14 de noviembre de 2019

Ver para creer

Había yo terminado de escribir un artículo para el blog ayer, cuando mi torpeza “digital” –y también neuronal- me llevó a borrarlo entero de un plumazo, sin que en ningún caso fuera esa mi intención. Es curioso, porque empezaba mi reflexión confesando que llevaba un tiempo sin muchas ganas de meterme en temas políticos por aquello de la aspereza cansina, pero que, dada la repentina noticia del pacto PSOE-UP, iba a permitirme una excepción a la regla. Sin embargo los hados ocultos en el teclado de mi ordenador no me lo han permitido, de manera que voy a respetar de momento su decisión, porque reconstruir las ideas que figuraban en aquel folio perdido no creo que me vaya a costar demasiado tiempo. Es más, quizá este retraso no intencionado tenga la virtud de ponerle mayor rigor a mi juicio, aunque no sea más que por aquello de que dispondré de mayor información.

Pero la torpeza de mis dedos no impide que dé mi opinión sobre otros aspectos de lo sucedido en las pasadas elecciones, concretamente sobre el salto cuantitativo que ha dado la ultraderecha española. Yo creo que, a pesar de los inútiles lamentos de unos y de los preocupantes silencios de otros, el resultado de Vox no está siendo debidamente calibrado. Hace unas semanas, en este mismo blog, opiné que el franquismo sociológico había encontrado cobijo, después de tantos años de desamparo, en un partido de corte fascista. Ahora añado que no sólo lo han votado los nostálgicos de otros tiempos ya pasados, también electores de ciertas clases humildes que han creído a pies juntillas que los de Abascal van a resolver el problema de inseguridad que perciben en sus barrios periféricos y que, sin que las estadísticas les den la razón, achacan a los inmigrantes. Lo digo, porque he recibido el testimonio directo de algunas personas de origen humilde, censadas en el llamado Cinturón Rojo de Madrid, que confiesan haber pasado de votar al PSOE a votar a Vox.

El populismo, esa forma de pintar la política con brocha gorda en vez de con pincel fino, no repara en mentir. Lo fácil para ellos es tomar la anécdota como categoría y convertir la realidad en esperpento. Como sucedió en los pasado debates con las mentiras de bulto que lanzaron los líderes ultraderechistas sobre aspectos cuantificables, que por cierto ninguno de sus contrincantes supo o quiso desmentir, enzarzados como estaban en los aspectos que parecían importarles más. Miente que algo queda, dice el proverbio, y a correr.

Una de las realidades que subyace tras los resultados de las elecciones del 10N es que la derecha  española se ha fragmentado en dos tendencias que antes estaban bajo un mismo paraguas. Además de que el señor Rivera se haya llevado el mayor batacazo electoral que yo recuerde –lo de la UCD también fue fino pero respondía a otras causas- la extensa ola conservadora que Fraga y Aznar consiguieron encauzar dentro de una misma disciplina ideológica ha explotado. Si uno lo piensa, parece normal que así haya sucedido, porque siempre me he preguntado que podía unir a Esperanza Aguirre con Ana Pastor o a Mariano Rajoy con Pablo Casado, sólo por poner unos ejemplos. Esta nueva situación, reconozcámoslo, no favorece en nada a los conservadores españoles en sus pretensiones de llegar a volver a ser una alternativa de poder.

Hoy me quedo aquí. El destino, en forma de torpeza operativa, no me ha permitido dar de momento mi opinión sobre el pacto alcanzado entre PSOE y UP. Pero todo se andará, porque a nadie le ha dejado indeferente. A mí tampoco.

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