30 de marzo de 2022

Yo también tengo un 600

En realidad, nunca tuve un seiscientos. Mi primer coche fue un SEAT ochocientos cincuenta, al que yo añadía el apellido de “especial” para diferenciarlo, con presunción,  de los "normales", aunque nunca supe en qué consistía la diferencia. Pero si he escogido el título de arriba es porque este artículo es el sextigentésimo en este blog, un número redondo que me gustaría celebrar con mis amigos, como celebré hace poco más de un año (14 de enero de 2021) el número quinientos (“Medio millar de artículos”). Por eso digo -pido disculpas por el chascarrillo- que yo también tengo un 600.

Como decía aquel, yo sigo. No sé hasta cuando, porque las ideas no se me acaban, no por méritos propios, sino porque afortunadamente vivo rodeado de circunstancias que me inspiran constantemente reflexiones de muchos tipos. El mundo no para, la dinámica social no da tregua y la política se envenena y me envenena. Y como además me gusta escribir, es decir compartir con los demás mis pensamientos por erráticos que éstos sean, pues erre que erre, hasta que se me quiebre el magín o se me sequen las neuronas.

Cada uno de los artículos que publico en este blog tiene su causa. Cuando me pongo a escribir tengo a mi lado una lista de posibles temas a tratar, que he ido apuntando a medida que han surgido ante mis ojos o que se me han ocurrido como consecuencia de algo que haya observado a mi alrededor. Después, reunifico aquellos que responden a una misma idea y descarto otros por considerarlos de menor importancia. Por último, elegido el asunto, me pongo a escribir, sólo pendiente de la coherencia intelectual y del estilo lingüístico, esto último más por dignidad que por estética. Lo escrito ahí queda, al contrario de lo que le sucede a las palabras, que dicen que se las lleva el viento.

Hay ocasiones en las que un artículo me sale de un tirón. Pero la mayoría de las veces me veo obligado a ir párrafo a párrafo, deteniéndome cada poco para exprimir las ideas, corrigiendo una y mil veces lo escrito; hasta que la autocensura y el instinto de la prudencia me sugieren que lo que allí pone ni ofende a nadie ni contradice mis ideas. Lo primero es un intento de respeto hacia las opiniones de los demás, que quizá no siempre consiga; lo segundo un examen de conciencia para no decir nunca lo que no pienso, aunque es cierto que hay veces que no estoy seguro de no estar cayendo en contradicciones conmigo mismo. En estos casos, si me doy cuenta, borro lo escrito y abandono el tema.

Hay escritores que confiesan que nunca leen lo que han publicado. Yo sí lo hago, porque la lectura de una de mis propias opiniones al cabo de cierto tiempo me resulta un ejercicio instructivo, unas veces porque compruebo que ya no pienso como pensaba y otras porque el tiempo me ha demostrado que estaba equivocado. Pero también me ayuda a comprobar lo efímero que suelen ser los acontecimientos sociales y que lo que escribí un día ya nada tiene que ver con la realidad del momento. Supongo que esto es algo que le sucede a la mayoría de los que escriben sobre la actualidad.

Sin embargo el balance para mí es positivo. Me ayuda a pensar, a depurar mis ideas y a no dejar de tener presente a los demás, porque al fin y al cabo quien escribe nunca pierde de vista que sus palabras le pueden llegar a otros.

¿Hasta cuándo seguiré escribiendo en este blog? ¡Chi lo sa!

27 de marzo de 2022

Las ardientes arenas del desierto

Hablaba yo el otro día con un buen amigo mío sobre la decisión de Pedro Sánchez de apoyar la autonomía del Sahara, cuando hasta ahora la postura oficial de España había sido defender un proceso de autodeterminación. Enseguida me di cuenta de que coincidíamos en nuestros puntos de vista, a pesar de que este tema nunca había surgido en las frecuentes conversaciones que mantenemos entre nosotros. A los dos, curiosamente, la parte romántica de nuestras percepciones nos dictaba que el pueblo saharaui se hubiera merecido la independencia, pero, también a los dos, el realismo político nos movía a considerar que se trata de un asunto enquistado desde hace lustros, que es preciso resolver cuanto antes en beneficio de todos, de los saharauis, de los marroquíes y de los españoles.Y también, cómo no, de Argelia

Recuerdo muy bien la “marcha verde", como se llamó a la invasión del Sahara español por una muchedumbre formada por 300.000 personas, entre las que intentaban infiltrarse 25.000 militares marroquíes. Fue promovida por el rey Hasán II y organizada por agentes de la CIA, que se encargaron de facilitar el complicado apoyo logístico que tuvieron que desplegar. Fue en noviembre de 1975, cuando Franco agonizaba y la sociedad española estaba más pendiente de su futuro inmediato que del conflicto saharaui. El gobierno español, incapaz de contener a la masa de invasores, contra la que por razones obvias no podía disparar, claudicó y entregó el territorio a Marruecos y a Mauritania. Muchos sentimos vergüenza ante la tropelía, pero nadie movió un dedo en contra, entre otras cosas porque el régimen autoritario que nos gobernaba no lo hubiera permitido. Fue entonces cuando nació, como un reflejo condicionado por la humillación sufrida, un sentimiento prosaharaui, que, aunque cada vez más débil, se ha mantenido durante 47 años.

Desde entonces han sucedido muchas cosas, entre ellas que Marruecos se ha hecho con el control efectivo del territorio y que muchos saharauis se han adaptado al nuevo estatus. Una minoría, sin embargo, vive en campamentos de refugiados en la provincia argelina de Tinduf, en condiciones de gran precariedad, sin agua corriente y sin el más mínimo confort habitacional. Según algunas fuentes, se estima que dos tercios de las mujeres sufre anemia y que un tercio de los niños padece desnutrición. Un panorama desalentador.

Estos campamentos se mantienen gracias a donaciones internacionales y a la ayuda de ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados. Pero estas contribuciones han ido disminuyendo a la largo de los años, con lo que está aumentando la situación de desamparo de una población que, en su mayoría, no conoce su patria. Las nuevas generaciones están emigrando hacia Europa o hacia otros lugares argelinos, por lo que no es descabellado pensar que dentro de unos años sólo quede allí una población de ancianos. Esta es una realidad de la que se habla poco, pero que es preciso tener muy en cuenta antes de cualquier otra consideración.

Por tanto, como decía arriba, el gobierno ha pensado que ha llegado el momento de ejercer el realismo, que, en estos momentos, después de tantos años, pasa por aceptar la presencia de Marruecos y apoyar la autonomía de la región en las mejores condiciones posibles para los saharauis. De esta manera, saldrán ganando los saharauis, España y Marruecos. Además, es muy posible que Argelia, enfrentada a sus vecinos marroquíes desde hace años por litigios fronterizos, pasada la indignación inicial por el cambio de criterio, sienta alivio, porque los campamentos de Tinduf representan para este país una fuente de preocupaciones y una sangría económica.

Resumiendo, aunque el corazón nos pida a muchos seguir defendiendo la autodeterminación del Sahara, la razón debe llevarnos a entender el cambio de postura oficial de España. Marruecos es un vecino con el que es necesario entenderse por evidentes razones de seguridad, pero también debido a los lazos económicos que siempre han mantenido nuestros dos países. Centenares de empresas españolas operan allí, por lo que es de esperar que, si la situación se normaliza, las oportunidades de inversión económica aumenten.

Esto no significa que haya que dejar a los saharauis a su suerte. Todo lo contrario, es de esperar que la autonomía administrativa reconduzca la situación de abandono en la que ahora se encuentran.

 

23 de marzo de 2022

Los "putinistas"

Se están haciendo en los últimos días muchos chistes que se basan en juegos de palabras derivadas del nombre del ínclito Putin. Como a mí no me gusta jugar con la lexicología más allá de lo necesario, he decidido que lo más indicado para referirme a "lo relativo o perteneciente" al autócrata ruso es “putinista”, de la misma manera que utilizamos el vocablo estalinista cuando hablamos de lo que tenga alguna relación con Stalin. Supongo, aunque no estoy muy convencido, que algún día la respetada Academia bendiga mi osadía.

Ahora se habla mucho de Vladimir Putin, el presidente de Rusia, al que una parte del mundo -no todo- ha convertido en la Fiera Corrupia de nuestros días. Sin embargo, yo sólo voy a referirme a él hoy para hablar de los “putinistas”, un modelo de político que abunda en nuestros días, no sólo en España, también en el mundo en general. Porque, en definitiva, Putin representa a la derecha nacionalista, intransigente, con ambiciones imperiales y pretensiones de supremacía que prolifera en nuestro entorno.

Supongo que por aquello de que Rusia fue comunista durante tantos años, algunos están convencidos de que Putin quiere volver a las andadas soviéticas y, como consecuencia, lo califican de comunista. Yo creo, por el contrario, que Putin y los “putinistas” son de ultraderecha, es decir, todo lo contrario. Los “putinistas” anteponen los sueños imperiales, la exaltación de la patria y la veneración de la fuerza y el cesarismo a cualquier consideración social. Para ellos lo primero es la tierra que los acoge, y los que viven en ella sólo simples marionetas al servicio de la primera. Son, no lo pueden negar, fascistas.

Aunque a la ultraderecha europea le cuesta mucho mostrarse abiertamente a favor de la invasión de Ucrania, en el fondo de su alma nacionalista prevalece la pregunta: ¿qué se nos ha perdido allí? Su antieuropeísmo declarado los desvincula completamente de cualquier principio de solidaridad con los destinos de la Unión Europea, porque en definitiva lo único que les preocupa es la defensa de sus propias fronteras, más allá de las cuales, para ellos, todos son extranjeros. Insisto en que no lo dicen porque no se atreven, pero sus silencios y sus quiebros de cintura para no comprometerse en la lucha contra los invasores demuestra que son “putinistas”.

Trump lo era -supongo que lo seguirá siendo-, porque mientras construía muros para aislar a su país de los mejicanos, a los que consideraba auténticos enemigos, le importaba muy poco lo que hiciera Rusia. Incluso estuvo madurando la idea de acabar con la OTAN, o por lo menos debilitarla. Ha pasado muy poco tiempo desde entonces y los tejemanejes que se trajo entre manos durante su mandato pertenecen todavía a los secretos de los sumarios de la Casa Blanca, pero el tiempo desvelará hasta dónde estaba dispuesto a llegar en sus contubernios con Putin.

Aquí, entre nosotros, también los hay, y muchos más de lo que nos creemos. Ven aquello lejano, totalmente ajeno a lo que ellos consideran nuestros intereses y no mueven un dedo para condenar la agresión. Las tierras ucranianas nunca fueron de su interés. Pero, eso sí, cuando se trató de defender la causa de Hitler, no dudaron en enviar a cerca de treinta mil hombres a luchar contra los rusos.

Deberíamos estar muy atentos a esta quinta columna infiltrada en las fronteras de la Europa democrática, porque fieles a sus ideas nacionalistas no dudan en echar leña al fuego de las dificultades económicas que la guerra de Ucrania nos está trayendo, culpando a los gobiernos europeos de los desaguisados que la política de Putin está creando. Es una forma como otra cualquiera de defender a los “putinistas”, de ayudar a Putin.