19 de marzo de 2022

La intolerancia cabalga

Se define la intolerancia como falta de habilidad y voluntad para tolerar algo. Los intolerantes, por tanto, lo son por torpeza o incapacidad o por decisión propia. Al tratarse de una característica mental, los intolerantes lo suelen ser en varios aspectos, no sólo en uno. Los machistas por lo general son también homófobos, xenófobos, antifeministas y racistas. Debe de haber algún pliegue en el cerebro donde se albergue la incapacidad de tolerar a los diferentes, de mirar el entorno con prepotencia y superioridad. La intolerancia es multifocal, como lo son los ojos de los dípteros.

Sucede además que la intolerancia lleva al desprecio. Los intolerantes llaman moros a los norteafricanos, negros a los subsaharianos, sudacas a los iberoamericanos, quinquis a los rumanos y maricones a los homosexuales. Incluso en algunas ocasiones posponen a los apelativos anteriores el vulgar sobrenombre “de mierda”. Es algo así como si no se conformaran con rumiar la intolerancia, sino que además necesitaran vomitarla.

Es curioso observar cómo la intolerancia toma en ocasiones la forma de ideología política. Las imágenes de las hogueras de libros en las calles de Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial, que forman parte de la memoria de muchas generaciones posteriores, es un ejemplo de intolerancia hacia las culturas que se apartaban de los cánones nacionalsocialistas. La Santa Inquisición fue el instrumento de la intolerancia hacia los que no cumplían con exactitud la doctrina de la Iglesia Católica del momento. Pero no hay que ir tan lejos en el tiempo para encontrar intolerancias institucionalizadas, basta con echar un vistazo alrededor y observar los mensajes de los líderes de las ultraderechas europeas, que parecen todos cortados por un mismo patrón, desde Salvini a Putin, desde Abascal a Le Pen, desde Trump a Bolsonaro, desde Díaz Ayuso a Orban.

Lo peor de todo es que el desprecio de los intolerantes se convierte primero en odio y más tarde en violencia. Las ultraderechas que llegan al poder se mantienen en él por medio de la fuerza coercitiva. No toleran la disidencia, abortan cualquier intento de contestación, controlan los aparatos del poder y procuran perpetuarse mediante el ejercicio del autoritarismo, una manifestación más de la intolerancia institucionalizada.

Contra la intolerancia no existe vacuna, porque se trata de un virus que muta constantemente, que se adapta con facilidad a los entornos cambiantes. Sólo caben medidas preventivas, cordones sanitarios para acorralarla y no dejar que se expanda. Sin embargo, no es tan fácil luchar contra ella. Y no lo es por dos motivos, primero, porque los enemigos de la intolerancia son demócratas convencidos, a quienes por tanto no les gusta demasiado poner barreras a las ideas de los demás; segundo, debido a que hay partidos que los necesitan para gobernar. Es decir que, o por un exceso de escrúpulos o por tácticas espurias, los intolerantes institucionalizados se mueven a sus anchas, sin que parezca que haya nada capaz de contenerlos.

A mí me gusta pensar que llegará un día en que la vacuna contra la intolerancia se descubra, un antídoto que le haga frente. La Declaración Universal de los Derechos Humanos y las constituciones de los países democráticos ya contienen disposiciones cuya clara intención es combatir la intolerancia. Sin embargo, de la legislación a la práctica hay un largo trecho, porque las formulaciones amplias y en ocasiones difusas se prestan a interpretaciones arbitrarias y arribistas. Pero entiendo que, a pesar de la falta de rotundidad, estas manifestaciones legales deberían ser suficiente para amparar una lucha decisiva contra los intolerantes.

Me proclamo, sin ambages, enemigo de la intolerancia en cualquiera de sus formas.

4 comentarios:

  1. Veo a los intolerantes como personas temerosas e inseguras. Son gente atemorizada de los cambios. Ven amenazas por todas partes.
    Ahora bien, ¿qué hacer ante ellos? La actitud refleja sería el rechazo, que al final se traduciría en odio. Pero ese no es el camino. Lo único que ayudará a la lucha contra la intolerancia es el diálogo y la tolerancia. Mostrar que, aunque los puntos de vistas sean diametralmente opuestos, no pasa nada. Tenemos que convivir soportando las incomodidades de la convivencia, pero eso es preferible al odio destructor y para que la convivencia sea soportable hemos inventado el Derecho.

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  2. Nunca he creído en lo de poner la otra mejilla. Hay que combatir la intolerancia desde el Derecho, por descontado, pero con decisión democrática. Se está haciendo ya, aun en contra de los intolerantes. Yo desde aquí lo único que hago es denunciar la intolerancia. Eso sí, con todas mis fuerzas.

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  3. La vacuna, pienso yo, está en la educación. Desde el momento en que dejen de educarnos en la competitividad: "tienes que ser mejor que tu compañero para poder triunfar". Ahí pienso que se encuentra el germen de la intolerancia: "Lo mío es mejor", gritará siempre el competidor, a no ser que haya sido educado en una sana competencia (debatir sobre lo que sea una sana competencia daría para otro interesante artículo con sus correspondientes comentarios, así que, Luis, apúntatelo).
    Cuando te haces mayor y ves que no has logrado ser "mejor" que tu vecino (tradúzcase como "ganar más dinero"), surgen los complejos de inferioridad que se enmascaran con la intolerancia.
    Educación, educación y educación, es la vacuna (tres dosis, como la de la covid, y una cuarta, si fuere necesario, también).

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  4. Fernando, me apunto tu sugerencia de escribir algo sobre la educación. Ese sí que es un tema complejo donde los haya, del que todos tenemos experiencia.

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