29 de marzo de 2024

Las certezas morales no existen

 

Leía yo el otro día que las certezas morales no existen, aseveración que, por muy discutible que en principio pueda parecer, creo que merece una reflexión. A los que hemos sido educados dentro de la esfera del pensamiento judeocristiano, se nos ha inculcado desde niños la idea de los binomios mal o bien, bueno o malo, pecado o virtud, sin dar cabida a los matices. Desde el primer momento de nuestra existencia, casi desde la cuna, hemos oído repetir los mismos sermones, las mismas indicaciones de cuál es el camino acertado y cuál el equivocado, dónde está lo moralmente aceptable y dónde lo inmoral, como si no hubiera circunstancias a tener en cuenta, es decir, senderos alternativos. Se nos ha insistido tanto en que existen las certezas morales, que muchos caen en el convencimiento de que no cabe otro terreno de juego que el que marcan las doctrinas religiosas. 

Pero la realidad universal no es esa, sino otra muy distinta. Las fronteras de la ética encierran un terreno muy amplio, porque no se trata de una cuestión meramente binaria. Lo que para unos es bueno, para otros puede ser malo o no tan bueno o no tan malo. No sólo me refiero a la dispersión cultural a lo largo y ancho de la tierra, sino a entornos reducidos en los que no todos tenemos por qué tener los mismos criterios a la hora de juzgar los comportamientos.

Si esto es así desde un punto de vista filosófico, no lo es menos cuando entramos en el peculiar terreno de la política. Desde hace un tiempo se están oyendo rasgaduras de vestiduras en nombre de la ética que encierran las decisiones políticas, como si existieran unos mandamientos de obligado cumplimiento a la hora de tomar decisiones. Es verdad que suelen proceder siempre de los adversarios, cuyos filtros de moral son tan tupidos con el contrario como sus intereses lo sean. Ahora resulta que, dependiendo de con quien negocies, se puede ser santo o pecador.

Todos sabemos que cuando en el ejercicio de la política se abandonan las críticas sobre la gestión o sobre las decisiones que se toman  y se entra en juicios morales, es decir, cuando en vez de "hacer política" se "imparte doctrina moral", además de estar cayendo en la demagogia y en el populismo, se pone de manifiesto que se carece de argumentos válidos. Hablar de ética en política es como filosofar sobre el origen del universo o sobre las enseñanzas de Darwin en mitad de una romería rociera. Lo primero no encaja;  con lo segundo uno puede salir malparado si se le ocurre profundizar en la teoría de la evolución.

Dejemos las interpretaciones morales para los predicadores en sus púlpitos, y en política discutamos de programas, de medidas y de propuesta de ley cuando analicemos las actuaciones, porque estas decisiones no se pueden juzgar como se juzgan los comportamientos mundanos; si éstos admiten múltiples valoraciones, porque no existen certezas morales, aquellos se salen totalmente de su jurisdicción.

No sé si queda claro lo que quiero decir. Menos moralina hipócrita y más rigor en la definición y ejecución de los programas políticos y en las críticas que se hagan. Menos ruido y muchas más nueces.

24 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 8. Yo también fui monaguillo

 

En mi época escolar, sobre todo cuando se estudiaba en colegios religiosos, pocos se libraban de pasar por las sacristías para ayudar al sacerdote a vestirse la casulla y colocarse la estola y, después, para asistirle en el altar durante la celebración de la misa. Sin embargo, yo no fui monaguillo por obligación sino por vocación, quiero decir que nadie me obligó a ponerme la sobrepelliz. Fue a los 11 y 12 años, cuando vivíamos en el hospital militar de Barcelona, un complejo hospitalario que no carecía de nada, ni siquiera de iglesia y cura.

No recuerdo muy bien a impulso de quién o de qué nació la idea de presentarnos un grupo de amigos al capellán y ofrecernos voluntarios como monaguillos, pero sí las lecciones previas, el dificultoso aprendizaje de los latinajos y el empeño que poníamos los neófitos en aprender las lecciones que nos daban. Sabíamos que en algún momento llegaría nuestro debut y no queríamos hacer el ridículo delante de nuestros padres, de los padres de nuestros amigos, de los médicos y de los enfermos.

En aquella época yo era un creyente convencido, por no decir que ni se me pasaba por la imaginación cuestionar la veracidad de lo que representaban el boato y el orden y concierto con los que se celebraban las misas, mucho más cuando regia la liturgia preconciliar. Estaba tan convencido de que cualquier distracción podría llevarme a cometer un pecado mortal o incluso un sacrilegio, que, parafraseando a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, vivía sin vivir en mí. Las cosas han cambiado desde entonces, porque confieso que ahora todo lo que esté relacionado con lo sobrenatural me parece perteneciente al reino de la imaginación y en algunos casos de la superstición.

En cualquier caso, me gusta recordar mi experiencia como monaguillo, porque, como de todo se sacan lecciones en la vida, lo que aprendí entonces fue la importancia de hacer las cosas con método, ahora se dice siguiendo los protocolos o los procedimientos. Lo digo porque pienso que esa predisposición de mi carácter a no improvisar, a planificar y a medir los tiempos puede que proceda de mi época de monaguillo. No lo sé con seguridad, pero es que a veces, cuando realizo alguna de las muchas tareas repetitivas y monótonas que todos nos vemos obligados a ejecutar al cabo del día, me viene a la memoria aquella liturgia tan medida en los gestos, tan exacta en su mecánica y tan meticulosa en los detalles, a cuyo buen resultado yo contribuía con mi modesta aportación de monaguillo. Sin ánimo de crítica, sino todo lo contrario, me parecían representaciones teatrales de gran calidad escénica.

Nuestra labor como acólitos, por cierto, no acababa con la celebración de las misas, porque, ya metidos en el círculo clerical, el capellán contaba con nosotros para todo aquello en lo que pudiéramos serle de utilidad. Una de esas actividades eran las procesiones. Véase la foto adjunta y léase la nota bene.

NOTA BENE. En la vieja fotografía que conservo y que encabeza este artículo, una reliquia del pasado que me ha servido de recordatorio para escribir este artículo, aparezco yo a la derecha (izquierda del crucifijo, truncado en la foto); el del centro es mi amigo Pepe, con el que no he perdido la amistad durante los setenta años transcurridos desde entonces; el de la izquierda Miguelito, de quien apenas mantengo algún difuso recuerdo. Obsérvese las batas blancas de los sanitarios y los uniformes de los soldados. 

17 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 7. El perro rabioso

 

Durante los dos años que viví en el hospital militar de Barcelona, donde estaba destinado mi padre como oficial jefe de la administración del complejo -1953-1955-, viví algunas situaciones cuyo recuerdo tengo grabado en la memoria a fuego. Pero entre todas aquellas inolvidables anécdotas hay una que permanece tan viva en mi memoria, que a veces me llega en forma de insidiosa y reiterada pesadilla, con pequeñas modificaciones con respecto a lo que en realidad sucedió, pero tan semejante en lo fundamental que nunca me quedan dudas de cuál es el origen del sueño.

La familia de mi amigo Pepe tenía un perro de un tamaño que a mí se me antojaba enorme. No recuerdo su raza, pero sí que era un animal pacífico. Un día, sin que nadie supiera la razón, el animal mordió a una de sus hermanas, un bocado profundo y aparatoso en la pierna que requirió que los médicos tuvieran que coser la herida con varios puntos.

Como sospecharan que el animal pudiera tener la rabia, lo encerraron durante unos días en la azotea del depósito de cadáveres del hospital, para someterlo a observación y decidir si lo sacrificaban o no. El tanatorio estaba en un pequeño pabellón aislado en mitad de uno de los parques, muy apartado de los demás, un lugar al que a ninguno de nosotros nos gustaba acercarnos, no fuéramos a encontrarnos con alguna situación desagradable.

Mi amigo Pepe era el encargado de llevarle a diario la comida al perro. En un alarde de fantasía nos contaba a los amigos situaciones terroríficas que vivía cada vez que entraba en la sala del depósito de cadáveres, ruidos extraños que salían de debajo de las sábanas que los cubrían, movimientos casi imperceptibles pero evidentes de alguno de los muertos y lindezas por el estilo. Lo contaba con tanta naturalidad, que yo, que todavía no había cumplido los doce años, oía aquellas historias con cierto horror, pero sobre todo con envidiosa admiración hacia el valor de mi amigo.

Un día debí de hacer algún comentario que Pepe interpretó como que ponía en duda la veracidad de las explicaciones que daba sobre sus experiencias en el depósito de cadáveres. “Si no te lo crees -me dijo -, ven conmigo y compruébalo tú mismo. A no ser que seas un cagueta”.

La verdad es que a esa edad los muertos me producían pavor y hasta entonces afortunadamente pocos tratos había tenido con ellos. Pero como no quería admitirlo y pasar a la posteridad con fama de cobarde, acepté acompañarlo al día siguiente. Ni Pepe ni ninguno de mis amigos de la pandilla se reirían de mí.

Cuando llegó el momento, nos dirigimos los dos al tanatorio. Pepe abría camino y yo iba a la zaga. Recuerdo que se había hecho completamente de noche. Una lámpara oscilante sobre la puerta iluminaba débilmente  el entorno, contribuyendo a aumentar mis temores contenidos a duras penas. El silencio era absoluto, sólo roto por el ruido de nuestras pisadas sobra las hojas secas, quizá por el ulular del viento y acaso por nuestras respiraciones. Mi amigo abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo de su pantalón y encendió la luz.  Entramos en una gran sala amueblada con mesas de mármol, la mayoría vacías, salvo una de ellas, en la que bajo unas sábanas se adivinaba la silueta de un cuerpo humano. Atravesamos la gran habitación, subimos unas incómodas escaleras de hierro y accedimos a la azotea del edificio. En un rincón, más asustado que yo, estaba acostado el perro en cuarentena, que en vez de ladrar se limitó a soltar unos quejidos lastimeros.

Pepe colocó una caja con comida junto al animal y me dio un cazo vacío-. Baja y llénalo de agua. Hay una pila al pie de la escalera. –Me miró con una sonrisa malévola-. No tendrás miedo, ¿verdad?

Bajé la escalera. Tenía el estómago en la boca, el cuerpo me temblaba y el corazón estaba a punto de estallarme. Aunque intenté evitarlo, la vista se me fue hacia la mesa con el cadáver. Me pareció que había cambiado de posición, pero deduje que eran cosas de mi imaginación. Abrí el grifo del agua y, mientras se llenaba el cazo, observé con horror que el muerto iniciaba un movimiento para ponerse de pie. Tiré el agua al suelo y lancé un grito estruendoso.

Entonces, casi al unísono, unas carcajadas estrepitosas e incontenibles llegaron a mis oídos, unas procedentes de la terraza y otras del cadáver resucitado, que no era otro que Miguelito, otro de mis amigos, que se había conchabado con Pepe para gastarme una pesada broma.

El "hijos de puta" que salió de mi boca en aquel momento debe de estar recorriendo todavía las interminables galaxias del universo infinito.

13 de marzo de 2024

Mentiras para tapar mentiras

 


Antes de "meterme en harina", quiero presentar a mi amigo Rafael Clemente, autor de la caricatura que acompaña a este artículo. Rafa es uno de mis antiguos condiscípulos del Colegio Calasancio de Madrid, un afecto recobrado al cabo de tantos años de no vernos, piloto de altos vuelos, artista del dibujo y mago del ilusionismo. Gracias, Rafa, por haber prestado tu arte a mi modesto blog, que ya es también el tuyo. (Instagram: @rafaclementeartist/@profesorpatato).


Han pasado veinte años, pero el recuerdo de los salvajes atentados del 11 M permanece tan vivo en la memoria de los españoles, que da la sensación de que acabaran de suceder. Fue tal la atrocidad cometida por los terroristas, que no es fácil borrar de la memoria aquella jornada y las siguientes. Cerca de doscientos muertos y unos dos mil heridos. Estudiantes y trabajadores, ciudadanos inocentes que se dirigían a sus centros de estudio o de trabajo. La sociedad española se sintió por un lado consternada y por otro atemorizada. En el ambiente flotaba la sensación de que España había sufrido un ataque indiscriminado y que en cualquier momento podría repetirse. Había dolor, pero también miedo.

Aunque en un primer momento empezó a circular la idea de que ETA había sido la autora de la salvajada, los datos que iban llegando no cuadraban. Ni por el modus operandi ni por los objetivos de los atentados. Desgraciadamente era ya tan larga la historia de la banda terrorista, que en las mentes de los españoles no encajaba esa interpretación. Además, como en el ambiente flotaba la gran mentira de las armas de destrucción masiva en Irak que defendieron al unísono Busch, Blair y Aznar, no había que ser demasiado sagaz para concluir que las bombas en los trenes de cercanías de Madrid tenían la firma de Al Qaeda o de alguna de sus muchas ramificaciones internacionales. Se trataba sin lugar a dudas de una brutal represalia por la intervención militar capitaneada por el trío de las Azores en aquel país del Próximo Oriente.

Estábamos a la vista de unas elecciones generales, en cuya campaña se había debatido largo y tendido sobre la gran mentira que sustentó el ataque a Iraq, una espantosa guerra que no sólo causó medio millón de muertos, sino que además desestabilizó por completo la zona y cuyas consecuencia perduran en la actualidad. Rodríguez Zapatero, el candidato de la oposición, había prometido que si ganaba las elecciones retiraría las tropas españolas de Iraq; Aznar, sin embargo, mantenía la defensa de que aquel ataque había sido necesario.

La situación para el gobierno del PP era muy comprometida, porque todas las miradas estaban puestas en las consecuencias de la decisión de sumarse a la intervención militar en Irak. Se sabía ya que las famosas armas de destrucción masiva no existían, de manera que se temían las repercusiones electorales negativas que los ataques terroristas pudieran tener a la hora de elegir el voto y, como consecuencia, sus estrategas decidieron mantener la falsedad de la autoría de ETA. Mentira burda para tapar otra descarada mentira.

Todavía hoy algunos intentan mantener la duda. FAES, la fundación conservadora que preside Aznar, ha salido, cómo no, en defensa de su presidente, algo que produce sonrojo. Los líderes actuales del PP, o tiran balones fuera o defienden que no es el momento de hablar de aquello, sino de preocuparse de las víctimas, o añaden que todavía quedan muchas cosas sin aclarar. Les pesa mucho las consecuencias de aquel triste suceso, una despiadada masacre producida a raíz de que Aznar comprometiera a España en una guerra en base a una mentira. Después, para tapar aquella, otra para no perder las elecciones. De mentira en mentira y tiro porque me toca.

La sociedad española todavía está esperando que los responsables de aquellas falsedades pidan perdón. Bush y Blair dieron en su día explicaciones. Aznar sostiene y no enmienda. El PP con su silencio y ambigüedad ampara la mentira.

10 de marzo de 2024

¿Cuál de los personajes de tu novela soy yo?

En un interesante ensayo autobiográfico que estoy releyendo al cabo de más de veinte años de haberlo hecho por primera vez, su autor, el conocido escritor israelí Amos Oz, hace una serie de reflexiones sobre las fronteras que existen entre los escritores de novelas -los creadores-  y los argumentos de sus novelas -sus creaciones-, y entre estos últimos y quien los lee.

Sostiene el pensador israelí que hay lectores de novelas que al leer ponen el foco en la relación que existe entre el autor y el argumento, con la intención de descubrir detrás de cada línea y de cada palabra sus motivaciones, su implicación personal en la trama o el grado de autobiografía que pueda existir en los datos que va dejando en sus descripciones o en boca de sus personajes, olvidándose del contenido. Añade que esa manera de leer no es aconsejable y recomienda centrarse en la relación entre el argumento y la realidad de quien lee e interpreta. Es decir, olvidarse del autor y de sus motivaciones y pensar exclusivamente en el argumento y en uno mismo.

Como hace unos años pasé una época jugando a escritor de novelas -¡maravillosa e irrepetible experiencia!- creo entender el mensaje de Amos Oz. Lo importante en la ficción no es la procedencia sino el destino. Las novelas se escriben para crear realidades que no existían, para ser interpretadas por los que las leen, para calar en la sensibilidad del lector. No hay que buscar en ellas dobles sentidos, mensajes ocultos o hechos autobiográficos, no porque no existan, sino porque no es esa la intención del autor. De hecho, cualquier escritor se apoya al escribir en sus experiencias y vivencias, y muchas veces en personajes de carne y hueso que se mueven a su alrededor. Pero esa circunstancia es siempre un medio, nunca un fin.

En aquella época de novelista descubrí que efectivamente hay dos tipos de lectores, los que me preguntaban de dónde había sacado esto o aquello, quién estaba detrás de fulano o de mengana, a qué paraje me refería cuando contaba algún suceso. No les importaba ni la trama ni lo que les sucedía a los personajes, sino lo que pasaba por mi cabeza cuando escribía. Indagaban sobre mí y no sobre mis novelas. Pero también estaban los que me hablaban del argumento, alabando o criticando su contenido, y me explicaban su propia interpretación de las novelas. Les preocupaba la trama, las reacciones de los personajes, sus motivaciones y, como consecuencia, su interpretación. Que yo estuviera detrás de todo aquello era para ellos indiferente o, al menos, una circunstancia de menor importancia.

Supongo que es a eso a lo que se refiere Amos Oz cuando dice que el buen lector se debe mover entre el libro y él mismo y no entre el autor y el libro. Que no debe quedarse entre las fronteras de la creación y las de lo creado, sino moverse en el terreno de su propia interpretación. Porque hay tantos argumentos que respondan a un mismo título como lectores tenga el libro.

Llegado aquí, confesaré que no he empezado por segunda vez la lectura de Una historia de amor y oscuridad para sacar conclusiones de este tipo, sino para recordar los orígenes del enfrentamiento judeo-palestino, tan lamentablemente en boga desde hace un tiempo. Pero, cuando leo los mensajes de las grandes figuras de la literatura universal, me resulta imposible no detenerme en sus reflexiones, e incluso a veces, como hago ahora, traerlas a este blog. Quizá se trate de una "deformación profesional". ¡Qué le vamos a hacer!

6 de marzo de 2024

Judíos y palestinos.

 

La historia del pueblo judío es tan compleja y de orígenes tan remotos, que resulta muy difícil entender lo que está sucediendo en el Próximo Oriente desde la creación del estado de Israel. En estos momentos estamos asistiendo a la cruel y sanguinaria guerra de Gaza, que en realidad es sólo una batalla más de una larga guerra que se inició cuando occidente bendijo la independencia del nuevo estado, sobre una región que desde la época de los romanos se denomina Palestina,  y que estuvo bajo administración británica a partir de la caída del Imperio Turco, tras la Primera Guerra Mundial, hasta 1948. 

Pero para entender bien lo que está sucediendo en aquellas tierras es preciso remontarse a mucho antes. A partir de la llamada Diáspora, que en realidad fueron varias y separadas por siglos de distancia, los judíos que vivían en Palestina desde tiempo inmemorial se dispersaron por el mundo entero huyendo de las invasiones que pretendían aniquilarlos, cuando todavía, por cierto, no habían nacido ni la religión cristiana ni la musulmana, Pero a diferencia de lo que suele suceder cuando se producen migraciones masivas, conservaron su religión, sus costumbres y una especie de ilusión romántica, la de que algún día regresarían a la tierra de sus ancestros, a Eretz Israel (Tierra de Israel).

Esa falta de asimilación a su nueva realidad o, si se prefiere, esa férrea fidelidad  a su pasado, originó a lo largo de los siglos un sinfín de expulsiones, es decir, nuevas migraciones masivas. A finales del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, aumentó la animadversión contra los judíos que vivían en los distintos países de Europa, hasta desembocar en los genocidios que todos conocemos, sobre todo el tristemente conocido como el Holocausto, en la Alemania de Hitler. He leído hace poco que un conocido pensador israelí escribió hace unos años que Europa había pasado de escribir en las paredes de las calles durante la primera mitad del siglo XX “judíos, marchaos a Palestina”, a vociferar en la segunda “judíos, marchaos de Palestina”.

Palestina en realidad es tanto la tierra de los que ahora llamamos palestinos, los musulmanes que viven allí, como la de los judíos que ya vivían porque nunca sus antecesores se marcharon o porque regresaron antes o después de que se creara el moderno estado de Israel. Se trata de dos familias con el mismo origen, cuya convivencia en un único territorio es imposible. De manera que, como propone Naciones Unidas, parece que sólo hay una salida posible, la creación del estado Palestino, que ahora no existe, y la convivencia pacífica con el de Israel

La batalla de Gaza no se puede explicar si no se entiende que los palestinos no tienen patria, porque se quedaron sin ella cuando se creó el estado de Israel, y que los judíos creen que si se les otorga corren el riesgo de que terminen echándolos al mar, como tantas veces ha sucedido a través de la Historia.

Si hacemos abstracción de las barbaridades que se están cometiendo en los últimos meses, la mejor manera de posicionarse en este complejo asunto es tratar de entender cómo se ha llegado hasta aquí. Porque de otra manera se puede caer en la fácil dicotomía de buenos y malos, cuando posiblemente todos tengan razón en sus pretensiones, pero ninguna de las dos partes esté contribuyendo a lograr un acuerdo.

Ni tampoco Occidente, sobre todo los Estados Unidos de América.