31 de diciembre de 2019

Mis paseos por Madrid

He confesado en alguna ocasión que para pasear necesito algún pretexto. Dar vueltas alrededor de un parque o recorrer kilómetros de playa bordeando la orilla no va conmigo, porque me aburro soberanamente. Necesito poner la atención en lo que tengo alrededor intentando descubrir algo nuevo, y ni los árboles ni la arena ni las olas me sirven para ello. Por eso me gustan las ciudades, porque detrás de cada esquina siempre aparece algo nuevo, a veces visto pero no con la suficiente atención. De manera que no tiene nada de particular que después de alguno de mis paseos tire de documentación y complemente lo que he visto con informaciones adicionales que, además de permitirme profundizar en lo contemplado ese día, me animen a volver al mismo lugar en otro momento. Es evidente que eso no me sucedería ni con los castaños de Indias del Retiro ni con las dunas de la playa de Chiclana, por mucho que me gusten los dos lugares.

El otro día, durante un largo paseo por las calles del Madrid de los Austrias, una de las zonas más bonitas y mejor conservadas de la capital de España, animado por la curiosidad que me despertaron los nombres de algunas calles y plazas, ya de vuelta en casa me metí a indagar. Y enseguida topé con las murallas y las cercas históricas de la ciudad, tan poco conocidas por la mayoría. Después de una lectura rápida, me centré en una de ellas, la cerca que se construyó en la época de Felipe IV, concretamente en 1625 y que no fue derribada hasta 1896. Se trataba de un enorme muro de 13 kilómetros de longitud y cinco metros de altura que circunvalaba la capital. Su propósito no era defensivo, sino un instrumento de control fiscal y sanitario. Contaba con un buen número de puertas y portillos, que se cerraban por la noche.  En ellos se cobraba un impuesto por las mercancías que entraban y se controlaba a las personas que no siendo residentes visitaban la ciudad.

Aunque me gustaría, no voy a entrar hoy en detalles, primero porque la información está al alcance de todos y segundo debido a la extensión que me he impuesto en los artículos que escribo en este blog. Pero sí voy a contar que, una vez analizado el recorrido de la cerca, me puse a contemplar cuidadosamente el plano de Madrid, cuyo trazado actual refleja perfectamente como aquella tapia constriñó a la ciudad durante dos siglos y medio, impidiendo su expansión. Los nuevos barrios -de Salamanca, de Chamberí, de Argüelles, etc.- nacieron tras el derribo de la cerca a partir de finales del siglo XIX, ya con un trazado moderno en cuadrícula. Lo que estuvo durante tantos años dentro de la cerca destaca a simple vista por la irregularidad del recorrido de las calles y por la aparente anarquía de su urbanismo.

Diré además que me sorprendió que lo que hoy es el parque del Retiro -entonces Jardines del Buen Retiro- quedara dentro del recinto. De hecho, el muro seguía el actual trazado de la calle de Menéndez Pelayo hasta la de Alcalá,  descendía hacia Serrano y, tras recorrer un buen tramo de ésta, bajaba por la de Jorge Juan hasta el paseo de Recoletos. También me llamó la atención que el muro discurriera por el mismo recorrido de los desaparecidos bulevares, para continuar después por la calle de la Princesa hasta llegar al río Manzanares a través de la plaza de España y de la cuesta de San Vicente, y continuara por Virgen del Puerto. Por último, para rematar el recorrido, seguía por las rondas de Segovia, de Toledo, de Valencia y de Atocha hasta encerrar el Retiro por el sur. 

Otro día contaré algo de las puertas y portillos de la cerca, muchos de ellos desaparecidos, pero todos localizables.  Como dije al principio, si hay que andar ando, pero para ello necesito un pretexto. Si no, me quedo en casa

28 de diciembre de 2019

Dejes, tonos y tonillos

Le oí decir una vez al escritor Manuel Vázquez Montalbán que en Madrid hablábamos como los chinos. Quería decir que silabeábamos con cierta exageración, troceando las palabras con énfasis. Pongamos un ejemplo: "é-cha-te-pa-llá". Es cierto que la risa va por barrios, porque no es lo mismo cómo se remarca la entonación entrecortada en unos o en otros. El casticismo y el consiguiente gracejo están desigualmente repartidos a lo largo y a lo ancho de los distritos de la capital de España. Pero, en mayor o menor medida, a un madrileño –de nacimiento o adopción- se le notan los hablares a distancia.

Si a eso le unimos la chulería verbenera, la distracción está servida. El otro día oí por la calle una deliciosa bravuconería, que apunté inmediatamente en mi cuaderno de notas para traer aquí: “Se me entiende o explicito”. Deliciosa, porque desde un punto de vista lingüístico es impecable, bravucona, ya que la amenaza estaba implícita. Podría haber dicho déjeme usted en paz y no me haga perder más el tiempo, pero seguramente la ocasión requería mayor contundencia expresiva. No añado por innecesario que la frase salió de la boca del castizo sílaba a sílaba, despacio y con parsimonia. Ni hace falta que diga que tuve que contener la carcajada sonora, habida cuenta de que estaba en un lugar público y me hubieran podido tomar por demente senil. Las formas, sobre todo a cierta edad, hay que cuidarlas con esmero. Pero, en cualquier caso, tardé un buen rato en borrar la sonrisa de mi cara.

De la misma manera que me encanta el lenguaje, me resulta interesante la manera, la entonación o el deje con los que nos expresamos. A veces no son los acentos, sino también la forma de construir las conversaciones. En la provincia de Cádiz, otro de mis lugares de adopción, los diálogos se alargan por aquello de que los interlocutores siempre tienen algo que añadir, sobre todo si la gracia y la ironía andan por en medio, lo que allí sucede con harta frecuencia. Si uno dice una frase, el otro la remata con alguna réplica que venga a cuento, en una especie de carrusel de aportaciones ingeniosas. Hasta que alguno de los dos se queda sin nada que decir, en cuyo caso siempre le quedará el “… digo”, para así acabar el último.

España es un buen escenario para comprobar como el habla es el espejo del alma. En Cataluña, que conozco muy bien porque además de haber vivido allí unos cuantos años visito con frecuencia, remarcan las consonantes como si les fuera la vida en ello. Si un castellano parlante pronuncia la palabra pueblo, esa b y esa l juntas sonarán casi como si se tratara de un solo fonema. Pero si un catalán dice “poble”, nadie tendrá duda de cómo se escribe, porque juntará la b a la primera sílaba y la l a la e final. De la pronunciaciones de la doble l (la antigua elle) y de la y ni hablemos, porque los diferencian de tal manera que cuando nos oyen hablar a los no catalanes les extraña que confundamos sus sonidos. En la franja, esa larga zona comprendida entre Aragón y Cataluña, tampoco los confunden, lo que demuestra que las pronunciaciones no entienden de fronteras.

Otra curiosidad lingüística es “la contestación a la gallega”, esa manera de expresarse sin compromiso, para que el interlocutor no sepa si se sube o se baja la escalera. Según me contó una vez un gallego de Lugo, muy culto por otra parte, su origen está en la desconfianza innata de los gallegos, porque viene a ser algo así como “dilo tu primero”. Quizá la rica historia de aquellas tierras les haya creado un sentido de suspicacia que los ponga a la defensiva.

En fin, dispongo de un nuevo entretenimiento. Hasta ahora me gustaba pasear por las calles de las ciudades para ver cosas. A partir de ahora añadiré el oír lo que se habla, porque a veces los viandantes aportan más a la cultura que los monumentos. Eso sí, lo haré con discreción y disimulo.

23 de diciembre de 2019

Zambombas y villancicos

Qué deprisa va esto, mucho más de lo que a mí me gustaría. Otra vez estamos en Navidad y como corresponde a estas fechas otra vez voy a dedicarle a la festividad unas palabras. Guardo un Papá Noel de fieltro, en realidad una larga tira de tela roja con una silueta del entrañable personaje y una fecha en la parte inferior, cuya numeración cambio todos los años por el simple procedimiento de pegar la nueva sobre las anteriores. Tiene casi cincuenta años, me lo regalaron en una cena de empresa cuando iniciaba mis primeras andaduras profesionales y lo conservo desde entonces. Está algo vetusto y apolillado, las letras blancas con la palabra Felicidades descolorida, pero no he dejado de colocarlo en el exterior de la puerta de entrada de mi casa desde 1970. Es una manera de dar la bienvenida a quien nos visite esos días.

Aunque creo que no soy hombre de costumbres repetitivas -eso que algunos llaman de carácter tradicional-, la repetición por mi parte de determinados comportamientos puede que contradiga lo que acabo de decir. Es posible que sin yo saberlo me haya convertido con el paso de los años en un conservador, no de ideas sino de hábitos, que son cosas muy distintas. Lo que sucede es que lo que repito son rutinas que yo establecí hace años y continúo practicando casi sin darme cuenta. No se trata de usos heredados ni de prácticas acrisoladas ni de costumbres ancestrales. Simplemente son actividades que han nacido conmigo y supongo que conmigo morirán. Pero no por ello les quito la importancia que para mí tienen.

Decía todo esto por lo del Papá Noel, ese envejecido fieltro navideño del que adjunto una fotografía. Pero ahí no queda la cosa, porque en Navidad también está lo que algunos llaman cenas y comidas señaladas, que no enumero porque de todos son conocidas. En ellas también repito todos los años el mismo protocolo, por otra parte muy sencillo. Siempre en mi casa –de aquí no me mueve nadie- y siempre con las mismas personas, que no son otras que los míos. Creo que no exagero si digo que desde hace cincuenta años mantengo la misma rutina, salvo algunas excepciones obligadas por las circunstancias. Y cuando digo obligadas, estoy usando el verbo adecuado. Si las circunstancias no me hubieran obligado, no habría cambiado mis costumbres.

En lo de la gastronomía de estas fechas no entro, en primer lugar porque soy muy poco “cocinicas” y en segundo porque mi mujer no me deja, diría yo que gracias a Dios. De manera que lo que haya esos días para comer o para cenar es para mí una incógnita, sólo desvelada cuando pongo la mesa, porque esa sí es una obligación ineludible por mi parte. Para montarla con el rigor protocolario que merecen las ocasiones es preciso que conozca de antemano lo que se va a servir y en qué orden. Si no, las cosas pueden salir manga por hombro y no son fechas para andarse con chapuzas.

Bueno, todo lo anterior, aunque sea absolutamente cierto, no es más que un pequeño y desenfadado prolegómeno para felicitar a mis amigos la Navidad y desearles un buen año 2020. No digo lo de próspero porque es una expresión que está en desuso por culpa de la crisis que no cesa.

22 de diciembre de 2019

Justicia europea

Me considero un europeísta convencido. Lo he dicho aquí en varias ocasiones y lo volveré a decir siempre que venga a cuento. Por eso pienso que, aunque pertenecer a una comunidad de estados suponga ceder algunas parcelas de autonomía en beneficio del conjunto, el balance entre lo que se pierde y lo que se gana es siempre positivo. Si a eso le unimos que cuando se crean supranacionalidades es preciso dotarlas de instituciones comunes, nada tiene de particular que la Unión Europea cuente con un Tribunal de Justicia, de la misma manera que dispone de un Parlamento, de una Comisión, de un Consejo y de un Banco Central. Pero es que además, cuando se está en el empeño de crear una comunidad de naciones como la europea, es necesario unificar criterios en todos los ámbitos, en el económico, en el laboral, en el de las relaciones exteriores, en el de la defensa y, cómo no, en el de la justicia. Si no fuera así, no estaríamos hablando de una comunidad de naciones sino de un simple pacto coyuntural entre estados.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea es un órgano institucional con competencias en el conjunto de la Unión y por tanto en España. Decir, como les he oído expresar a algunos, que con el dictamen sobre la inmunidad de Oriol Junqueras los jueces europeos se han inmiscuido en los asuntos internos de nuestro país es ignorar la realidad institucional de Europa. Los magistrados de este tribunal  son también magistrados españoles, como los jueces españoles lo son comunitarios. Decir lo contrario es faltar a la verdad, o por desconocimiento manifiesto o por mala fe. Existen unos tratados de obligado cumplimiento y es preciso respetarlos, nos guste o no.

Digo nos guste o no, porque es evidente que la resolución del alto tribunal europeo ha dejado muy satisfechos a algunos y muy insatisfechos a otros. Esa diferencia de percepciones es legítima, porque al fin y al cabo estamos ante una cuestión que afecta a la política, en la que cabe toda clase de posiciones. Pero lo que no es admisible es considerar que el Tribunal de Justicia Europeo se haya inmiscuido en nuestros asuntos de manera fraudulentae. Lo ha hecho porque tiene competencia para ello desde el momento en que España pertenece a la Unión Europea.

No voy a entrar hoy en el meollo del caso concreto de Oriol Junqueras, en primer lugar porque sería meterme en un terreno muy resbaladizo y no me gusta patinar, y en segundo porque ni siquiera los que de verdad tienen competencia para hacerlo, los tribunales españoles de justicia, se han pronunciado hasta ahora, más allá de pedir a las partes que se manifiesten. Quizá más adelante cuando la situación se clarifique, me atreva a dar mi opinión, que por supuesto la tengo.

Lo que toca ahora es dejar a la justicia que hable, a la española y a la europea. Es un asunto que pertenece al ámbito jurídico y que por tanto no debe mezclarse con el de la política. Ya sé que alguno pensará que me paso de ingenuo, pero es que creo firmemente en que una cosa es la administración de justicia y otra muy distinta la gestión de la cosa pública. Dejemos a los jueces que hablen entre ellos y animemos a nuestros políticos a que sigan negociando lo que a ellos les corresponda. 

18 de diciembre de 2019

¿De qué nos quejamos?

Dice un viejo proverbio que quien no llora no mama. Quizá por eso, porque desde recién nacidos nos acostumbramos a protestar para conseguir algo, nunca estemos contentos con el mundo que nos rodea. Tendemos a otorgarle a cuanto sucede a nuestro alrededor un suspenso o si acaso un aprobadillo muy justo. También es cierto que otro sabio refrán nos enseña que nunca llueve a gusto de todos, de manera que los lloros no afectan siempre a las mismas personas ni por las mismas causas. En cualquier caso dejemos a un lado el refranero por un momento y vayamos al meollo de lo que hoy pretendo contar.

Yo no voy a decir aquello que decía el otro de España va bien, primero porque me parecería una presuntuosidad triunfalista y segundo porque todo es mejorable. Pero cuando ahora oigo con alguna frecuencia aquello de que a dónde vamos a llegar con esta situación política, no tengo más remedio que pensar que se trata de una pregunta malintencionada, sólo justificable desde la parcialidad partidista. Si está siendo difícil formar gobierno se debe ni más ni menos a que los españoles, con su voto dividido en un sinnúmero de opciones, así lo han decidido. Y no se puede defender la democracia y al mismo tiempo tachar a los electores de equivocados.

Nuestro sistema democrático está funcionando perfectamente, algo de lo que deberíamos alegrarnos por encima de cualquier otra consideración. Lo que sucede es que son muchos los que se niegan a votar a los únicos partidos que tienen posibilidad de gobernar, hoy por hoy el PSOE y el PP, mañana ya veremos quién. De manera que ese legítimo empecinamiento, cuyos efectos se complementan con la circunstancia de que a su vez las alternativas son muchas y muy variadas, produce una fragmentación parlamentaria enrevesada y muy difícil de gestionar.

Si a todo esto le unimos que algunos partidos parecen no estar dispuesto a echarse a un lado para facilitar el gobierno del único que hoy por hoy tiene posibilidades de gobernar, argumentando apocalipsis venideras -que no son más que puras hipótesis imposibles de demostrar a priori-, no es extraño que nos encontremos en una coyuntura de muy difícil salida. Pero no por eso hay que lanzar las campanas al vuelo de la catástrofe ni bailar al son de la ingobernabilidad. Porque, aunque a algunos les moleste, las leyes funcionan, la Constitución no corre peligro y las instituciones, aunque en ocasiones chirríen, no han dejado de estar en ningún momento a la altura de las circunstancias ni hay por qué pensar que vayan a dejar de estarlo.

Entonces, ¿por qué nos quejamos? O, mejor dicho, ¿por qué se quejan algunos? Pues porque los resultados electorales no han salido como les hubiera gustados a ellos, de manera que,  incapaces de alterar el resultado –hasta ahí podíamos llegar- fuerzan la máquina de la confrontación hasta límites que rayan en la falta de patriotismo, palabra que por cierto utilizan con mucha profusión. Esa es la explicación y no otra.

Lloran para seguir mamando, cuando los españoles con sus votos han decidido que ahora les toca a otros.

15 de diciembre de 2019

Luchando con el subjuntivo

Conocí una vez a un alemán, un tipo simpático y jovial que andaría entonces por los cuarenta cuando yo por los treinta y pico. Hicimos buena amistad, a pesar de que pocas cosas nos unieran, porque es cierto que las relaciones laborales, sobre todo las de carácter comercial, lo llevan a uno en ocasiones a establecer vínculos insospechados. Hablaba muy bien el español, a pesar de que llevara viviendo muy poco tiempo en España. Un día le pregunté por su mujer y me contestó taxativamente: luchando con el subjuntivo, por lo demás muy bien.

Cuento esta anécdota porque tengo la impresión de que, a pesar de la riqueza que aporta a nuestro idioma la utilización de los tiempos verbales del subjuntivo, se está deteriorando su uso. Es verdad que en los idiomas vivos  con el tiempo caen en desuso muchas expresiones y no pocas palabras, pero me produce verdadera tristeza observar el mal trato que en concreto se le da a este modo verbal. El subjuntivo es imprescindible cuando se pretende formular afirmaciones hipotéticas, irreales, de incertidumbre o de incredulidad. Es cierto que en ocasiones se puede sustituir por el indicativo, pero a costa de perder la intención que subyace en la mente del hablante. No es lo mismo decir si vienes te lo explicaré que si vinieres te lo explicaría. Es sólo un ejemplo, pero invito a los que lean estas líneas a que analicen la diferencia.

El ejemplo que he puesto está en futuro (vinieres), quizá el tiempo más vilipendiado del subjuntivo. La Academia nunca lo ha desterrado de nuestro idioma, pero algunos lingüistas consideran su utilización un anacronismo. Se basan en que se puede sustituir por otros tiempos, del subjuntivo o del indicativo. Si alguien lo hiciere (si es que llega a hacerlo) se le llamaría la atención no expresa lo mismo que si  alguien lo hace se le llama la atención. En el primer caso hay duda, incertidumbre o incluso incredulidad; en el segundo certeza.

Otro error muy frecuente, del que muy pocos se libran, es confundir el pretérito imperfecto del subjuntivo con el futuro del subjuntivo. Si a esas horas hubiera llegado (no llegó pero podría haberlo hecho) no es lo mismo que si a esas horas hubiere llegado (puede ser que llegue a la hora prevista, pero no es seguro). Con las dos expresiones se transmite incertidumbre, pero al utilizar la primera nos estamos refiriendo a horas anteriores al momento de hablar y al formular la segunda a un tiempo porsterior. 

Metidos en el laberinto del subjuntivo -¡hay que tener ganas!, confesaré que siempre me ha parecido un prodigio de nuestro idioma la sabia combinación del subjuntivo con el condicional. Pondré un ejemplo para que se entienda mejor: si hubiera venido habría tenido que echarlo. La primera parte (subjuntivo) expresa hipótesis. La segunda (condicional) nos dice que sólo si se hubiera cumplido la condición se habría procedido a ejecutar la amenaza. En algunos lugares de España (donde manejan mal el subjuntivo) hubieran dicho: si habría venido le habría cantado las cuarenta.

La verdad es que no sé por qué le doy vueltas a estos vericuetos de nuestro idioma, cuando corro el riesgo de salir trasquilado. Pero es que a veces envidio el riesgo de andar por un cable tenso sin perder el equilibrio.

11 de diciembre de 2019

Santa Greta

No seré yo quien critique la lucha contra la degradación medioambiental. Aunque no me considere un acendrado ecologista, nunca he ignorado ni mucho menos despreciado las recomendaciones de los que, desde hace ya mucho tiempo, nos alertan del grave riesgo que corre el planeta si no se toman medidas adecuadas. Hace años, no lo voy a negar, consideraba que la propia naturaleza sería capaz de contrarrestar los funestos efectos que el progreso incontrolado ejerce a diario sobre el equilibrio ecológico. Pero hoy ya no me cabe la menor duda de que o se toman medidas para evitarlo o la vida del ser humano en muy poco tiempo estará en peligro. Se trata de algo que muy posiblemente yo no veré, pero esta circunstancia no le quita un ápice de carga a mi preocupación.

Otra cosa es que esté de acuerdo en cómo se está llevando a cabo la lucha contra el deterioro. Por un lado, aunque todavía no se conocen las medidas que se adopten en la cumbre de Madrid, mucho me temo que mientras no se sumen a las iniciativas los “grandes” todo se quede en papel mojado. No quiero decir con ello que los implicados en la toma de medidas –entre ellos la Unión Europea- deban desistir en su empeño de reducir la emisión de gases contaminantes a la atmósfera, porque la perseverancia consigue milagros, incluso en las conciencias de los más recalcitrantes. Es más, no sólo no deben desistir, sino que además están obligados a adoptar posturas beligerantes contra los intereses creados, que son muchos. Porque, no lo olvidemos, cualquier cambio que se haga supondrá inversiones millonarias y en consecuencia menores beneficios, algo que choca con los principios capitalistas.

En cuanto a las iniciativas de la sociedad civil, las de esos grupos de ecologistas que vociferan contra los poderes fácticos sin conseguir moverlos ni una micra de sus posiciones cerradas, en mi opinión sus acciones reivindicativas tienen más de folclórico que de seriedad. Debo confesar que la niña de moda, Greta Thumberg –en sueco se pronuncia con acento agudo y no llano como oigo a menudo- me produce extrañas sensaciones, la de una jovencita visionaria, enardecida por su propia obsesión y por la manipulación de los que la rodean, que, cuando debería estar en el colegio como cualquier niña de su edad, se pasea de manifestación en manifestación con unos modales que a mí me causan perplejidad. Se está convirtiendo, o la están convirtiendo, en una especie de santita del siglo XXI, que vocifera contra no se sabe quién ni qué, con más alarde teatral que rigor dialéctico. Mucho me temo que sus intervenciones perjudiquen más que ayuden a la causa que defiende. Aunque no ignoro que los símbolos y los iconos vivientes a veces mueven montañas.

Creo que la situación climática hay que tomársela en serio. Sin embargo,  desconfío de las cruzadas cargadas de frivolidad. Los temas serios deben tratarse con seriedad. Y si no se aborda un plan internacional a medio y largo plazo de reconversión industrial y de cambio de usos y costumbres de la población civil no se avanzará. Dos cosas nada fáciles de conseguir. La primera porque poderoso caballero es don dinero; la segunda porque es más fácil vaciar los océanos que cambiar voluntades colectivas.

Pero o se frena la degradación medioambiental o nuestros nietos y bisnietos lo pasarán muy mal.

8 de diciembre de 2019

Banderita tu eres roja

Las discusiones sobre el uso o el abuso de los símbolos nacionales es una de las muestras más representativas de la estupidez humana. Cada vez que oigo a alguien considerar facha a quien lleva una bandera de España, o cuando por el contrario me entero de que a otro lo han tachado de rojo por no llevarla, se me revuelve la indignación en las entrañas. Qué tendrán que ver los símbolos colectivos con las ideologías. Nada, absolutamente nada, a no ser que se pretenda retorcer espuriamente su significado –el de los signos- por ignorancia o por mala fe, algo que lamentablemente sucede con demasiada frecuencia.

Los colectivos humanos se han dotado desde siempre de un conjunto de alegorías identificativas de su propia identidad, representaciones simbólicas que los distingue de manera fácil de otros grupos. Los Estados, que en definitiva son conjuntos de personas que habitan un mismo territorio y comparten intereses comunes, disponen de determinados símbolos que denotan su realidad, como la bandera o el himno, figuras representativas de lo que evocan. Ni más ni menos.

Ni más, porque sacralizarlos o darles valor independiente de lo que representan no tiene ningún sentido. Ni menos, porque ignorarlos o ningunearlos tampoco. Lo que sucede es que son pocos los que en esto de los símbolos no se pasan de rosca, unos porque les confieren valores casi espirituales y otros porque los consideran representaciones reaccionarias. Los primeros, con su burdo “manoseo”, caen con frecuencia en su ridiculización. Los tirantes o las pulseras o los paraguas con los colores de la bandera nacional siempre me han parecido auténticas faltas de respeto hacia ésta, o mejor dicho hacia lo que representan, a pesar de que quien los luce considere que con su actitud pone de manifiesto un acerbado patriotismo. De la misma manera que me parece incivilizado que no se mantengan ciertas formas de respeto en presencia de la enseña o cuando suena el himno nacional en determinados actos oficiales o en algunas celebraciones públicas, porque al fin y al cabo la falta de cortesía no es hacia el símbolo propiamente dicho, sino hacia el conjunto de ciudadanos que identifica.

Los que se envuelven materialmente en la bandera no son por este hecho más patriotas que los demás, por mucho que se empeñen. Quizá lo sean, pero tendrán que demostrarlo de otra manera. De la misma manera que los que no hacen ostentación de banderas pueden ser unos grandes patriotas. Y si no lo son, será por otras causas.

En esto de los símbolos, como en tantas otras cosas, falta pedagogía. Por las dos partes, por la de los que izan banderas gigantes como prueba de su fervor patriótico y por la de los que no respetan su presencia porque consideran que al guardar las formas participan en un acto de sumisión a no se qué. Qué tendrán que ver los colores del paraguas con la solidaridad entre los que pertenecemos a un Estado, en la que al fin y al cabo reside el patriotismo. Qué tendrá que ver el culo con las témporas, cuando todos sabemos que el uno y las otras se encuentran en lugares muy distintos.

3 de diciembre de 2019

Feministas y trogloditas

El espectáculo que pudo contemplar toda España hace unos días cuando una víctima de la violencia machista se enfrentó a un dirigente de Vox durante un acto en el Ayuntamiento de Madrid, pasará a la Historia con mayúscula como una de las situaciones más vergonzosas en las que pueda verse implicado un político en activo. Los desgarradores lamentos de aquella mujer desde su silla de ruedas, a la que está atada desde hace años como consecuencia de los disparos que recibió cuando defendía a su hermana de los ataques de su marido, pasarán a la historia de la lucha contra la violencia machista como una muestra de la indignación de las maltratadas frente a los que consideran que las protestas de las maltratadas no son más que majaderías inventadas por los progres. Aquellas patéticas escenas no han podido dejar indiferente a ningún bien nacido.

Es difícil entender cuáles puedan ser los mecanismos intelectuales que conduzcan a actitudes abiertamente beligerantes contra las reivindicaciones feministas en general y contra las medidas para combatir la violencia machista en particular. Cuesta creer que estos comportamientos se basen en la vieja creencia de la superioridad del hombre sobre la mujer. En pleno siglo XXI hay que tener una mente muy primitiva para admitir este viejo prejuicio, en otros tiempos tan arraigado en las conciencias que se pueden encontrar citas incluso en los libros sagrados de no pocas religiones, entre ellos en la Biblia. Tampoco me parece posible que a estas alturas haya quien crea que la mejor defensa de la mujer sea la sumisión a los hombres. Es tan absurdo considerar que aquellas no tengan capacidad para decidir su propio destino sin rendir cuentas a nadie, que cuando uno observa a determinados personajes predicar contra el feminismo no tiene más remedio que pensar que algo extraño sucede en sus mentes.

Por tanto, sólo cabe pensar en que la estrategia antifeminista de la ultraderecha se base exclusivamente en cálculos electorales porque sus líderes hayan llegado a la conclusión de que con su actitud ganan votos. Es difícil de aceptar, pero mucho me temo que por esos derroteros vayan sus razonamientos, por el convencimiento de que todavía son muchos -y también muchas- los que consideran que donde mejor está la mujer es a la sombra de los hombres. Eso explicaría que el ínclito dirigente mencionado no apoyara declaraciones conjuntas contra la violencia de género y que le diera la espalda con ostentación bravucona a la indignada víctima que lo increpaba. Puede ser, aunque cueste creerlo, que haya gente que aplauda su “valentía”.

Lo peor de todo es comprobar que en las filas del machismo figuren tantas mujeres. Unas por razones ideológicas –el patriarcado como norma-, otras por ignorancia supina y algunas por miedo, son muchas las que abominan de la lucha por la igualdad de géneros. Parece mentira, pero así sucede. Mujeres modernas, aparentemente liberadas de prejuicios ancestrales y cuyo comportamiento parecería en principio demostrar que en sus mentes no hubiera ni un atisbo de machismo, sin embargo se comportan como tales. Es difícil de entender, pero es una realidad palpable. Aunque parezca un contrasentido, están luchando contra sus propios intereses, pero ellas parecen ignorarlo.

La lucha contra la violencia de género, un frente que apoyaba la práctica totalidad de los partidos españoles sin distinción de ideologías, ha entrado de la mano de Vox en la controversia política. Y el asunto no es baladí, porque allí donde tienen fuerza –la que les otorga los partidos que los apoyan- se corre el peligro de que se baje la guardia, precisamente en un asunto que a estas alturas nadie cuestionaba.

Pero es que hay muchos trogloditas.

29 de noviembre de 2019

Esos malditos chismes

Han pasado ya algunos meses, pero lo recuerdo como si acabara de suceder. Estaba yo en la tarea de descargar el equipaje del coche, cuando decidí hacer una maniobra para rectifica ligeramente la posición del vehículo, ajeno por completo a que ya había depositado algunos bultos en el suelo. De repente, cuando empecé a moverme, noté que algo bajo las ruedas frenaba el avance. Bajé a comprobar de qué se trataba y me encontré con que había atropellado mi ordenador portátil. Unos minutos más tarde, todavía conmocionado por la torpeza cometida, conecté el PC para verificar el alcance del destrozo y observé con estupor que la pantalla estaba completamente inservible.

No sé qué sentirán los que al despertar tras una operación quirúrgica comprueban que los cirujanos le han extirpado una pierna, pero no creo que la impresión sea muy distinta de la que yo recibí en aquel momento. Acababa de perder información de todo tipo, borradores de mis escritos, controles de cuentas, correo histórico y pendiente y tantas otras cosas que para mí, y supongo que para todo el mundo, son imprescindibles para el día a día. Era como si me hubiera quedado sin capacidad intelectual, completamente desamparado frente a la hostilidad del mundo.

Afortunadamente, gracias a los buenos oficios y a los conocimientos de una empresa especializada en deshacer desaguisados informáticos, los técnicos consigueron recuperar el portátil y la información que contenía, trabajos que duraron aproximadamente un par de semanas, a lo largo de las cuales me mantuve alerta y desazonado, renegando de mi suerte por las esquinas, porque además de temer que nunca volvería a ser el mismo, los informáticos que reparaban el destrozo me señalaban con el dedo por no haber sido previsor y no haber tomado las medidas pertinentes para salvar la información sensible. Encima de mi mala suerte, reproches inmerecidos. O merecidos, vaya usted a saber.

Lo cierto es que hay que pasar por una de estas situaciones para darse uno cuenta de hasta qué punto dependemos de la informática. Esto no ha hecho más que empezar -en realidad estamos viviendo una etapa de transición-, pero parece evidente que dentro de muy poco todo, absolutamente todo, estará informatizado, desde el manejo de los aparatos domésticos, pasando por los diagnósticos médicos, hasta la enseñanza escolar y universitaria o el movimiento del dinero. Nadie podrá prescindir de esos malditos chismes, como los llaman algunos reacios a los avances, porque sin ellos la vida será imposible.

Hemos ido entrando en una nueva cultura, en esta manera de vivir sin apenas darnos cuenta. Renegamos mucho, nos vemos obligado a abandonar viejas costumbres y terminamos por aceptar los nuevos procedimientos. Porque lo inteligente es admitir sin prejuicios que se trata de una revolución irreversible, por muchas vueltas que algunos quieran darle.

En definitiva estamos en uno más de los escalones del progreso humano. Lo que sucede es que la velocidad con la que se están produciendo los cambios es tal, que la celeridad confiere a esta etapa unas características tan especiales que parece distinguirla de cualquier cambio anterior. Y esto no ha hecho más que empezar. Mi generación ha tenido el privilegio, o la mala suerte, de constituir la frontera entre dos mundos, el anterior a la telemática y el posterior. Y la de nuestros hijos, aunque no tanto, también anda algo despistada, porque no ha podido beneficiarse en este asunto de la experiencia de la de sus padres.

Muy distinto es lo que les está suciendo a nuestros nietos, que parecen haber nacido con un dispositivo electrónico en las manos. En cuanto a nuestros bisnietos, nunca entenderán, por mucho esfuerzo que hagan, cómo sus bisabuelos pudieron vivir rodeados de tanta precariedad tecnológica.

25 de noviembre de 2019

La cuarta edad

Cuando uno empieza a investigar sobre el origen de determinadas expresiones -lo que yo hago de vez en vez llevado por la curiosidad- llega a conclusiones verdaderamente sorprendentes. Por ejemplo, que la locución tercera edad, con la que solemos referirnos a lo que antes denominábamos vejez, senectud o ancianidad, no apareció hasta mediados del siglo XX, como un eufemismo que suavizara los sustantivos que sin paliativos se aplicaban para denominar a los longevos. El lenguaje es rico, pero sobre todo caritativo, porque no cabe la menor duda de que la mayoría de los viejos prefieren que se los incluya en la difusa tercera edad ante de que se les llame vejestorios. Les gusta que se utilice un eufemismo, que, como la Academia enseña, suaviza y da decoro a otras expresiones más duras y malsonantes.

Se me ocurre que dentro de muy poco tendremos que empezar a referirnos a la cuarta edad, un escalafón superior a la tercera. Tenía yo un amigo –catalán por más señas- que me dijo un día que él ya estaba por completo amortizado, porque había sobrepasado la edad que las estadísticas señalan como esperanza de vida de los hombres en España, situada en el entorno de los 80. Lo decía con su habitual sorna y con la sonrisa en la boca, pero no por eso sin rigor, no sé si matemático, pero al menos filosófico.

¿Desde cuándo debería empezar a contarse esta cuarta edad? Si tenemos en cuenta que la tercera tiene un inicio muy inconcreto –algunos la consideran como tal a partir de la fecha de jubilación-, es preciso situar el de la cuarta más adelante. Quizá debería iniciarse a partir de la esperanza de vida, cuando, como decía mi amigo, uno ya está amortizado. Esto tendría varias ventajas, en primer lugar que le quitaría hierro a la tercera –los incluidos en ésta se considerarían todavía jóvenes- y en segundo que alcanzar la cuarta significaría que, al estar uno amortizado, a partir de ese momento ya no hay de qué preocuparse. Los afectados dirían, esto que estoy viviendo es un regalo de la naturaleza.

Otro eufemismo aplicado a los viejos es el de edad avanzada. Tampoco se sabe cuándo empieza, porque precisamente este tipo de expresiones pretende eludir la triste realidad y dejar las ideas en pura abstracción. Quizá sea un poco más agresiva que la de tercera edad, porque no cabe duda de que el adjetivo avanzada contiene bastante carga intencional, sobre todo cuando califica a la edad. Pero es bonito, suena bien y dispone de gran aceptación entre los hablantes, aunque mucho me temo que no tanta entre los afectados.


La verdad es que no sé por qué se me ocurre indagar sobre estos aspectos gramaticales, cuando no me afectan. Porque yo todavía estoy en la tercera, aunque ya, todo hay que decirlo, esté viendo la cuarta muy cercana. Ahora bien, a la avanzada me niego a llegar.

21 de noviembre de 2019

Matrimonio de conveniencia

Decía el otro día que a mí el reciente acuerdo firmado entre el PSOE y Unidas Podemos para formar un gobierno de coalición no me ha dejado indiferente. O mejor dicho me ha producido inquietud y una pizca de regusto de incertidumbre. Porque, a pesar de que abre la posibilidad de que durante un tiempo gobiernen fuerzas progresistas que den a la política española dignidad social, no acaban de encajarme las piezas del complicado puzle. Tantos dimes y diretes, tantos sí es sí y no es no y tantas desconfianzas previas me hacen temer que las buenas intenciones puedan hacer agua en cuanto el barco zarpe. Pero, como socialdemócrata que me considero, me veo en la obligación de hacer de la necesidad virtud y de dar un voto de confianza a los firmantes, aunque tenga que hacerlo cruzando los dedos.

Intentaré explicar de dónde vienen mis temores, que nada tienen que ver con la aguda urticaria que padecen las derechas españolas desde la pérdida de poder que han experimentado en los últimos meses, concretamente desde que la condena por parte de los tribunales de justicia al Partido Popular los puso ante un voto de censura, por cierto apoyado por la totalidad del parlamento a excepción de ellos mismos y de Ciudadanos. Es curioso, pero nunca hasta ahora había recibido tantos WhatsApps denigrando a Pedro Sánchez y mira que estoy acostumbrado a las impertinencias. Tampoco mis temores guardan relación con la más o menos disimulada consternación que expresan algunos líderes hisóricos del PSOE, cuya actitud me deja sorprendido por la falta de cintura política que demuestran. Mi preocupación tiene origen en las serias discrepancias que las dos formaciones de izquierda mantienen sobre asuntos trascendentales de la vida política española. Ni comparten la misma visión sobre el independentismo catalán ni el alcance ni los ritmos de sus respectivas propuestas para  reformar las estructuras socioeconómicas de España son iguales. Algunos puntos en común, es verdad, pero muchas diferencias sustanciales. No en vano Podemos proclama que nació para enmendar la plana al PSOE.

Lo que sucede es que soy consciente de que el partido socialista en solitario no tiene hoy fuerza suficiente, aunque sea el único con capacidad para formar gobierno. De manera que no le cabe otra alternativa que agrandar en lo posible su base, aunque sea a costa de introducir en la política un determinado elemento de inestabilidad. La izquierda está fraccionada –como lo está la derecha- y esta circunstancia le quita oportunidades al PSOE para gobernar en solitario. Es cierto que tampoco la suma de los dos partidos de izquierda alcanza un nivel que le permita gobernar sin contar con otros apoyos, pero no se puede negar que los 155 escaños conjuntos constituyen un buen punto de partida.

Aunque de momento sólo hay declaraciones de intenciones, yo prefiero pensar en que Podemos entre de la mano del PSOE en la senda de lo políticamente posible y abandone las prisas utópicas. La frase de Pablo Iglesias relativa a la experiencia de los socialistas y a la valentía de los suyos, aunque ambigua, difusa y con un toque de ingénuo autobombo, podría indicar que estos últimos van a permitir a los primeros gestionar los asuntos públicos con la debida moderación, aunque ellos actúen de constante acicate. Si fuera así, quizá la cosa funcionara. Pero lo malo es que los acicates en ocasiones se convierten en látigos. Si esto ocurriera, apaga y vámonos como dicen los castizos. Sería el principio del fin.

Porque lo que peor le puede suceder al partido socialista -la izquierda que cuenta con el mayor apoyo en nuestro país- es fracasar en sus políticas por culpa de que sus aliados le hagan perder la moderación y lo obliguen a unas reformas contraproducentes para los intereses generales. Estamos en Europa inmersos en una economía de mercado que no admite intromisiones heterodoxas. Ese es un principio ineludible e ignorarlo supondría un error político de gran envergadura. El anuncio anticipado de otorgar una vicepresidencia a Nadia Calviño parece una forma de exteriorizar que no se está dispuesto a abandonar la senda de la disciplina económica. Pero la pregunta que me hago es: ¿aceptará Podemos estas reglas del juego?

Me tranquiliza algo que en el tratamiento del “problema catalán” –el que crean algunos catalanes- se esté dispuesto a dialogar con los partidos independentistas dentro y sólo dentro de la Constitución. Hasta ahora las posiciones de Podemos estaban muy lejos de las del PSOE, como la de aceptar como principio irrenunciable la autodeterminación de cualquier territorio de España, desde mi punto de vista un disparate mayúsculo.

Lo dicho, estoy inquieto. Pero al mismo tiempo abrigo la esperanza de que impere la cordura.

17 de noviembre de 2019

Los cuatrocientos golpes

Con este enigmático título  no me refiero a la magnífica película que dirigió Francois Truffaut en 1959 -Les quatre cents coups-, sino a algo tan simple como que las líneas que vienen a continuación constituyen el cuadrigentésimo artículo de los publicados en el Huerto abandonado. Se trata por tanto de una cifra que, aunque nada tenga que ver con la inolvidable cinematografía sin dogmas de la nouvelle vague, para mí representa algo importante, permítaseme la inmodestia. El día 13 de julio de 2018 publiqué una entrada con el título de Trescientos artículos y en su desarrollo daba a entender que, aunque me propusiera llegar a los cuatrocientos, en mi fuero interno abrigaba la sospecha de que en cualquier momento abandonaría el empeño. No ha sido así y por tanto estoy contento.

Una vez más me pregunto por qué sigo escribiendo y una vez más me contesto que porque la escritura me reconforta el ánimo. El día que lo deje, o porque las ideas se hayan agotado o porque me caiga del guindo de las ilusiones, estoy seguro de que notaré un gran vacío, ya que, aunque no sea demasiado el tiempo que cada día dedico a la escritura, ese momento de introspección creativa me estimula más que muchas otras cosas en la vida. Parecerá una exageración, pero así es. Un amigo mío ante lo inexplicable de algunos de los comportamientos humanos que observaba a su alrededor solía decía: “ca” uno es “ca” uno. Pues eso.

Mi propósito ahora, no haría falta que lo dijera, es llegar a los quinientos. Como sospecho que el ritmo cada vez vaya siendo más lento, calculo que para alcanzar esa meta tardaré más de dos años, lo que significa que habré alcanzado una edad en la que quizá cambie las uves por las bes y se me olviden las haches. O lo que todavía podría ser peor, que empiece hablando de las Órdenes Religiosas durante la reconquista de la Península Ibérica y termine con que la estabulación del ganado vacuno supuso en su día una auténtica revolución agropecuaria. Porque las neuronas, no lo olvidemos, se van agotando a una velocidad irrefrenable y todavía no se han inventado los trasplantes cerebrales.

Prefiero pensar en que ese momento todavía no ha llegado. Es más, me gusta imaginar que la escritura me ayuda a retrasar el deterioro mental, esa espada de Damocles que pende sobre los seres humanos a partir de cierta edad, la peor quizá de las desgracias que le pueden sobrevenir a los mortales. Escribo, luego pienso; pienso luego vivo. Quizá sea una manera de entretener los temores, de mantener a un lado las inquietudes; pero en cualquier caso es una forma efectiva de continuar en la brecha intelectual o al menos en la única que a mí se me ocurre.

Hoy voy a ser muy breve, porque si continúo escribiendo terminaré o pecando de narcisista o lloriqueando por los rincones. Lo dicho: voy a por los quinientos. Otra cosa será que lo consiga.

14 de noviembre de 2019

Ver para creer

Había yo terminado de escribir un artículo para el blog ayer, cuando mi torpeza “digital” –y también neuronal- me llevó a borrarlo entero de un plumazo, sin que en ningún caso fuera esa mi intención. Es curioso, porque empezaba mi reflexión confesando que llevaba un tiempo sin muchas ganas de meterme en temas políticos por aquello de la aspereza cansina, pero que, dada la repentina noticia del pacto PSOE-UP, iba a permitirme una excepción a la regla. Sin embargo los hados ocultos en el teclado de mi ordenador no me lo han permitido, de manera que voy a respetar de momento su decisión, porque reconstruir las ideas que figuraban en aquel folio perdido no creo que me vaya a costar demasiado tiempo. Es más, quizá este retraso no intencionado tenga la virtud de ponerle mayor rigor a mi juicio, aunque no sea más que por aquello de que dispondré de mayor información.

Pero la torpeza de mis dedos no impide que dé mi opinión sobre otros aspectos de lo sucedido en las pasadas elecciones, concretamente sobre el salto cuantitativo que ha dado la ultraderecha española. Yo creo que, a pesar de los inútiles lamentos de unos y de los preocupantes silencios de otros, el resultado de Vox no está siendo debidamente calibrado. Hace unas semanas, en este mismo blog, opiné que el franquismo sociológico había encontrado cobijo, después de tantos años de desamparo, en un partido de corte fascista. Ahora añado que no sólo lo han votado los nostálgicos de otros tiempos ya pasados, también electores de ciertas clases humildes que han creído a pies juntillas que los de Abascal van a resolver el problema de inseguridad que perciben en sus barrios periféricos y que, sin que las estadísticas les den la razón, achacan a los inmigrantes. Lo digo, porque he recibido el testimonio directo de algunas personas de origen humilde, censadas en el llamado Cinturón Rojo de Madrid, que confiesan haber pasado de votar al PSOE a votar a Vox.

El populismo, esa forma de pintar la política con brocha gorda en vez de con pincel fino, no repara en mentir. Lo fácil para ellos es tomar la anécdota como categoría y convertir la realidad en esperpento. Como sucedió en los pasado debates con las mentiras de bulto que lanzaron los líderes ultraderechistas sobre aspectos cuantificables, que por cierto ninguno de sus contrincantes supo o quiso desmentir, enzarzados como estaban en los aspectos que parecían importarles más. Miente que algo queda, dice el proverbio, y a correr.

Una de las realidades que subyace tras los resultados de las elecciones del 10N es que la derecha  española se ha fragmentado en dos tendencias que antes estaban bajo un mismo paraguas. Además de que el señor Rivera se haya llevado el mayor batacazo electoral que yo recuerde –lo de la UCD también fue fino pero respondía a otras causas- la extensa ola conservadora que Fraga y Aznar consiguieron encauzar dentro de una misma disciplina ideológica ha explotado. Si uno lo piensa, parece normal que así haya sucedido, porque siempre me he preguntado que podía unir a Esperanza Aguirre con Ana Pastor o a Mariano Rajoy con Pablo Casado, sólo por poner unos ejemplos. Esta nueva situación, reconozcámoslo, no favorece en nada a los conservadores españoles en sus pretensiones de llegar a volver a ser una alternativa de poder.

Hoy me quedo aquí. El destino, en forma de torpeza operativa, no me ha permitido dar de momento mi opinión sobre el pacto alcanzado entre PSOE y UP. Pero todo se andará, porque a nadie le ha dejado indeferente. A mí tampoco.

8 de noviembre de 2019

Librepensadores

La Academia define la palabra librepensamiento como la doctrina que reclama para la razón individual independencia absoluta de todo criterio sobrenatural. Por eso, como tal independencia implica que los librepensadores hagan caso omiso de las llamadas verdades teológicas, este comportamiento intelectual siempre ha gozado del rechazo de las religiones oficiales, cuyos credos sobrepasan a la razón cuando, mediante explicaciones metafísicas, tratan de interpretar lo que está más allá del conocimiento científico.

Un amigo mío define esta admisión de lo indemostrable como “un salto en el vacío” basado en la intuición. Lo diré desde el principio, para que no haya lugar a interpretaciones erróneas, a mí este comportamiento intelectual de aceptar lo indemostrable, que al fin y al cabo es el fundamento de las religiones, me parecen respetable. El ser humano goza de libertad para elegir en su fuero interno lo que le venga en gana; y si dejarse llevar por la intuición le reconforta, por qué no hacerlo. Ahora bien, también me parece absolutamente respetable basar el pensamiento exclusivamente en la razón y no saltarse los límites del conocimiento.

El ser humano ha buscado desde sus orígenes explicación a todo lo que sucede a su alrededor y son muchos los fenómenos para los que no encuentra respuesta. Es más, a muchas de estas incógnitas nunca se las encontrará, porque el universo goza en no pocos aspectos de una complejidad cuya interpretación no está al alcance de la inteligencia humana, que, aunque extraordinaria, reconozcamos que es muy limitada.

Ante esta perplejidad existencial caben dos opciones. La primera consiste en imaginar las razones que expliquen lo desconocido y sus causas; la segunda en atenerse a la razón y no ir en las conclusiones más allá de lo que dicte el conocimiento. Pues bien, los seguidores de la primera opción son los que se denominan creyentes de cualquiera de la infinidad de creencias que se dan sobre la tierra; los de la segunda se conocen por librepensadores, cuya línea de pensamiento no incluye lo indemostrable. Yo, desde hace muchos años, tantos que ya ni me acuerdo, me incluyo entre los que cuando no encuentran explicación a un fenómeno intentan no inventársela.

¿Se les debe pedir a los creyentes que abandonen sus creencias? Yo diría que no. Al fin y al cabo las han elegido ellos, se sienten felices en ese mundo imaginado y no veo ninguna razón para exigirles que las abandonen. Pero de la misma manera, considero que el librepensamiento merece absoluto respeto. Son dos cosmovisiones distintas que no deberían enfrentarse. La primera se basa en dar explicación a lo inexplicable. La segunda en no ir más allá de lo que dicte la razón.

Lo malo empieza cuando alrededor de las creencias aparece el mundo de los intereses creados, que no es más que la institucionalización del pensamiento religioso, sea éste el que sea. Entonces ya no hablamos de creyente sino de instituciones. Y ahí sí que aparecen las fricciones, no sólo entre creyentes y librepensadores, sino sobre todo entre creyentes de un signo y creyentes de otro. El mundo ha estado y sigue estando atormentado por guerras religiosas, que no son otra cosa que la defensa de los intereses creados llevada a la máxima expresión de la intolerancia y el fanatismo. Pero esto, como dice el proverbio popular, es harina de otro costal.

2 de noviembre de 2019

Los cambios de hora

Conocí hace años un personaje, de los de boina calada hasta las cejas, callos en las manos, profundos surcos en las mejillas y mirada algo estrábica, que cuando me preguntaba la hora, sin darme tiempo a que le contestara, añadía: serán las doce, ¿verdad, señor Luis? No usaba reloj, ni falta que le hacía, porque sabía lo que marcaban sus agujas con tan sólo echarle un vistazo al firmamento y observar la posición del sol. No recuerdo si en aquella época regía la alternancia de los horarios de invierno y de verano, pero estoy convencido de que ni estas modificaciones hubieran borrado de su mente la capacidad innata para deducir la hora.

La verdad es que nunca he entendido las causas que originaron la implantación del cambio horario. Las explicaciones que se dan sobre el ahorro de energía no me convencen, porque tengo la impresión de que lo que no va en lágrimas va en suspiros. Es cierto que no dispongo de datos estadísticos que avalen mi escepticismo, pero si ni los entendidos en la materia se ponen de acuerdo por algo será. Lo que me hace suponer que la Unión Europea acabará en algún momento con la fluctuación horaria.

En todo caso, siempre me han parecido auténticas pamplinas las quejas que se oyen a menudo sobre la nefasta influencia que tales cambios ejercen sobre la salud de los humanos en general, sobre el sueño de los insomnes en particular y sobre el equilibrio psíquico de los niños en concreto. Creo que se trata de una más de las absurdas protestas de los que buscan pretextos para discrepar de lo que sea, con tal de que se les oiga. Llevamos mucho tiempo con estos cambios de hora y nunca he observado a mi alrededor nada que indique este tipo de alteraciones. Una vez al año disponemos de una hora más para dormir y otra de una hora menos. Y aquí paz y después gloria.

El único inconveniente que le encuentro a la obligación de cambiar cada seis meses de horario es que ese día me veo obligado a atrasar o adelantar todos los relojes de mi casa, lo que no deja de ser un auténtico embrollo. Sobre todo los digitales, cuyas instrucciones de manejo, que siempre se me han atragantado, por si fuera poco se me olvidan enseguida. Pero superado el trance, como si nada hubiera sucedido.

A propósito de los horarios cambiantes, tenía un amigo que sostenía que el tiempo no existía, que no era más que una magnitud inventada por los científicos para explicar los fenómenos físicos. Según esta teoría, todo sucede en el mismo instante. No es el tiempo el que transcurre, sino que los acontecimientos van sucediéndose uno tras otro, como si cada secuencia borrara de nuestra vista la anterior. Pero todo, absolutamente todo, decía, sucede en el mismo momento. Adán se está comiendo ahora mismo la manzana prohibida, lo que sucede es que no lo vemos.

Quién sabe. Igual mi amigo tenía razón. Pero entonces, para qué cambiar los relojes de hora cada seis meses. Es más, sobrarían los medidores del tiempo. Simplemente tendríamos que mirar a nuestro alrededor para saber la hora, que por cierto no serviría de nada porque nos daría la medida de algo inexistente. Lo que significaría la ruina de la industria relojera suiza y la frustración de los presumidos que adornan sus muñecas con Rolex, Omegas o Vacheron Constantin.

Aunque mi educación básica sea de ciencias, la verdad es que me cuesta entender este principio de atemporalidad, quizá porque, como les pasa a los “inventores” del tiempo, necesite aceptar su existencia para entender el mundo físico. Aunque admitirla me obligue a cambiar los relojes analógicos y digitales de mi casa cada cierto tiempo.

29 de octubre de 2019

Protocolos

Hablaba yo el otro día con unos amigos de los convencionalismos que el ser humano ha ido adoptando a lo largo de los siglos para relacionarse con sus congéneres. Nuestras vidas, aunque el hecho nos pase desapercibido, están repletas de fórmulas de cortesía que aplicamos constantemente sin ninguna intención concreta, simplemente porque forman parte de la educación que nos ha dado la cultura a la que pertenecemos. Desde el buenos días, pasando por el estrechón de manos y hasta el ceder el paso por razón de sexo o de edad no son más que figuras representativas de eso que llamamos protocolo, que como enseña la Academia es el conjunto de reglas de cortesía que se siguen en las relaciones sociales y que han sido establecidas por costumbre.

Pues bien, yo me declaro protocolario o, mejor dicho, “protocolista”, aunque por incorrecto tenga que entrecomillar el palabro. Me gustan los protocolos. No sólo no me estorban, sino que me transfieren cierta sensación de orden y concierto. Considero que los comportamientos refinados, las manifestaciones de atención hacia los demás son producto del avance cultural, un signo de que el ser humano ha ido dejando en sus relaciones el trato puramente funcional y de conveniencia, hasta alcanzar un nivel de comunicación interpersonal que pone de manifiesto su consideración hacia los que lo rodean.

Incluso me gustan las manifestaciones protocolarias en el ámbito de las instituciones, siempre que no encubran un principio de sumisión. Es cierto que en ocasiones, al amparo de los protocolos, se percibe una especie de servilismo que nada tiene que ver con la consideración y el respeto humano. Pero hecha esta salvedad, considero que cumplir con los protocolos institucionales es síntoma de una buena estructuración social. Por el contrario, incumplirlos supone una forma como otra cualquiera de contestación, de insumisión y de individualismo egoísta. Cuando se vive en sociedad, y todos vivimos en sociedad, se debe cumplir con los convencionalismos sociales.

No corren buenos tiempos para los protocolos, porque la idea de que son unos corsés innecesarios está muy extendida. Incluso hay quienes propalan la idea de que cumplirlos supone una especie de atentado contra los derechos sociales; y también quienes defienden que el individuo para ser completamente libre tiene que abolir cualquier trato de excepción en sus relaciones con las instituciones y con quienes las representan. Son los antisistema, aquellos que confunden el orden institucional con la falta de libertades, ignorando el principio tan conocido de que las libertades de uno acaban donde empiezan las de los otros.

Los protocolos aportan calidad y calidez al comportamiento humano. No empezar a comer hasta que todos los comensales estén dispuestos en la mesa da a entender que se está pendiente de los demás. Y entonar un himno al comienzo de determinados actos público recuerda a todos que lo que ese símbolo representa los une por encima de cualquier otra consideración. Son convencionalismos, sí, pero muy útiles cuando se vive en sociedad.

Otro día hablaré de las liturgias, laicas o religiosas, porque no sólo se dan en el ámbito de las religiones. Pero ya digo, eso será en otra ocasión. Es un tema al que se le puede sacar mucho jugo.

24 de octubre de 2019

Travesías fluviales

Hace poco regresé de uno de esos viajes organizados que los turoperadores denominan Cruceros Fluviales, un nombre inadecuado desde mi punto de vista cuando hace referencia a la navegación por río, extraído del que se usa para referirse a los marítimos. El nombre de crucero procede del hecho de que los grandes transatlánticos cruzan los mares. Pero los pequeños barcos fluviales no cruzan absolutamente nada, sino que navegan placenteramente a lo largo de ríos y canales. Yo prefiero, y lo digo de antemano, hablar de excursiones o travesías fluviales.

Con esta puntualización me quedo más tranquilo, no sólo por rigurosidad semántica, sino además porque una travesía fluvial nada tiene que ver con un crucero marítimo. Estos últimos adolecen de cierta masificación (los pasajeros se cuentan por miles), de cierta grandiosidad algo remilgada –por no decir cursi- y de un incómodo hacinamiento en las excursiones. Por el contrario, las travesías fluviales se caracterizan por realizrse en barcos con capacidad reducida (poco más de un centenar de huéspedes), por carecer de innecesaria ornamentación y por girar en torno a visitas cercanas y en grupos nunca numerosos.

Por ejemplo, en un crucero marítimo se desembarca de madrugada en algún puerto del mar Tirreno, para a continuación subir a un autocar, hacer ochenta kilómetros por carretera y visitar Roma durante cinco o seis horas a uña de caballo. En una excursión fluvial se llega a Amberes, se atraca en el centro de la ciudad y desde allí se recorren sus calles a pie. Y si, como me ha ocurrido a mí en la última excursión por el delta del Rin, el barco atraca a las nueve de la mañana y no zarpa hasta las siete de la tarde, se dispone de tiempo para disfrutar de la ciudad, para recorrer sus calles con cierta tranquilidad y para tomar una cerveza en alguna de sus numerosas terrazas al aire libre.

En Ámsterdam, otro ejemplo que tengo muy cercano, el puerto de atraque está situado junto a la estación de ferrocarril, a diez minutos andando de la plaza del Dam, centro neurálgico de la ciudad. Dos noches y dos días de escala fluvial en la capital oficial de Holanda otorgan la posibilidad de recorrer sus calles, visitar alguno de sus museos y saborear la vida nocturna de los “amsterdameses”. Y todo a pocos minutos del barco, que al fin y al cabo es tu hotel durante esos días.

Pero quizá la diferencia más significativa entre un crucero marítimo y una excursión fluvial sea el número de pasajeros que viajan a bordo. Sabido es que en los primeros se navega en una auténtica ciudad flotante, en las que hay que hacer cola hasta para entrar en los restaurantes. En las travesías fluviales se viaja en barcos de pequeño porte, por consiguiente con poco pasaje. Todo está cercano y accesible, desde los responsables de los servicios del barco, hasta los guías asignados, que viajan junto a ti como si se tratara de unos turistas más.

Hasta ahora no he entrado en uno los factores que más influyen en el ánimo de los viajeros, sean estos “de tierra, mar o aire”, la ineludible edad.  A la mía se agradece el formato fluvial, muy cómodo y sin grandes sorpresas que puedan resultar incómodas. Por eso, porque la edad condiciona todo –salvo que uno quiera darle la espalda a la realidad- cada día me resultan más gratificantes las excursiones a lo largo de ríos y canales, porque sin grandes madrugones, sin prisas alocadas y sin caminatas excesivas puedo ver mucho sin demasiados esfuerzos.

Sin embargo, y como colofón de esta improvisada perorata, que cada uno viaje como le dé la gana, en grandes buques marítimos, en pequeños paquebotes fluviales o en globo. Pero eso sí, que no deje de viajar, porque hacerlo sólo tiene ventajas.

19 de octubre de 2019

Violencia salvaje

Uno de los inconvenientes de escribir en folio y pico –medida imprecisa pero que todos entendemos muy bien- es que no es posible matizar ni entrar en detalles. Por eso, cuando como en este caso pretendo acercarme a temas de mucha complejidad, me preocupa que no se me entienda, no por carencia de entendederas del lector sino por mi falta de habilidad. Pero si este blog nació con la idea de que sirviera para “echar mis versos del alma” –como decía el poeta cubano-, no debería amilanarme ante la dificultad. Lo he dicho muchas veces: es mi visión y con exponerla no pretendo convencer a nadie.

La intensidad del independentismo catalán ha alcanzado unas cotas inimaginables hace unos años. Que los que no deseamos la independencia de Cataluña entremos ahora en quiénes han sido los culpables y cuáles las causas de esta deriva no tiene ningún sentido. Lo que corresponde en este momento es enfrentarse a la evidente realidad de que una inmensa mayoría o minoría –pero en cualquier caso inmensa- de catalanes han interiorizado la idea de separarse de España. Y, a partir de ahí, tratar de evitarlo de la manera más inteligente posible. A mí, las tres premisas de firmeza del Estado, unidad de acción y proporcionalidad en la respuesta no me me parecen un mal resumen de cómo hay que abordar el problema. Pero no ignoro que son muchos de uno y otro lado los que opinan que son milongas. No hay más que oír a ciertos líderes políticos para darse uno cuenta de hasta que punto domina la visceralidad suicida.

La justicia ha dicho lo que tenía que decir y las fuerzas de orden público están actuando como tienen que actuar. Pero: ¿qué están haciendo los responsables políticos?  Se oye mucho aquello de que se trata de un conflicto político, pero nadie explica su alcance. También se habla de diálogo, pero tampoco se definen los interlocutores ni las premisas del dialogo, más allá de que cualquier solución deberá encajar dentro de la Constitución, una perogrullada, porque en un Estado de derecho no puede ser de otra manera. Ambigüedades todas que sólo manifiestan el profundo desconocimiento que se tiene del método a seguir.

El populismo consiste en proponer soluciones simples ante problemas complejos. Pues bien, España está ahora llena de populistas de uno y otro signo, de izquierdas y de derechas. Muchos son los que en estos momentos proponen que se apliquen medidas de excepción, sin tener en cuenta que éstas enmascaran el problema de momento pero no lo solucionan a largo plazo. Su puesta en marcha supondría, no lo olvidemos, tranquilidad aparente y explosividad contenida. ¿Es eso lo que se quiere?

Estamos en un mal momento para tomar decisiones de alcance, porque la proximidad de elecciones no favorece. Pero el gobierno, además de mostrar firmeza –lo que aplaudo- debería manifestar algún indicio de acercamiento político, que no tiene por qué significar claudicación, ni contubernio ni mucho menos debilidad. Simplemente abriría una válvula de escape que permitiera abrigar la esperanza de que pueda encontrarse una vía más o menos satisfactoria para las dos partes enfentadas en el conflicto. Estoy completamente convencido de que interlocutores no le faltarían. Algunos señalados independentistas muestran evidentes signos de estar dispuestos a abandonar la unilateralidad. No perdamos de vista los movimientos que se están produciendo en el mundo separatista, porque apuntan maneras.

Pero si sigue prevaleciendo la visceralidad sobre la inteligencia, estamos perdidos. Cada torpeza que se cometa en el lado de los que no queremos que Cataluña se separe de España alimentará las pretensiones de los independentistas. Y cada medida de fuerza que se adopte dará pretextos a los violentos para continuar con el salvaje vandalismo. Ya sé que los líderes separatistas, empecinados en alcanzar sus objetivos, no ayudan; pero esa es una de las premisas con las que hay que contar. El Estado es suficientemente fuerte  para contener la sedición; pero no basta la fortaleza física, hay que utilizar también la inteligencia.


10 de octubre de 2019

Decimoquinta Guijarrada

la hora del rancho
Hoy voy a permitirme hablar aquí una vez más de esa reunión familiar que mis hermanos y yo y nuestras mujeres y nuestros hijos y nuestros nietos celebramos una vez al año en Castellote, ese pueblo de la provincia de Teruel donde se sitúa nuestra casa familiar. Como esto de la pirámide demográfica no admite control de natalidad, empezamos hace unos años siendo dieciocho y ya hemos alcanzado la bonita cifra de treinta y seis, repartidos en tres generaciones. Y aunque en esta ocasión hayamos contado con algunas ausencias, porque los imponderables son los imponderables, hemos asistido un total de treinta.

las bellezas
Estas reuniones -Guijarradas-, que siempre han dispuesto de un formato definido, empiezan un viernes por la tarde y acaban el siguiente domingo por la mañana, es decir que ni siquiera duran veinticuatro horas. Pero como suele ocurrir con todo aquello que se espera con ilusión, se trata de dos jornadas intensísimas, llenas de imaginación y sobre todo de cariño. Los que por H o por B apenas tenemos oportunidad de vernos durante el año, esos días nos desquitamos y convivimos desde que amanece hasta que… amanece.

el teatro
Este año hemos contado con un programa muy apretado, tanto que no quedaba resquicio para el escaqueo, para esos ratos de descanso que los profesionales del turismo llaman tiempo libre. Pero no ha importado, porque arrastrados por las ganas de compartir el momento, aportando cada uno lo mejor de sí mismo e improvisando hasta el límite de lo prudente, ha habido tiempo para hacer montañismo en 4X4 -a través de pistas impracticables-, para un concurso de fotografía -con el tema monográfico de la Guijarrada-, para otro de chistes -de trama improvisada-, para alguna representación de teatro -con más mímica que diálogo-, para una suculenta paella, para unas insuperables fabes con almejas y para una “colesterólica” barbacoa, que no sólo de cultura vive el hombre.

el futuro
Pero sobre todo risa, mucha risa; y también mucho cansancio, porque tanto trajín, tanto programa, tanta improvisación, tanta interpretación y tanta continuidad agotan, algo que se soporta con satisfacción, porque la contrapartida, es decir el resultado de la intensa convivencia y sobre todo de la complicidad familiar, compensan con creces la fatiga.

los intrépidos
Como una imagen vale más que mil palabras, aquí dejo algunas fotografías escogidas entre las docenas que se hicieron durante estos días, porque los móviles no dejaron de captar el desarrollo de los acontecimientos en ningún momento, no dieron tregua.

Y ahora a pensar en la siguiente. Falta mucho, es cierto, pero con tanta actividad y con programas tan extensos y complicados, creo que todos los implicados tenemos que ir preparando nuestras aportaciones. El año que viene debería ser todavía mejor.

30 de septiembre de 2019

Colegios

Cuando todavía no había cumplido los trece años, y por tanto cursaba tercero de bachillerato del plan de entonces, un traslado familiar por razones profesionales de mi padre me obligó a cambiar de colegio a mitad de curso. Había asistido los dos primeros trimestres a un centro escolar de Barcelona -La Salle Josepets- y nada más acabar las vacaciones de Semana Santa me tuve que presentar, a pecho descubierto y sin conocer a nadie, en un aula del Colegio Calasancio de Madrid. Nuevos compañeros, profesores distintos y algunas pequeñas diferencias en el contenido de las materias que se impartían.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces y como consecuencia la imagenes que mi memoria retiene de aquel momento están algo difusas. Pero a pesar de ello no se ha borrado del todo el recuerdo de mi entrada el primer día en el aula acompañado por el prefecto -el padre David-, un hombre joven, de aspecto severo, hierático y circunspecto. El entró primero, altivo y sin abandonar la seriedad que lo caracterizaba, la clase entera se puso de pie con gran estruendo y yo lo seguí algo cohibido. Después me presentó con cierta gravedad protocolaria a los que serían mis compañeros a partir de aquel momento y me ordenó que ocupara el lugar que me correspondía por orden alfabético, entre un García (José Miguel) y un Gutiérrez (Antonio), maniobra que obligaría a moverse de su pupitre a todos los que venían a continuación.

Estaban en clase de francés, y el profesor de turno –el señor Sanjuán- me preguntó comment allez vous, a lo que contesté como un autómata bien… merci… monsieur... Había conseguido salir airoso de mi primera prueba, lo que me dio ciertos ánimos y me ayudó a introducirme en aquel nuevo ambiente escolar, que enseguida, pasada la primera impresión, empezó a dejar de parecerme hostil. Pronto, muy pronto, aquellas caras que me miraban al principio con curiosidad mal disimulada empezaron a hacérseme familiares; y aquellos chicos, que en mis temores anteriores imaginaba como potenciales enemigos, se convertirían enseguida en mis nuevos amigos, con los que compartiría a partir de entonces y durante los siguientes años alegrías y tristezas, éxitos y fracasos y premios y castigos. Hasta que se acabo el bachillerato e iniciamos la siguiente etapa de nuestras vidas.

En muchas ocasiones me he referido en estas páginas al efecto mariposa, una manera de denominar la secuencia de acontecimientos que se desencadenan a partir de un hecho concreto. De acuerdo con este principio de casualidad y causalidad, puedo asegurar que si mis padres hubieran decidido llevarme a otro colegio o si mi apellido no hubiera empezado por G mi vida habría sido distinta a cómo ha sido. En aquel momento estaba en plena adolescencia y empezaba a vislumbrar el mundo de los adultos. A partir de ese momento dejaría poco a poco de ser un niño y se iniciaría el desarrollo de mi futura personalidad. Y ésta, en gran medida, se moldeó en aquel nuevo colegio. El destino deambula con frecuencia por caminos insospechados.

Si cuento todo esto es para añadir que estoy en este momento con la ilusión puesta en recuperar el contacto con mis compañeros de aquella época. Me he sumado a la iniciativa de un buen amigo, que no sé hasta dónde llegará. Pero de lo que sí estoy seguro es de que si lo logramos me llevaré grandes sorpresas, porque en vez de aquellos jovenzuelos que dejé de ver hace muchos años, cuando cada uno de nosotros emprendió su propio camino en la vida, me encontraré con personas hechas y derechas de las que no recordaré casi nada. Pero confirmaré algo en lo que creo, que aquellos años escolares dejaron huellas imborrables en todos nosotros.