uno en ocasiones a establecer vínculos insospechados. Hablaba muy bien el español, a pesar de que llevara viviendo muy poco tiempo en España. Un día le pregunté por su mujer y me contestó taxativamente: luchando con el subjuntivo, por lo demás muy bien.

Cuento esta anécdota porque tengo la impresión de que, a pesar de la riqueza que aporta a nuestro idioma la utilización de los tiempos verbales del subjuntivo, se está deteriorando su uso. Es verdad que en los idiomas vivos  con el tiempo caen en desuso muchas expresiones y no pocas palabras, pero me produce verdadera tristeza observar el mal trato que en concreto se le da a este modo verbal. El subjuntivo es imprescindible cuando se pretende formular afirmaciones hipotéticas, irreales, de incertidumbre o de incredulidad. Es cierto que en ocasiones se puede sustituir por el indicativo, pero a costa de perder la intención que subyace en la mente del hablante. No es lo mismo decir si vienes te lo explicaré que si vinieres te lo explicaría. Es sólo un ejemplo, pero invito a los que lean estas líneas a que analicen la diferencia.

El ejemplo que he puesto está en futuro (vinieres), quizá el tiempo más vilipendiado del subjuntivo. La Academia nunca lo ha desterrado de nuestro idioma, pero algunos lingüistas consideran su utilización un anacronismo. Se basan en que se puede sustituir por otros tiempos, del subjuntivo o del indicativo. Si alguien lo hiciere (si es que llega a hacerlo) se le llamaría la atención no expresa lo mismo que si  alguien lo hace se le llama la atención. En el primer caso hay duda, incertidumbre o incluso incredulidad; en el segundo certeza.

Otro error muy frecuente, del que muy pocos se libran, es confundir el pretérito imperfecto del subjuntivo con el futuro del subjuntivo. Si a esas horas hubiera llegado (no llegó pero podría haberlo hecho) no es lo mismo que si a esas horas hubiere llegado (puede ser que llegue a la hora prevista, pero no es seguro). Con las dos expresiones se transmite incertidumbre, pero al utilizar la primera nos estamos refiriendo a horas anteriores al momento de hablar y al formular la segunda a un tiempo porsterior. 

Metidos en el laberinto del subjuntivo -¡hay que tener ganas!, confesaré que siempre me ha parecido un prodigio de nuestro idioma la sabia combinación del subjuntivo con el condicional. Pondré un ejemplo para que se entienda mejor: si hubiera venido habría tenido que echarlo. La primera parte (subjuntivo) expresa hipótesis. La segunda (condicional) nos dice que sólo si se hubiera cumplido la condición se habría procedido a ejecutar la amenaza. En algunos lugares de España (donde manejan mal el subjuntivo) hubieran dicho: si habría venido le habría cantado las cuarenta.

La verdad es que no sé por qué le doy vueltas a estos vericuetos de nuestro idioma, cuando corro el riesgo de salir trasquilado. Pero es que a veces envidio el riesgo de andar por un cable tenso sin perder el equilibrio.

11 de diciembre de 2019

Santa Greta

No seré yo quien critique la lucha contra la degradación medioambiental. Aunque no me considere un acendrado ecologista, nunca he ignorado ni mucho menos despreciado las recomendaciones de los que, desde hace ya mucho tiempo, nos alertan del grave riesgo que corre el planeta si no se toman medidas adecuadas. Hace años, no lo voy a negar, consideraba que la propia naturaleza sería capaz de contrarrestar los funestos efectos que el progreso incontrolado ejerce a diario sobre el equilibrio ecológico. Pero hoy ya no me cabe la menor duda de que o se toman medidas para evitarlo o la vida del ser humano en muy poco tiempo estará en peligro. Se trata de algo que muy posiblemente yo no veré, pero esta circunstancia no le quita un ápice de carga a mi preocupación.

Otra cosa es que esté de acuerdo en cómo se está llevando a cabo la lucha contra el deterioro. Por un lado, aunque todavía no se conocen las medidas que se adopten en la cumbre de Madrid, mucho me temo que mientras no se sumen a las iniciativas los “grandes” todo se quede en papel mojado. No quiero decir con ello que los implicados en la toma de medidas –entre ellos la Unión Europea- deban desistir en su empeño de reducir la emisión de gases contaminantes a la atmósfera, porque la perseverancia consigue milagros, incluso en las conciencias de los más recalcitrantes. Es más, no sólo no deben desistir, sino que además están obligados a adoptar posturas beligerantes contra los intereses creados, que son muchos. Porque, no lo olvidemos, cualquier cambio que se haga supondrá inversiones millonarias y en consecuencia menores beneficios, algo que choca con los principios capitalistas.

En cuanto a las iniciativas de la sociedad civil, las de esos grupos de ecologistas que vociferan contra los poderes fácticos sin conseguir moverlos ni una micra de sus posiciones cerradas, en mi opinión sus acciones reivindicativas tienen más de folclórico que de seriedad. Debo confesar que la niña de moda, Greta Thumberg –en sueco se pronuncia con acento agudo y no llano como oigo a menudo- me produce extrañas sensaciones, la de una jovencita visionaria, enardecida por su propia obsesión y por la manipulación de los que la rodean, que, cuando debería estar en el colegio como cualquier niña de su edad, se pasea de manifestación en manifestación con unos modales que a mí me causan perplejidad. Se está convirtiendo, o la están convirtiendo, en una especie de santita del siglo XXI, que vocifera contra no se sabe quién ni qué, con más alarde teatral que rigor dialéctico. Mucho me temo que sus intervenciones perjudiquen más que ayuden a la causa que defiende. Aunque no ignoro que los símbolos y los iconos vivientes a veces mueven montañas.

Creo que la situación climática hay que tomársela en serio. Sin embargo,  desconfío de las cruzadas cargadas de frivolidad. Los temas serios deben tratarse con seriedad. Y si no se aborda un plan internacional a medio y largo plazo de reconversión industrial y de cambio de usos y costumbres de la población civil no se avanzará. Dos cosas nada fáciles de conseguir. La primera porque poderoso caballero es don dinero; la segunda porque es más fácil vaciar los océanos que cambiar voluntades colectivas.

Pero o se frena la degradación medioambiental o nuestros nietos y bisnietos lo pasarán muy mal.

8 de diciembre de 2019

Banderita tu eres roja

Las discusiones sobre el uso o el abuso de los símbolos nacionales es una de las muestras más representativas de la estupidez humana. Cada vez que oigo a alguien considerar facha a quien lleva una bandera de España, o cuando por el contrario me entero de que a otro lo han tachado de rojo por no llevarla, se me revuelve la indignación en las entrañas. Qué tendrán que ver los símbolos colectivos con las ideologías. Nada, absolutamente nada, a no ser que se pretenda retorcer espuriamente su significado –el de los signos- por ignorancia o por mala fe, algo que lamentablemente sucede con demasiada frecuencia.

Los colectivos humanos se han dotado desde siempre de un conjunto de alegorías identificativas de su propia identidad, representaciones simbólicas que los distingue de manera fácil de otros grupos. Los Estados, que en definitiva son conjuntos de personas que habitan un mismo territorio y comparten intereses comunes, disponen de determinados símbolos que denotan su realidad, como la bandera o el himno, figuras representativas de lo que evocan. Ni más ni menos.

Ni más, porque sacralizarlos o darles valor independiente de lo que representan no tiene ningún sentido. Ni menos, porque ignorarlos o ningunearlos tampoco. Lo que sucede es que son pocos los que en esto de los símbolos no se pasan de rosca, unos porque les confieren valores casi espirituales y otros porque los consideran representaciones reaccionarias. Los primeros, con su burdo “manoseo”, caen con frecuencia en su ridiculización. Los tirantes o las pulseras o los paraguas con los colores de la bandera nacional siempre me han parecido auténticas faltas de respeto hacia ésta, o mejor dicho hacia lo que representan, a pesar de que quien los luce considere que con su actitud pone de manifiesto un acerbado patriotismo. De la misma manera que me parece incivilizado que no se mantengan ciertas formas de respeto en presencia de la enseña o cuando suena el himno nacional en determinados actos oficiales o en algunas celebraciones públicas, porque al fin y al cabo la falta de cortesía no es hacia el símbolo propiamente dicho, sino hacia el conjunto de ciudadanos que identifica.

Los que se envuelven materialmente en la bandera no son por este hecho más patriotas que los demás, por mucho que se empeñen. Quizá lo sean, pero tendrán que demostrarlo de otra manera. De la misma manera que los que no hacen ostentación de banderas pueden ser unos grandes patriotas. Y si no lo son, será por otras causas.

En esto de los símbolos, como en tantas otras cosas, falta pedagogía. Por las dos partes, por la de los que izan banderas gigantes como prueba de su fervor patriótico y por la de los que no respetan su presencia porque consideran que al guardar las formas participan en un acto de sumisión a no se qué. Qué tendrán que ver los colores del paraguas con la solidaridad entre los que pertenecemos a un Estado, en la que al fin y al cabo reside el patriotismo. Qué tendrá que ver el culo con las témporas, cuando todos sabemos que el uno y las otras se encuentran en lugares muy distintos.

3 de diciembre de 2019

Feministas y trogloditas

El espectáculo que pudo contemplar toda España hace unos días cuando una víctima de la violencia machista se enfrentó a un dirigente de Vox durante un acto en el Ayuntamiento de Madrid, pasará a la Historia con mayúscula como una de las situaciones más vergonzosas en las que pueda verse implicado un político en activo. Los desgarradores lamentos de aquella mujer desde su silla de ruedas, a la que está atada desde hace años como consecuencia de los disparos que recibió cuando defendía a su hermana de los ataques de su marido, pasarán a la historia de la lucha contra la violencia machista como una muestra de la indignación de las maltratadas frente a los que consideran que las protestas de las maltratadas no son más que majaderías inventadas por los progres. Aquellas patéticas escenas no han podido dejar indiferente a ningún bien nacido.

Es difícil entender cuáles puedan ser los mecanismos intelectuales que conduzcan a actitudes abiertamente beligerantes contra las reivindicaciones feministas en general y contra las medidas para combatir la violencia machista en particular. Cuesta creer que estos comportamientos se basen en la vieja creencia de la superioridad del hombre sobre la mujer. En pleno siglo XXI hay que tener una mente muy primitiva para admitir este viejo prejuicio, en otros tiempos tan arraigado en las conciencias que se pueden encontrar citas incluso en los libros sagrados de no pocas religiones, entre ellos en la Biblia. Tampoco me parece posible que a estas alturas haya quien crea que la mejor defensa de la mujer sea la sumisión a los hombres. Es tan absurdo considerar que aquellas no tengan capacidad para decidir su propio destino sin rendir cuentas a nadie, que cuando uno observa a determinados personajes predicar contra el feminismo no tiene más remedio que pensar que algo extraño sucede en sus mentes.

Por tanto, sólo cabe pensar en que la estrategia antifeminista de la ultraderecha se base exclusivamente en cálculos electorales porque sus líderes hayan llegado a la conclusión de que con su actitud ganan votos. Es difícil de aceptar, pero mucho me temo que por esos derroteros vayan sus razonamientos, por el convencimiento de que todavía son muchos -y también muchas- los que consideran que donde mejor está la mujer es a la sombra de los hombres. Eso explicaría que el ínclito dirigente mencionado no apoyara declaraciones conjuntas contra la violencia de género y que le diera la espalda con ostentación bravucona a la indignada víctima que lo increpaba. Puede ser, aunque cueste creerlo, que haya gente que aplauda su “valentía”.

Lo peor de todo es comprobar que en las filas del machismo figuren tantas mujeres. Unas por razones ideológicas –el patriarcado como norma-, otras por ignorancia supina y algunas por miedo, son muchas las que abominan de la lucha por la igualdad de géneros. Parece mentira, pero así sucede. Mujeres modernas, aparentemente liberadas de prejuicios ancestrales y cuyo comportamiento parecería en principio demostrar que en sus mentes no hubiera ni un atisbo de machismo, sin embargo se comportan como tales. Es difícil de entender, pero es una realidad palpable. Aunque parezca un contrasentido, están luchando contra sus propios intereses, pero ellas parecen ignorarlo.

La lucha contra la violencia de género, un frente que apoyaba la práctica totalidad de los partidos españoles sin distinción de ideologías, ha entrado de la mano de Vox en la controversia política. Y el asunto no es baladí, porque allí donde tienen fuerza –la que les otorga los partidos que los apoyan- se corre el peligro de que se baje la guardia, precisamente en un asunto que a estas alturas nadie cuestionaba.

Pero es que hay muchos trogloditas.