30 de mayo de 2019

Mis santos laicos

Hace algún tiempo algo dije sobre mis amores ocultos y secretos. Hoy me propongo traer aquí unos cuantos santos laicos a los que en ciertos momentos de mi vida he profesado alguna devoción. Son o han sido personas de carne y hueso, que nada tienen que ver con aquellos que figuran en el santoral de la Iglesia. Quede claro por tanto que mis santos no guardan relación ni con el misticismo ni con la ortodoxia religiosa ni con la música celestial.

Mi primer santo laico fue Emilio Salgari. Empecé a leer sus novelas cuando apenas tenía doce o trece años y no dejé de hacerlo hasta que cumplí los dieciocho o los diecinueve. Eran libros de formato barato, creo recordar que editados por Saturnino Calleja, unas historias que alimentaron por aquel entonces mis ansias de conocimientos geográficos y que contribuyeron a ampliar los horizontes de mi imaginación. Me atrevería a decir que Salgari fue el causante de mi desmedida afición a la lectura, que a su vez me animó  en ocasiones a emprender alguna que otra aventura como escritor. Supongo que ahora me llevaría alguna desilusión si releyera los libros de este autor, lo que no impide que a veces me entren ganas de rebuscar en las librerías de lance y rescatar alguno de sus volúmenes.

Otro santo, este de mayor enjundia, fue Miguel de Unamuno. En 1964, cuando se cumplía el centenario de su nacimiento, la colección Austral de Espasa Calpe inundó los escaparates de su centro de la Gran Vía de Madrid con nuevas ediciones de las obras de este escritor y filósofo; y yo, que por aquel entonces rondaba los veintidos y mi mente buscaba con ansiedad respuesta a las grandes dudas que siempre han intrigado al ser humano, caí en las redes del genial escepticismo unamuniano. Recuerdo que durante meses devoré los escritos de don Miguel, muchos de sus ensayos y alguna de sus novelas. Incluso abrí un fichero manual -los ordenadores personales aún no se habían inventado- en el que guardaba sus reflexiones más significativas o, por lo menos, las que a mí me llamaban más la atención. A este santo laico le sigo teniendo una gran devoción y con frecuencia releo alguna parte de su obra.

Miguel Delibes me fascinaba. Pero entre su numerosa obra quisiera destacar “El hereje”, una novela a la que debo el hecho de haberme levantado un día de mi sillón de lectura, abrir el ordenador y empezar a escribir “El corazón de las rocas”. Mi entusiasmo por aquel libro era tal, que sin medir mis fuerzas empecé a redactar nada más y nada menos que una novela de caracter histórico, algo completamente disparatado si se considera que ni soy escritor ni mucho menos historiador. Pero nada en aquel momento hubiera podido frenar mi ímpetu. Aunque no sólo haya sido por eso, Miguel Delibes figura entre mis santos laicos predilectos. Nunca perdonaré que no le otorgaran el premio Nobel de Literatura.

Hay muchos otros nombres en mi santoral laico. Entre los extranjeros, Ernest Hemingway, cuyas andanzas por el Paris de los años veinte del siglo pasado me sedujeron tanto que tengo preparada, desde hace algún tiempo, una minuciosa ruta por aquella ciudad, para recorrer los lugares que este genial escritor pisó durante su juventud. Aunque el tiempo y los años se van echando encima y no tengo ninguna seguridad de que logre cumplir mi proyectado peregrinaje.

Pero aquí no se acaba la lista de mis santos. Lo que se acaba es el papel que he preparado hoy para escribir. Por eso, quizá otro día continúe confesando mis devociones laicas.

27 de mayo de 2019

Así no se puede

Si algo hubiera que destacar de los resultados de las últimas elecciones sería el impresionante batacazo que se han dado las formaciones políticas situadas a la izquierda del PSOE, léase las llamadas confluencias de Podemos. Salvo alguna excepción, como es el caso de Kichi en Cádiz que ha rozado la mayoría absoluta en su ciudad, el panorama que hoy ofrece este partido es desolador. La incoherencia organizativa, la deriva programática y el liderazgo errático y rocambolesco han hundido a los podemitas  en la más ruin de las miserias. Un hecho que lamento, porque en su caída han arrastrado en algunos lugares a lo que yo llamo la izquierda moderada y que en España se encuadra en el partido socialista. Manuela Carmena, que nunca ha pertenecido a Podemos y que además en los últimos meses ha dejado claras sus diferencias con los de Pablo Iglesias, dejará de ser alcaldesa como consecuencia de las turbulencias electorales de sus antiguos aliados; y Ángel Gabilondo, que ha logrado una extraordinaria ventaja en votos y en escaños sobre sus rivales más inmediatos de la derecha, no podrá ser investido presidente de la Comunidad de Madrid.

Se veía venir. Las utopías que prometen la reversión drástica e inmediata de las injusticias sociales no pueden progresar a corto plazo, porque por definición son ideales inalcanzables. Mantenerse en la intención de conseguir con urgencia unos cambios profundos que ponen en alerta  la sensibilidad de muchos trae consigo el fracaso. Pero como además los votantes de estas ideologías proceden de la izquierda moderada, de los partidos que saben perfectamente que los cambios requieren tiempo y que, por si fuera poco, hay que gobernar para impulsarlos, su fracaso arrastra a los intereses de las fuerzas progresistas en general y deja el campo abierto a las alianzas reaccionarias del tipo Andalucía.

Se pueden sacar otras muchas conclusiones de estas elecciones, entre ellas que el PSOE las ha ganado con gran diferencia respecto a su rival tradicional, el PP. Pero también que el Partido Popular se mantiene en la primera posición de las tres derechas. Yo empiezo a percibir una vuelta al bipartidismo, no al estilo anterior a la aparición de los llamados partidos emergentes, porque no creo que ahora puedan conseguirse con facilidad mayorías absolutas; pero sí en el sentido de la existencia de dos partidos hegemónicos, el partido socialista y el PP. Lo que sucede es que mientras que en la izquierda hay una tendencia perniciosa a la centrifugación cainita, en la derecha se practica aquello de Dios los cría y ellos se juntan.

Ciudadanos, por su parte, tiene ahora un gran reto. Los resultados no han sido buenos para ellos, por mucho que su líder se ponga ronco al proclamarlo. Pero sí es cierto que se ha convertido en un partido bisagra o, al menos, con posibilidades de ejercer como tal. Ahora bien, de la misma manera que las puertas se pueden abrir en un solo sentido o en los dos dependiendo del mecanismo que las mantenga unidas a la jamba, ellos pueden mirar hacia uno u otro lado y elegir la opción que más convenga, o a uno sólo y convertirse en un anexo del PP, con la ayuda, además, de la ultraderecha.

Y Vox, que ya había entrado en el Congreso, lo ha hecho ahora en Comunidades y en Ayuntamientos. Es cierto que con poca fuerza; lo que sucede es que como las otras derechas lo necesitan, a partir de ahora contarán con unos amplificadores muy potentes de su radicalidad. Y eso sí que es un verdadero peligro para la democracia.

En cualquier caso, esto no ha hecho más que empezar.

23 de mayo de 2019

Las cosas no funcionan porque sí

Estamos tan acostumbrados a que las cosas que constituyen nuestro pequeño mundo funcionen con total normalidad, que casi nunca nos paramos a pensar qué hay detrás para que así suceda. Pulsamos un interruptor y la luz se enciende; abrimos el grifo y el agua fluye; sacamos la basura y al día siguiente ha desaparecido; marcamos un número en el teléfono y alguien contesta desde el otro lado de la línea.

Es lógico que la normalidad no nos llame la atención, porque en definitiva forma parte del universo en el que hemos nacido, y las prestaciones de lo que nos rodea han ido creciendo con nosotros y mejorando de forma paulatina e imperceptible a lo largo de nuestra vida. Mejor dicho, la normalidad no nos llama la atención hasta que se quiebra, porque entonces nuestras iras se desatan y nuestro sentido del derecho adquirido busca inmediatamente responsables. Ni siquiera justificamos que se haya podido producir un accidente, porque siempre encontraremos alguna imprevisión imperdonable o algún descuido punible. Diremos aquello tan manido de no hay derecho a esto.

Hoy propongo que cambiemos el paradigma, que por un momento dejemos de considerar que el funcionamiento de lo que nos rodea es el que debe ser y que prestemos atención a la multitud de causas que motivan que las cosas rueden como ruedan. Y lo propongo no por puro divertimento, sino para que disfrutemos aún más de nuestros privilegios, de todo aquello que contribuye a hacernos la vida cómoda. Sólo si somos capaces de valorar las dificultades que entraña mantener el buen funcionamiento de cuanto nos rodea, apreciaremos en su totalidad su valor. Así de sencillo.

Los servicios públicos traen consigo un gran esfuerzo de muchas personas trabajando en la sombra. Son labores anónimas, de escaso lucimiento social y por lo general mal remuneradas. El agua llega porque las cañerías están en buen estado; la luz se enciende porque la red eléctrica se mantiene en condiciones; la basura se recoge a diario porque una flota de camiones debidamente coordinada se encarga de ello; el teléfono contesta porque un sistema cada vez más sofisticado distribuye con eficacia el tráfico de llamadas.

Es lo normal, solemos decir. Estaría bueno que las cosas no fueran así, añadimos. Pero si alguno de estos servicios falla ponemos el grito en las remotas galaxias, porque damos por hecho que no hay justificación que valga. Casi nadie se pone a pensar qué ha podido suceder, son muy pocos los que le dedican un minuto a meditar sobre la infinidad de causas que pudieran haber originado la interrupción del servicio, desde la avería accidental hasta el inevitable error humano.

No estoy proponiendo que seamos indulgentes con los suministradores de servicios cuando estos fallan. Digo simplemente que si consideráramos sólo por unos instantes la cantidad de variables que concurren para que dispongamos del bienestar que nos rodea, nos ahorraríamos muchos sofocos y derramaríamos menos bilis. Creo que meditar, aunque sólo sea por unos instantes, sobre la complejidad que se oculta tras el funcionamiento de lo cotidiano, nos procuraría un bienestar añadido, el que se deriva de ser conscientes de que las cosas no funcionan porque sí.

19 de mayo de 2019

Resaca electoral

Algunos bebedores no pueden ni oler el vimo durante las resacas producidas por el exceso de alcohol. Otros, por el contrario, toman cervezas matutinas como remedio que mitigue el malestar que sienten. Pues bien, en esto de las derrotas electorales también se dan las dos modalidades. Por un lado, la de los que conscientes de que los excesos cometidos durante la campaña no les han sentado demasiado bien procuran no reincidir en sus afirmaciones anteriores, y, por otro, la de los que insisten con más de lo mismo, por si no hubiera quedado claro lo que les llevó al fracaso.

Pablo Casado ha confesado que se equivocó de estrategia. Incluso relaciona el error con su deriva hacia la extrema derecha, aunque no lo diga con claridad, porque en esto de las confesiones políticas no conviene ser demasiado trasparente. En cualquier caso, son muchos los dirigentes de su partido que le recuerdan constantemente la mayúscula equivocación que cometió con tanta agresividad, con tan mal estilo. Algunos incluso afilan los cuchillos a la espera de desenvainarlos una vez concluidos lo comicios que se avecinan.

Por el contrario, Albert Rivera se cura la resaca con más de lo mismo. No sólo presume de no haber cometido errores, sino que además da por hecho que el exiguo crecimiento de Ciudadanos se debe a la campaña que eligió. Está exultante, hasta el punto de exigir a voz en grito el liderazgo de la oposición. Hace unos días, para explicar los fundamentos en los que basa tan insólita pretensión, dijo algo así como que mientras que el PP ha descendido, él no hace más que crecer. Él -en primera persona del singular-, no Ciudadanos, porque en los partidos caudillistas los méritos nunca son colectivos sino siempre individuales.

En cualquier caso estamos asistiendo a una resaca electoral muy curiosa, en la que los perjudicados por el resultado se atacan a degüello entre ellos. Las tres derechas, los tres líderes que las dirigen se dedican mutuamente unos reproches tan descarados que en ocasiones resultan grotescos. Su vocerío semeja las riñas en el patio de un colegio infantil, donde la frase más oída es aquella de “no te ajunto”. Se niegan entre ellos el pan y la sal, cuando hace unos días todo eran carantoñas, zalamerías y lisonjas, y ofrecían o reclamaban entre ellos futuras carteras ministeriales como si tal cosa.

No es posible que en un país que ha demostrado a lo largo de los últimos años una madurez digna de encomio proliferen unos dirigentes políticos tan cortos de vista. Resulta difícil aceptar que una fuerza que en España ha representado las legítimas tendencias conservadoras de una parte considerable de las clases medias esté ahora tan dividida. Supongo, porque no encuentro otra explicación, que las ambiciones fuera de control deben de ser, entre otras razones, las responsables de tanta inmadurez.

De todas formas, yo creo que cuando las aguas vuelvan a su cauce nos encontraremos con sorpresas. Me atrevo a vaticinar que el PP, en el momento que su propia dinámica interna corrija los desajustes producidos por la errática gestión electoral de su actual presidente, volverá a convertirse en la alternativa de gobierno que ha sido durante los últimos años. Además, creo que Ciudadanos, una vez que su electorado sea consciente de que su bamboleante ideología no dispone de espacio político propio, encajado como está entre una izquierda moderada y una derecha muy parecida a la suya, descenderá vertiginosamente en apoyos y se quedará en una fuerza testimonial. En cuanto a Vox, no tengo la menor duda de que la ultraderecha ha hecho acto de presencia para quedarse, porque sus votantes nunca se sintieron cómodos en las filas de la derecha democrática. Aunque confío en que jamás lleguen a ocupar una posición influyente en los destinos de nuestro país.

En cualquier caso, veamos qué sucede en los comicios que se avecinan. Quizá a partir de ese momento se empiece a clarificar un panorama que hoy parece algo confuso. Demos tiempo al tiempo.

16 de mayo de 2019

Las bicicletas no son para el verano

Como me tengo por ecologista y además presumo de sumarme con facilidad a las corrientes innovadoras, he de tener mucho cuidado con lo que diga a continuación, no vaya a ser que caiga en contradicción con mis propias ideas. Pero no tengo más remedio que decirlo: a mí esto de las bicicletas circulando entre los automóviles en pleno centro de Madrid me parece una auténtica descabellada. Lo digo por los ciclistas, pero también y sobre todo por los que en su exaltada sabiduría han llegado a la conclusión de que de esta forma nos ponemos a la altura de los países más avanzados. Vayamos por partes.

Los que se atreven a circular en bici por las calles de nuestra ciudad suelen comportarse como si fueran los amos de la calzada. Raramente respetan las señales -quizá porque se consideren una especie de híbridos entre el peatón y el conductor- como si para ellos no rigieran las normas dictadas para los demás. Levantar el brazo para indicar que van a girar en uno u otro sentido no forma parte de su conducta, posiblemente porque consideren que los que vengan detrás están en la obligación de adivinarles el pensamiento. Los semáforos no existen para los ciclistas, puede que porque consideren que si no se ve a nadie en el cruce tienen tiempo suficiente para quitarse de en medio. Lo del casco protector brilla por su ausencia, porque ellos no compiten sino pasean. Y no sigo para no alargar esta reflexión, pero podría revisar el código de la circulación artículo por artículo y en casi todos me encontraría con alguna infracción habitual en los ciclistas urbanos.

Los que en su momento decidieron desde sus despachos del Ayuntamiento dar patente de corso a los ciclistas no debieron tener en cuenta que las características de nuestra ciudad nada tienen que ver con las de otras ciudades europeas, donde las bicis campan a sus anchas, hasta el extremo de que allí son los peatones lo que corren verdadero peligro si no se andan con cuidado. Esas ciudades disponen de carriles para ciclistas perfectamente señalizados y sólo de forma ocasional sus itinerarios coinciden con los del tráfico a motor. Pero en Madrid, salvo excepciones, apenas existen como tales, y para remediar la carencia los munícipes se han limitado a pintar iconos identificativos de los ciclistas en alguno de los carriles ya existentes en la calzada, muchas veces incrustado entre otros dos, uno de ellos el reservado al transporte público. Han convertido la vía de las bicicletas en un sandwich  muy peligroso para los ciclistas y, por consiguiente, para los conductores.

Supongo que la intención era buena. Por un lado pretendían contribuir a descontaminar Madrid, favoreciendo un tráfico alternativo no contaminante y, por otro, ambicionaban dar a nuestra ciudad un toque de modernidad europea al estilo de Ámsterdam, Copenhague o Viena. Pero mucho me temo que no estén consiguiendo ninguna de las dos cosas. Si el tráfico contaminante se hubiera reducido se debería a otras medidas más inteligentes, porque son muy pocos los que en nuestra ciudad han decidido dejar el coche y coger la bicicleta. Y en cuanto al toque de modernidad, el efecto desaparece en cuanto se observa a los ciclistas perdidos como pasmarotes en medio del tráfico amenazador, con los cinco sentidos activados para seguir con vida.

No, definitivamente, las bicicletas no están hechas para Madrid, ni en verano ni en invierno.

11 de mayo de 2019

Los ni-ni y los sí-sí

Creo que  ahora se llama a los que ni estudian ni trabajan los ni-ni. Por contraposición, doy por hecho que se denominará sí-sí al que hace las dos cosas. Por tanto, a nadie puede extrañarle que yo, para ampliar el vocabulario de las necedades lingüísticas, me refiera a los que estudian y no trabajan como los sí-ni, y a los que no estudian pero sí trabajan como los ni-sí. Abierta la veda de las simplificaciones sintácticas, no voy a ser yo el único que no se sume al tropel de los lengüicidas, aunque sólo sea durante un rato, justo el tiempo que empleo en escribir esta divagación. En cuanto acabe regresaré al redil de la ortodoxia. Hasta ahí podíamos llegar.

Vivimos tiempos convulsos para nuestra lengua. Parece como si el ansia de simplificar la expresión dominara las conversaciones. Ya nadie se preocupa ni de ampliar el vocabulario ni de ajustarse a la correcta sintaxis. Se habla mal y deprisa, quizá porque con la celeridad se intente ocultar la pobreza expresiva. Pero no sólo en la calle, también en los medios de comunicación. Oír un informativo, sea de la cadena radiofónica o televisiva que sea, es asistir a un espectáculo de vulgaridad lingüística que zarandea el sentido del oído. Redactores y presentadores vapulean nuestra lengua a mansalva, sin que nadie les tire de la oreja.

Yo no defiendo la exquisitez lingüística, porque a veces los florituras pueden resultar pedantes. Simplemente echo de menos la corrección. Pero hay algunos que a base de simplificar las expresiones que utilizan las convierten en un vocerío ininteligible, cuando precisamente la variedad léxica y la originalidad sintáctica aportan a la comunicación inteligencia y, por qué no decirlo, belleza. Las imágenes, por mucho que pretendan transmitir el pensamiento, nunca lograrán la profundidad compresiva que consiguen las palabras. Quizá por eso, porque ahora se vive más de lo gráfico que de la palabra escrita o hablada, el lenguaje, en una burda imitación de la cinematografía, se esté limitando a expresar ideas muy generales, sin matizaciones.

Hay algunos que ante los reproches que reciben por algún error de sintaxis cometido reaccionan alegando aquello de “si me has entendido, qué más da”. No se dan cuenta de que si lo intentaran podrían ir un poco más allá de simplemente hacerse entender. Pero para eso hay que saber y además esforzarse, para eso hay que tener aptitud y por añadidura actitud, dos atributos intelectuales que lamentablemente no todo el mundo posee, ni siquiera aquellos que por su responsabilidad como comunicadores deberían predicar con el ejemplo. Cuando el otro día le oí decir a un conocido y admirado escritor decir “preveyó” en vez de previó, se me alteró la tensión arterial, ya de por sí bastante inestable. Y cuando un afamada locutora de radio a la que oigo con frecuencia dijo aquello de “perdona, no te escucho bien, volveré a llamarte”, los temblores musculares estuvieron a punto de deformarme el rostro. Pero ahí no acaban las cosas, porque hoy, sin ir más lejos, he oído a una simpática presentadora de televisión explicar que determinada maravilla arquitectónica se estaba "cayendo a cachos".

Las cadenas de televisión o las emisoras de radio, sobre todo las públicas, tienen en este asunto una responsabilidad que no deberían eludir. Pero lamentablemente hacen dejación de sus obligaciones educativas con harta frecuencia, inmersos como están en una lucha despiadada por conseguir audiencia. Y como la radio y la televisión son para muchos las principales vías de aprendizaje del idioma, en vez de fomentar la riqueza del lenguaje contribuyen a destruirlo.

Estamos todavía a tiempo de rectificar. Pero si no lo hacemos pronto terminaremos todos hablando de los ni-ni y de los sí-sí como auténticos loros repetidores de lo que oímos.

7 de mayo de 2019

No busquen ustedes el centro, porque no existe

Creo recordar que ya he dado mi punto de vista sobre este asunto en alguna ocasión. Pero hoy, teniendo en cuenta las reiteradas y vehementes declaraciones que los líderes de la derecha están haciendo sobre la necesidad de volver al centro tras su batacazo electoral, voy a insistir sobre la opinión que me merece esta manida expresión, tan en boga hoy en día.

El centro político no existe, señores Casado y Rivera. No se empeñen ustedes en buscarlo, porque perderán el tiempo. Cada uno lo sitúa donde le da la gana o donde le conviene. Lo que sucede es que cuando se pretende moderar las posiciones ideológicas, cuando se intenta recuperar la sensatez se habla de ese hipotético centro, como los descubridores hablaban de El Dorado, que sólo existía en la imaginación colectiva. En realidad se trata de una hipotética posición política que la derecha sitúa a su izquierda y la izquierda a su derecha. Un punto teórico de equidistancia entre los extremos que, insisto, es imposible de determinar. Deberían ustedes hablar de recuperar la moderación, en vez de dar tantas explicaciones sobre la centralidad perdida.  Lo primero se entendería, lo segundo no tiene ningún sentido.

He oído decir a algunos líderes del PP que no hay ninguna razón para que un votante de Vox no les vote a ellos. Tienen muchísima razón, porque, tras la tremendista campaña electoral que han hecho en las últimas elecciones generales, apenas se perciben diferencias entre sus pensamientos, más allá de algún dislate programático que usan los de Abascal, tan fuera de tono que produce sonrojo democrático. Pero por lo demás son tan parecidos, que no les debería sorprender que alguno de sus incondicionales se haya despistado y como consecuencia votado a la ultraderecha. Qué más da -habrán dicho-, para este viaje prefiero las alforjas de los genuinos.

Los de Ciudadanos no hablan de recuperar el centro, porque consideran que ya están en él. En realidad lo que sucede es que la osadía y el atrevimiento forman parte de su ADN, de manera que presumen de haber sido siempre moderados. Eso dicen ellos, porque cualquier espectador objetivo no considerará nunca que su campaña haya tenido templanza alguna. Ese eslogan de lleva usted grabada en la frente la palabra indulto tiene de todo menos de moderación. Ni lo tiene inundar el atril de cachivaches, una actitud  más propia de mercachifles de mercadillo de los martes que de un político maduro. De moderación no se presume, señor Rivera, hay que ejercerla.

No, no se empeñen ustedes en buscar el centro, señores de la derecha, porque no existe. Existen la moderación, la mesura y el comedimiento, pero no el centro. Digan ustedes lo que son, conservadores de pura cepa, y no lo disfracen de centrismo porque así no llegarán a ninguna parte. Todo lo contrario, se dedicarán a disputarse entre ustedes una posición política inexistente, a ponerse zancadillas el uno al otro, a pisarse la manguera como le oí decir en campaña hace unos días al señor Casado.

Sólo si salen ustedes de ese círculo vicioso en el que se han metido podrán seguir contando con una mayoría que les permita gobernar. Tienen ustedes mucho tiempo para reflexionar, porque de momento le ha tocado el turno a la izquierda moderada, que no al centro izquierda como a algunos les gusta decir.

3 de mayo de 2019

Qué tiempos aquellos del prêt-à-porter

Dicen que le preguntaron en cierta ocasión a un conocido actor británico que cómo llevaba lo de envejecer. El flemático y veterano galán, sin dudarlo un instante y con la sonrisa en la boca, contesto: hombre, teniendo en cuenta la alternativa, fantástico. Le doy por completo la razón,  porque el que no se conforma con cumplir años es porque no quiere.

Una de las ventajas de haber haber alcanzado cierta edad es la de no verse uno obligado a renovar el DNI. En la última ocasión, la joven funcionaria de turno me plantificó como fecha de caducidad el 99 del 99 del 9999 y ni se inmutó. Después, quizá para quitarle hierro a la violenta situación, se despidió de mí con un hasta la próxima, aclarándome que, dada la tendencia a prolongar la edad de jubilación, es posible que ella para entonces  todavía continuara en activo.

Pero todo no van a ser buenas noticias, porque no sucede lo mismo con el carné de conducir. La última vez que tuve que someterme al exámen psicotécnico pasé un rato de zozobra con el manejo de la dichosa maquinita detectora de la calidad de los reflejos, debido a que me costaba un gran esfuerzo mantener la bolita entre las dos diabólicas líneas que marcan las márgenes de la carretera dibujada en la pantalla. Como además con cada fallo sonaban estrepitosas bocinas de advertencia, algo así como si la policía estuviera persiguiéndome por infringir reiteradamente la ley, el estruendo contribuyó a alterar mi sentido del equilibrio. Salí airoso, es cierto, aunque supongo que por los pelos.

La edad causa estragos, decía un amigo mío muy realista él. Uno de ellos consiste en no encontrar con facilidad en las tiendas la talla adecuada de ropa. Los pantalones, cuando encajan en la cintura, le tapan a uno los zapatos. Escoger camisas es un auténtico problema,  porque para que no se ciñan demasiado hay que optar por un tamaño al que le sobra un palmo de mangas. Las chaquetas, si se pretende llevarlas abrochadas como mandan los cánones, hay que escogerlas con unas hombreras que casi llegan hasta los codos. Qué tiempos aquellos del prêt-à-porter, cuando compraba la ropa sin necesidad de probármela.

Luego está lo de las medicinas. Ahora, cuando me prescriben alguna nueva ya no pregunto hasta cuándo debo tomarla, porque sé que la contestación será taxativa, de por vida, pauta imprecisa, es cierto, pero también inequívoca. La de la tensión, la del colesterol, la de esto y la de aquello. Yo para evitar confusiones uso un pastillero con cuatro apartados, desayuno, comida, cena y contingencias varias. Es un buen sistema, porque miro el reloj y según la hora abro una u otra compuerta, saco las que haya en el lugar y me las tomo sin rechistar. Las de contingencias, teniendo en cuenta que por definición sólo las necesito en ocasiones, son las que me producen mayor quebradero de cabeza, porque tengo que pensar en la conveniencia o inconveniencia de la dosis, en la oportunidad o inoportunidad del remedio, y eso no deja de causarme un pequeño trastorno. Estoy hablando del paracetamol, que nadie piense en otra cosa.

Sí, es cierto que envejecer, teniendo en cuenta la alternativa, es fantástico. Pero para algunas cosas resulta un auténtico coñazo, se ponga el flemático actor británico como se ponga.