31 de diciembre de 2015

Lamentaciones ignacianas de fin de año

El fundador de los jesuitas aconsejaba a los suyos que en época de tribulación no hicieran mudanzas. A mí esta recomendación siempre me ha parecido cargada de sabiduría, porque los cambios, sean los que sean, absorben tanta energía que dejan poca para atender otras preocupaciones. Pero está claro que mientras que para algunos las recomendaciones de Ignacio de Loyola son sensatas, a otros las prisas por cambiar lo que no les gusta les provocan desvaríos incontrolados. Por si alguno no lo hubiera adivinado, me estoy refiriendo a determinados barones del partido socialista, cuyos nombres no voy a repetir porque son por todos  bien conocidos.

Para que nadie me tache de sectario, recordaré que ya he manifestado en alguna ocasión en este blog que a mí Pedro Sánchez no acaba de parecerme el único político capaz de sacar a España de la situación a la que otros nos han llevado; aunque, cuando lo comparo con los que compiten por alcanzar la presidencia del gobierno, sale bastante bien parado del cotejo. Además, hoy por hoy es el secretario general del PSOE, a cuyo cargo accedió en el juego limpio de un congreso del partido, quizá en las peores circunstancias posibles por las que pudiera pasar su formación política.

Durante sus diecisiete meses como líder de la oposición ha capeado varias  tormentas electorales, europeas, autonómicas y locales, sin olvidar las generales del pasado día 20 de diciembre, y no creo que los resultados hayan sido para ponerlo frente al paredón, como algunos de sus compañeros de filas pretenden ahora. Son otras, en mi opinión, las razones que mueven a algunos a sostener la posición de deslealtad, de acoso y derribo me atrevería a decir,  que mantiene estos días contra quien ejerce, por mandato estatutario, el liderazgo del partido socialista.

Esas otras razones, vistas desde mi perspectiva personal, son la ambición personal, legítima por supuesto pero inoportuna, y las torpes e irresponsables miras a corto plazo. La comida promovida por los socialistas madrileños para hacer piña contra Pedro Sánchez ha sido una maniobra torticera, indigna de los que dicen preocuparse de los españoles y no de ellos mismos. Le culpan de la derrota del partido en Madrid, como si ellos nada tuvieran que ver con la cuestión. La acusación me parece de un descaro inigualable, cuando el PSOE madrileño lleva lustros sin levantar cabeza, con el actual y con los anteriores secretarios generales. Alguna responsabilidad tendrán ellos que asumir, me parece a mí.

Que yo sepa, nadie se opone en el PSOE a que se celebre el congreso del partido previsto para febrero o marzo; lo que sucede es que algunos miembros de la Comisión Ejecutiva defienden que, a la vista de la compleja situación poselectoral en la que ha quedado el panorama político español, con difíciles negociaciones por delante y con la posibilidad cada vez mayor de que sea necesario celebrar unas nuevas elecciones en los próximos meses, sería preferible despejar primero la situación en curso y dejar para después cualquier otra preocupación de índole interna.

Hasta ahora se hablaba de la pinza, en alusión a los ataques combinados que recibía el PSOE, y concretamente su secretario general, desde el PP y desde Podemos. Quizá a partir de este momento haya que utilizar nuevos expresiones de carácter figurado. Se me ocurre hablar del tridente, cuya tercera púa representaría a la contestación interna del propio partido socialista, o también de quinta columna, la formada por los irresponsables que desde dentro defienden hacer mudanzas en plena época de tribulaciones.

Veremos a ver cómo acaba todo esto. Pero aconsejo a los barones díscolos del PSOE que no sigan insistiendo en sus torpes y suicidas discrepancias, y que se acuerden de vez en vez de lo que le pasó al Pasok, porque si no después vendrán las lamentaciones.

A todo esto yo había abierto el ordenador hoy para felicitar el año a los que se asoman en ocasiones a este deshilvanado blog, no para arremeter inutilmente contra molinos de viento. Pero, como todavía estoy a tiempo:
                 
                                                    ¡Feliz año 2016 a todos!

28 de diciembre de 2015

Las pamplinas de don Demetrio (obispo de Córdoba)

Si no fuera porque uno está vacunado contra tanta estulticia como planea alrededor de su cabeza, algunas de las declaraciones de don Demetrio Fernández, obispo titular de la diócesis de Córdoba, me hubieran producido espasmos de rabia e indignación. Sin embargo, contenida la iracundia, gracias como he dicho al empleo de la medicina preventiva, no he podido evitar sentarme ante el ordenador para hilvanar algunas ideas, aun sabiendo aquello que dijo el sabio don Miguel de Cervantes, cuando advirtió de que es costumbre aconsejable no ir a contracorriente de los menesteres de la Iglesia. Pero como entre las perlas de don Demetrio figuran algunas discrepancias públicas con la doctrina del propio papa Francisco, espero que la Jerarquía, aunque no sea más que por solidaridad con su máxima autoridad, llegado el caso tuviera a bien disculpar mi intromisión en sus desvelos.

No sé si habrá sido la última de sus sandeces -porque don Demetrio es tan pródigo en soltar sinsentidos que quizá me haya quedado desfasado en las noticias-, pero en cualquier caso voy a señalar aquello que predicó, a bombo y platillo de la liturgia que tan bien maneja, cuando se refirió a la fecundación "in vitro" como “aquelarre químico de laboratorio”, un insulto en toda regla a las parejas que se afanan en tener hijos y formar una familia completa como las demás, con ayuda de la ciencia cuando la naturaleza y las circunstancias biológicas les ponen trabas.

Por si no fuera suficientemente expresiva la comparanza utilizada por el prelado, todavía le dio más lustre cuando añadió aquello de que “el abrazo amoroso de los esposos no puede ser sustituido por la pipeta”, expresión cursi, retorcida y ridícula donde las haya. Ese día don Demetrio debía de estar inspiradísimo. No sé cuánto entenderá el obispo Fernández de abrazos amorosos, e ignoro si la utilización de la palabra pipeta contiene en este caso alusiones fálicas, pero de lo que no tengo la menor duda es de que estuvo, no ya poco oportuno con estas expresiones, sino nada cristiano, al menos desde la interpretación que yo sigo dando a los principios de esta ideología, a pesar de mi agnosticismo.

Las opiniones de don Demetrio Fernández han llamado tanto mi atención, que he indagado algo en sus méritos académicos, credenciales que, aunque nunca sean definitivas para encuadrar intelectualmente a una persona, no dejan de dar alguna pista sobre qué se puede esperar del individuo. Para mi sorpresa -o quizá no tanta-, el ilustre mitrado se licenció en Teología Dogmática en la Pontificia Gregoriana de Roma, fue profesor de Cristología en un centro eclesiástico de Toledo, además de miembro de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, organismo que antes se denominaba Tribunal de la Santa Inquisición, como cualquier buen católico recordará. No sé a los demás, pero a mí estos antecedentes académicos y profesionales me dan algún indicio sobre su personalidad.

Si se tratara de un caso aislado, quizá no me hubiera merecido la pena ni el berrinche ni abrir el Word. Pero lamentablemente estamos ante una actitud tan generalizada en determinados estamentos de la Iglesia -religiosos o seglares-, que en su conjunto me producen preocupación. A veces pienso en que algunos católicos permanecen estancados en el mundo medieval, cuando todo se daba por conocido, porque la Verdad estaba contenida en las Escrituras, y la ciencia no era más que una serie de especulaciones peligrosas, pecados de soberbia que atacaban los fundamentos de la Fe.

Me gustaría que el papa Francisco, en el que algunos han querido ver la imagen renovadora de la Iglesia, interveniera directamente en casos como éste. Pero mucho me temo que, superada una cierta expectación inicial, causada por algunas medidas valientes pero sobre todo llamativas, las cosas vayan a seguir como siempre, inamovibles ante los avances de la ciencia, insensibles a la evolución de la humanidad, de espaldas al progreso. O, dicho de otra forma, en la Edad Media.

¡Hay que ver lo que le hacen pensar a uno las pamplinas de don Demetrio!

26 de diciembre de 2015

Política ficción: un cuento de Navidad

Desde que era niño, soy un entusiasta seguidor de ese género literario que se denomina ciencia ficción. Me refiero, por supuesto, a la narrativa que se basa en especular sobre los avances tecnológicos que puedan producirse en un futuro más o menos inmediato, partiendo del conocimiento riguroso de los estados actuales de la ciencia y de la tecnología. Entre sus mejores representantes se encontrarían el clásico Julio Verne y el más moderno Isaac Asimov.

Existe otra narrativa, con falsas pretensiones científicas, a cuya categoría, a falta de nombre reconocido por la RAE, bautizaré con el de ciencia fantasía. En ésta, bajo la apariencia de una proyección futurista de la tecnología actual, se da rienda suelta a visiones  del tiempo venidero más fantásticas que previsibles. Algunos de los representantes de esta última tendencia podrían ser los guionistas de Star Wars.

Sin embargo, mientras que la ciencia ficción me entretiene, e incluso, por qué no decirlo, contribuye a despertar mi capacidad especulativa, la ciencia fantasía me aburre, dicho sea con absoluto respeto a la miríada de seguidores de la conocida serie cinematográfica.

Todo este preámbulo ha de servirme de apoyo para introducir el concepto que ahora me interesa, el de  política ficción. Consiste éste en la especulación sobre el devenir político de una sociedad concreta, partiendo de los parámetros que definen su situación actual.  Ilustraré la idea con un ejemplo, tomado al vuelo de la realidad que me rodea; y lo haré a modo de guion de un cuento, sin entrar en demasiados detalles, que para el caso que me ocupa no veo necesarios.

1) Se dice que el bipartidismo PP/PSOE se ha hecho insoportable. Una pléyade de jóvenes universitarios, de sindicalistas y de militantes de organizaciones reivindicativas de lo habido y por haber ocupa la Puerta del Sol de Madrid e inicia una serie de protestas callejeras. Meses después, aparecen distintas plataformas políticas, con curiosos denominaciones en todas las lenguas del estado español, a las que se identifica bajo el nombre genérico de Podemos. Su consigna más repetida es la de que hay que acabar con el PSOE, porque ha traicionado a las clases trabajadoras.

2) Al mismo tiempo, el hasta ahora Ciutadans, se transforma en Ciudadanos, cruza el Ebro e inicia una nueva andadura por las tierras de España entera. A grito en pecho, sin complejos de ningún tipo, empieza a reivindicar el espacio que ocupa hoy el PP, a quien acusa de corrupción generalizada. Los españoles, ante la novedad del fenómeno, alucinados con las promesas de regeneración democrática que predican, empiezan a denominar emergentes a estos partidos. Los dos tienen en común el lema de que hay que acabar con el bipartidismo, con la casta, con la política de viejo cuño y con los políticos en blanco y negro (original alusión a una etapa ya caduca de la televisión).

3) Se celebran elecciones generales en España, con el resultado de que los de la casta se mantienen a duras penas en primer y segundo lugar y los emergentes en tercero y cuarto. Como es imposible formar un gobierno con pretensiones de estabilidad, los españoles se ven obligados a acudir a unos nuevos comicios. La campaña electoral se recrudece y los ataques de los emergentes a los blanquinegros alcanzan límites insospechados. Se cierran las urnas, se hace recuento y ¡zas!, el panorama ha cambiado. Podemos y Ciudadanos ocupan las posiciones primera y segunda, a mucha distancia de los segundos y terceros -PP y PSOE-, cuyas formaciones quedan con escasísima representación parlamentaria.

4) Se forma un gobierno de coalición entre Podemos y los restos del PSOE, partido éste que no acaba de encontrar acomodo en el nuevo mapa político, por mucho que algunos de sus más preclaros representantes adviertan del peligro que supone renunciar a los principios socialdemócratas. Ciudadanos y lo que queda del vapuleado PP pasan a la oposición. Se pactan la mesa del congreso, los magistrados del Supremo y del Constitucional, así como los representantes del Consejo General del Poder Judicial, por supuesto respetando las posiciones relativas de los dos grandes partidos en el legislativo, ¡como no podía ser de otra manera!

5) Pasan cuatro años y llegan nuevas elecciones generales. El gobierno de Podemos se ha quemado por las cuatro esquinas políticas, las de la regeneración democrática, la confianza internacional, la mejora económica y el estado del bienestar. El PSOE, su leal apoyo parlamentario, cae todavía más en las encuestas, hasta el punto de que algunos históricos socialistas empiezan a declarar en público que, en beneficio de la unidad de las fuerzas  progresistas, sería mejor convertirse en una más de las organizaciones de izquierda que se amparan bajo el paraguas de Podemos. Algunos, muy pocos, resisten.

6) Mientras, en el otro lado del espectro político, Ciudadanos aglutina el malestar social y las encuestan parecen darlo como ganador. El PP, que se ha movido a la sombra de Ciudadanos durante toda la legislatura, experimenta una fuga de militantes hacia su partido hermano, y sólo los más contumaces permanecen fieles a sus siglas de toda la vida, resistiendo contra viento y marea las circunstancias adversas.

7) Los resultados de las elecciones le dan la mayoría absoluta a Ciudadanos. Podemos se queda casi en solitario en la oposición. En la calle algunos grupos de izquierdas, procedentes de las Juventudes Socialistas, empiezan a protestar contra el bipartidismo insoportable; y en los cenáculos de la derecha, jóvenes procedente de Nuevas Generaciones alzan sus voces para denunciar la corrupción que asola a los dos grandes partidos, Ciudadanos y Podemos.

8) Y vuelta a empezar.

Hasta aquí el guion que se me ha ocurrido para ilustrar con un ejemplo lo que llamo política ficción. La pregunta que me hago ahora es: ¿el cuento anterior es política ficción o política fantasía? La verdad es que quizá no sea ni lo uno ni lo otro, sino la descripción de la realidad que se ve venir.

23 de diciembre de 2015

¿Qué debería hacer ahora el PSOE?

Una vez que me he desahogado en este blog publicando el artículo anterior, pretendo entrar a continuación en un análisis más detallado de cómo ha quedado, desde mi óptica personal, el panorama político en España tras las elecciones. A ninguno de los que me conocen les extrañará demasiado que empiece por preguntarme qué va a hacer ahora el PSOE, en cuya organización, por cierto, he vuelto a depositar mi confianza.

La tesitura en la que se encuentra el partido socialista en estos momentos no es nada cómoda. Es cierto que con sus 90 diputados se ha vuelto a situar el segundo en número de escaños, pero no lo es menos que un análisis detallado de la distribución del voto socialista, provincia por provincia, muestra sus debilidades. Si no fuera por la fortaleza que ha demostrado el PSOE en algunas comunidades, es posible que Podemos lo hubiera sobrepasado en número de votos y quizá en representantes en el Congreso de los Diputados, contando, claro, con las Mareas, los Compromís y  los Sí que es Pot.

Sin embargo, el PSOE no deja de ser el referente en España de la socialdemocracia moderna, es decir, de la izquierda moderada, un partido que ha gobernado hasta ahora durante seis legislaturas y que, aunque con claroscuros que no voy a negar, ha significado el motor de la modernización social de nuestro país, un mérito que no le deberían negar ni sus adversarios políticos de la derecha, ni mucho menos los que se consideran progresistas.

El partido socialista se equivocaría de cabo a rabo si, al socaire de un prurito de responsabilidad de Estado mal entendida, apoyara a la derecha en sus pretensiones de formar gobierno. Si quiere ser coherente con sus convicciones, el PSOE no puede votar a favor de la investidura del señor Rajoy, ni siquiera abstenerse en la segunda vuelta. Que el PP forme gobierno con otros, si es que puede, pero no con el apoyo de los socialistas, quienes constituyen su verdadera alternativa. (Cuando voy a publicar esta entrada, ya se han producido unas declaraciones de Pedro Sanchez en el sentido que apunto. Los acontecimientos me sobrepasan)

También sería un error que Pedro Sánchez aceptara gobernar con el soporte de Podemos, de aquellos que ya le están marcando líneas rojas, algunas fuera de la legalidad que señala la Constitución, entre ellas el derecho a decidir, planteamiento inaceptable para una gran parte del electorado socialista. El PSOE, si contara con apoyos suficientes, debería gobernar con su programa, en el que por cierto figura la propuesta de modificar la carta magna, para dar cabida constitucional a determinadas aspiraciones periféricas, pero no traicionar la confianza de los que le han votado. No debe ceder a las presiones de aquellos que le exigen que cambie el rumbo y deje a un lado la moderación. Perdería su verdadera esencia y por tanto a muchos de sus cinco millones y medio de votantes, que en estos momentos constituyen una base sólida.

Desde mi punto de vista, la salida más inteligente para el PSOE en estos momentos sería la de seguir en la oposición o esperar a que se convoquen nuevas elecciones. Ya sé que a muchos votantes progresistas les resulta muy dura la idea de soportar un gobierno de la derecha neoliberal durante una legislatura más, pero en política las estrategias a corto no suelen ser las más eficaces. El electorado de izquierdas se ha dividido de forma artificial a la hora de votar, y las componendas poselectorales no son la receta más adecuada para resolver el entuerto. Podría ser que ésta fuera la ocasión para que algunos reconozcan el error que han cometido al confiar en promesas que no tienen en cuenta la realidad socioeconómica en la que España está inmersa.

Recuerdo una viñeta de Forges, hace ya bastantes años, en la que un personaje cabizbajo le decía a otro no menos abatido: van ustedes votando lo que van votando y después sucede lo que sucede. En aquella ocasión, el conocido humorista lanzaba un reproche a los centristas de la izquierda que habían dado su voto a la derecha, pero muy bien podría aplicarse ahora a los progresistas que han dado la espalda al PSOE.

22 de diciembre de 2015

Todos los ciudadanos hemos perdido las últimas elecciones generales

Resulta patético observar la reacción de los líderes de los partidos políticos, inmediatamente después de que se hayan conocido los resultados finales en cualquier proceso electoral. Ninguno considerará haber perdido las elecciones, sino todo lo contrario. Todos, sin excepción, asegurarán haber sido los ganadores con diferencia, por una u otra razón. Los comicios del pasado 20 de diciembre no se han librado de este fenómeno de estúpido y falso optimismo colectivo.

Si ganar unas elecciones generales significa haber alcanzado una mayoría suficiente para formar gobierno, la realidad de lo sucedido en esta ocasión es que ninguno de ellos las ha ganado. Se entiende que haya que mantener el espíritu de los votantes encendido para continuar dando batallas políticas, porque la vida continúa, pero oír a alguno de los cabezas de lista expresar sus impresiones tras el resultado electoral produce hilaridad, si no vergüenza.

Los partidos tradicionales, PP y PSOE, se han desplomado, o al menos dado un doloroso batacazo. Los emergentes, Podemos y Ciudadanos, han quedado tan por debajo de sus cacareadas expectativas, que ni con su apoyo podrán los primeros aspirar a gobernar. Detrás de estos cuatro, una nube de pequeñas formaciones, muy dispares en sus ideologías, o no alcanzan a disponer de capacidad suficiente para inclinar la balanza en uno u otro sentido, o nadie quiere adquirir compromisos con ellos en la nueva singladura, o han desaparecido del mapa parlamentario. Analizar caso por caso sería prolijo y no entra dentro del propósito que me lleva a escribir esta entrada en el blog.

¿Tan seguros estamos de que el bipartidismo sea una lacra política que haya que erradicar? La realidad con la que nos encontramos ahora es la ingobernabilidad del país. La alternancia entre dos grandes partidos tiene inconvenientes, qué duda cabe, pero la atomización no es la solución. La derecha y la izquierda se han dividido de manera artificial, sólo por afanes personalistas, por mucho que algunos pretendan justificar su rebeldía como un intento de regeneración democrática. Yo no me he creído nunca sus prédicas, y a la vista de los resultados me las creo mucho menos Lo que ha sucedido está más cerca de quítate tú para que me ponga yo, que de una entrada en la batalla política para aportar nuevas idas. La campaña en este sentido ha sido deplorable, hasta el punto de que los emergentes, en un intento de parecer más honrados que Teresa de Calcuta, han puesto en práctica  un cainismo despiadado y contra natura, abominando de los propios más que de los ajenos.

La ley electoral es mejorable, pero hoy por hoy es la que existe, y prima a las grandes formaciones políticas en detrimento de las pequeñas. Echarle la culpa a esta circunstancia ahora, es como acusar a la lluvia de haberte empapado, cuando podías haber abierto el paraguas. Si la izquierda hubiera intentado una gran alianza previa, un acuerdo inteligente de mínimos sociales y progresistas, es muy posible que hubiera ganado las elecciones, y así se habría logrado el cambio que todos dicen perseguir. Pero ni siquiera ha sido posible un pacto entre Izquierda Unida y Podemos, porque los líderes de este último partido no lo han querido, para no ceder un ápice de protagonismo político. ¡Cuándo aprenderá la izquierda!

Como no veo, porque no parecen posibles, alianzas poselectorales que garanticen la estabilidad política durante toda una legislatura, mucho me temo que habrá que acudir a unas nuevas elecciones. Pero dado el panorama político, y sobre todo las intransigencias de unos y de otros, es posible que ni así salgamos del embrollo. La actitud de los líderes emergentes, ahora envalentonados con los resultados obtenidos, no va a cambiar. Permanecerán atacando a diestra y siniestra, siguiendo una estrategia miope y sin visión de futuro, y el país continuará navegando en las aguas turbulentas de la inestabilidad.

Ni ha ganado ninguno de los partidos políticos, ni hemos ganado, como consecuencia, ninguno de los ciudadanos.

18 de diciembre de 2015

Violencia machista

He leído en alguna ocasión cuestionar que la expresión violencia de género sea la más adecuada desde un punto de vista lingüístico. Los que así opinan argumentan que el género es algo inherente a la gramática -género masculino o femenino-, mientras que la violencia a la que la citada expresión hace referencia es aquella que ejercen algunos componentes del sexo masculino contra sus parejas del femenino. Por tanto, preferirían utilizar la expresión violencia de sexo.

Por el contrario, otras opiniones sostienen que la palabra sexo se refiere a las características biológicas específicas de los varones o de las hembras, mientras que habría que relacionar la expresión género con las diferencias culturales y sociológicas entre lo masculino y lo femenino. Si la violencia se ejerce por razones psicológicas y no por diferencias morfológicas, la expresión violencia de género, según estos, sería la más adecuada.

Pero para lo que ahora quiero escribir aquí da lo mismo una que otra, siempre que se tenga presente que nos estamos refiriendo a la violencia machista, es decir, a la que ejercen determinados varones contra sus parejas, sólo por la razón de que no admiten que la situación de los derechos de la mujer ha cambiado y afortunadamente sigue cambiando.

Si la mujer continuara en inferioridad de condiciones legales, sociales y culturales con respecto al hombre o, dicho de otra manera, si permaneciera sometida a su pareja, muchos de estos maltratos y asesinatos no se cometerían, porque no habría causa para los maltratadores ni para los asesinos. Lo que les mueve a cometer sus cobardes crímenes es el machismo cultural, el íntimo convencimiento de que sus parejas se extralimitan en los derechos que ejercen, sólo porque pretenden hacer lo mismo que ellos. No soportan verlas comportarse como personas libres e independientes, en igualdad de condiciones a las suyas.

La discriminación positiva que recientemente se ha introducido en el código penal español tiene en cuenta esta circunstancia, que la violencia de género se ejerce por razones de carácter psicológico. Los que ahora solicitan que se dé el mismo tratamiento legal a las mujeres que asesinan a sus parejas que a los hombres que matan a las suyas, parecen olvidar esta circunstancia. Una mujer que acabe con la vida de su pareja, no lo hará porque considere que se esté extralimitando en sus derechos como hombre. La moverá la venganza, el dinero, el odio, el hartazgo, la ambición o cualquier otro motivo, pero no será un móvil de género, o de sexo si se prefiere: la causa será independiente de su condición de mujer. Las mismas razones podrían haberla llevado a asesinar a otra mujer o a un hombre con el que no estuviera sentimentalmente relacionada.

Por eso, los comentarios de la representante de Ciudadanos, Marta Rivera de la Cruz, en el debate de hace unos días en La 1, cuando pedía igualdad de tratamiento penal, con independencia del sexo de quien ejerza la violencia en el ámbito familiar, podrían significar que no ha entendido la realidad del problema. Por supuesto que hay que castigar a las asesinas de sus parejas con toda la dureza de la ley, de la misma manera que a cualquier otro asesino.

Las críticas que le han llovido a Marta Rivera de la Cruz a raíz de sus declaraciones, responden a la idea de que negar la diferencia entre un caso y otro implica negar que el machismo psicológico siga existiendo y desemboque, en ocasiones, en maltrato y hasta en asesinato. Ahí está el quid de la cuestión.

Su partido haría muy bien en aclarar el patinazo. Debería dejar a un lado tantas explicaciones alambicadas y reconocer, de una vez por todas, que su representante en el debate se equivocó. Le haría un gran favor a la lucha contra la lacra social de la violencia machista.

17 de diciembre de 2015

No a la violencia, venga de donde venga


Mis amigos gaditanos lo dirían con otras palabras y con mucha más gracia que yo: de violencia ni mijita.

Me había sentado ante el ordenador para escribir mi próxima entrada en este blog, cuando he recordado la agresión que sufrió ayer el señor Rajoy. Inmediatamente he dejado a un lado las ideas que me ocupaban en ese momento, para centrarme en el rechazo que me produce observar la violencia ejercida por un energúmeno, contra un político en pleno ejercicio de sus derechos democráticos como candidato en las próximas elecciones. Rechazo, además de indignación.

He oído esta mañana en la radio, como hago casi todos los días, a Iñaki Gabilondo. El conocido periodista, además de condenar la agresión al presidente del gobierno sin paliativos, ha alertado sobre el peligro de que resuciten los viejos usos ya olvidados, las pasiones violentas y el estilo gansteril. Que nadie caiga en la tentación de devolver el agravio con la misma moneda. Una cosa es denunciar mediante palabras las incoherencias del adversario político, aunque sea utilizando frases puestas al límite de lo políticamente correcto, como sucedió en el debate del otro día, y otra muy distinta regresar a la vieja dialéctica de los puños, por cierto tan del gusto de los extremos políticos, tanto de la derecha como de la izquierda.

El que el autor del puñetazo sea un menor de edad no le quita la menor importancia al hecho, porque detrás de situaciones como ésta suele haber un caldo de cultivo inaceptable. La justicia tiene que tener en cuenta la circunstancia de los años del agresor, pero al mismo tiempo debe investigar a fondo quiénes pudieran estar detrás del ataque, que a mí me parece en principio preparado y no iniciativa de un lobo (lobezno) solitario.

La violencia, además de condenable, es alarmante, porque si no se controla a tiempo deviene en más violencia. Los españoles vamos a ir a votar una vez más para elegir el nuevo Congreso, cuyos diputados a su vez elegirán a quien haya de ser el presidente del gobierno durante los próximos años. Pensemos como pensemos políticamente, deberíamos sentirnos orgullosos de nuestro civismo, ampliamente demostrado desde que la democracia regresó a nuestro país.

Lo repito, de violencia ni mijita.

15 de diciembre de 2015

Las verdades del barquero

Tengo que reconocer que mi lado conservador, esa parte del subconsciente que me previene contra la vulneración de las normas de conducta establecidas, sufrió ayer una pequeña sacudida cuando oyó decir a Pedro Sánchez, en el debate con Mariano Rajoy, aquello de que usted no es una persona decente. La otra, la progresista, dio un brinco de satisfacción mal disimulada y pensó que ya era hora de que alguien se atreviera a denunciar la corrupción, con luz y con taquígrafos.

Como a pesar de todo no me quedaba tranquilo, acudí rápidamente al diccionario de la RAE, a ver si me aportaba algún indicio sobre las intenciones que se ocultaban en la mente del líder del PSOE al pronunciar aquella estruendosa frase, ya que daba por seguro que la expresión no había sido dicha al azar, sino sesudamente seleccionada entre el vasto repertorio de las posibles. Me parecía evidente que no se trataba ni de una improvisación ni de una salida de tono involuntaria.

Decente puede tener varias acepciones, que enumero a continuación.: 1) honesto, justo, debido; 2) correspondiente, conforme al estado o calidad de la persona; 3) adornado, aunque sin lujo, con limpieza y aseo; 4) digno, que obra dignamente; 5) bien portado; 6) de buena calidad o en cantidad suficiente.

Eliminadas algunas de ellas, que a simple vista parecen no encajar con la personalidad y circunstancias del destinatario de la afrenta verbal, todavía quedarían algunas dudas sobre la intención subyacente. Pero si tenemos en cuenta que la expresión estaba directamente relacionaba con la pretensión de Mariano Rajoy de repetir la presidencia del gobierno, la cosas empiezan a estar más claras y mi lado conservador más tranquilo. Quizá Pedro Sánchez quisiera decir que no es decente quien consiente, tolera o justifica la indecencia a su alrededor.

La mujer del Cesar, además de ser honesta, debe parecerlo. El señor Rajoy dijo ayer que en treinta años de política ningún juez lo había llamado a declarar. ¡Menos mal! Pero el señor Sánchez le estaba hablando de la corrupción a su alrededor, no ya sólo en las filas de su partido, sino en la cúspide del PP. Lo estaba acusando de no haber admitido ninguna responsabilidad política, de haber actuado como un don Tancredo entre los corruptos, de animar con sus SMS a quien había evadido no sé cuántos millones de euros (ya me pierdo), de haber nombrado a Rato presidente de Bankia, de autorizar obras en la sede de su partido con pagos en b, de … tantas y tantas cosas que los españoles conocen. Si hubieran sido relacionadas todas,  no hubiera habido tiempo para nada más.

Frente a esto, además de lanzar a su oponente el conjuro de que nunca se recuperaría políticamente de haber descendido al fango, entonó la canción de los ERES. Sí, señor Rajoy, un caso vergonzoso que ya veremos cómo queda al final. Pero, quede como quede, un caso de corrupción que no admite disculpas y que, de momento, ya se ha cobrado varias dimisiones; y espero y confío que más de una sentencia condenatoria. Pero, de los actuales dirigentes socialistas, ninguno está o ha estado relacionado con aquella desvergüenza, una diferencia que parece no tener usted en cuenta.

Decía el otro día un buen amigo mío en su blog que los debates sólo sirven para afianzar prejuicios. Es posible que tenga razón y que todos los que asistimos al de ayer terminemos votando lo que ya habíamos pensado, porque incluso los indecisos tienen sus preferidos, aunque digan lo contrario. Pero, suceda lo que suceda en las próximas elecciones, el debate de ayer pasará a la Historia por haberse oído en él las verdades del barquero.

12 de diciembre de 2015

Costubres, usos, hábitos, modas y modales

A la mayoría de las personas le resulta difícil seguir el ritmo de la evolución de las costumbres, sobre todo a partir de cierta edad. Todo cambia tan deprisa, que la dinámica del conjunto social arrolla al individuo. No es un fenómeno de nuestro tiempo, sino algo que sucede desde que el mundo (el del homo sapiens) es mundo y supongo que seguirá dándose hasta que éste desaparezca. No somos más lentos que cada uno de los demás componentes de la especie humana en aceptar los cambios, sino menos rápidos que la sociedad en su conjunto.

Ante este fenómeno, que resulta desconcertante y a veces turbador, caben muchas actitudes, yo diría que tantas como individuos existen. Pero para simplificar la reflexión que pretendo exponer ahora, estableceré tres grandes grupos: el de los reacios al cambio en los usos, el de los conformistas con la evolución de las costumbres y el de los que se suman de manera más o menos  entusiasta a los nuevos modos. Acepto de antemano que se trata de una sinopsis simplista de la realidad, pero insisto en que, para mi propósito aquí, esta clasificación puede servir.

En la primera de estas categorías se situarían aquellos que, considerando bueno -si no excelente- lo que ellos han practicado durante su existencia, condenan cualquier innovación. Se trata de personas de mentalidad conservadora, satisfechas o no con el mito de su propia realidad, que cuando alcanzan determinada edad no están dispuestas a cambiar sus hábitos ni a admitir, de manera intelectual, los que van apareciendo. Para ellos los cambios en las costumbres no significan nuevas modas, sino modales inaceptables. Nunca aceptarán la dinámica del grupo y pretenderán vivir de espaldas a la realidad que los rodea.

En el segundo grupo se encontrarían los que, aún con dificultades a la hora de adaptarse a las nuevas realidades sociales, admiten que el mundo siga adelante, aunque ellos ya no tengan demasiado interés en continuar alineados con los demás. Aceptarán en sus congéneres los usos y costumbres que vayan apareciendo, observarán los cambios a cierta distancia y quizá con algo de desconfianza, y sólo se sumarán a las novedades cuando estén completamente convencidos de su utilidad, si es que llegan a estarlo alguna vez. Entienden perfectamente que la dinámica del grupo tenga su propio ritmo, pero prefieren mantenerse fieles a sus hábitos.

En el tercero habría que colocar a los que permanecen atentos a las innovaciones en las costumbres, procuran no perder el hilo del cambio en los comportamientos humanos y practican a fondo unos usos a los que no quieren dar la espalda, aunque sólo sea por su novedad. Creen que hacerlo así les mantiene dentro del mundo real, además de prestarles una renovación intelectual que de otro modo perderían. Fuerzan su ritmo individual para acoplarlo al colectivo.

En el fondo de todo esto subyace, en mayor o menor medida, el íntimo y muy arraigado convencimiento individual de que cada uno de nosotros goza de alguna capacidad para modificar el ritmo del mundo. Si lo miramos desde este punto de vista, los del primer grupo –los reaccionarios al cambio- habrán llegado a la conclusión de que con su actitud personal, crítica y beligerante, todavía están a tiempo de reconducir las cosas, de devolverle al conjunto el norte perdido. Los segundo –los conformistas- pensarán que, aunque el mundo tenga derecho a disponer de su propia dinámica, como individuos prefieren mantenerse al margen y no hacer nada para modificar la inercia colectiva. Para los terceros -los entusistas-, subirse al carro de las modificaciones será de alguna manera sentir que influyen en el cambio

Hasta aquí unas reflexiones teóricas. Lo difícil empieza cuando uno intenta catalogarse dentro de alguna de estas categorías. Confieso que yo lo he intentado y no lo he logrado. Por un lado me molestan determinadas modas sobrevenidas, que considero de mal gusto; por otro acepto de buen grado que algunos practiquen nuevas costumbres, aunque que a mí me resulten extrañas; y por último, ciertas innovaciones en los usos y en las modas cuentan con mi total aprobación y hasta las sigo con entusiasmo.

Entonces: ¿para qué tanta teoría? Para reflexionar, diría yo. Es una magnífica costumbre que siempre ha existido y confío en que nunca deje de existir.

10 de diciembre de 2015

¿Habrá pactos poselectorales? Ni siquiera ellos lo saben

Aunque yo no tenga nada claro que se vayan a producir pactos poselectorales tras los comicios del 20 D, resulta interesante especular sobre las distintas posibilidades que según algunas opiniones están abiertas. Cuando digo que no lo tengo claro, me estoy refiriendo a gobiernos bipartitos o tripartitos, no a acuerdos que permitan que una fuerza gobierne con el apoyo o consentimiento de otra. Son cosas completamente diferentes, ya que la primera implica un fuerte compromiso, y por tanto responsabilidad en la gobernación del país, y lo segundo tan sólo una manera de dar paso a un determinado partido, sin ataduras que comprometan las actuaciones en el futuro.

Empezaré reflexionando sobre un hipotético acuerdo de gobierno entre el PP y Ciudadanos, dos versiones muy parecidas de la derecha neoliberal, por mucho que Albert Rivera proclame su centrismo, e incluso a veces, en un alarde de osadía, su izquierdismo. ¿Alguien se ha puesto a pensar en cómo se repartirían las carteras? Parece claro que el PP no iba a dejar en  manos de Ciudadanos las de carácter económico, donde radican las claves de la verdadera política. ¿Qué ministerios podría entonces entregar a sus socios? ¿Acaso Interior o Defensa? ¿Quizá Trabajo, Sanidad o Educación? ¿O alguno nuevo, como podría ser resucitar el de Administraciones Locales y endosar los problemas independentistas catalanes al partido emergente? Yo no veo ninguna de esas posibilidades, aunque sí la de que Ciudadanos permita la investidura de Rajoy (siempre que la lista del Partido Popular resultara la más votada), y se mantenga después al margen de responsabilidades de gobierno y a la espera de mejores oportunidades políticas. Lo que significaría para el PP, que a nadie le quepa la menor duda, gobernar durante toda la legislatura con una espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza.

La segunda posibilidad que circula de mentidero en mentidero es la hipotética simbiosis PSOE-Ciudadanos, es decir un acuerdo entre las dos fuerzas más centradas, o menos radicalizadas si se prefiere, dentro del panorama político actual. Sería ésta una combinación entre una izquierda moderada, pero decididamente progresista, y una derecha templada, aunque de manifiesta tendencia conservadora. Curiosamente es uno de los pactos que según las encuestas cuenta con más partidarios, puede ser que porque podría significar a primera vista una cierta templanza o mesura, algo que en estos momentos prefieren muchos españoles. Pero, con toda franqueza, es un maridaje que no me acaba de encajar, aunque reconozco que quizá aquí sí cupiera un cierto reparto de carteras ministeriales, distribución que dependería de cuál de los dos hubiera obtenido más escaños.

El pacto entre los dos partidos de izquierdas todavía resulta, desde mi punto de vista, más improbable. La radicalidad de Podemos, cuyos líderes parecen más pendientes de borrar del mapa a todos los partidos progresistas que preocupados por favorecer el cambio, ignorando de manera sorprendente que tienen muy pocas posibilidades de gobernar, ha dividido el voto progresista, de tal forma que la suma de los dos no alcanzará, a todas luces, la mayoría absoluta. Por tanto, elucubrar sobre esta combinación es creer en que los niños vienen de París. La izquierda va a perder la posibilidad  de volver a gobernar gracias, entre otras cosas, a la ambición desmedida y a la torpeza política de los dirigentes de Podemos. Es una vieja historia que se repite decenio tras decenio, para regocijo y beneficio de las derechas.

Por otro lado, las cavilaciones sobre posibles acuerdos a tres bandas no entran dentro de las reflexiones sensatas, por mucho que ahora estén circulando algunas quinielas tripartitas. Ese sería un rompecabezas difícil de encajar, un maremagno de ideas encontradas, de perfiles diferentes, de mentalidades distintas, que no haría sino llevar a España a la ingobernabilidad. Ni veo tal posibilidad ni la deseo.

Sin embargo, debo añadir que, aunque yo sea un escéptico, cualquier posibilidad está abierta. Todo dependerá del resultado que salga de las urnas, de los votos y escaños que obtenga cada partido. Nunca antes como ahora había estado tan incierto el porvenir político en España.

8 de diciembre de 2015

Una dama escudero y tres caballeros

Ayer vi en televisión el debate organizado por Atresmedia y transmitido por los canales Antena 3 y La Sexta, que contó con la presencia de la representante del señor Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, y la de tres candidatos a la presidencia del gobierno. Junto a los atriles se situaban la actual vicepresidenta y los presidenciables Albert Rivera, Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, situados en este orden, de derecha a izquierda de la pantalla.

Terminado el debate, los medios de comunicación se han lanzado a buscar ganadores y perdedores, de la misma forma que si se tratara de una competición deportiva. No hay nada que guste más a la gente que establecer comparaciones, como si en una controversia política, donde intervienen ideas, capacidades expresivas, talantes, atractivos personales y tantas otras circunstancias, fuera tan fácil determinar un ranking. Por tanto, hoy aquí me voy a limitar a confesar mis propias impresiones sobre cada una de las actuaciones en particular y sobre el conjunto de ellas en general, porque no quiero caer en la trampa que acabo de denunciar arriba.

Empezaré diciendo, porque quizá sea lo más destacable de toda la sesión, que la ausencia del actual presidente del gobierno protagonizó la sesión. La señora Sáenz de Santamaría intentó ganarse el sueldo, pero el papelón que le había encargado su jefe no era fácil de interpretar. La ausencia injustificada de éste la situaba en una mala posición de salida, y ante tal circunstancia sólo pudo argüir que el PP es un equipo y cualquiera vale para representarlo. Pobre escusa que nadie cree a estas alturas.

El segundo punto débil de la representante del Partido Popular fue la defensa que se vio obligada a hacer ante la acusación de corrupción a Mariano Rajoy que formuló Albert Rivera, con la portada de un periódico en la mano. Según sus palabras, el presidente del gobierno no estaba allí debido a su implicación en las tramas que afectan al Partido Popular. La vicepresidenta crispó el semblante, acusó el golpe y a punto estuvo de perder la compostura. Pero se rehízo y continuó el debate, supongo que haciendo de tripas corazón.

Albert Rivera, obsesionado con interpretar el rol de centrista a ultranza, atacó a diestra y siniestra, al PP y al PSOE, sin demasiados miramientos ni cortesías, fuera por completo del tono sosegado que intenta mantener en sus comparecencias públicas. Eludió las respuestas sobre las posibles alianzas poselectorales de Ciudadanos, aunque de sus palabras se deduce que facilitaría la investidura de Rajoy, si la lista de éste fuera la más votada, y después pasaría a la oposición. Creo que están claras sus intenciones, nada que no supiéramos de antemano.

Durante el debate se comportó con cierto nerviosismo, volviendo la vista a derecha e izquierda constantemente, aunque conté más giros hacia Pedro Sánchez que hacia Soraya Sáenz de Santamaría, por supuesto con intenciones acusatorias. Él sabe muy bien que los votos que puede captar en la derecha ya son suyos y ahora intenta pescar en el caladero del PSOE.

Pablo Iglesias se comportó como todo un showman, como la mosca cojonera que tan bien sabe interpretar. Se notó su obsesión por minar las bases de Pedro Sánchez, hasta el punto de que noté cierta ausencia de crítica hacia la derecha, una prueba de que su actuación iba dirigida más a captar votos del PSOE que a derrotar al PP, táctica que le puede dar rédito electoral a corto plazo, aunque debilite las posibilidades del cambio que desean los progresistas.

En su minuto final, el de los mensajes de cierre, entonó una letanía de peticiones de “no olviden” las corrupciones habidas, efectiva desde un punto de vista retórico, aunque tengo mis dudas de que también lo sea desde la perspectiva de los resultados prácticos. Terminó pidiéndonos a todos que no perdiéramos la sonrisa nunca, loable canto al optimismo.

A Pedro Sánchez le tocó el peor toro de la corrida. Fustigado desde la derecha y desde la izquierda sin contemplaciones, tuvo que mantener un papel defensivo, sin que apenas tuviera ocasión de explicar sus diferencias con los demás, circunstancia que dio a su intervención un tinte algo apagado y de cierta ambigüedad, lo que no quiere decir que no metiera los dedos en las llagas de sus contrincantes en cada ocasión que se le presentó, que fueron muchas y muy variadas. No lo tenía fácil y él lo sabía de antemano.

Sin embargo capeó el temporal con habilidad, porque no le falta ni oratoria ni fotogenia. Sabía sin duda, además, que de todos los que estaban allí será el único que debatirá en directo, ante las cámaras y con gran audiencia, con el gran ausente de esa noche, el señor Rajoy. Se trataba por tanto de mantener el tipo ante la avalancha de los ataques y esperar mejor ocasión.

Creo, por último, que el formato del debate, muy distinto al de las formas encorsetadas a las que estamos acostumbrados, ha marcado un estilo novedoso en nuestro país. Me pareció un alarde de civismo, buenas formas y templanza democrática. Ojalá se repita en el futuro con más frecuencia y ojala nadie huya nunca más del desafió dialéctico, como ahora lo ha hecho el señor Rajoy.

3 de diciembre de 2015

Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis

Reconozco que estoy siendo muy poco original al referirme con este título a los cuatro presidenciables de turno, pero hoy me he levantado algo bajo de forma, y como consecuencia no he sido capaz de encontrar otro más creativo, más acorde con las verdaderas circunstancias que rodean a los que forman el cuarteto electoral. Además, en realidad son más de cuatro, aunque la crueldad de la política haya dejado a alguno de ellos completamente al margen del debate, condenado al ostracismo político. Por tanto, ni son cuatro, ni nos van a traer el apocalipsis final. Pero me quedo con este titular, para el que además he encontrado un dibujo curioso, que al menos a mí me gusta.

Todos sabemos que los candidatos no son ni el Anticristo, ni la Guerra, ni el Hambre, ni la Enfermedad, aunque si pusiéramos algo de imaginación es posible que llegáramos a establecer algunas identificaciones. Pero ese sería un ejercicio diabólico, y como tal lleno de malas intenciones, que ni siquiera voy a intentar, entre otras cosas porque sé que si fueran otros los que lo hicieran, con toda probabilidad llegarían a conclusiones distintas de las mías.

La verdad es que a mí no me acaba de gustar ninguno de ellos, ni Mariano, ni Albert, ni Pablo, ni siquiera Pedro. Creo que no dan la talla para lo que se necesita ahora, es decir, para sacar al país de verdad de la crisis económica, de la mediocridad cultural, de la pérdida de prestigio internacional y, sobre todo, para devolverle los derechos sociales perdidos. O están quemados por todas las esquinas de la responsabilidad política, o no ofrecen más atractivo que el da una sonriente juventud, o se limitan a manejar manidas propuestas que sólo atraen por la música y no por la letra, o no dicen nada que no hayan dicho antes y después no hayan sido capaces de cumplir. Me pregunto entonces: ¿a quién voy a votar en las próximas elecciones? Y me contesto a continuación: olvídate de las personas y piensa en las ideas, en el modelo de sociedad en el que quisieras vivir y que vivan tus hijos, y compáralo con el que defiende cada uno de los Jinetes del Apocalipsis.

Lamentablemente, los comicios en España se han convertido en una elección de personas y no de ideas, algo que no estaba en la intención de los que diseñaron nuestro sistema electoral. Con frecuencia olvidamos que en realidad lo que elegimos no son líderes, sino programas políticos, respaldados, no por una sola persona, sino por organizaciones comprometidas con las ideas que encierran los programas. Nos inclinamos por políticas de derechas o de izquierdas; por el conservadurismo o por el progreso; por la austeridad a ultranza o por las políticas sociales; por continuar manteniendo los privilegios de unos pocos o por reducir las desigualdades, proteger los derechos individuales y mantener la cultura en el lugar que le corresponde. Pero a veces parece como si todo eso lo olvidáramos

Por eso, si bien es inevitable que la valoración del líder influya en el proceso de decisión, no puede ni debe ser el principal condicionante para el elector. Ya he dicho que a mí no me gusta del todo ninguno de los cuatro. Pero cuando me centro en el terreno de las ideas, mis dudas desaparecen, porque entonces lo que hago es comparar la alternativa que siempre he defendido con las otras; valorar, cuando existen, los antecedentes de cada partido; reflexionar sobre lo alcanzable que defienden unos y las utopías que pregonan otros. En definitiva separar el polvo de la paja.

Cuando hago eso, empiezo a notar que la esperanza retorna a mi estado de ánimo, a recuperar la confianza en los programas que sigo defendiendo y a olvidar, o al menos a valorar en su justa medida, a las personas. Porque, no lo olvidemos, los líderes no son más que meros instrumentos circunstanciales y las ideas constituyen las razones últimas que nos deben mover a la hora de votar.

30 de noviembre de 2015

Los mitos y la evolución del hombre

Ha caído entre mis manos un magnífico libro, escrito por el historiador israelí Yuval Noah Harari, titulado Sapiens (de animales a dioses) y editado en la colección DEBATE, ensayo cuya lectura recomiendo a todo aquel que esté interesado en conocer las teorías sobre los orígenes y la evolución de la especie humana (abstenerse creacionistas). Además de resultar muy interesante por las tesis que el autor sostiene a lo largo de sus páginas, está muy bien documentado, es de fácil lectura y, sobre todo, resulta muy didáctico. En sus capítulos se revisa, bajo puntos de vista antropológicos e históricos, la evolución del ser humano, desde que acababa de dejar de ser un primate irracional, hasta nuestros tiempos.

En uno de los primeros capítulos, Harari hace una reflexión muy curiosa. Explica que los estudios biológicos han demostrado que, entre los miembros de determinadas especies de mamíferos, no es posible mantener un mínimo de cohesión social cuando el número de individuos que componen el grupo supera los ciento cincuenta. A partir de ahí se forman nuevos agrupamientos, que se separan del original para emprender su propio destino vivencial. Los métodos de comunicación que utilizan no permiten mantener unidos, bajo una misma disciplina, a tan alto número de congéneres.

En el libro se explican uno por uno lo que Hariri denomina hitos de la evolución del hombre, al primero de los cuales da el nombre de “Revolución cognitiva”. Consistió ésta en la superación del mero intercambio de información elemental entre los miembros de las pequeñas tribus de humanos que entonces pululaban por la tierra, para mediante la creación de referentes colectivos dar lugar a organizaciones sociales de mayor entidad numérica.  Según este historiador, fue ese el momento a partir del cual el "homo sapiens" continuó su evolución, sin necesidad de que se produjeran nuevas mutaciones en sus cromosomas, mecanismo biológico que hasta entonces la había permitido.

El autor denomina mitos a esos referentes, porque en realidad sólo existen en la imaginación colectiva de la gente. Entre ellos figurarían las que hoy denominamos costumbres, nacionalidades, culturas, religiones, o cualquier conjunto de creencias compartidas por un gran número de personas, alrededor de las cuales se han agrupado los colectivos humanos a lo largo de la Historia y siguen agrupándose en la actualidad.

Supongo que las teorías de Hariri encontrarán grandes detractores, como suele suceder la mayoría de las veces con las de los grandes pensadores, o  con las de  los que simplemente se atreven a ir en sus conclusiones un paso por delante de los demás. Sin embargo, creo que ayudan a entender muchas cosas de las que han sucedido y continúan sucediendo en las sociedades humanas, colectivos que conviven alrededor de creencias que en realidad sólo existen en su imaginación. Hariri no discute la utilidad de los mitos, se limita a explicar el origen de su existencia. Incluso va más allá al considerarlos inicialmente necesarios para que el hombre diera, en su momento, el gran paso entre vivir en pequeñas tribus y organizar su existencia en grandes sociedades, estructuradas y formadas por un gran número de individuos.

Otra cosa muy distinta sería reflexionar sobre la necesidad de que los mitos sigan existiendo en las sociedades modernas, que van sustituyendo las creencias colectivas (patria, religión, familia) por leyes y normas de conducta. ¿Para qué entonces mantener los mitos si ya no son necesarios? La respuesta a este interrogante no la da Hariri, al menos en este libro. Los que estén interesados, tendrán por tanto que seguir buscando en otras fuentes.

27 de noviembre de 2015

Las cursiladas del ministro

Hace unos meses publiqué en este blog, bajo el título de “Virus del lenguaje”, una serie de artículos con los que pretendía contribuir, dentro de mis limitadas capacidades, en la defensa de nuestro idioma. Como, según mi percepción, aquellas entradas no tuvieron demasiados lectores, y uno escribe para compartir ideas con los demás y no como simple ejercicio onanista, decidí centrarme en otros temas y abandoné el propósito inicial de denunciar, de vez en vez, las innumerables incorrecciones de expresión oral que nos rodean, algunas que siempre han existido y otras que se van colando poco a poco entre nosotros. Pensé en aquel momento, creo que con buen criterio, que doctores tiene la Iglesia.

Pero ayer saltaron las alarmas de mi sensibilidad, siempre al acecho de las agresiones lingüísticas. Cuando estaba viendo un informativo, sorprendí de repente al ministro García Margallo, ufano como casi siempre con las declaraciones que hace ante los medios de información, con una frase memorable: la contribución en la lucha contra el “yihadismo” no pasa necesariamente por “colocar botas sobre el terreno”. Inmediatamente me levanté de mi butaca como un resorte, abrí el ordenador y me puse a escribir o, mejor dicho, a denunciar el ultraje a las buenas maneras idiomáticas que acababa de presenciar. Es uno de los pocos desahogos de la ira que me permito sin cargos de conciencia.

Los americanos utilizan una expresión, que seguramente a ellos en inglés les suena bien, “to put boots on the ground”. El otro día la leí puesta en boca del presidente Obama y no me sorprendería que se tratara de una frase hecha. Pero que un ministro de Asuntos Exteriores de España traduzca la expresión literalmente y la suelte sin recato ante la audiencia de su país, me parece un desatino impropio de su categoría política, aunque aquí en realidad la vara de medir debería ser la que se utiliza para cuantificar el intelecto y no el rango político. Se convendrá conmigo en que son cosas que a veces no coinciden.

El señor García Margallo hubiera podido tomarse la molestia de traducir la frase y explicar a los españoles que se puede contribuir en la lucha contra el terrorismo sin enviar tropas al terreno de operaciones. Los ciudadanos en general le habríamos entendido la idea y yo en particular me hubiera evitado un sobresalto. Pero, pensándolo mejor, quizá el ministro no sólo pretendiera informar, sino además sorprender a la concurrencia con una cursilada mayúscula, de esas que crean estilo.

Hace un cierto tiempo, cuando el anterior rey convalecía de una de sus caídas, le oí decir a este ministro, también en unas declaraciones ante las cámaras y los micrófonos, que había sido testigo directo del sufrimiento del ilustre paciente, porque se había quejado delante “suya”. Por tanto no debería haberme sulfurado, sino  tomado la afrenta como procedente de quien procede. En aquella ocasión envié la grabación del patinazo a un buen amigo, que a su vez la hizo llegar a determinada cadena de radio para que la pusieran en antena. Así pude compartir mi sobresalto con unos cuantos miles de españoles.

Una expresión clasista, que con el tiempo ha tomado un significado muy distinto al original, declara que nobleza obliga. Cuando se ocupan determinadas posiciones en la sociedad, se debe cuidar las formas, todas por supuesto, pero me atrevería a decir que sobre todo las lingüísticas. Que un ministro de Asuntos Exteriores se exprese así, no es el mejor ejemplo cultural que se puede ofrecer a la sociedad.

Lo peor de todo es que, con botas o sin botas, los españoles no sabemos todavía hasta dónde va a llegar nuestra contribución en la lucha contra el terrorismo islamista. Pero ese es otro asunto, que hoy no toca.

26 de noviembre de 2015

La amenaza del euroescepticismo. ¿Está Europa echando el freno?


Ya he confesado en más de una ocasión en este blog que me considero un europeísta convencido, expresión manida, a veces mal utilizada, que en mi caso significa  que contemplo con ilusión, y también con inquietud, el largo y tortuoso trayecto por el que transcurre la construcción de la Unión Europea, un proyecto difícil, plagado de obstáculos de todo tipo –internos y externos-, que avanza lentamente hacia el ambicioso objetivo de convertir a Europa en un estado supranacional.

Desde que la Unión Europea existe, incluso cuando todavía no se denominaba así, se han oído voces disidentes, ataques directos al proyecto de la construcción europea. Es lo que  se ha dado en llamar euroescepticismo, beligerante y exacerbado en algunos casos, difuso e inconcreto en otros muchos, opiniones que por activa o por pasiva minan los cimientos ideológicos sobre los que muchos otros intentan consolidar el mayor espacio de libertad, de respeto a los derechos humanos, de solidaridad y de prosperidad social y económica que jamás haya existido.

Es cierto que se han dado grandes pasos desde que aquellos soñadores de los años sesenta decidieran impulsar el desarrollo del embrión comunitario que había surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Pero, aunque la construcción de Europa avanza imparable, lo hace con lentitud pasmosa, quizá porque no exista otra forma de seguir adelante. Varias generaciones han pasado desde que se trazaron los primeros bosquejos y otras muchas tendrán que sucederse hasta que se alcance el objetivo, al que por cierto nunca se llegará por completo.

Como se trata de un proyecto en marcha, y en fase todavía muy primaria, las debilidades que presenta a las agresiones externas son muchas y muy variadas.  Cuando las dificultades proceden de aspectos económicos, no resulta demasiado difícil superarlas. Al fin y al cabo todos estamos inmersos en la economía global y lo que para unos es bueno tiene que serlo para el conjunto. Los ministros de economía se reunirán tantas veces como haga falta, pondrán sobre la mesa la defensa de sus intereses nacionales y, con mayor o menor dificultad, alcanzarán acuerdos que dejen satisfechas a todas las partes. Es algo que estamos viendo todos los días.

Pero cuando los inconvenientes surgen del resbaladizo terreno de las ideologías, de los principios, de los derechos y obligaciones, y de esos aspectos de carácter intangible como son los que constituyen una cultura, empieza el pandemónium. Lo cual no tiene nada de particular si se tiene en cuenta que aquí las varas de medir no son más que convenciones adoptadas por las sociedades a lo largo del tiempo, de mitos construidos para facilitar la convivencia. Tratar de reunificarlas, o al menos conciliarlas en aras de un propósito común, ya no es tan fácil.

Europa está sufriendo en estos momentos uno de los mayores desafíos a su construcción, el de la llegada masiva de los refugiados que huyen de los conflictos del Próximo Oriente. Si se observan las discrepancias entre unos y otros países de la Unión respecto al tratamiento adecuado que haya que dar a este monumental problema, se llegará a la conclusión de que nos encontramos ante una situación en la que no va a ser nada fácil alcanzar acuerdos. En primer lugar porque incluso dentro de cada una de las naciones existen distintas opiniones, de manera que los políticos de turno adoptarán aquellas que desde su punto de vista les produzca mayor rédito electoral. Pero además, como las diferencias entre las culturas de unos y otros todavía son grandes, hablar de principios comunes resulta más una ilusión que una realidad.

Sin embargo, mientras no se llegue a la unificación de criterios en la vertiente de lo que llamamos principios, no se podrá hablar de una verdadera identidad europea, de una cultura homogénea, no se contará con el sustrato necesario para la creación de un auténtico Estado supranacional europeo. Dispondremos de una economía unificada, quizá de unas leyes homologadas y hasta puede que de un sistema de seguridad y defensa colectivo. Pero mientras no hablemos el mismo lenguaje de los derechos y las obligaciones de los hombres, no existirá una Europa unida.

Como soy un optimista incorregible, prefiero pensar que a pesar de las dificultades apuntadas  la meta es alcanzable. Si Europa es capaz de resolver el problema abierto entre sus miembros como consecuencia del actual reto migratorio, el europeísmo habrá dado un gran paso cualitativo. Si fracasa en el intento –y muchos son los que lo están intentando-, no todo se habrá perdido, pero el avance se ralentizará.

22 de noviembre de 2015

Denuncia del racismo oculto

Que el mundo está plagado de racistas es un hecho tan conocido que traerlo a colación resulta ocioso. Pero que muchos racistas no saben que lo son ya no es tan evidente. Se trata de una fobia inconsciente, de un prejuicio que como todos los de su especie es irracional y no responde a criterios lógicos. Está ahí, en la mente de los que sufren la aversión, pero ellos ignoran padecerla. Por eso algunos la exhiben sin aparente pudor.

Para detectar esta inclinación, es preciso prestar mucha atención a lo que se dice, fijarse en las sutilezas del lenguaje que se utiliza y analizar las intenciones que se ocultan detrás de los discursos. Y aún así, muchos racistas pasarán inadvertidos, porque nunca  pregonarán abiertamente sus escrúpulos.

El racismo tiene varias versiones, que van desde la defensa de la superioridad de la raza a la que se pertenece hasta la denigración de las demás. Suele ir acompañado de otros  rechazos, entre ellos la xenofobia, sobre todo en países donde sus habitantes pertenecen mayoritariamente a una sola raza, ya que en estos casos sucede con frecuencia que la de los foráneos no coincide con la de los nativos.

Por lo general se trata de una intolerancia derivada de cierto complejo de inferioridad, que intenta compensarse mediante la comparación con aquellos a los que se considera inferiores. Se da con frecuencia en sociedades multirraciales, donde los cruces entre razas son tan frecuentes que al final nadie está seguro de la procedencia de su sangre. El rechazo en estos casos hacia otras razas procede de la necesidad que sienten algunos de reafirmar como propia la que eligen por considerarla superior a las restantes.

Los racistas, llevados por la necesidad de justificar su fobia ante sí mismos, suelen esgrimir argumentos sociológicos, generalmente basados en la marginación y subdesarrollo de determinados colectivos, ocupen éstos continentes enteros, países concretos, determinadas regiones o barrios periféricos de las ciudades. Quizá no aludan directamente a la raza, pero en el aire quedará la acusación racial.

Entre sus razonamientos figura uno muy conocido: si están como están es porque quieren. De nada servirá entonces alegar razones históricas colonialistas, tanto en la versión clásica de ocupación territorial o en la más moderna de explotación económica; ni mucho menos analizar la falta de recursos de determinadas zonas, en las que las materias primas se encuentran en manos de multinacionales extranjeras. Para los racistas, la historia del dominio continuado de unos pueblos sobre otros pasará desapercibida. Para ellos la relación causa-efecto está perfectamente definida, consideran que existe una correspondencia biunívoca entre raza y nivel de desarrollo. Lo uno, para ellos, trae como consecuencia lo otro.

Si se les recuerda, por ejemplo, que el presidente de los Estados Unidos es de raza negra, es posible que argumenten que toda regla tiene su excepción o que la madre de Obama era blanca. Les costará mucho admitir que un hombre de piel negra haya llegado a dirigir los destinos de la nación más poderosa del planeta, en el que la raza mayoritaria es la blanca.

Sucede con frecuencia, además, que los racistas no aceptan que las sociedades civilizadas, cada vez más comprometidas en la lucha por la igualdad de todos los hombres, utilicen palabras que pretendan alejar del lenguaje de la calle las referencias a las razas. No comprenden que se trata de un intento de quitarle peso a la circunstancia racial, porque ésta no debería influir en la consideración que una persona se merezca como tal. No entienden que estas diplomacias lingüísticas persigan precisamente combatir el racismo. Argumentarán que a las cosas hay que llamarlas por su nombre y considerarán ridículas ciertas denominaciones que las sociedades modernas han acuñado para referirse a determinados colectivos. Dirán, por ejemplo, que si son negros hay que llamarlos negros.

El racismo, entre otras consideraciones, es una vulneración de los principios recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, una actitud antidemocrática, reaccionaria y antisocial. Aunque desde un punto de vista político sea transversal -no entiende de izquierdas ni de derechas-, comporta la negación de un principio insoslayable en una sociedad avanzada, la de que todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos.

Permanezcamos atentos, porque estamos rodeados de racistas que ni ellos saben que lo son.

19 de noviembre de 2015

Artur Mas y la incoherencia política

Una de las consecuencias indirectas de las atrocidades cometidas por los terroristas en París el pasado fin de semana, es la de haber empequeñecido, por no decir ridiculizado, las pretensiones separatistas de los señores Mas y compañía. Es cierto que en la mente de los fanáticos asesinos no estaba presente ninguno de ellos, pero la solidaria reacción del pueblo francés, en primer lugar, y del resto de Europa, a continuación, ponen de manifiesto que estamos en un mundo de sumandos y no de sustraendos. Observar las pretensiones independentistas catalanas tras lo sucedido le pone a uno ante la evidencia del absurdo.

Siempre he intentado mantener el principio de absoluto respeto hacia los que sostienen opiniones diferentes de las mías. Procuro y seguiré intentando no caer en descalificaciones personales, lo que no significa que renuncie a defender mis ideas y a criticar las que no comparto. Sin embargo, lo que está sucediendo en Cataluña en los últimos días me pone en el disparadero de saltarme esta norma, porque no puedo evitar pensar que el señor Mas está haciendo un ridículo espantoso. Se le está viendo el plumero de una ambición desmedida, que no se detiene ante nada, ni ideológico, ni social, ni legal.

Convergencia y Unión al principio, y ahora Convergencia Democrática de Cataluña, ha sido durante décadas el referente político de las clases medias catalanas, al mismo tiempo que un partido defensor de la actividad empresarial dentro de las normas de la economía de mercado. Su nacionalismo moderado nunca hasta ahora había traspasado límites que pusieran en peligro la permanencia de Cataluña en España. Se oían a veces voces discrepantes dentro de sus filas, pero como grupo político permanecía dentro de los ámbitos de la Constitución Española. Incluso, con su peso parlamentario, CIU ha contribuido a lo largo de diferentes legislaturas a dar estabilidad a más de un gobierno central español.

Se pueden entender, aunque no se compartan, las posiciones de Oriol Junqueras, separatista que nunca ha negado su condición. Oírle hablar ahora confirma lo que siempre ha sostenido ante las bases de Esquerra Republicana de Catalunya, que su objetivo es la independencia. Incluso los coqueteos que mantiene ERC con la CUP, un partido de extrema izquierda, podrían entenderse como consecuencia  de cierta proximidad ideológica.

Pero lo de Artur Mas es completamente diferente. En este caso nunca ha habido defensa a ultranza de la independencia de Cataluña, ni mucho menos una posible afinidad con la CUP, un partido antisistema que pone los pelos de punta al empresariado, a las clases medias catalanas y a la progresía moderada. Las bases de Convergencia Democrática de Cataluña no pueden estar de acuerdo con las tácticas ni, mucho menos, con los objetivos que persigue el señor Mas. Hasta la prensa afín a los convergentes, como La Vanguardia, le está dando la espalda.

Yo tenía un amigo, muy castizo él, que cuando algo le extrañaba decía “da que pensar”. Lo del señor Mas da que pensar. Lo suyo es de una incoherencia, de una desfachatez que da que pensar. Quiere ser “president” a costa de lo que sea, sin reparar en obstáculos, sin tener en cuenta la realidad que lo rodea. Ha traicionado el espíritu de su partido, catalanista por supuesto, pero nunca hasta ahora separatista. Está dispuesto a aliarse con quien lo lleve a la posición que aspira, de la mano de sus rivales políticos de izquierda y, si le hiciera falta, que le hace, de la de los que quieren abandonar el euro y salir de la Unión Europea. ¿Dónde ha dejado el señor Mas el “seny”?

Mientras tanto sus compañeros de ocasión se frotan las manos, porque ni en sus sueños más delirantes hubieran nunca llegado a pensar que un adalid de la derecha fuera a aliarse con ellos tan incondicionalmente como lo está haciendo el señor Mas. Esa lealtad a ultranza de la izquierda a su candidatura sólo se explica si se tiene en cuenta lo anterior. Oriol Junqueras, Raül Romeva e incluso Antonio Baños saben muy bien que jamás volverán a encontrar un aliado en el lado conservador con las características del actual “president” en funciones de la Generalitat. No ignoran que si pierden este tren, transcurrirá mucho tiempo hasta que pase otro parecido, si es que pasa.

Aunque es difícil predecirlo, tengo la impresión de que el señor Más acabará tarde o temprano siendo víctima de sus propias incoherencias. Algunos movimientos en la sociedad catalana, incluso en las filas de su partido, permiten aventurar el pronóstico de un estrepitoso fracaso en sus ambiciones políticas.

Lo iremos viendo, quizá muy pronto.

9 de noviembre de 2015

Mi infancia en Cataluña

Cierta circunstancia familiar, concretamente uno de los destinos profesionales de mi padre, me llevaron a Cataluña cuando aún no había cumplido los nueve años. Allí viví durante cuatro, dos en Gerona y otros dos en Barcelona, a esa edad en la que se transita lentamente desde la infancia hacia la adolescencia, cuando todavía los prejuicios no han empezado a minar la libertad de pensamiento del ser humano. Años escolares, desde el ingreso al bachillerato de entonces hasta tercero, a principios de los años cincuenta, en plena dictadura, cuando todavía la guerra civil permanecía adherida al subconsciente de los españoles, no al mío, por supuesto, porque no la había conocido.

A pesar de los años transcurridos, mantengo los recuerdos de aquella etapa en mi memoria con claridad meridiana. Por aquella época cualquier referencia al separatismo estaba absolutamente prohibida, lo que no impedía que mi mente infantil percibiera los soterrados sentimientos catalanistas que mis compañeros de juegos traspiraban por los poros de su piel. Sin embargo, jamás noté animadversión alguna hacia mi condición de “castellà”, más allá de cierta curiosidad por mi acento, extraño a sus oídos.

Aprendí entonces a entender el alma catalana, y a distinguir entre las reivindicaciones de su personalidad histórica y las tendencias separatistas, dos cosas muy distintas desde mi punto de vista. Comprendí que era necesario que los de uno y otro lado de la sutil frontera cultural nos conociéramos mejor, para así desterrar prejuicios y facilitar la convivencia. Sin darme cuenta, me convertí en un admirador de Cataluña, a la que siempre vi como una parte de España, sin la que nuestro país sería muy distinto de lo que es.

Durante muchos años, a lo largo de los ochenta, estuve veraneando en las costas de Gerona, atraído, no sólo por la belleza de sus calas, sobre todo por el recuerdo de aquellos años. Renové amistades y tracé otras nuevas, y de la mano de ellas intenté profundizar en las costumbres catalanas. Incluso la comprensión de su idioma, aletargado durante tantos años de ausencia, volvió con facilidad a mis oídos.

El separatismo seguía ahí, por supuesto, pero muy arrinconado por la propia sociedad catalana. Ya estábamos en plena democracia, con las autonomías en marcha, y en el ambiente no sonaban tambores de ruptura, aunque sí de profundización en el autogobierno. La idea de separarse de España sólo se alojaba en la mente de una minoría.

Pero han pasado los años y las cosas han cambiado de forma alarmante, hasta el punto de que me resulta muy difícil casar aquellas impresiones, infantiles primero y juveniles más tarde, con lo que está sucediendo ahora. Esta mañana he seguido en directo la sesión del Parlamento catalán, en la que se ha aprobado la resolución que pone en marcha el proceso independentista; y he oído los argumentos de unos y de otros, auténtico diálogo de sordos. Nada que no supiéramos, por supuesto, porque las cosas han llegado a tal extremo que por mucho que se argumente poco van a cambiar las posiciones de unos y de otros. Y entre las frases pronunciadas, una que me ha dejado completamente anonadado: si no es ahora, si no somos nosotros, otros tomarán la antorcha y alcanzarán el objetivo.

No quiero hoy referirme a culpables de la situación con nombres y apellidos. Simplemente diré que haber llegado a estos extremos de ruptura no sólo es culpa de los separatistas, que por supuesto lo es. Las torpezas por desconocimiento y las maniobras por interés de los que tenían la responsabilidad de haber atajado la creciente sedición por medio de la política, del dialogo inteligente y de la negociación, han contribuido a alimentar las pretensiones de los rupturistas, les han brindado la oportunidad de seguir avanzando hacia sus irresponsables pretensiones. Ahora se detendrá la separación por medio de la exigencia del cumplimiento de la ley, pero el verdadero daño ya está hecho. Se conseguirá que Cataluña continúe de facto en España, pero será a costa de que varios millones de catalanes no lo quieran, número que lamentablemente irá creciendo día a día, porque las imposiciones no suelen gustar a nadie. Viviremos en un país al que una parte muy importante de su población no quiere pertenecer.

La Historia juzgará a unos y a otros, a los separatistas y a los separadores. Pero mientras tanto los españoles, catalanes o no, ya estamos sufriendo las consecuencias de la irresponsabilidad y de la ineptitud de unos cuantos.

6 de noviembre de 2015

Las trampas informativas del Gobierno


Anunciaba hace unos días que quizá en algún momento me decidiera a comentar las triquiñuelas, por no llamarlas malas artes, que está utilizando el gobierno en la campaña electoral, o precampaña si se prefiere. No es que esta situación haya aparecido de repente por generación espontánea -en realidad la estamos sufriendo desde que Mariano Rajoy accedió a la Moncloa-, sino que en las últimas semanas la manipulación informativa está llegando a límites insospechados. Tengo la sensación de que los responsables han perdido el pudor por completo y ya no les importa ni siquiera guardar la debida compostura.

El caso de TVE me parece paradigmático. Yo, al contrario que muchos antiguos televidentes de la cadena estatal que han dejado de verla casi por completo (las encuestas de audiencia ahí están), me mantengo fiel al telediario de las tres.  Quizá me mueva un atavismo enfermizo, o puede que mi intención sea valorar las “apreciaciones oficiales” de la situación del país, para compararlas después con mi propia visión de la realidad y con las valoraciones que hagan otros medios de comunicación. Pero lo cierto es que sigo oyendo y viendo las noticias que ofrece la  televisión pública.

No hace falta ser un experto en el complicado arte de la comunicación, para entender que el orden con el que se dé la información influye de forma notable en el impacto que recibe el oyente. TVE se ha especializado en ofrecer como primicia, no la noticia que realmente espera la audiencia en ese momento, sino alguna anodina, con el simple objetivo de retrasar las importantes que no le gusten. No voy a poner ejemplos concretos, porque la situación se repite todos los días y particularizar sería empequeñecer la denuncia. Me limitaré a sugerir a los lectores de estas páginas que lo comprueben personalmente. Si lo hacen, no se extrañen si antes de oír los comentarios sobre la detención de un conocido político acusado de corrupción y vinculado al PP, les informan primero de un terremoto de intensidad cinco en Uzbekistán o del cambio de trayectoria del huracán Joaquín, débil y moribundo el pobre. Ya le tocará el turno a la noticia del día, quizá en sexto o séptimo lugar. Porque, eso sí, no hay más remedio que darla.

Cuando se trata de alguna controversia política, en la que hayan intervenido varios líderes de distinto signo, es seguro que el portavoz de la versión oficial saldrá en último lugar para sentenciar con sus palabras la cuestión en liza. Las opiniones de los primeros quedarán flotando en el aire, pero el certero juicio de quien cierra la ronda asentará las ideas, para eso está él. Además en estos casos es preferible que no midamos los tiempos de intervención de cada uno, para evitar sonrojarnos de indignación o de vergüenza ajena; ni analizar las frases de los discrepantes, a veces sacadas por completo de contexto, si no cortadas a media frase.

Las noticias económicas ocuparán según su signo el lugar que les corresponda en la agenda del telediario. Si son positivas, pueden llegar a inaugurar las noticias e incluso a ocupar la mitad del informativo. Por el contrario, si son negativas aparecerán acompañadas de alguna referencia comparativa que minimice el impacto en la opinión pública. Oiremos, por ejemplo, que el dato es malo, pero mejor que el de hace diez años; o que se tenga en cuenta la estacionalidad, porque septiembre siempre ha sido un mal mes para el empleo.

Tampoco se libran de estas maniobras los datos relativos a los temas que la sociedad considera en cada momento más preocupantes, hoy el paro en primer lugar, seguido a cierta distancia de la corrupción. El primero se trata con las varas de medir que mejor convenga, guarismos confusos, números siempre relativos, que mezclan afiliados a la seguridad social, con encuestas de población activa, con tasas de ocupación, etc. etc., cifras porcentuales, con numerador y denominador, cuya correcta interpretación escapa al común de los mortales. Los comentarios al margen resolverán las dudas, terminarán demostrando que vamos por el buen camino.

Si algún líder europeo pronuncia cualquier expresión amable hacia la política económica del gobierno, estaremos oyendo sus palabras desde los titulares hasta el resumen. Pero como a un comisario de la Unión se le ocurra asegurar que los presupuestos recién aprobados están destinados a no cumplirse por falta de rigor en los datos, veremos al ministro del ramo desgañitarse hasta la ronquera defendiendo la bondad de sus previsiones.

Es posible que si alguien ha llegado hasta aquí en la lectura de este artículo, esté pensando que lo que ahora ocurre siempre ha sucedido en España. Y no le faltaría razón, salvo en una cosa: el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero intentó cambiar las cosas y avanzó mucho en sus propósitos, hasta que el cambio de gobierno arruinó, de un día para otro, sus buenas intenciones.

¿Tendremos algún día los españoles la televisión pública que nos merecemos como ciudadanos de un país civilizado?