29 de julio de 2020

El baile de las mascarillas

Qué lejos queda ya aquella historia de ir buscando mascarillas hasta debajo de las piedras para protegernos de la amenaza vírica. Cuánto tiempo ha transcurrido desde que nos veíamos obligados a hacer cola en las farmacias con la intención de proveernos de la preciada prenda protectora. Aquellas angustias que sentíamos en primavera ante la carencia de una tela que nos aislara de los ataques del coronavirus han quedado atrás, se han convertido en una anécdota perdida en el pasado. Ahora, no sólo las hay por todas partes en abundancia, sino además del color y la textura que uno quiera, por exóticas que sean las preferencias.

Me llamó el otro día la atención la que lucía un obispo o arzobispo en plena ceremonia litúrgica, con una flamante cruz de Santiago estampada sobre el lado izquierdo, signo claro y evidente de su condición de prelado compostelano. Supongo que en cada circunscripción religiosas el detalle ornamental será distinto, vírgenes del Pilar, de la Macarena o del Rosario, alguna que otra representación del santoral, como las llagas de san Francisco de Asís, el niño de san Antonio de Padua o el perro de san Roque, porque la simbología que usa este colectivo es muy amplia y hay un gran surtido donde elegir.

No se quedan atrás los patriotas de toda clase y condición, aunque en este caso se limiten a usar casi exclusivamente la bandera nacional, de distinto tamaño, eso sí, seguramente en consonancia con su ardor patriótico. El máximo exponente de esta categoría lo vi el otro día en una manifestación reivindicativa de no sé qué, puede que de las correrías del Cid Campeador por las estepas castellanas o de la espada de Santiago Matamoros en alguna batalla de la Reconquista, donde los colores nacionales cubrían la totalidad de la mascarilla. Me fijé en si las gomas sujetadoras guardaban armonía con el conjunto, pero mi vista, cada vez más cansada por tantas cosas vistas, no pudo apreciar el detalle.

Hasta las “mises”y los “mister” exhiben en los desfiles de sus respectivos concursos de belleza cierta originalidad estética en las mascarillas, porque ser guapo oficial no protege de la infección. Ellas con un difuso floreado azul y ellos, más discretos, con rayado grisáceo o, quizá, con un moteado de baja intensidad, siempre a tono con el glamur que muestran en la pasarela. Supongo que este año para triunfar en estos reñidos certámenes sólo será preciso tener los ojos bonitos, las pestañas largas y la mirada penetrante, careciendo de importancia el trazado de la boca, el tamaño de la nariz o el óvalo de la cara, a no ser que haya un jurado oculto que, fuera de los focos, examine las restantes facciones, eso sí guardando las distancias de seguridad requeridas.

Los pijos también tienen dónde elegir, porque la variedad de la oferta permite escoger la que quieran, siempre de acuerdo con el resto del atuendo, sea éste de invierno o primavera, de verano o de otoño, de mañana, tarde o noche. Supongo que Ágata Ruiz de la Prada estará haciendo su agosto, porque en tan exigua prenda cabe toda la colorida variedad de sus diseños. Parece ser que ahora en los armarios de los elegantes, además de corbatero y zapatero, se instalan “mascarilleros”, una barra larga con enganches para colgar la colección completa. Y si no, ahí queda la idea.

Los militares, siempre sobrios en sus usanzas, obligados a la uniformidad propia del mundo castrense, habrán tenido que reglamentar el tamaño y el color de las mascarillas. Siendo como son tan detallistas, supongo que entre las de obligado uso estarán las variedades de etiqueta, de gala, de semigala, de diario y de combate, esta última por supuesto camuflada. Aunque también es posible que con el tiempo incluyan en la mascarilla los distintivos del rango, sean éstos estrellas o galones, y el emblema del cuerpo al que pertenecen.

Y paro aquí, porque ya está bien por hoy de desvaríos veraniegos. Aunque, pensándolo bien, en muchos casos no se trata de desvaríos sino de palpables realidades. Para comprobarlo, no hay más que echarle un vistazo a la foto que acompaña a este artículo, extraída de un catálogo comercial.

26 de julio de 2020

Coordinar no es centralizar (jaula de grillos)

Los padres de la Constitución diseñaron la España de las autonomías con la idea, entre otras muchas, de descentralizar las administraciones del Estado. Un país como el nuestro, con cuarenta y siete millones de habitantes, quinientos mil kilómetros cuadrados de superficie y una orografía que siempre ha complicado las comunicaciones internas, exigía acercar más la gestión administrativa a los ciudadanos. Si a esas circunstancias le unían la diversidad cultural, lingüística e histórica de sus regiones, los constituyentes no dudaron en dotar al país de una estructura de corte federal, muy similar a la de tantos otros de nuestro entorno.

No voy a entrar hoy aquí en consideraciones sobre la bondad de aquella decisión, porque a estas alturas del desarrollo autonómico, con las tensiones separatistas creadas por la intransigencia de unos y de otros, es un asunto  tan complicado que no encaja en un artículo como éste. Por supuesto que tengo mis opiniones, puntos de vista que en algunos momentos he ido exponiendo en el blog; pero hoy sólo pretendo referirme a las disfunciones que se han puesto en evidencia como consecuencia de la pandemia, una de las mayores catástrofe de ámbito nacional que hayamos sufrido en los últimos años.

Aunque no haya sido la única competencia que ha necesitado una coordinación centralizada, la gestión de la sanidad ha brillado con luz propia durante la epidemia, aunque haya sido con destellos un tanto lúgubres. La intervención del Estado ha suplido en cierta medida la heterogeneidad de medios y procedimientos que se había producido entre las distintas administraciones autonómicas después de tantos años de descentralización, de manera que, gracias al principio de “mando único”, impuesto por ley desde el gobierno central, se ha podido contener con bastante eficacia la primera ola de la infección. Ahora, cuando los múltiples brotes amenazan con convertirse en un nuevo tsunami, las administraciones autonómicas están volviendo a poner en evidencia la debilidad de sus respectivos sistemas de salud. No me extrañaría que dentro de poco haya que recurrir de nuevo a los decretos que autoricen los estados de alarma.

Es evidente que coordinar no es lo mismo que centralizar. Lo que sucede es que en este asunto existe una gran confusión, ya que son muchos los que tensan la cuerda en los dos sentidos, unos celosos de perder la autonomía obtenida hasta ahora, otros aprovechando la evidente falta de coordinación entre el Estado y las autonomías para maniobrar en contra de la transferencia de competencias. Nacionalistas e independentistas en todas sus variedades, por un lado; centralistas ultramontanos y reaccionarios, por el otro. Dos estigmas en la cada vez más vapuleada concordia nacional.

En mi opinión, si hay que revisar en algún aspecto la Constitución con carácter de urgencia es en éste, en el de la coordinación a nivel Estado de las competencias transferidas cuando las condiciones de emergencia lo exijan. Es muy posible que cualquier avezado constitucionalista me diga que los estados de alarma, excepción y sitio, contemplados en el Título V de la carta magna, ya prevén las situaciones excepcionales. Pero tengo la sensación de que cualquier puesta en marcha de los mismos requiere unos trámites parlamentarios tan laboriosos que pueden llegar a inmovilizar al ejecutivo, de manera que al final no resulten todo lo efectivos que debieran ser. Las prórrogas de los estados de alarma durante los meses anteriores, aunque conseguidas todas gracias a eso que se ha dado en llamar geometría variable, han resultado partos muy dolorosos. La cerrazón nacionalista por un lado y la deslealtad conservadora por otro han puesto tantos obstáculos de carácter partidista, por no decir sectario, que deberían hacernos a todos meditar sobre un asunto que, aunque complejo, requiere revisión.

Todo menos que la falta de coordinación entre el Estado y las autonomías convierta a España en una jaula de grillos.


21 de julio de 2020

Se veía venir

Antes de empezar a escribir este artículo he revisado algunas de mis entradas en el blog, aquellas en las que reflexionaba sobre la pandemia. En varias de ellas me mostraba bastante pesimista sobre su futuro desarrollo, hasta el punto de que fueron varios los que me comentaron en su momento que me veían demasiado sombrío. Ahora, cuando mis conjeturas de entonces parecen desgraciadamente darme la razón, he decidido volver a la carga con alguno de los temores que expresaba entonces. Lo hago sobre todo porque estoy convencido de que esto va para largo.

Un día hablé de los “coronanegacionistas”, una categoría en la que englobaba a todos aquellos que por activa o por pasiva sostienen que lo que está sucediendo no es para tanto. Pero ahora, con mayor conocimiento sobre el comportamiento de nuestros semejantes –lo de semejantes es un decir-, creo que estoy en condiciones de diseccionar algo más la actitud de los que se comportan frente a la epidemia como si no fuera con ellos.

Voy a recordar en primer lugar que para combatir al virus hay que entender que no basta con protegerse uno mismo, que es preciso además no contaminar a los que te rodean. Algunos, no sé si  por egoísmo o por desconocimiento, actúan como si lo único que les preocupara fuera contraer la enfermedad, importándoles muy poco si pueden o no contagiar al de al lado, actitud que confirma aquello de que la caridad empieza por uno mismo, pero que ignora que cuantos más infectados haya mayor posibilidad tiene uno de contagiarse.

Tampoco puede ovidarse la existencia de asintomáticos y “presintomáticos”, los primeros portadores del contagio, pero que no muestran ni mostrarán nunca los síntomas del covid-19; los segundos también contagiados, pero que aún la enfermedad no se ha manifestado en ellos. Podemos tenerlos a nuestro alrededor vivitos y coleando, pero transmitiéndonos el virus sin que ni ellos ni nosotros lo sepamos.

También hay que tener en cuenta la importancia de la frecuencia de los posibles contactos con el coronavirus, aunque no sea más que por un sencillo cálculo de probabilidades. El otro día, después de estar comiendo con unos amigos, cuando volví a colocarme la mascarilla, uno de ellos me preguntó que por qué me la ponía después de haber estado sin ella durante el rato de la comida. Pues por eso, porque cuantas menos oportunidades le demos al “bicho”, mejor. Si se minimiza el tiempo de riesgo se aumenta la protección. Tan sencillo como eso.

Ahora, cuando los rebrotes están apareciendo por todas partes, conviene más que nunca meditar sobre las medidas de autoprotección, porque está claro que, si bien muchos no las practicaban ni durante el confinamiento, ahora con la nueva normalidad se las toman a chirigota. Nunca le hicieron caso a las prohibiciones y cuando éstas han desaparecido deben de pensar que, si entonces no se contagiaron, ahora ni de broma.

Los rebrotes actuales se están produciendo, entre otros, en dos escenarios recurrentes, el primero, las reuniones multitudinarias, protagonizadas por lo general por gente joven y promovidas por auténticos delincuentes; el segundo, los llamados ambientes familiares, en los que concurren abuelos, hijos y nietos, cuando no algún bisabuelo y algún bisnieto. Del primero poco que decir, porque cualquier cosa que diga ya se habrá dicho antes; el segundo motivado por la igenuidad supina de algunos, que parecen ignorar que consanguinidad no es lo mismo que convivencia. El verano se presta a este tipo de encuentros familiares y son bastantes los que, llevados por la querencia, parece que no están dispuestos a cambiar sus costumbres.

Mucho cuidado, porque tengo la sensación de que esto que ahora estamos llamando rebrotes no es más que el principio de una nueva ola, aquella que algunos vaticinaban para otoño, pero que se está adelantando por culpa de la irresponsabilidad ciudadana. De la irresponsabilidad y de la ignorancia.

No es sólo que esté pesimista, es que cada vez lo estoy más.

17 de julio de 2020

¿Qué les pasa a los nuevos?

Cuando hace unos años saltaron al escenario de la política nacional Ciudadanos y Podemos, el comentario general fue que el bipartidismo había muerto. Los partidos tradicionales, que hasta entonces habían aglutinado los votos conservadores (PP) y progresistas (PSOE), se habían escindido en otros varios y, como consecuencia, a partir de entonces habría que hablar de una nueva política. Aunque lo cierto es que no todos creyeron en aquel momento que el multipartidismo hubiera llegado para quedarse, porque fueron muchos los analistas políticos que opinaron desde el primer momento que tarde o temprano se volvería a la situación anterior. Según éstos, la fragmentación respondía a circunstancias del momento, de manera que, superadas éstas, reaparecerían con más fuerza los dos partidos dominantes de ámbito nacional y se volvería a la alternancia, con una serie de formaciones regionales o nacionalistas que, en función de su fuerza parlamentaria, inclinarían la balanza en uno u otro sentido cuando no hubiera mayoría absoluta.

Yo no voy a entrar hoy aquí en conjeturas sobre qué es mejor, si el bipartidismo o el desdoblamiento multipartidista. No es que no tenga opinión, que la tengo. Lo que sucede es que sobre lo que quiero reflexionar hoy es sobre algo distinto, porque la pregunta que me hago es si hemos llegado ya al punto de retorno a lo anterior o no. Los resultados en las elecciones autonómicas gallegas y vascas de los dos partidos llamados entonces emergentes parecen indicar que algo está sucediendo. Ciudadanos ya obtuvo unos resultados desastrosos en los últimos comicios nacionales y no parece que lo sucedido en los autonómicos de hace unos días hayan dejado en muy buen lugar a Podemos.

Tengo la opinión de que el nacimiento de nuevos partidos suele responder a ambiciones personales, legítimas por supuesto, pero casi siempre carentes de rigor ideológico. Ciudadanos, que nació con la vocación de combatir desde la derecha al nacionalismo catalán porque el PP no levantaba cabeza en aquella región, dio el salto a la política nacional envalentonado por sus resultados electorales. Sólo disponía de un espacio político muy ajustado, el centro, pero los aires caudillistas de su anterior presidente, que intentó desplazar al PP, dieron al traste con sus intenciones. Ya he dicho en alguna ocasión que si su actual dirección intentara volver a la idea de convertirse en un partido bisagra podría tener algún éxito, pero tengo la sensación de que sus líderes no acaban de definir una estrategia que devuelva a este partido la credibilidad perdida.

El caso de Podemos es distinto, pero guarda con el anterior la similitud del personalismo. Una serie de jóvenes universitarios, de ascendencia izquierdista y de modales inconformistas, aprovecharon las convulsiones internas del PSOE para salir de sus cenáculos a la calle, apoyarse en el descontento de una parte de los tradicionales votantes socialistas y fundar un partido que desplazara a Izquierda Unida y, si fuera posible, al partido socialista. Su ideología siempre fue confusa, una mezcla de comunismo, socialismo extremista y populismo progresista.

Sin embargo, una circunstancia puramente aritmética, la insuficiente fuerza parlamentaria del PSOE, dio a Podemos la oportunidad de formar parte del actual gobierno de coalición. La oportunidad y también el riesgo, porque los hechos están demostrando que su obligada adaptación a las circunstancias de la realidad, no sólo está poniendo en evidencia su radicalidad, sino que además su líder se ha convertido, muy a su pesar, en el policía malo de la pareja que forman las dos cabezas visibles de la alianza. Es curioso observar como la imagen de Pedro Sánchez gana en moderación día a día, simplemente por comparación con lo que dice y hace Pablo Iglesias.

No digo que no pueda haber nuevos partidos. Simplemente sostengo que para que tengan éxito deben de haber elegido perfectamente su sitio, porque no basta con declaraciones de intención ni con intentar ocupar el espacio político que ya estaba ocupado. Los electores terminan diciendo que para eso prefieren al genuino.

13 de julio de 2020

Inquietantes y perturbadoras noticias

El día 15 de julio de 2018 publiqué en este blog un artículo, “Reino o república”, en el que explicaba mi posición sobre este asunto, que no ha cambiado ni un ápice desde entonces a pesar de las noticias que nos llegan sobre el comportamiento del rey emérito. Si mis amigos lectores de estas líneas quieren recordar mi opinión, les remito a su lectura, para lo cual he dejado arriba el enlace correspondiente.

En aquel artículo no decía por innecesario que muchos de los que votaron a favor de la Constitución a pesar de que suponía el retorno de la monarquía, lo hicieron convencidos de que el nuevo rey habría aprendido la lección de la Historia y se comportaría con la integridad moral que le exigía desempeñar el cargo de jefe del Estado. Yo fui uno de ellos, ya lo decía en aquel artículo, y por eso también soy de los que se sienten enormemente frustrados ante lo que se va sabiendo. En mi caso, además de frustrado, indignado, porque nunca pude llegar a pensar que Juan Carlos I pudiera estar bajo sospecha de un latrocinio como el que está ahora en boca de todos, más propio de otras latitudes.

Como soy también un defensor de la presunción de inocencia, no voy a entrar ahora en conjeturas jurídicas. Los tribunales de justicia dirán -eso espero- lo que tengan que decir, pero sí voy a dar mi opinión sobre dos asuntos relacionados con la reacción de algunos políticos ante los supuestos regalos millonarios y las cuentas opacas, ya que son completamente independientes de lo que pueda suceder con la justicia.

Empezaré por decir que me parece perfecto que el presidente del gobierno se haya referido al escándalo, como respuesta a una pregunta de los medios de comunicación, con la expresión de noticias inquietantes y perturbadoras. Es cierto que su posición institucional lo obliga a la máxima prudencia, pero no los es menos que no debe disociarse de la realidad hasta el punto de no reconocer que el Estado tiene  un auténtico problema, que entre otras cosas afecta a la estabilidad del país y a su credibilidad frente a la opinión internacional. Pablo Casado lo ha acusado de no proteger al rey, uno más de sus ataques fuera de tono. Habría que preguntarle al líder conservador qué hubiera hecho o dicho él, si disimular mirando hacia otro lado o mentir diciendo que aquí no pasa nada.

La segunda reflexión que me sugiere el escándalo es que los que ahora dicen defender a la monarquía contra los vientos y las mareas de la triste realidad nunca estuvieron, salvo pocas excepciones, a favor de aquella institución. Los herederos del franquismo, que vilipendió a don Juan de Borbón durante cuarenta años y que retrasó todo lo que pudo la reinstauración, se han convertido de repente en una chocante guardia pretoriana. Ellos sabrán lo que hacen con sus estrategias, pero, si no son capaces de permitir que se separe convenientemente lo podrido de lo sano, corren el riesgo de favorecer lo que intentan evitar. La monarquía, que en la España contemporánea nunca gozo del arraigo popular necesario, corre más peligro si se defiende partidistamente que si la sensatez institucional procura proteger la estabilidad poniendo los puntos sobre las íes.

Veremos en qué acaba todo esto. De momento el escándalo está servido, con el consiguiente riesgo de inseguridad institucional, algo que, con tantos frentes abiertos, parece poco conveniente. Pero, dada la vehemencia de los antimonárquicos, unida a la irresponsabilidad partidista de los "nuevos monárquicos", no me extrañaría que se avecinaran tiempos tormentosos. Todo dependerá de la habilidad del gobierno para manejar la difícil situación y -no lo perdamos de vista- de la actitud de la propia casa real.

9 de julio de 2020

¿Qué te han hecho los refranes?


(Dedicado a mi amigo, el viajero impenitente)

Le oí decir hace poco a un buen amigo mío que odiaba los refranes. Mejor dicho, no se lo oí, sino que leí su opinión en uno de sus muchos escritos, todos ellos por cierto muy interesantes. Si su juicio hubiera sido que su utilización como recurso literario resulta en ocasiones oportunista o que algunos de ellos no son más que tópicos disfrazados de originalidad, quizá hubiera estado dispuesto a considerar sus apreciaciones. Pero la palabra odio ha provocado en mi subconsciente un rechazo, porque soy un convencido de que, como decía Gonzalo Torrente Ballester, el refranero constituye el compendio de la sabiduría de un pueblo.

Como la franqueza no es agravio, ni ser sincero resabio, hoy me he levantado pronto para escribir este artículo, aunque sé muy bien que no por mucho madrugar amanece más temprano. Pero como el que algo quiere algo le cuesta, y como además lo cortés no quita lo valiente, voy a intentar defender el honor del vapuleado refranero. Aunque aviso de antemano que no me extenderé demasiado, ya que debo recordar que lo bueno si breve, dos veces bueno, y si malo menos malo.

Sin embargo, como el que tiene boca se equivoca y el que juega con fuego sale quemado, no quisiera ir a por lana y volver trasquilado. Defender el refranero de acusaciones frivolas es una cosa y otra muy distinta  correr el riesgo de sembrar vientos y recoger tempestades, aunque en este caso no deba olvidarme de que perro ladrador poco mordedor. No obstante debería andar con mucho cuidado, no vaya a ser que alguien me diga que los toros se ven mejor desde la barrera. Además, y sobre todo, no quisiera que me recordaran que una cosa es predicar y otra dar trigo.

En realidad no sé por qué la frase de mi amigo ha herido tanto mi sensibilidad, cuando una golondrina no hace verano. Quizá debería haberme acordado de que el agua que no has de beber debes dejarla correr y, también, de que en boca cerrada no entran moscas. Pero, como tengo vocación de abogado de pleitos pobres, lo que me ha venido a la memoria es que el que calla otorga, de manera que en vez de tener en cuenta que el tiempo todo lo cura, menos vejez y locura, he preferido quitarme la espina y aplicar aquello de ande yo caliente y ríase la gente.

Querido amigo, no te metas con el ingenio popular porque ya sabes que es mejor no menear el arroz aunque se pegue. Yo, aunque no me olvido de que no es oro todo lo que reluce, le tengo tanto cariño al refranero español que unas veces lo utilizo porque sus mensajes me vienen como anillo al dedo y otras porque a falta de pan buenas son tortas, aunque nunca sepa de antemano la reacción que su lectura provocará, ya que ojos que no ven corazón que no siente.

Como había prometido brevedad y ha llegado la hora de comer lo dejo aquí, porque sabido es  que con la barriga vacía ninguno muestra alegría. Además me acabo de dar cuenta de que en esto de los refranes, como en casi todas las contingencias de la vida, lo mejor es que cada palo aguante su vela. Y, aunque a lo hecho pecho, dejaré por hoy de ir de la Ceca a la Meca.



5 de julio de 2020

Filias y fobias

Me confesaba hace poco un buen amigo que hubiera continuado votando al PSOE si no fuera porque siente un profundo rechazo hacia Pedro Sánchez. Un argumento que, colocado como premisa de cualquier otra consideración, podría resultar inapelable. Si uno no traga al líder, ¿cómo puede pararse a examinar el programa que su partido defiende?

Lo que sucede es que yo no estoy de acuerdo con que las decisiones de voto, es decir las preferencias políticas, deban estar condicionadas por las percepciones que cada uno tenga sobre las personas que las representan en un momento determinado. Éstos pasan, son sustituidos por otros, mientras que las ideas del partido que lideran, al menos desde el punto de vista de las líneas maestras, permanecen. Lo primero es anecdótico, lo segundo categórico. Renunciar a la defensa de una ideología porque el líder del momento "te caiga mal" tiene poco sentido, sobre todo si como consecuencia de esa antipatía se termina votando a los adversarios, es decir a los que representan la antítesis política de los primeros. Si se dejara el voto en la abstención, es decir en cuarentena momentanea, podría llegar a entenderlo. Pero cambiar de ideario por culpa de la opinión que se tenga de una persona me parece poco riguroso.

Yo creo que cuando se pone a las personas como justificación de la modificación del voto, lo que se hace en realidad es utilizar un pretexto para cambiar de “bando” sin tener que dar a nadie demasiadas explicaciones. En realidad se ha elegido una nueva ideología, se han modificado los parámetros bajo los que antes se tomaban las decisiones de voto, y, como a nadie le resulta demasiado decoroso el transfuguismo, se pretextan desacuerdos con el líder del momento. Todo menos reconocer que se ha cambiado de pensamiento político, que ya no se defiende lo que se defendía antes.

Esto cambios de adscripción política pueden suceder por varias razones. A veces ocurre porque la edad modifica la percepción personal del modelo de sociedad que uno quiere y, como consecuencia,  se empieza a ver el mundo con ojos distintos. Otras, porque el entorno familiar presiona tanto que obliga de manera inconsciente, pero efectiva, a cambiar el compromiso. Por último, y esto puede coincidir con los anteriores supuestos, porque nunca se estuvo convencido de las ideas que se tenían antes, de manera que cambiarlas por otras resulta muy fácil.

En cualquier caso, aceptando que todo el mundo tiene derecho a elegir el partido que le dé la gana, lo que me sorprende es que haya que pretextar antipatías personales. Cuando las ideas están claras, el líder del partido que las defiende podrá gustarte más o menos, pero esa circunstancia no debería influir en tu voto. Hacerlo significa, no sólo dar la espalda al sujeto merecedor de esas antipatías, sino a todo un programa, a toda una ideología. Salvo que, como digo arriba, lo del rechazo personal no sea más que una excusa para cambiar de chaqueta.

Yo he conocido ya a muchos secretarios generales del PSOE, desde Felipe González, que tuvo que gobernar en medio de una democracia todavía débil y amenazada, hasta Pedro Sánchez que ha heredado una situación de desprestigio de las instituciones y de pérdida de calidad democrática como nunca se había dado antes. Y a todos ellos, desde el primero al último, les he “sacado defectos”, porque es imposible que una persona responda en su totalidad a tus gustos políticos. Pero más allá de esos desacuerdos estaban las ideas y los programas, y sobre todo la comparación con los adversarios. Cuando ponía cada una de estas cosas en el platillo correspondiente de la balanza de las decisiones, mis posibles dudas se disipaban.

Cambia de bando cuando quieras, querido amigo, pero no pongas pretextos, porque corres el riesgo de que se te vea el plumero de la mala conciencia que te provoca haber dicho digo y ahora Diego.