Dice un viejo proverbio que quien no llora no mama. Quizá por eso, porque desde recién nacidos nos acostumbramos a protestar para conseguir algo, nunca estemos contentos con el mundo que nos rodea. Tendemos a otorgarle a cuanto sucede a nuestro alrededor un suspenso o si acaso un aprobadillo muy justo. También es cierto que otro sabio refrán nos enseña que nunca llueve a gusto de todos, de manera que los lloros no afectan siempre a las mismas personas ni por las mismas causas. En cualquier caso dejemos a un lado el refranero por un momento y vayamos al meollo de lo que hoy pretendo contar.
Yo no voy a decir aquello que decía el otro de España va bien, primero porque me parecería una presuntuosidad triunfalista y segundo porque todo es mejorable. Pero cuando ahora oigo con alguna frecuencia aquello de que a dónde vamos a llegar con esta situación política, no tengo más remedio que pensar que se trata de una pregunta malintencionada, sólo justificable desde la parcialidad partidista. Si está siendo difícil formar gobierno se debe ni más ni menos a que los españoles, con su voto dividido en un sinnúmero de opciones, así lo han decidido. Y no se puede defender la democracia y al mismo tiempo tachar a los electores de equivocados.
Nuestro sistema democrático está funcionando perfectamente, algo de lo que deberíamos alegrarnos por encima de cualquier otra consideración. Lo que sucede es que son muchos los que se niegan a votar a los únicos partidos que tienen posibilidad de gobernar, hoy por hoy el PSOE y el PP, mañana ya veremos quién. De manera que ese legítimo empecinamiento, cuyos efectos se complementan con la circunstancia de que a su vez las alternativas son muchas y muy variadas, produce una fragmentación parlamentaria enrevesada y muy difícil de gestionar.
Si a todo esto le unimos que algunos partidos parecen no estar dispuesto a echarse a un lado para facilitar el gobierno del único que hoy por hoy tiene posibilidades de gobernar, argumentando apocalipsis venideras -que no son más que puras hipótesis imposibles de demostrar a priori-, no es extraño que nos encontremos en una coyuntura de muy difícil salida. Pero no por eso hay que lanzar las campanas al vuelo de la catástrofe ni bailar al son de la ingobernabilidad. Porque, aunque a algunos les moleste, las leyes funcionan, la Constitución no corre peligro y las instituciones, aunque en ocasiones chirríen, no han dejado de estar en ningún momento a la altura de las circunstancias ni hay por qué pensar que vayan a dejar de estarlo.
Entonces, ¿por qué nos quejamos? O, mejor dicho, ¿por qué se quejan algunos? Pues porque los resultados electorales no han salido como les hubiera gustados a ellos, de manera que, incapaces de alterar el resultado –hasta ahí podíamos llegar- fuerzan la máquina de la confrontación hasta límites que rayan en la falta de patriotismo, palabra que por cierto utilizan con mucha profusión. Esa es la explicación y no otra.
Lloran para seguir mamando, cuando los españoles con sus votos han decidido que ahora les toca a otros.
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