30 de junio de 2020

Hablando se entiende la gente.

Una de las novedades que nos ha traído la pandemia ha sido la celebración de catorce conferencias semanales, todas ellas telemáticas, entre el presidente del gobierno central y sus homólogos autonómicos. He seguido con cierta atención -hasta donde me ha sido posible- las ruedas de prensa de unos y otros al acabar cada sesión y he ido sacando la conclusión de que, aunque en determinados momentos se hayan producido tensiones -unas debidas a peticiones de recursos, nunca bien satisfechas a gusto de todos, y otras a simples movimientos tácticos con la vista puesta en los respectivos electorados autonómicos-, el funcionamiento de esta gran herramienta institucional ha sido excelente y, en mi opinión, el resultado muy provechoso. Creo que se trata de un asunto que merece una reflexión.

Cuando los “padres de la Constitución” decidieron diseñar el Estado de las Autonomías, pusieron el foco en dos aspectos muy concretos, por un lado descentralizar la administración y por otro reconocer políticamente la diversidad cultural de nuestro país. Pero dejaron a los futuros parlamentos la labor de legislar el funcionamiento de un sistema que, aunque sólo fuera por lo novedoso, presentaba dificultades de coordinación. Las Cortes fueron haciendo el trabajo pendiente en lo relativo a la transferencia de competencias, pero nunca abordaron en profundidad un asunto tan trascendente como sería el de potenciar las herramientas que permitieran una buena comunicación de arriba abajo y, todavía más importante, que obligaran a los gobiernos autonómicos a no perder nunca de vista la problemática general del país. Soy de la opinión de que esa falta de cauces políticos ha sido una de las causas de muchos de los problemas de desafección que se observan en España.

De la misma manera que una gran organización supranacional, como es el caso de la Unión Europea, necesita de constantes conversaciones, de inacabables negociaciones y de una enorme dosis de diplomacia para conseguir la unidad de acción, un país como el nuestro, con una administración tan descentralizada, precisa de mecanismos que ayuden a las partes a no perder nunca de vista el conjunto y al conjunto a no olvidarse en ningún momento de las partes. En el caso de Europa la necesidad viene impuesta porque se parte de una absoluta división territorial y política y se aspira a la creación de una cierta unidad de acción en todos los ámbitos. En el de España, el imperativo procede del hecho de que, con absoluto respeto al reparto de competencias, no se debe permitir que la descentralización administrativa lleve a la falta de entendimiento y por tanto a la desunión.

Yo espero que los políticos hayan aprendido la lección y se propongan institucionalizar una herramienta, la conferencia de presidentes de comunidades autónomas, que, aunque prevista, apenas se había puesto en práctica hasta ahora. El coronavirus ha obligado a una coordinación excepcional, pero son muchos los temas que, aunque menos llamativos que una pandemia, obligan a la más estrecha colaboración entre las partes, algo que sólo se consigue alrededor de una mesa, con absoluta lealtad hacia el conjunto y hacia las partes. En esta ocasión muchos presidentes, de todos los colores por cierto, han manifestado su satisfacción por lo aprendido políticamente a lo largo de las muchas horas de reunión con sus pares, porque, entre otras cosas, han descubierto que los problemas suelen ser comunes y que las soluciones son mejores cuando proceden de un acuerdo multilateral.

Este gobierno ha tenido la ocasión de utilizar una herramienta que muchos echaban de menos. Confío en que no se desaproveche la oportunidad una vez más. Reformar el Senado para convertirlo en una cámara de representación autonómica está en la mente de muchos, pero en ningún plan concreto. Sin embargo, sentarse de vez en vez alrededor de una mesa es algo que ya se ha puesto en práctica con absoluta normalidad, con resultados muy positivos.

Ojalá que esta experiencia no se quede en un inútil brindis al sol.

26 de junio de 2020

Desescalar no es descalabrar

En más de una ocasión me he referido en este blog a mi punto de vista sobre la pandemia que azota al mundo. Mejor dicho, no sobre la pandemia sino sobre sus consecuencias inmediatas. Cuando estábamos en pleno confinamiento solía referirme de vez en vez a lo que vendría después, pero lo hacía bajo la impresión de que se trataría de un futuro exento de riesgos. En aquellos primeros días todos creíamos que los científicos serían capaces de resolver la situación en muy poco tiempo, mediante vacunas preventivas y fármacos curativos. A nadie se le ocurría pensar que llegaría un momento en el que tendríamos que convivir con el peligroso coronavirus, sin más protección que la que cada uno se procurara. Pero ese día ha llegado ya y lo ha hecho con el rimbombante nombre de Nueva Normalidad.

Parece, sin embargo, que una parte de la población no ha entendido la realidad de la situación y, en consecuencia, se comporta como si el riesgo de contagio no fuera con ellos. Se trata de personas que consideran que el peligro de propagación ha desaparecido o que les importa muy poco convertirse en agentes propagadores. Son individuos antisociales o asociales que no están dispuestos a renunciar a lo que les apetezca en cada momento, saltándose  las medidas cautelares que recomiendan e incluso ordenan las autoridades.

En el subconsciente de esta clase de personas deben de circular ideas muy confusas sobre la gravedad de la situación, en unos, porque su capacidad de discernimiento no da para más, y en otros debido a que su falta de solidaridad social no les permite dedicarle un minuto a meditar sobre lo que significa seguir viviendo como si aquí no pasara nada. Por eso de la simplificación, y sin ánimo de insultar a nadie, a los primeros los llamaré mentecatos y a los segundos irresponsables. Puede que existan otras variedades, porque la especie humana es muy rica en modalidades que se apartan de la normalidad, pero de momento me quedo sólo con las categorías de los tontos y de los insolidarios.

No hace falta poner ejemplos, porque todos los días aparecen casos en los medios de comunicación que ilustran lo que está sucediendo tras la desaparición del confinamiento obligado, noticias que hacen temer lo que se nos avecina en los próximos meses. Botellones, bodas multitudinarias, reuniones sociales sin precauciones, hogueras en las playas, etc., ocupan las noticias de estos días, siempre bajo la denominación de actuaciones irresponsables. Pero nadie dice, y creo que hay que decirlo, que los protagonistas de estos comportamientos son personas faltas de entendederas o insolidarias de manual.

Como esto es así, y no creo que vaya a cambiar por muchas campañas de civismo que se organicen, he llegado a la conclusión de que estamos obligados cada uno de nosotros a cuidar de nuestra propia integridad física. Eso exige sacrificios personales, porque hay que renunciar a muchas de las cosas que formaban parte de nuestra cotidianidad y porque nos aboca a tener que vivir de manera distinta a como nos gustaría seguir viviendo. Pero como los descerebrados y los insolidarios campan a sus anchas, la única manera de librarse de los efectos de sus desatinos y de sus irresponsabilidades es apartarse de ellos lo más posible.

Apunto estaba de darle al ENTER para publicar estas reflexiones cuando ha sonado el timbre de mi casa. Me he puesto la mascarilla, he abierto la puerta y me he encontrado con una joven empleada de la compañía del agua que venía a medir el contador. "Veo que lleva usted mascarilla", me dice. "Por supuesto", le contesto. "Uy, si yo le contara", me sonríe. "La mayoría no la lleva y, cuando les pido que se la pongan, algunos me contestan que están en su casa y allí no les ve nadie".

En cualquier caso, y esta es la buena noticia, ya llegarán tiempos mejores. Pero ojo, porque si queremos verlos tenemos la ineludible obligación de alejarnos de los idiotas y de los irresponsables. Lo que está sucediendo con los rebrotes no es ninguna broma y esto no ha hecho más que empezar.

22 de junio de 2020

El dinero europeo y los patriotas españoles

Una de las mayores infamias que se pueden cometer en política  es la de no apoyar al gobierno de turno en cualquier negociación de carácter internacional. Si además, como es el caso de las actuales conversaciones en el seno de la Unión Europea, se trata de discutir las cantidades de dinero que se van a recibir y las condiciones que rijan los préstamos o las subvenciones recibidas, las maniobras por parte de la oposición para dificultar el logro de un buen acuerdo sólo pueden calificarse de traición a los intereses de España.

Lamentablemente eso es lo que está sucediendo en estos momentos con algunos de los representante de los partidos de la derecha española en Europa. Con el pretexto de que lo que pretenden con sus maniobras es que el dinero se utilice adecuadamente y no en políticas partidistas, están moviendo todos los hilos que pueden para influir en el ánimo de los que tienen que decidir las ayudas. Una labor tan descarada, que ni siquiera tratan de disimular. Parece como si, para debilitar al gobierno español, estuvieran dispuestos a aliarse con los enemigos de su propio país.

La oposición sabe que si se consiguen las ayudas en buenas condiciones de devolución, Pedro Sánchez obtendría un indiscutible triunfo político, no sólo porque habría doblegado la voluntad de los socios más reticentes del norte de Europa, sino además porque con ese dinero España podría salir con más facilidad de la crisis que se nos avecina. Dos victorias, una política y otra económica, que afianzarían al gobierno, triunfos que los tramontanos que ahora manejan los partidos conservadores en España no están dispuestos a consentir.

Resulta difícil de creer, pero es así. La oposición no sólo no está respaldando como debería las arduas negociaciones del gobierno con la Comisión, sino que las está boicoteando. Pero es que además lo está haciendo de la manera más burda que se puede hacer, alertando de posibles despilfarros, aleccionando para que se arbitren controles y sugiriendo que se aten muy de corto los movimientos del gobierno español. Es como si les persiguiera el recuerdo de lo que les pasó a ellos en la crisis financiera, cuando gobernaban. Entonces se nos exigieron unos sacrificios que ahora podrían obviarse, porque los fundamentos de esta recesión nada tienen que ver con los de aquella.

Por eso lo digo alto y claro: lo que está haciendo la oposición en este asunto es una auténtica traición a los intereses de los españoles que no admite excusas. Los que presumen de patriotas y se envuelven en banderas nacionales como si fueran capas de Superman están maquinando con vileza contra su país, sólo con la mirada puesta en hacerse con el poder cuanto antes. Han encontrado otro frente donde atacar y no se andan con miramientos. Lo importante para estos líderes no son los españoles, sino que sean ellos y no el gobierno actual los que dirijan los destinos del país. Cuanto peor, mejor, se repiten. Ya llegaremos nosotros a deshacer los entuertos.

Le oí decir el otro día a uno de los líderes de la derecha que algunos de los países que ponen trabas a la concesión de préstamos a los más afectados por la crisis tienen gobiernos socialdemócratas, de manera que “convénzalos usted, señor Sánchez, porque son de los suyos”. Hacía tiempo que yo no veía en este país una desvergüenza mayor. Mejor dicho, hacía tiempo que nadie se atrevía en España a ejercer tanta ignominia.

18 de junio de 2020

Mucho ruido y pocas nueces

No hace falta ser un buen observador de la actualidad parlamentaria para percibir la falta de contenido de los mensajes que lanza la oposición desde que Pedro Sánchez llegó a la Moncloa. Son tan burdos, tan de bulto, a veces tan infantiles, que a mí me ha dado por pensar que los actuales líderes de la derecha carecen por completo de un programa político que defender. Lo que, dicho de otra manera, significa que en estos momentos nadie está censurando con rigor la labor de los que gobiernan, porque las intervenciones de los portavoces del PP y de Vox se limitan a críticas contra las personas que gobiernan y no contra las ideas que defienden. A mí, como demócrata, me preocupa mucho la carencia de contrapeso político, absolutamente necesario en un sistema parlamentario.

El mundo empresarial debe de estar muy preocupado por este vacío programático, porque tradicionalmente han sido los partidos conservadores los que se han batido el cobre en defensa del mundo empresarial. De la misma manera que los trabajadores confían en que los gobiernos de izquierdas legislen a favor de sus intereses, o en el caso de estar en la oposición censuren las medidas de carácter antisocial que promuevan los gobiernos conservadores, los empresarios esperan que los partidos de derechas defiendan los suyos. Quizá sea ésta una clasificación un tanto simplista, pero en el fondo así ha sido desde que existe la democracia parlamentaria.

En estos momentos no se oye ninguna crítica hacia la batería de medidas de carácter social que está sacando adelante el gobierno de Pedro Sánchez, no sé si porque el PP y Vox sepan que por ahí no pueden atacar o porque su obcecación por recuperar el poder los lleve por otros derroteros, más toscos, pero quizá de más fácil comprensión por parte de sus incondicionales. Menos mal que los empresarios cuentan con Antonio Garamendi, quien, ante la dejación de los líderes de la derecha, defiende con rigor los intereses patronales. Cuando el presidente de la CEOE tuvo que dar un portazo por el acuerdo con Bildu, lo dio argumentando razones de carácter laboral. Después, tras las oportunas rectificaciones, volvió a sentarse con los sindicatos y con el gobierno para continuar con el diálogo social. Un fenómeno curioso que conviene no perder de vista. Mientras que PP y Vox hablaban de “etarras”, la CEOE lo hacía del estatuto de los trabajadores.

A la derecha no debe de interesarle entrar en debates ideológicos, porque sabe muy bien que muchos de sus votantes aprueban las medidas de carácter social que defiende el actual gobierno. Casado y Abascal prefieren atacar por otros flancos, como son el de la fragilidad parlamentaria de Pedro Sánchez, el de las discrepancias que en ocasiones se destapan entre los dos partidos que conforman la coalición o el de los errores tácticos que se cometen en cualquier acción de gobierno. Es mucho más fácil criticar la manifestación feminista del 8 de marzo que sacarle punta al ingreso mínimo vital. Es más cómodo votar no a las extensiones del estado de alarma que proponer alternativas que permitan controlar la movilidad, una medida necesaria para evitar contagios y por tanto muertes.

¿Dónde están las ideas que justifican el ideario conservador? No se ha visto ni una sola propuesta legislativa que intente modificar las numerosas iniciativas progresistas del gobierno de Pedro Sánchez, pero sí muchos ataques personales, mucha algarabía criticando aspectos marginales que nada tienen que ver con la defensa de su pensamiento político. Para criticar el ingreso mínimo vital recurren a calificaciones como la de “paguita”, o sacan a relucir viejos tópicos xenófobos, como el del manoseado efecto llamada.

Con este tipo de oposición, tan de trazo grueso, el gobierno puede que esté incómodo, pero no preocupado por su supervivencia política. Nunca los asuntos triviales han conseguido derribar gobiernos. Pero allá ellos -PP y Vox, Vox y PP- con sus estrategias, allá ellos con la estrategia que han elegido para hacer oposición.

14 de junio de 2020

Futbol, terrazas y colegios

Con esto de la desescalada es muy curioso observar las prioridades que establecen los ciudadanos a la hora de recuperar la normalidad perdida. Hay una aspiración muy generalizada, la de libertad de movimiento por el territorio nacional. Es lógico, porque el verano está encima, y a quien más y a quien menos le apetece pasar unos días fuera de casa, en la playa o en el interior.  Pero, después de este anhelo preferente, las siguientes aspiraciones están muy repartidas.

Me llama la atención que la reanudación de los campeonatos de futbol y la apertura de las terrazas al aire libre sean dos de las preocupaciones que ocupan más titulares en los medios de comunicación, tantos que, si uno se dedicara a leer todas las opiniones de los expertos y de los profanos en la materia, no le quedaría tiempo para ocuparse de las protestas antirracistas en Estados Unidos ni para analizar cómo evoluciona la pandemia en el mundo. La primera, la de la liga, con sus variantes de espectadores sí o espectadores no, además de con la bizantina discusión de si en todos los campos al mismo tiempo o si en unos antes que en otros, por aquello de que el coronavirus no ha atacado a todas las hinchadas con la misma intensidad. La segunda en torno a la distancia que debe haber entre mesas, que por fin ha quedado fijada en la salomónica cifra de metro y medio, ni uno, que parecía corta, ni dos por excesiva.

Vendrían a continuación otras preocupaciones, pero ya a cierta distancia de las anteriores en intensidad. Por mencionar alguna, el uso de las playas, los metros cuadrados que le corresponde a cada bañista, si se  podrán usar las duchas o no, quién y cómo se controlará el acceso a las zonas secas y a las húmedas, y todo lo que conlleva utilizar esos espacios tan deseados, que si en época normal ya suponía un cúmulo de incomodidades, ahora con la nueva normalidad sospecho que se convertirá en un auténtico calvario.

Sin embargo, no observo que nadie esté demasiado preocupado con el parón educativo que está sufriendo nuestro país. No creo que exagere si digo que el periodo lectivo 2019-2020 se va a convertir en un curso perdido a todos los niveles, desde los parvularios hasta la universidad. Puede ser que al final gracias a los “exámenes patrióticos” –así se denominaba a los que se celebraron al acabar la guerra civil- sean muchos los que no repitan curso, que al fin y al cabo es lo que más suele preocupar a la gente. Pero del vacío educacional, de la enorme bolsa de conocimientos perdida nadie habla, por aquello de que mal de muchos consuelo de tontos.

La ministra Celaá ha propuesto una serie de recomendaciones para reabrir los colegios en septiembre. Aunque la mayoría de las Comunidades Autónomas las aceptan, otras, como la de Madrid, ponen pegas. El consejero de Educación del gobierno de la señora Díaz Ayuso dice que las exigencias ministeriales no se pueden cumplir, porque supondría un desembolso económico muy alto, más profesores, acondicionamiento de los colegios, etc. El dinero adicional que le entrega el gobierno para estos menesteres le resulta insuficiente y, de acuerdo con su ideología neoliberal, no quieren recurrir al aumento de los impuestos. No importa que lo que está en juego sea la educación de los niños madrileños ni que lo que se pretenda sea que el regreso a la aulas se haga en condiciones de seguridad. La crisis anterior, la del sector financiero, la resolvieron con recortes y no parece que estén en disposición de hacer las cosas de manera diferente. Pero afortunadamente ahora hay un gobierno central progresista y no creo que les vaya a dar facilidades para resolver esta situacións como resolvieron aquella. Iremos viendo.

Decía yo al principio de la pandemia que habría un antes y un después. Cuando lo razonaba pensaba en que un revulsivo como éste nos dejaría huellas provechosas, porque la humanidad suele sacar enseñanzas de los periodos de convulsión. Pero ahora, visto el orden de las preocupaciones de muchos para volver a la normalidad, me temo que, no sólo no vaya a ser así, sino que resulte todo lo contrario.

10 de junio de 2020

Cuchufletas y dardos envenenados

Tengo la impresión de que son los políticos, y nada más que los políticos, los que andan crispados estos días, unos más que otros, algunos incluso al borde de la demencia. Lo digo porque a mí me da la sensación de que a los ciudadanos no les contagia tanto griterío, tanto insulto y tanta desfachatez dialéctica, lo que no quiere decir que no les gusten más unos que otros. Pero, salvo excepciones, no detecto crispación, en el exacto sentido de la palabra, entre las personas que trato habitualmente, colectivo en el que hay rojos, como las granadas maduras, y azules, como el mar océano, por no citar más que dos colores, aunque, si me lo propusiera, no tendría suficientes con los de la gama del arco iris.

Yo no había visto entre los políticos tanta grosería e impertinencia en mi vida, un derroche de mala educación que, además, destaca por venir de quien viene, de personas a las que por su posición en las estructuras sociales del país se las supone de dialéctica moderada y de expresión contenida. En ocasiones parece que uno en vez de asistir a una sesión parlamentaria estuviera en medio de una trifulca callejera, de esas de insultos malsonantes y navajas en la liga. Y aunque no son muchos los que se comportan así, entre los que destacan hay profesores universitarios y aristócratas de linaje. A veces tengo la sensación de que compiten por decir, no ya la última palabra, sino la más insolente.

Entre los ejemplos que puedo poner para ilustrar esta reflexión me han venido a la cabeza dos. El primero lo protagonizó Pablo Iglesias con su reiterada insistencia en llamar a la portavoz del PP señora marquesa. No había ninguna necesidad de utilizar la burla, a la que se suele recurrir cuando uno se queda sin argumentos. Es cierto que en este caso no se trata de un insulto, pero sí de una innecesaria alusión personal, actitud que, si bien en cualquier caso es inapropiada, en un vicepresidente de gobierno resulta inaceptable.

Pero la respuesta de la aludida fue mucho peor, yo diría que envenenada con toda la ponzoña que una persona puede almacenar en los rincones de su subconsciente. Llamar al vicepresidente hijo de terrorista supone una vileza imposible de superar en sede parlamentaria. Cuando lo oí no daba crédito a las palabras de Cayetana Álvarez de Toledo, a la que imaginé en aquel momento poseída por sus demonios internos. Veremos en que queda su falsa acusación, porque, como le advirtió el insultado, puede que estuviera cometiendo un delito. Los jueces lo dirán.

Ante tanto ruido de gallos (y gallinas) encrespados no hay justificación posible, ni tan siquiera si luego, pasada la refriega, se piden disculpas, que por cierto nunca son completas, siempre matizadas y sobre todo más falsas que los billetes de un euro. Puede ser que sosegado el ímpetu se den cuenta de que han metido la pata hasta el corvejón, pero su soberbia, su incapacidad de reconocer errores los mantiene firmes, aunque noten que su entorno se desmarque de las actitudes groseras.

En todos estos comportamientos hay un denominador común, que los exabruptos se pronuncian en los debates públicos, con luz y con taquígrafos, porque en definitiva lo que el ofensor busca es el aplauso de los suyos. Pero, señorías, ¿dónde han dejado ustedes la cortesía parlamentaria que se les supone, como al soldado el valor? Mucho me temo que estén tan metidos en sus duros caparazones políticos que no noten la gravedad de los insultos, la incomodidad que produce su rudeza en la mayoría de los ciudadanos. Así, con estas descalificaciones, lo único que conseguirán es ganarse fama de maleducados. Y, si acaso, quizá logren el aplauso de alguno de sus incondicionales. Pero, créanme, en realidad lo que ganan es descrédito político, porque se les ve a la legua que lo que les sucede es que se quedan sin argumentos.

6 de junio de 2020

Negacionismo militante

La palabra negacionismo en su sentido más amplio se refiere a la negación de la realidad para evadir una verdad incómoda. Yo hasta ahora la utilizaba -además de cuando pensaba en los que todavía niegan el Holocausto- en asuntos tales como el cambio climático, temas en los que, a pesar de que las pruebas científicas que avalan la certeza del fenómeno son aplastantes, algunos les dan la espalda para evitar así tomar medidas que no les interesan. Pero a partir de ahora incluiré en el paquete de los negacionistas a todos aquellos que, en mayor o menor medida, niegan la gravedad de la pandemia que en estos momentos mantiene en vilo a la humanidad. Es más, les daré el nombre de "coronanegacionistas", algo largo, pero fácil de memorizar.

Los negacionistas de la letalidad del coronavirus no son pocos. Lo que hay que preguntarse es cuál es la causa de esta militancia tan extendida, las razones que los llevan a minimizar la gravedad de la pandemia. Pudiera ser que, como sucede con el cambio climático, a los “coronanegacionistas” les moviera razones económicas, ya que las medidas de confinamiento para aislar al virus paralizan en cierta medida la marcha de la actividad empresarial. Pero esto justificaría a una parte de ellos y no a todos. Mucho me temo que en España hay bastantes cuya negación se basa en una simple postura antisistema, en este caso antigubernamental, porque a este gobierno le ha tocado tomar las medidas para combatir la epidemia, y que lo esté haciendo con determinación no se lo perdonan. Para ellos no importa si las disposiciones que se han promulgado son eficaces. Lo que valoran es quién las ha puesto en marcha y no las razones de su ejecución.

Para ilustrar lo que acabo de escribir podría poner bastantes ejemplos, pero, por aquello de la brevedad que me impongo en este blog, me quedo con uno sólo: el voto en contra de las extensiones del estado de alarma. Los “coronanegacionistas” han argumentado para justificar su decisión que ya no eran necesarias, porque la situación había cambiado. No han explicado en qué, simplemente han votado no a una propuesta del gobierno. Que esta herramienta legal fuera imprescindible para obligar a cumplir las medidas de protección adecuadas les traía sin cuidado. Era una  propuesta del gobierno y eso les bastaba para no apoyarla.

Mucho me temo que el número de “coronanegacionistas” vaya aumentando, pero a partir de ahora por razones diferentes a las de arriba, sólo para justificar el incumplimiento de las medidas de prevención contra la epidemia. Qué duda cabe de que el uso de la mascarilla resulta incómodo y de que mantener las ahora llamadas distancias sociales no facilitan en modo alguno la comunicación interpersonal. Por eso, para saltarse las disposiciones, qué mejor que negar las razones que las justifican. Se niega el peligro y a continuación se infringen las normas. Hasta ahora estas actitudes insolidarias han sido excepciones, denunciadas inmediatamente por los medios de comunicación y condenadas por la mayoría de la opinión pública, pero no me sorprendería que a partir de ahora se convirtieran en algo general. Azuzadores del incumplimiento no van a faltar. Son muchos los indicios que apuntan en esa dirección.

Que nadie se engañe, porque el coronavirus está entre nosotros. Se ha conseguido contener y reducir su expansión a base de grandes sacrificios, pero no su eliminación. De manera que para convivir con él hasta que se disponga de la vacuna y de los fármacos adecuados, para no volver a la triste situación que sufrimos hace pocas semanas, no queda otra alternativa que continuar siendo cautelosos y, en consecuencia, cumplir las normas que se nos marquen, digan lo que digan los "coronanegacionistas", argumenten lo que argumenten aquellos que han convertido la pandemia en un arma política.

3 de junio de 2020

¿Se desarrima Arrimadas?

El pasado 2 de febrero publiqué en este blog un artículo que se titulaba "Arrimadas se arrima". Hoy vuelvo al mismo tema, pero en un sentido completamente opuesto. Ya entonces pedí disculpas por el oportunismo del título, de manera que hoy me abstengo y paso directamente al asunto que me interesa.

Mucho me temo que no sean más que sensaciones fugaces, de las que desaparecen tan rápido como las tormentas de verano, pero lo cierto es que me ha parecido percibir un ligero cambio de estrategia en Inés Arrimadas. No sé si será porque las circunstancias políticas la estén obligando a desmarcarse de la derecha/ultraderecha, o porque las corrientes internas de su partido la apremien a atemperar el discurso político, pero, aunque no sea más que en matices que pasan casi desapercibidos, su tono está cambiado. De la intransigente vehemencia con la que se expresaba tras el batacazo electoral y, más tarde, cuando el capitán de su barco abandonó la nave en plena tempestad, ha pasado a lanzar unos mensajes que, aunque inequívocamente conservadores, parecen más moderados.

Si fuera así me alegraría. En España, en estos momentos, no hay centro. Ni centro derecha ni centro izquierda ni centro centro. Ya he dicho en alguna ocasión que a mí las posiciones centristas no me convencen, porque al final no son “ni chicha ni limoná”, permítaseme la castizada. Prefiero hablar de izquierda moderada y de derecha moderada. Sin embargo, ahora mismo carecemos de lo que solemos denominar partidos bisagra, una posición que muy bien hubiera podido ocupar Ciudadanos si no fuera por las ambiciones de su anterior presidente. Quiso ir a por todas y se quedó sin ninguna. Si Inés Arrimadas, por razones estratégicas o por propio convencimiento, intenta ocupar ese espacio, quizá lo consiga, porque en el cada vez más estrecho corrillo ultraconservador no parece tener cabida. No le resultaría fácil, debido a que con sólo diez diputados carece de relevancia parlamentaria. No obstante, las cartas podrían darle juego si las manejara con habilidad.

Ciudadanos en estos momentos está gobernando con el PP en varias Comunidades Autónomas, sin olvidar que en algunas de ellas participa Vox. Soltar lastre conservador no es fácil, si por un lado se pretende mantener los compromisos pactados con sus socios y por otro empezar a crear una nueva imagen con la vista puesta en las próximas elecciones. Recobrar la credibilidad perdida, recomponer la imagen de la moderación y aspirar a gobernar con la izquierda allí donde ésta haya conseguido ser la lista más votada no es tarea fácil. Los electores han demostrado que las componendas que consisten en soy de centro, pero apoyo leyes absolutamente ultraconservadoras, no los engañan. Por eso, si Ciudadanos no establece una estrategia clara, que la diferencie con nitidez de la derecha hoy al uso en España, no tendrá nada que hacer, algo de lo que supongo que Inés Arrimada ya se habrá dado cuenta.

De la misma manera que Podemos eligió la estrategia de acercarse al PSOE, procurando al mismo tiempo mantener su propia identidad política, y de momento no le ha ido mal, Ciudadanos no puede hacer lo mismo con el PP. Su única salida sería volver a la moderación, separarse lo más posible del Partido Popular y de Vox, sin caer en tentaciones de ocupar el espacio progresista, porque ya está ocupado. Sólo le queda el centro. Su única posibilidad de sobrevivir es convertirse en bisagra de la política española. ¿Es eso lo que ha entendido Inés Arrimadas? Si fuera así, desde mi punto de vista podría resultar un acierto político. Significaría que reconoce que la derecha está monopolizada por un Partido Popular que ha perdido la moderación y se deshace en esfuerzos por rivalizar con Vox, y que entrar en esa lucha cainita no puede reportarle nada útil.

Cuando en política se pretende cambiar la deriva, los movimientos son lentos porque la nave que se maneja es de gran tonelaje. Por eso habrá que estar atentos a los mensajes que siga lanzando la cúpula de Ciudadanos, pero sobre todo a las decisiones parlamentarias que este partido vaya tomando. Yo he percibido un cierto giro a la moderación, pero no me sorprendería que no fueran más que ingenuas figuraciones mías.