29 de septiembre de 2021

Exhibicionismo o discreción

Nunca me han gustado demasiado las redes sociales porque desde su nacimiento he visto en ellas una oportunidad para que algunos narcisistas se exhiban en ellas. Algunos -no todos- las utilizan para reflejar una especie de ansia incontenible de que la humanidad completa conozca sus vidas, por supuesto la parte agradable que haya en ellas, porque la otra, el cúmulo de insatisfacciones, frustraciones y fracasos que suelen formar parte de la mochila del ser humano la ocultan con mucho celo. Si uno hiciera caso de los mensajes que esta clase de adeptos a las redes lanzan, terminaría creyendo que se trata de seres privilegiados, de personas señaladas por el dedo de las divinidades como excepcionales.

Yo no estoy muy seguro de que este comportamiento aporte alguna ventaja a quien lo usa, sino todo lo contrario. Me temo que muchos de ellos sean tildados de cantamañanas, tarambanas e irreflexivos, cuando no de irresponsables. La discreción, esa virtud que consiste en la reserva y cautela para no contar lo que no hay necesidad de que conozcan los demás, suele brillar por su ausencia en estos usuarios de las redes. Ser discreto significa ser sensato, prudente y moderado, unas características por lo general muy valoradas en las sociedades civilizadas por lo que suponen de fiabilidad de quien las ejerce. Por el contrario, el exhibicionismo vanidoso no aporta ningún valor, sino que por el contrario inspira desconfianza.

Sin embargo, es curioso descubrir todos los días el cúmulo de testimonios de autocomplacencia que circula por las redes. No porque uno las busque, sino porque están por todas partes, ya que la universalidad de las comunicaciones hace imposible protegerse de estos ataques. Suelen ser rebotes de rebotes de rebotes, que acaban entrando en tu dispositivo cuando menos te lo esperas, en el móvil, en la tableta o en el ordenador. Se han convertido en virales, una manera como otra cualquiera de que el exhibicionista consiga su propósito de que cuantos más se enteren de sus supuestas virtudes mejor.

A mí, como supongo que a muchos de los que lean estas líneas, me educaron en la discreción, en el comportamiento que hace gala del proverbio “en boca cerrada no entran moscas”. Quizá por eso me sonroje cuando veo fotos o leo escritos que se basan en la autosatisfacción, en mira que guapo soy y que guapos son los míos, venga a cuento o no lo venga. Siento una especie de vergüenza ajena, algo así como si fuera yo el exhibicionista, como si me hubiera dado por abrirme la gabardina en un parque público, dicho sea en un sentido figurado. Porque los exhibicionistas de las redes lo que muchas veces hacen, aun sin darse cuenta, es mostrar sus intimidades a la humanidad, aunque ellos crean que lo que están enseñando es la parte bonita de sus vidas.

Por supuesto que no todos los que usan con profusión las redes son así, porque hay muchos que lo hacen con la mesura y el tacto que se requieren cuando uno es objeto de atención. Pero si me he decidido a escribir este artículo es porque he observado una cierta tendencia hacia la vertiente peligrosa de esta clase de exhibicionismo, incluso en gentes sensatas. Tengo la impresión de que como nadie pone freno a tal deformación, pueda llegar a apoderarse de las mentes desprevenidas, sin que ni siquiera se den cuenta. Por es me atrevo a dar una señal de alarma, por lo menos a mis amigos, quiero decir a los que lean este blog. 

Después, que cada uno haga de su capa un sayo o de su red un escaparate.


26 de septiembre de 2021

Las palabras las carga el diablo

Estamos asistiendo en España en las últimas semanas a una larga secuencia de ataques a homosexuales, a miembros del colectivo LGTBI, de tanta crueldad y sadismo que cuesta aceptar que estén ocurriendo dentro de nuestras fronteras. No voy aquí a enumerarlos ni a entrar en sus detalles, porque de todos son muy conocidos. Pero sí voy a intentar analizar sus posibles causas, entre las que no me cabe la menor duda que figura el repetido mensaje de la ultraderecha contra cualquier manifestación en las relaciones sentimentales que se aparte de la ortodoxia judeo-cristiana. Ahora, cuando la bicha que han alimentado con sus ataques verbales se ha salido de los límites de las simples palabras y ha pasado descaradamente a picar con su veneno, me ha venido a la memoria aquel viejo proverbio: las palabras las carga el diablo.

España, les guste o no a los homófobos, es un país tolerante. Yo me siento orgulloso de ello, como de que nos hayamos dotado de unas leyes avanzadas que regulan este tipo de relaciones. No somos los únicos en el mundo, por supuesto, pero sí estamos entre los países pioneros, a los que poco a poco se va sumando el mundo civilizado, es decir, el mundo desarrollado. Sin embargo, entre nosotros permanece todavía el rescoldo de la Inquisición, aunque ahora sus manifestaciones se prodiguen fuera de las esferas religiosas oficiales. Son los restos de unas llamas medievales, de una religión que durante siglos decidió imponer su credo a sangre y fuego, nunca mejor dicho.

La ultraderecha niega su responsabilidad y amenaza con acudir a los tribunales. Y la derecha, esa que teme el “sorpasso” por su diestra, justifica a los primeros con palabras y argumentos más o menos tímidos y ambivalentes. Gobiernan juntos en muchos lugares y no pueden aceptar que sus compañeros de viaje sean acusados de provocar con sus palabras situaciones de violencia como las que, un día sí y otro también, estamos contemplando con estupor.

Me he preguntado muchas veces qué pasará por la cabeza de los homófobos cuando hablan o actúan contra los homosexuales; y he llegado a la conclusión de en el fondo de sus mentes subyace un problema de inseguridad. Si no albergaran ninguna duda respecto a su propia identidad sexual, es muy posible que entendieran o al menos aceptaran que puede haber distintos tipos de relaciones o predilecciones afectivas. Pero su propia inseguridad los lleva a necesitar expresar a bombo y platillo su rechazo homófobo, para que de esa manera quede claro que ellos no lo son. La psicología debería ahondar en este estudio. Es muy posible que nos lleváramos grandes sorpresas.

Lo que resulta patético es observar los argumentos que la ultraderecha utiliza para justificar los casos de violencia homófoba de las últimas semanas. Dicen que hay demasiados emigrantes ilegales dentro de nuestras fronteras, una estulticia con lo cual creen conseguir dos objetivos, por un lado quedarse al margen de la brutalidad, del salvajismo y del odio, y por otro culpar a uno más de los colectivos de sus desvelos de ser los promotores de una violencia que ni en sus propias filas se entiende. Pero como vivimos tiempos de miente y esconde la mano, así nos va.

En cualquier caso, tengo la seguridad de que, por mucho que la reacción homófoba se resista, esta sociedad seguirá adelante con su tolerancia y con sus leyes de protección de las minorías. Habrá frenadas, incluso algún pequeño retroceso, pero el resultado final será positivo. Porque no hay nada que a los hombres de bien los haga más felices que considerarse miembros de una sociedad libre y respetuosa.

P.D. Cuando ya había escrito estas líneas, llegó la noticia de que el ataque al chico del barrio de Malasaña de Madrid fue fingido. Una anécdota lamentable que no quita un ápice de gravedad a la ristra de ataques a los homosexuales. Una cosa es la categoría y otra la anécdota. Por eso, no he dudado ni un minuto en pulsar el "Intro".


16 de septiembre de 2021

Separadores y separatistas

Creo que fue Unamuno quien en una ocasión dijo que temía más a los separadores que a los separatistas. No estoy seguro de que fuera él, pero en cualquier caso me adhiero a esta reflexión, sea de quien fuera. Al separatismo se le combate con políticas adecuadas, y si fuera necesario imponiendo la ley, pero el daño que hacen los separadores, los que toman la parte por el todo y demonizan a una región porque en ella haya separatistas, suele ser irreparable. Y estos abundan como las amapolas en primavera.

Muchas veces me he preguntado a cuento de qué proliferan tanto los separadores. Pero la respuesta no es sencilla, porque en esto, como en tantas otras cosas, las causas pueden ser muy diversas. En el caso de Cataluña, estoy convencido de que muchos lo son por razones históricas, al haber heredado a lo largo de los siglos un legado de rebeldía contra el centralismo catalán. La Corona de Aragón tuvo durante un gran periodo de su existencia a Cataluña como epicentro de las decisiones políticas y como consecuencia en el resto de los territorios de aquella confederación se recelaba del poder catalán. Me estoy refiriendo a los antiguos reinos de Aragón y de Valencia y, en menor medida, al de Mallorca.

Otra causa, muy distinta de la anterior, aunque en algunos casos la realimente, es la de considerar al separatismo catalán como un agravio contra el resto de España, pero sobre todo creer por extrapolación simplista que cualquier catalán es separatista. Es el caso de los que boicotean a los productos catalanes o el de los que menosprecian a su cultura, incluida en ésta el idioma catalán. Son los que recelan de los catalanes por el mero hecho de serlo. ¡Uf, catalán! Me decía alguien cuando le propuse comer en un conocido restaurante de Madrid, famoso por su escalibada.

Sin embargo, no es lo mismo no ser separatista que ser separador. Los no separatistas combaten el separatismo desde la racionalidad política, intentando acercar posturas, procurando llegar a acuerdos o buscando puntos de encuentro. Los separadores abren las heridas de la discordia, reafirman a los separatistas en sus convicciones y con su actitud aumentan el número de adeptos a la independencia. Consiguen todo lo contrario de lo que en principio dicen perseguir, porque separan más.

No sé qué va a suceder ahora con la llamada mesa de negociación, porque el desencuentro entre las dos partes que van a dialogar ha llegado a tales extremos que parece muy difícil conseguir acuerdos. Pero lo que sí tengo claro es que es una vía que hay que explorar, quizá la única que en estos momentos pueda aportar algo positivo al proceso catalán. Hay algunos que opinan que mejor dejarlo estar, porque la reivindicación separatista morirá por inanición. Craso error desde mi punto de vista, porque lo que pudiera suceder es que se produjera un cierto aletargamiento por cansancio, pero las reivindicaciones reaparecerían tarde o temprano, como ha sucedido a lo largo del tiempo, cuando la herida se ha cerrado en falso tantas veces.

A los separadores no les gustan las negociaciones, porque al fin y al cabo suponen un reconocimiento de que el conflicto existe. Posiblemente preferirían una actitud pasiva por parte del Estado, porque en su fuero interno consideran que a los catalanes -no a los separatistas- hay que negarles el pan y la sal. Deben de sentirse más felices viviendo en medio de la discordia entre españoles.

Definitivamente, me dan más miedo los separadores que los separatistas. Con los primeros no hay nada que hacer, porque lo llevan grabado en su genoma; a los segundos se les puede convencer por la vía de la racionalidad. Por eso espero con expectación el resultado de la mesa de negociación, aunque tardemos tiempo en comprobarlo. Los inicios no pintan mal.