31 de agosto de 2021

No nos dejemos robotizar

Hace unos años, cuando el uso del GPS empezaba a extenderse, y para algunos constituía una especie de juego en vez de una herramienta útil, un amigo mío, muy dado por cierto a las innovaciones tecnológicas, me contó que había estado en Portugal y que, gracias al uso que había hecho del nuevo artilugio cibernético, había sido capaz de llegar a todos los rincones que se había propuesto, por las rutas más adecuadas y, por si fuera poco, evitando pagar peajes. Cuando le pregunté por qué pasos fronterizos había entrado y salido, me contestó inmediatamente que lo único que recordaba era que fueron dos distintos, pero que no sabía cuáles. El maravilloso sistema le había indicado la ruta que debía seguir y qué más daba lo demás. Ni siquiera sabía los lugares por los que había pasado -lo que me hubiera ayudado a identificar el acceso y la salida-, porque la atención a la pantalla y a la cantinela de la tenaz locutora le había absorbido el seso durante todo el trayecto.

Traigo aquí esta anécdota porque me parece muy ilustrativa de lo que pretendo contar hoy. Las nuevas tecnologías nos están facilitando la vida de tal manera que corremos el riesgo de que acaben inutilizándonos por completo. Los relatos de ciencia ficción nos narran o nos muestran historias de sociedades venideras sometidas por los robots que ellas mismas habían inventado y fabricado, fantaseando, con mayor o menor originalidad, sobre el peligro de que las máquinas acaben con la autonomía del ser humano, es decir con su libertad. Pero ojo, porque sin necesidad de fantasear estamos llegando ya a unos niveles de automatismo en las relaciones sociales que, sin darnos cuenta, nos están alienando.

Los call center o centros de atención telefónica están siendo sustituidos poco a poco por locuciones programadas, por contestadores automáticos que, mediante el simple método de llevarle a uno por donde a ellos les interesa, acaban dejándote tan en la inopia como estabas cuando iniciaste la consulta. Suelen empezar con la maldita pregunta de “indíquenos el motivo de su llamada”, a la que cada uno contesta como le viene en gana o como Dios le da a entender, con la buena intención de acercarse a la realidad del problema con la mayor fidelidad posible, pero casi siempre provocando la fatídica respuesta de “lo sentimos, pero no le hemos entendido”. Si uno tiene suerte y al final le ponen en contacto con una persona de carne y hueso, con frecuencia se encontrará con la recomendación de que vuelva a llamar, porque esa no es la sección que debería atender la llamada. Y volver a empezar, si todavía quedan ganas, o dejar de insistir y renunciar a la consulta.

De lo de las reservas de hotel por Internet preferiría no hablar. Uno solicita desde la correspondiente página lo que considera más parecido a sus pretensiones y cuando abre la puerta de la habitación se encuentra con que no había nunca visto nada como aquello ni en sus peores pesadillas. La foto que mostraba unos grandes ventanales, con un paisaje idílico al fondo, un mobiliario surtido con cómodos butacones y una cama de dos por dos, en realidad es una habitación interior, con la ventana de enfrente como horizonte, con una única silla pegada al exiguo escritorio y con una cama que casi ocupa la habitación por completo, no porque aquella sea grande, sino porque ésta no da más de sí. Sé que exagero un poco, pero no demasiado.

Yo me resisto a todo esto como puedo. Naturalmente que utilizo el GPS -hasta ahí podíamos llegar-, pero estudio antes los trayectos concienzudamente, porque me gusta saber dónde estoy en cada momento. Para mí un viaje no es sólo un destino, ya que la ruta que elija forma también parte de su atractivo. A los contestadores automáticos intento engañarlos como puedo, generalmente poniéndoles la zanahoria de que pretendo comprar o contratar algo. Me contesta entonces que me pone con un comercial, que al final, no nos engañemos, es el mismo que me hubiera atendido si hubiera seguido otra ruta. Por otro lado, claro que uso Internet cuando preparo un viaje, pero en el caso de los hoteles sólo para estudiar precios y prestaciones y, sobre todo, para conseguir el teléfono del hotel. No hay nada como la interlocución directa, porque los matices y los compromisos verbales ayudan mucho a no llevarse decepciones.

Es que no quiero convertirme en un robot.

 

27 de agosto de 2021

Inmigrantes en el mundo rural

Supongo que no soy el único a quien la pandemia le haya impedido durante los dos últimos años mantener la buena costumbre de salir de vez en vez al extranjero y, como consecuencia, haya sustituido aquellos viajes por otros más cercanos y menos ajetreados, como son los recorridos por nuestros pueblos, comarcas y ciudades. Opino que hacer turismo fuera de nuestras fronteras no es incompatible, sino todo lo contrario, con viajar por España, de manera que siempre he procurado hacer las dos cosas. Lo que sucede es que, cuando una de ellas está vedada, queda más tiempo y más presupuesto para la otra. Y ese está siendo mi caso este verano.

Pero como viajar es siempre, además de una expansión del espíritu, la oportunidad de aprender cosas nuevas, de conocer hábitos y costumbres, de pulsar el sentir de los lugareños, estoy poniendo especial interés en observar con detenimiento el mundo rural y el de las pequeñas ciudades, quizá mayor que el que hubiera puesto hasta ahora. Por eso me he dado cuenta del peso tan importante que la inmigración extranjera ha tenido y continúa teniendo en los pueblos, porque el poder de absorción de éstos permite la integración cultural con mayor facilidad que en las grandes ciudades. He conocido restaurantes en los que la totalidad de los camareros eran de origen extranjero, los cuales, si no fuera por los rasgos faciales o los acentos lingüísticos, podrían pasar perfectamente por españoles.

Esta circunstancia me permite confirmar algo que en las grandes ciudades es muy difícil de apreciar, que la inmigración resulta absolutamente necesaria para el desarrollo sostenido de sociedades tan envejecidas como la nuestra. En un mundo rural que se está despoblando a una velocidad de vértigo, muchos servicios hubieran ya echado el cierre si no se contara con esa mano de obra de inmigración, cierres que contribuirían aún más al empequeñecimiento de la población. Las administraciones públicas deberían tener esta circunstancia en cuenta y contribuir con sus políticas a canalizar de manera ordenada el flujo de inmigrantes hacia los pueblos. Ésta es una más de las medidas que hay que fomentar para frenar la despoblación de determinadas comarcas.

He tenido ocasión este verano de cambiar impresiones con una joven universitaria que entre sus trabajos de campo está realizando un estudio sobre el candente tema de la despoblación rural. De sus numerosas entrevistas con personas que pudieran aportar ideas, está sacando la conclusión de que ni los poderes públicos ni los ciudadanos de a pie tienen ideas claras sobre las medidas que haya que tomar para frenar la huida masiva hacia las ciudades y, lo que todavía es peor, ha detectado un cierto espíritu de resignación y conformismo, como si se estuviera llegando a la conclusión de que nada se puede hacer para evitar la despoblación. El estudio no está todavía terminado, pero todo le hace pensar a la autora que el descorazonamiento y la desilusión acaben matando la vida en muchas de nuestras comarcas del interior.

Como éste, el de la despoblación rural, es un asunto que requeriría un extenso artículo, hoy me voy a limitar a señalar que en mi opinión una canalización ordenada de la inmigración hacia el campo es un asunto digno de tenerse en cuenta por aquellos que se preocupan de mantener los pueblos vivos. Tengo la sensación, porque lo estoy viendo en mis recorridos veraniegos, que políticas responsables de inmigración pueden ayudar en gran medida, no sólo a sustituir a los que ya se hayan marchado, sino además a asentar a los que todavía no lo hayan hecho.

Aunque para ello haya que vencer prejuicios, que tanto en el campo como en las ciudades son muchos los que los padecen.

 

22 de agosto de 2021

Machismo encubierto o fobia al feminismo

Es curioso observar la cantidad de disfraces bajo los que se puede ocultar la fobia al feminismo, una actitud ésta que no deja de ser una especie de machismo encubierto. Por sorprendente que parezca, una de ellas es considerar que los hombres y las mujeres estamos dotados de características intelectuales diferentes, lo que se traduce -según ellos- en que cada sexo está más capacitado para ejercer unas profesiones que para practicar otras.

Los que así piensan mantienen que, si el porcentaje de mujeres que estudian carreras técnicas es pequeño con respecto al de los hombres, se debe a que aquellas no disponen de la misma predisposición  intelectual para las matemáticas que éstos. Por el contrario, si hay más mujeres que hombres que estudian medicina, es consecuencia de una mayor disposición de aquellas a los cuidados de la salud humana, como si se tratara de una especie de prolongación del instinto maternal. No son más que dos ejemplos, que desde mi punto de vista ilustran perfectamente de qué estoy hablando hoy.

Naturalmente, defender esta hipotética diferencia de capacidad intelectual entre sexos supone considerar que nuestros cerebros son anatómicamente distintos, con capacidades neuronales diferentes y puede que con los pliegues desiguales. De otra forma no se entendería la supuesta divergencia. Dicho en palabras de ahora, creen que los hombres y las mujeres disponemos de un hardware cerebral diferente, el de las mujeres, femenino, el de los hombres, masculino. Una auténtica patada a lo que defiende la comunidad científica internacional.

Desde mi punto de vista, lo que sí es distinto en cada sexo es el software que tiene cargado en su cerebro cada uno de ellos, la educación familiar, la presión cultural y el entorno social, una influencia que, aunque afortunadamente va evolucionando con el tiempo, todavía mantiene una diferenciación sexista en perjuicio de las mujeres. Porque, volviendo al ejemplo de las profesiones, la cultura que nos rodea hace que muchas de ellas renuncien a estudiar carreras técnicas, quizá porque crean que las tablas de logaritmos y el manejo de planos sea cosa de hombres, mientras que el ejercicio de la medicina, con bata blanca y fonendo, es muy femenino.

Somos exactamente iguales desde el punto de vista de las capacidades intelectuales, pero con cargas culturales distintas, aunque vayamos avanzando poco a poco hacia la igualdad. Los niños siguen jugando con pistolas y mecanos y coches de carreras, y las niñas con muñecas y cocinas y trapitos de colores. Sin embargo, basta con que uno eche un vistazo atrás para que comprenda que nada tiene que ver la situación actual de la mujer en el terreno de las oportunidades intelectuales con el de sus abuelas. Las de los de mi generación no pisaban la universidad porque estaba mal visto, mientras que ahora las cifras de universitarias y universitarios están muy igualadas. Y poco a poco, aunque con lentitud, las mujeres van mirando con mejores ojos las carreras que hasta hace poco estaban casi vedadas para ellas.

Lo que digo nada tiene que ver con la listeza o la torpeza individual, porque tontos y listo los hay en todas partes, entre los hombres y entre las mujeres. Tiene que ver con el conjunto de cada uno de los sexos, a los que los enemigos del feminismo niegan igualdad de capacidad intelectual entre ellos. Quizá de esa manera dejen más tranquilas sus conciencias. Pero ese pensamiento no deja de ser un prejuicio machista o, como decía arriba, una reacción visceral contra el feminismo, un prejuicio que por cierto no sólo se da en algunos hombres, también en muchas mujeres. Porque a veces son éstas las mayores enemigas de la equiparación de derechos entre unos y otras.

Hay que ver lo que dan de sí las discusiones durante los largos y calurosos días del verano.