28 de julio de 2021

De la envidia y los envidiosos

Siempre me ha llamado la atención la expresión envidia sana. Con ella, los que sienten envidia de alguien por algo tratan de suavizar la gravedad de su debilidad. Es una manera de avisar que, aunque sean envidiosos, lo suyo no es maligno. Tan arraigada está en la mente del hombre civilizado que la envidia es uno de los llamados pecados capitales, que los que la sufren intentan exculparse mediante esta advertencia previa. Siento envidia sana.

Como esta tarde de verano estaba poco inspirado, pero tenía ganas de escribir, como me sucede con frecuencia, me he puesto a indagar sobre este asunto. La Academia, en la primera acepción, nos dice que se trata del sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que o no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee. En la segunda, explica que envidia es el deseo de hacer o tener lo que otra persona tiene. Muy parecidas las dos, pero en la última no habla ni de tristeza ni de enojo, simplemente de deseo. Supongo, por tanto, que cuando alguien dice siento envidia sana se está refiriendo a la segunda. ¡Qué envidia, ya te vas de vacaciones!

Cuando profundizo un poco más en mis indagaciones, me encuentro con que algunos moralistas sostienen que la envidia no es desear lo que tienen los demás, sino pretender que no lo tengan. Está claro que con estas características tan corrosivas la envidia nunca podría ser sana. De manera que me quedo con lo que nos dicen los académicos, que al menos deja una puerta abierta para poder ejercer la envidia sin sonrojarse demasiado.

Hay una variedad de la envidia que hasta tiene nombre propio, “Shadenfreude”, que el buscador de Google, sin que yo lo pretendiera, me ha puesto frente a los ojos. Se trata de un sentimiento de alegría maliciosa por el fracaso del envidiado. Como sé que estas páginas las lee algún forofo de la navegación “googleliana” –qué palabro-, le animo a que indague sobre esta materia. A mí me basta con saber que esta inclinación malévola tiene un nombre tan curioso, alemán y por tanto para mí imposible de pronunciar. Pero no deja de ser una vía que abro para estimular a los curiosos.

Lo que creo que está claro es que el envidioso sufre y malgasta energías. Yo diría que la envidia es una actitud pasiva, que se trata un sentimiento íntimo que, dependiendo de su intensidad, puede causar estragos en la mente del envidioso. Supongo que como cualquier otra emoción la envidia es tan antigua como la humanidad, aunque también es posible que con el tiempo los envidiosos hayan llegado al convencimiento de que hay que disimularla, que no se puede ir por la vida mostrándola abiertamente, porque en el fondo manifiesta un complejo de inferioridad.

Ahora bien, alguien puede decir con certeza, sin ruborizarse y sin que le crezca la nariz que él nunca siente envidia. Puede ser, pero me resulta muy difícil de admitir. Lo que sucede es que en esto como en todo no sólo hay blancos y negros, sino también una enorme gama de grises. Quizá un buen ejercicio de introspección consista en intentar catalogar tus propios sentimientos de envidia dentro de su gran variedad, porque alguno se llevará la sorpresa de que la suya es gris oscura, casi negra. En cualquier caso, y esa es la buena noticia, corregible o al menos controlable.

Lo que no se puede dudar es que la envidia, además de hacer sufrir al envidioso, es un homenaje de la mediocridad al talento.

24 de julio de 2021

No te pases de la raya

Oí en una ocasión que la ironía es en el lenguaje lo que la reducción al absurdo en la lógica. Si algo sólo puede ser A o B y no es A, forzosamente tiene que ser B. Cuando decimos de alguien que es guapo, si la realidad muestra palpablemente y sin lugar a dudas que es más feo que Picio, estamos utilizando la ironía. Yo admiro a los que saben utilizarla adecuadamente, porque suelen ser personas inteligentes, dotados de una buena dosis de sentido del humor. Lo que sucede es que hay que tener mucho cuidado con el uso de esta figura retórica, porque, si se te va de las manos, la ironía se convierte en sarcasmo.

El sarcasmo, aunque pudiera confundirse con la ironía, es mucho más cruel. También se basa en expresar una idea mediante la contraria, pero suele utilizarse con un alto contenido de burla, de tal manera que el receptor no tendrá nunca dudas sobre la intención del sarcástico. Quedará bien claro que el comentario implica desprecio o mala intención o ganas de molestar. De ahí que la ironía deba usarse con cautela, para evitar que una mala elección de las palabras o una equivocada entonación en la expresión induzca al interlocutor a tomarla por sarcasmo.

Recuerdo una boda de alto copete, en la que la madrina, una guapa cincuentona que lucía una pamela de tan grandes dimensiones que apenas podía mover la cabeza, cada vez que alguien se acercaba a saludarla era objeto de alguna ironía, unas simpáticas e inteligentes, otras rayando en el sarcasmo. Yo estuve observando el besamanos con atención durante un cierto tiempo, porque desde el primer momento comprendí que podía ser una buena ocasión para analizar la capacidad irónica de un amplio colectivo entorno a un mismo tema, que no era otro que el tamaño del tocado de aquella señora. Hubo de todo, desde el simpático “un poco pequeña, ¿no?”, hasta el sarcástico “te has dejado el gorro en casa”.

En una ocasión, cuando me presentaron al padre de tres jovencitas en edad de merecer, le dije que tenía unas hijas guapísimas. Era tan evidente que la belleza en todas ellas brillaba por su ausencia, que ni su progenitor podía ignorarlo, algo que con las precipitaciones del momento no tuve en cuenta. Mi intención era alagarlo con un elogio improvisado, pero enseguida comprendí que el otro se había molestado, aunque por supuesto no lo manifestara.

Recuerdo que hace muchos años, cuando yo tenía siete u ocho años y estaba invitado a comer en casa de unos tíos míos, al acabar el primer plato él le dijo a ella: “la próxima vez cambia de sopa y no la pongas de espinas”. Creo que fue la primera vez en mi vida que oí un sarcasmo, aunque no supiera lo que era. A pesar de los años que han transcurrido desde entonces, con independencia del cariño que les tenía a los dos, no se me ha olvidado aquella ironía convertida en sarcasmo.

En mi opinión, una buena utilización de la ironía supone sentido del humor y como consecuencia un buen nivel de inteligencia. Por el contrario, los sarcasmos demuestran poca capacidad de bromear y por consiguiente torpeza, cuando no un coeficiente intelectual mediocre. Por eso, aunque a mí se me escapan las ironías con cierta frecuencia, ante la posibilidad de pasarme de la raya y convertirlas en sarcasmo he decidido refrenar el ímpetu. En boca cerrada no entran moscas.

Como algunos dicen ahora, el lenguaje es lo que tiene.

20 de julio de 2021

El carrusel de los despropósitos

Después de haber elegido el título de este artículo -a veces empiezo a construir por el tejado- he consultado en los diccionarios el significado de la palabra carrusel, uno de cuyos sinónimos es tiovivo. No estoy seguro por tanto de que mi elección haya sido acertada, porque, como se verá a continuación, el símil que yo buscaba no debería hacer referencia a un artefacto circular y repetitivo, sino a otro tan largo como un día sin pan y tan variado como los colores de la naturaleza. Quizá hubiera sido mejor haberlo titulado “la cinta transportadora” o “el rayo que no cesa”. No obstante, por no volver atrás, lo dejo así.

Me voy a referir al llamado argumentario político del PP, esa ristra inacabada de “sucesos políticos” que utiliza la oposición para censurar al gobierno. Nacen en sus “think tanks”, en sus centros de pensamiento, y se distribuyen a través de las redes internas y externas para que sirvan durante unos días como referencia para atacar al gobierno. Se basan en alguna realidad del momento, en recientes noticias políticas del carácter que sea, nacionales o internacionales. A partir de ahí, con una ligera manipulación se convierten en argumentario, en dardo arrojadizo, en un eslabón más de la inacabable cadena sin fin.

Yo apunto sus ocurrencias todos los días, un control que me sirve de entretenimiento. Las analizo, las desmenuzo, me informo sobre su consistencia, mido las veces que se repiten, hasta que entra un nuevo asunto o una nueva vagoneta de la cinta transportadora. Ahora bien, son tantas y tan variadas, que no podría enumerarlas aquí. Sin embargo, pondré un ejemplo que sirva para ilustrar la idea que me guía, el de la dictadura de Cuba. A raíz de las manifestaciones de protesta de algunos sectores de la sociedad cubana y de la subsiguiente represión de las mismas por parte del gobierno de aquel país, el argumentario señala que hay que exigirle al gobierno que diga con claridad si aquello es o no es una dictadura, venga a cuento o no lo venga.

Naturalmente el gobierno español no cae en la trampa y elude con cautela entrar en el jardín que le propone la oposición. No lo hace por varias razones, la primera y quizá la más importante porque se trata de un asunto internacional, con la consiguiente repercusión que cualquier desliz pudiera tener en las relaciones entre dos países soberanos a los que unen, no sólo vínculos históricos, sino también relaciones económicas que pueden verse afectadas por culpa de las ligerezas verbales. Eso es algo que se enseña en primero de la escuela diplomática y que no resulta difícil de entender por los profanos en la materia.

Pero a la oposición parece no importarle el perjuicio que unas declaraciones oficiales puedan causar a nuestra economía, porque sus pensadores han encontrado una pieza más para su argumentario y los ejecutores de las consignas no están dispuestos a renunciar a una ocasión de acoso tan clara como ésta. No importa que ellos en otros tiempos mantuvieran unas magníficas relaciones con Fidel Castro, que respetaran cuando les tocaba hacerlo la prudencia diplomática exigida. Ahora no son ellos los que gobiernan y por tanto qué más les da. Si las cadenas hoteleras españolas en Cuba pasan apuros, que se aguanten. Lo que de verdad les importa es derribar al gobierno.

Cuando esta vagoneta de la cinta transportadora está a punto de pasar, llega una nueva. Ahora le ha tocado el turno a la acusación al gobierno de desacato a los jueces, por aquello de que algún ministro ha manifestado que no comparte la decisión del Tribunal Constitucional sobre la ilegalidad de la declaración del estado de alarma. Una mentira canallesca, porque no es lo mismo desacatar que discrepar. Lo primero es un delito, lo segundo un derecho constitucional, el de la libertad de expresión.

De la decisión del TC ya hablaré otro día, porque, no son sólo algunos ministros, sino también muchos magistrados en activo o retirados los que no comparten tan curiosa decisión. Yo tenía un amigo que en estos casos solía decir: da que pensar.