29 de abril de 2020

Tener clase

Hay una expresión coloquial en nuestro idioma, “tener clase”, que viene a ser algo así como el antónimo de “ser vulgar”. Como estas expresiones nacidas de la sabiduría popular siempre me han fascinado, he buscado una posible definición que explicara qué queremos manifestar cuando decimos de alguien que tiene clase. Navegando por Internet he encontrado un artículo de Manuel Vicent que, entre otras cosas, dice lo siguiente: “Tener clase es un don enigmático que la naturaleza otorga a ciertas personas sin que en ello intervenga su inteligencia, el dinero ni la edad. Se trata de una secreta seducción que emiten algunos individuos a través de su forma natural de ser y de estar, sin que pueda hacer nada para evitarlo”.

Me gusta esta definición porque coincide en gran parte con la idea que siempre he tenido sobre este tipo de individuos. He conocido a personas procedentes de clases humildes de la sociedad que destilaban clase por cada uno de los poros de su piel y a prepotentes aristócratas que transmitían más vulgaridad que una alpargata usada. No es por tanto la cuna la que otorga esta categoría sino “la secreta seducción” de la que están dotados. Tampoco el dinero, ya que de patanes millonarios está lleno el mundo. Sin embargo me he encontrado con algún mendigo que hubiera invitado a comer en mi casa si no fuera por eso de los estúpidos convencionalismos humanos. De hecho, para suplir esta carencia escribí hace años un relato breve que se titulaba “El mendigo de la armónica”. Ya sabemos que la escritura se convierte a veces en una oportuna válvula de escape de las frustraciones.

Por ponerle algún inconveniente a la definición de Vicent, no estoy demasiado seguro de que en esto de la clase no intervenga la inteligencia, porque al fin y al cabo esta facultad es el motor de todos los comportamientos del ser humano. Quizá lo que haya querido decir es que la clase se transmite sin que el intelecto necesite hacer ningún esfuerzo. Surge espontáneamente del individuo, como si estuviera desligada  de la personalidad de su propietario. Pero intervenir, aunque sea en un segundo plano, interviene. Yo no he conocido a ningún tonto con clase, lo que no significa que los inteligentes necesariamente la tengan. Es más, a éstos la carencia de clase se les nota más.

Cabría meter en esta disquisición a la educación, en el sentido amplio de la palabra. Quiero decir que cuando hablo de educación no me estoy refiriendo a la recibida en el seno de la familia ni a la formación académica  ni al dominio de idiomas ni a ninguna de las capas de conocimientos adquiridos a lo largo de la vida, sino al filtro personal que el individuo haya utilizado para asimilarlos. Es por tanto un concepto en el que, sin dejar a un lado la educación convencional, depende de la capacidad de utilización de la misma. ¿Quién no ha tenido un ilustre profesor más ordinario que un regüeldo?

Como dice mi admirado Manuel Vicent, tener clase es un don. Por eso, qué difícil es encontrar a alguien a quien se le pueda tachar de esta manera. A lo largo de la vida nos relacionamos con ricos, con guapos y con cultos, con torpes y con listos, con humildes y con vanidosos. Pero hay que buscar con lupa a los que tengan clase, porque se trata de un bien muy escaso.

26 de abril de 2020

¡Cómo está el patio!

Ya he contado en alguna ocasión que cumplo a diario con el rito de los aplausos de las ocho de la tarde en homenaje a los sanitarios de nuestro país, reconocimiento que en mi fuero interno hago extensivo a todos los trabajadores que en estos aciagos días se exponen al contagio en beneficio de la sociedad entera. Lo hago desde una ventana que se asoma a un enorme patio de manzana, al que dan las viviendas de cuatro calles. Calculo que en total, a una media de cinco portales en cada lado del rectángulo, habrá unas treinta comunidades de vecinos. Si tenemos en cuenta que cada inmueble tiene seis alturas y que en cada piso hay dos viviendas que se asoman a ese gran espacio, resulta un total de trescientos sesenta residencias familiares. Si por último calculamos una media de dos personas por familia, resultará un total de setecientos veinte potenciales aplaudidores, que, hechas las deducciones corespondientes a los edificios de oficinas y a los pisos vacios, puede que se queden en trescientos. Una buena muestra estadística de la que extraer conclusiones del comportamiento humano.

El ambiente durante los cuatro o cinco minutos de aplausos es festivo, yo diría que alegre, como si los que allí estamos intentáramos hacer de tripas corazón y quisiéramos transmitirnos a nosotros mismos unos ánimos que posiblemente no tengamos. De vez en cuando algún viva, pero completamente desprovisto de intencionalidad política. Viva la sanidad y cosas  por el estilo. Después, despedidas agitando los brazos, algún hasta mañana y cada mochuelo a su olivo. Un ejemplo, ya lo he dicho en algún momento, de civismo. Supongo que lo que describo no será muy distinto de lo que suceda a esa misma hora en cualquier otro lugar de España.

Pero el otro día, una hora más tarde de la de los aplausos, cuando estaba viendo el telediario de las nueve y concretamente una comparecencia de Pedro Sánchez anunciando una nueva prórroga de las medidas de confinamiento, empecé a oír una especie de estruendo metálico y me asomé intrigado. En un mirador, justo enfrente de mí ventana y a unos ciento cincuenta metros de distancia, una señora agitaba un sonoro artefacto en un evidente intento de que otros vecinos se unieran al conato de cacerolada. Nadie, absolutamente nadie la siguió. Se subieron algunas persianas, se abrieron unas cuantas contraventanas, que volvieron a cerrase en cuanto los curiosos comprobaron la naturaleza del molesto ruido. Supongo, pero sólo es una elucubración sin más fundamento que la intuición, que aquella señora obedecía las consignas que le hubieran enviado a través de alguna red social. El tiempo me dará o no la razón, porque pienso estar muy atento.

Cuesta creer que en una situación como la que estamos viviendo, cuando una gran mayoría de ciudadanos -pertenecientes a todas las corrientes políticas del país- de lo que de verdad están preocupados es de salir cuanto antes de esta situación tan amarga por la que estamos pasando, una minoría, alentada por los extremistas que aprovechan cualquier ocasión para manifestar sus desacuerdos políticos, colabore en la sucia e insolidara tarea de acoso y derribo que ha emprendido la ultraderecha antisistema. No cesan en los actos de histeria que les provoca el odio ni siquiera en esta situación tan dramática. Sus rencores y sus frustraciones los convierte en auténticos enemigos de la convivencia civilizada, precisamente uno de los valores más preciados en estos momentos.

Sé perfectamente que denunciar este comportamiento es hablar por hablar, porque nadie los va a convencer de que hagan las cosas como se deben hacer en situaciones como éstas. No ignoro que los razonamientos que se les haga  no serán más que predicaciones en el desierto. No van a dar tregua, porque sus ansias de revancha no se lo permiten. Seguirán con sus campañas difamatorias, con la verborrea demagógica y con las caceroladas tercermundistas.

La única esperanza que queda es que algunos de los que hasta ahora han confiado en ellos se den cuenta de lo que de verdad representan y terminen dándoles la espalda para siempre.

23 de abril de 2020

Me gustan los eufemismos

Dice la Academia que eufemismo es la manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante. Por su parte, el diccionario de María Molinar lo define como expresión con que se sustituye otra que se considera demasiado violenta, grosera, malsonante o proscrita por algún motivo. Por último, leo en Fundeu la definición que el escritor Gavilanes Laso da sobre esta palabra, a la que describe como un procedimiento de sustitución de la expresión que se considera hiriente, inoportuna, vulgar, dura, grosera, malsonante, incluso peligrosa, por otra elegante, suave, decorosa, que tiende a dulcificar o a atenuar el significado susceptible de molestar o afligir.

A mí siempre me han llamado la atención los eufemismos, porque me parecen ingeniosos artilugios del idioma, recursos mentales transformados en palabras para esquivar la implícita acritud de ciertas palabras o expresiones. Pero sobre todo me encantan aquellos que proceden de la espontaneidad del hablante. Tanto es así que durante un tiempo me dio por coleccionarlos, como si de sellos se tratara. En cuanto alguien decía algo que sonara a intento de evitar las palabras que en realidad hubieran correspondido al mensaje que transmitía, lo apuntaba en cualquier papel que tuviera a mano. Dejé de hacerlo hace años, cuando me di cuenta de que no hubiera habido en el mundo disco duro suficiente para almacenar todos los eufemismos que se decían a diario.

El otro día oí uno que a punto estuvo de resucitar mi antigua afición. Una presentadora de televisión entrevistaba a una meretriz, interesándose por cómo esta pandemia que estamos sufriendo afectaba a su trabajo. Pero cuando la entrevistadora se refirió al oficio de la entrevistada, no utilizó ninguna de los innumerables vocablos que describen la profesión más antigua del mundo, dijo que era una "mujer en condición de prostitución". Más eufemístico imposible. Y otro de hoy, esta vez de Pablo Iglesias, quien al referirse a la economía sumergida, que en sí ya es un eufemismo, ha dicho los que se ganan la vida mediante "mecanismos informales". No tiene desperdicio.

Ahora ya no se habla tanto de eufemismos como de lo políticamente correcto. Si el otro día el general Santiago en la rueda de prensa del comité de seguimiento del coronavirus hubiera utilizado un eufemismo o una expresión políticamente correcta, se hubiera evitado el aluvión de críticas que le llegaron desde la oposición. Si en vez de decir “minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del gobierno” hubiera dicho “desenmascarar los bulos que circulan en contra de la gestión del Gobierno”, la cosa hubiera sido distinta. Si, además, en vez de la palabra Gobierno hubiera utilizado la expresión instituciones del Estado, el supuesto escándalo no existiría. Yo estoy completamente convencido de que en realidad quiso hablar de esto último, porque estaba dando cuenta del combate que mantiene la Guardia Civil contra los bulos y los montajes fraudulentos, que no son libertad de expresión sino delitos; pero lo dijo a la pata la llana, porque al fin y al cabo no tenía nada que ocultar.

Benditos sean los eufemismos y benditas las expresiones políticamente correctas si ayudan a la convivencia. Es verdad que hay veces que a los hijos de puta hay que llamarlos hijos de puta y dejarse de zarandajas. Sin embargo, la mayoría de las veces se puede sustituir esta expresión tan dura y malsonante por alguna menos hiriente. Incluso se puede precisar la intencionalidad con una frase aclaratoria, como aquella de "tu madre será una santa pero tú eres un hijo de puta". Y así no hay lugar a dudas.

18 de abril de 2020

¿Dónde está el Estado del bienestar?

Cuando todos los días me asomo a las ocho de la tarde a una de las ventanas de mi casa para aplaudir al vacio, pienso que detrás de aquel acto simbólico de agradecimiento a los sanitarios de nuestro país hay algo más que un simple homenaje a un determinado colectivo. Tengo la sensación de que los que allí estamos aplaudiendo al unísono nos trasmitimos unos a otros un mensaje de solidaridad. Los médicos, los enfermeros, los celadores y los responsables de la limpieza en los hospitales no nos oyen –aunque sepan que lo estamos haciendo-, pero los ciudadanos nos alentamos unos a otros con un gesto que transmite por un lado el apoyo que se necesita en un momento tan difícil y por otro la alegría que supone estar venciendo al virus. Se trata de uno más de esos símbolos que las sociedades siempre han necesitado para seguir unidas.

Pero desgraciadamente estos días no todo lo que se ve son manifestaciones de solidaridad y de ánimo, porque hay una minoría que se salta las medidas de confinamiento como si las cosas no fueran con ellos, como si vivieran en un mundo paralelo en el que la pandemia no existiera. Estos individuos no sólo ponen en peligro a los demás, sino que con su actitud insolidaria le dan la espalda a la sociedad. El anterior presidente del gobierno no debería haber salido de su casa para hacer jogging, como se le ha visto y fotografiado in fraganti en los últimos días. Es posible que en la soledad de su urbanización ni se contagie ni contagie a nadie, pero su posición le obliga a dar ejemplo.

Estos días están apareciendo por todas partes gestos de solidaridad, cuyos protagonistas, muchos de ellos anónimos, intentan ayudar a la sociedad en la medida de sus limitadas posibilidades. Bienvenidas sean sus aportaciones, por pequeñas que éstas sean. Pero no es la forma de hacer frente a una crisis de las proporciones de la que estamos sufriendo. El estado está obligado a proveerse de los recursos necesarios para defender a la sociedad en situaciones que, aunque inesperadas, son posibles. Los que ahora están al frente de los recursos disponibles se han encontrado con una sanidad mermada por las políticas de austeridad de los últimos gobiernos, de manera que se se ven obligados a improvisar, y todos sabemos que las improvisaciones adolecen de defectos. La oposición, que ahora cacarea los errores de este gobierno, debería estar proponiendo reformas estructurales para que esto no volviera a suceder. Sin embargo parece que le resulta más fácil, o quizá más productivo desde un punto de vista electoral, señalar con el dedo los defectos de gestión.

Lo que me preocupa ahora no es que la oposición grite, porque eso es algo a lo que estamos muy acostumbrados. Lo que de verdad me intranquiliza es que guarde silencio sobre las medidas que habrá que adoptar cuando esto acabe. Ese mutismo da a entender que volverían a repetir las mismas políticas que estuvieron aplicando cuando gobernaban, las que han conducido a debilitar los pilares del Estado del bienestar. No se les oye ni una sola palabra que ponga en evidencia que están dispuestos a rectificar, ni una frase que dé a entender su disposición a cambiar las políticas neoliberales que practicaron cuando el destino de la nación estaba en sus manos. Ni una ni media. Sólo críticas sobre la falta de mascarillas, sobre las políticas de adquisición de los materiales necesarios para combatir al virus y sobre las imprecisiones estadísticas. Da la sensación de que los conservadores no están dispuestos a bajar la guardia en la defensa del capitalismo salvaje.

Decía el otro día que después de lo que estamos pasando van a cambiar muchas cosas en el mundo. Confío en que una de ellas sea la percepción de las sociedades sobre la necesidad de contar con un Estado fuerte que disponga de las estructuras necesarias para no dejar a nadie al descubierto frente a catástrofes como la que estamos sufriendo. Pero para eso, en contra de lo que defienden los conservadores,  es necesario pagar impuestos.

14 de abril de 2020

Tantos interrogantes me inquietan

Sí, hoy me he levantado pesimista. O mejor dicho,  hoy me he puesto a pensar en los efectos de la pandemia del coronavirus a medio y a largo plazo. El aumento de las cifras de contagio y mortalidad en el mundo entero son tan impresionantes que asusta pensar en ellas. La ciencia médica sigue sin dar ni con la vacuna ni con los fármacos adecuados. Las naciones continúan jugando a sálvese quien pueda y no se observa ni una pizca de solidaridad internacional. Los políticos no dejan de aprovechar la coyuntura para hacer política partidista. La economía se ralentiza. El paro aumenta. Y ni siquiera se sabe cómo afrontar la reducción de las restricciones, eso que algunos llaman “desescalada”, desafiando a la Academia que no reconoce el verbo “desescalar”, porque viene a ser algo así como decir “desubir” cuando existe el verbo bajar. ¿No sería mejor hablar de descenso o de recuperación o de tantos otros nombres aplicables al caso?

Lo mire como lo mire, no encuentro dónde agarrarme para no caer en el abatimiento. He intentado ver las cosas desde un punto de vista personal, analizando con cierto detalle cómo esta situación pueda afectarme a mí. Es una manera egoísta de ver las cosas, lo reconozco, pero he pensado que si llegara a la conclusión de que puedo salir intacto de la catástrofe quizá me quedara algún resquicio de esperanza. Sin embargo resulta que, como soy uno de esos individuos “de riesgo”, las tímidas medidas que puedan ir adoptándose para volver a la normalidad no me afectarán hasta vaya usted a saber cuándo. Es decir que ni salir a la calle ni pasear por mi ciudad ni veranear ni viajar ni nada de nada. Los que de esto entienden me dirán, quédese usted en casa que a su edad es donde mejor puede estar.

De manera que, como ni siquiera me queda el salvavidas personal, he vuelto a pensar en la humanidad, a la que esta catástrofe ha pillado completamente desprevenida. Decía yo el otro día que habrá un después, pero lo que decía estaba dictado por ese optimismo sin límites con el que he nacido y crecido. Hoy, cuando me he puesto la gorra de la criticidad, cuando he analizado la situación sin tapujos y sin hacerme trampas en el solitario, he llegado a la conclusión de que mucho tienen que cambiar las cosas en el mundo para que la sociedad sea capaz de remontar esta situación. No está preparada.  No lo digo en el sentido técnico sino en el de las mentalidades. La Organización Mundial de la Salud, teóricamente la máxima autoridad en el mundo en materia de sanidad, intenta marcar unas pautas de conducta, pero son muchos los que están, no sólo desoyendo sus recomendaciones, sino además defendiendo políticas suicidas. Hay que ver los disparates que han dicho Bolsonaro, López Obrador, Trump, Johnson, etc. etc. Así no hay quien saque esto adelante.

Tengo la sensación de que cuando la pandemia acabe resurgirá con fuerza la antigua polémica entre lo público y lo privado, entre la fortaleza del Estado y el liberalismo económico, entre un sistema que disponga de recursos para hacer frente a situaciones adversas, sin dejar a nadie abandonado a su suerte, y otro en el que la iniciativa privada resuelva todo. No, no es buscarle tres pies al gato, es constatar que, ante situaciones de esta gravedad, los Estados fuertes salen adelante con más facilidad que los Estados débiles. Compárese China con Europa y Europa con Estados Unidos y sáquense conclusiones.

En cualquier caso, esta pandemia no se va a quedar en unas simples estadísticas de mortalidad. Va a traer consecuencias en muchos frentes, desde el fiscal -porque está poniendo en evidencia que sin dinero los servicios públicos no funcionan como deberían funcionar-, pasando por el de las relaciones internacionales –ya que el centro de gravedad de los equilibrios geoestratégicos quizá se mueva de donde ahora está- y terminando por el de la política nacional -como consecuencia de que las correlaciones entre fuerzas políticas dentro de cada país cambien de forma significativa-. Si combinamos todo esto y lo agitamos en una coctelera, vaya usted a saber que panorama nos dejara el coronavirus.

Ya lo había advertido. Hoy me he levantado pesimista. Quizá mañana vea las cosas de manera distinta.

10 de abril de 2020

Historias del confinamiento

Me contaron una vez que cuando acabó la guerra civil y los familiares y conocidos se reencontraban después de no haberse visto durante meses o quizá años, se decían unos a otros no me cuentes tu guerra que te cuento yo la mía. Ignoro hasta qué punto la simpática advertencia se hizo popular, pero mucho me temo que dentro de poco se ponga de moda algo por el estilo, ahora sustituyendo la palabra guerra por la de cuarentena. Estoy seguro de que este cambio de vida al que nos hemos visto obligados, tan repentino y tan drástico, está depositando en cada uno de nosotros un cúmulo de experiencias, de esas que a uno le gusta compartir con los demás. Yo no me libro de la tentación.

Empezaré contando algo que me ha llamado la atención. Como ahora las entrevistas son siempre telemáticas y en directo desde los hogares de los entrevistados, es curioso observar cómo casi todos se colocan delante de algún mueble librería, como si este “atrezzo” constituyera su mejor carta de presentación. No importa que haya pocos libros ni que estos sean de cualquiera de esos autores escandinavos especialistas en literatura negra, lo importante es que se vean. Junto a los libros suele haber alguna fotografía familiar, y por supuesto no faltan  figuritas de porcelana, algunas de Lladró, ni "souvenirs" de viajes más o menos exóticos. Yo, lo confieso, me pierdo recorriendo con la vista las estanterías, intentando desentrañar la personalidad del protagonista.

Por otro lado, el envío indiscriminado de información o desinformación a través de WhatsApp está resultando estos días mucho más insoportable de lo que yo hubiera sospechado al principio, y mira que uno está acostumbrado a las adversidades. Pero lo más curioso es que nadie o casi nadie envía algo de su autoría, porque es mucho más cómodo reenviar lo que te llega de terceros que ponerte a pensar y sobre todo a escribir. Consejos, falsas noticias, presuntos entretenimientos de dudoso gusto y cosas por el estilo, que de todo hay. De la cantidad de versiones de Resistiré que he recibido prefiero no hablar.

Además, el confinamiento nos está obligando a todos a improvisar algún tipo de ejercicio físico que atenúe en parte la falta de movimiento. En esto, como en casi todo, hay clases. Los que disponen de "chalet" o casa de campo con jardín cuentan con un espacio físico que les permite resolver este problema sin hacer demasiado el ridículo. Pero los que como yo estamos recluidos en el reducido espacio de un piso de tamaño medio nos vemos obligados en nuestras andanzas domiciliares a repetir el mismo itinerario una y otra vez, hasta terminar exhaustos, no de cansancio físico sino de aburrimiento. Yo, para mitigar el hartazgo, les pongo un nombre a cada “paisaje”, como el de Cañada de Benatanduz al pasillo, Órganos de Montoro a mi estudio, nacimiento del río Pitarque a la cocina, las Hoces del Guadalope al cuarto de baño y alguno más que me recuerde mi añorado Maestrazgo. Pero como esto continúe voy a tener que emprender una nueva ruta.

Sin embargo, lo de tomar el sol, por aquello de la vitamina D que recomiendan los médicos, lo he resuelto bien, aunque, todo hay que decirlo, con algo de incomodidad. Sentado frente a la ventana de mi dormitorio, en una incómoda posición forzada que permita que los rayos solares lleguen hasta mí, paso unos quince minutos todos los días -si no está nublado- pensando en las musarañas, porque en esa forzada postura no hay manera de pensar en otra cosa. Estoy seguro de que no sirve absolutamente de nada, pero me quedo más tranquilo cumpliendo con el protocolo.

Menos mal que a las ocho de la tarde, hasta hace poco de noche y ahora todavía de día, hago algo de vida social aprovechando los merecidos aplausos al personal sanitario. Desde el primer día no he dejado ni uno solo de asomarme a la ventana y aplaudir al espacio abierto durante unos minutos, como supongo que hará la mayoría de los ciudadanos de pro. Es una experiencia que, además de servir de exponente del sentido de la solidaridad social, permite hacer amistades, a distancia por supuesto -en mi caso a mucha-, con gente que no conocías y que ahora te saludan con la mano. Incluso nos despedimos a gritos con un sonoro hasta mañana.

Lo dejo aquí, porque si sigo escribiendo no me quedará por contar ninguna historia de mi cuarentena cuando ésta haya acabado.

7 de abril de 2020

Nunca llueve a gusto de todos

Lo que está sucediendo estos días en el mundo entero ha cogido a las sociedades completamente en la inopia, tan desprevenidas que las reacciones se han hecho notar por su lentitud. Nadie, absolutamente nadie podía imaginar que algo tan dramático fuera a ocurrir. Hay algunos que comparan la situación con la de una guerra, pero en éstas no suele haber sorpresa, porque los contendientes se lo huelen antes del estallido, con lo cual en mayor o menor medida les da tiempo para preparar sus defensas. Sin embargo, en este caso el ataque ha sido por sorpresa y ha habido que reaccionar sobre la marcha. Mejor o peor, pero cuando el virus ya estaba entre nosotros, lo cual obliga a la improvisación.

A toro pasado no es difícil encontrar fallos en las medidas que se han ido tomando. Pero no podemos olvidar que el mundo entero, incluida la Organización Mundial de la Salud, consideraba que la epidemia que se había iniciado en China era un caso local, debido a circunstancias muy particulares. Cuando más tarde se empezó a ver la situación del norte de Italia, mucho más cercana a nosotros, ni la OMS ni los epidemiólogos de los países europeos sospecharon que el contagio a los vecinos fuera a producirse con tanta rapidez y virulencia.  Incluso después, en España, tras detectarse el primer caso en un turista alemán en La Gomera, todo parecía indicar que la situación estaba bajo control.

La oposición, que desgraciadamente confunde con demasiada frecuencia su obligación de servir de legítimo contrapeso a la labor del gobierno con maniobras desleales de acoso y derribo, se está comportando con una tibieza que no corresponde a la gravedad del momento. No me refiero al señor Abascal y a sus amigos, que amenazan nada más y nada menos con denuncias judiciales y otras lindezas por el estilo. Lo mejor que puedo hacer con ellos es dedicarles el silencio. Me refiero a Pablo Casado, que entre expresiones de lealtad introduce unas puyas que dejan mucho que desear. La última que le he oído ha sido algo así como que no se cuente con ellos para arruinar España. Menos mal, señor líder de la oposición, me deja usted tranquilo. Pero no dice cómo habría que gestionar esta crisis. Se limita a expresar su desacuerdo con las medidas que se van adoptando, aunque como no le queda más remedio luego las apoye.

Escribo estas líneas bajo la sensación de que las cifras de contagio se van reduciendo. Y lo digo con la misma prudencia que las autoridades sanitarias lo van anunciando. Como nos han explicado, es el primer paso para vencer al enemigo común, porque, si el número de afectados disminuye día a día, el sistema sanitario podrá sentirse más desahogado, las UCI no se colapsarán y en consecuencia la mortalidad irá descendiendo. Y si, como está sucediendo, el número de altas sigue aumentando y el de contagiados disminuyendo, quizá podamos empezar a vislumbrar el final de esta impresionante catástrofe nacional, la más importante que hemos sufrido las generaciones actuales.

Para ablandar mi endurecido oído, hace tiempo que sintonizo a diario durante un rato canales de televisión británicos o americanos. En los últimos días, Donald Trump, al frente de lo que ellos llaman el “coronavirus task force”, le cuenta al pueblo estadounidense desde la sala de prensa de la Casa Blanca las últimas noticias sobre el desarrollo de la epidemia en su país, explicaciones que sigo a través de la CNN con doble interés, el idiomático y el de conocer qué se está haciendo en el gigante americano para combatir la pandemia. Es curioso observar como, tras los primeros titubeos motivados por el absoluto desconocimiento que allí como aquí se tenía de la trasmisión y de la letalidad del virus, ahora están siguiendo los mismos pasos que siguió primero China, después Italia y más tarde España. ¿Le suena a alguien la expresión nos esperan días muy duros? Se la he oído al presidente de los EEUU en varias ocasiones.

No. No está siendo fácil mover esta enorme maquinaria para combatir el virus, pero a trancas y barrancas entre todos, algunos encerrados en nuestras casas, lo estamos consiguiendo. Aquí sólo sobran los palos en las ruedas.

3 de abril de 2020

Sanidad pública y sanidad privada

Hay controversias recurrentes que de vez en vez saltan a la palestra del debate público, como las aguas del Guadiana salen a la superficie. Digo esto porque el otro día sufrí las opiniones “whatsaperas” de algunos que sostenían que defender la sanidad pública y utilizar la privada demuestra falta de coherencia. Los que así se expresaban ponían como ejemplo que mientras que Esperanza Aguirre había ingresado en un hospital público, la vicepresidenta Carmen Calvo convalecía en el Ruber, uno de los paradigmas de la sanidad privada en Madrid.

Lamento discrepar de la opinión de estos buenos amigos. No sé dónde encuentran la falta de coherencia. Yo defiendo la sanidad pública, porque me parece que poner el sistema de salud al alcance de todos, sea cual sea su capacidad adquisitiva, es un gran logro de las sociedades avanzadas. Sin embargo, pertenezco a una sociedad privada cuyos servicios de medicina utilizo cuando los necesito. No hay ninguna contradicción, porque no se trata de dos sistemas excluyentes ni antagónicos, como quizá algunos pretendan.

Pero es que esta discusión me lleva a una consideración de rango superior. Hay quienes consideran que disfrutar de una posición acomodada en la sociedad es incompatible con defender políticas progresistas, si por políticas progresistas entendemos estar decididamente a favor del estado del bienestar. No sé dónde ven la incompatibilidad. Puede ser que porque consideren que cuando alguien tiene cubierta las espaldas desde un punto de vista económico no necesita prestaciones sociales o porque crean que el dinero que el Estado se gasta en asistencias sociales procede de unos impuestos que preferirían ahorrarse. Sus razonamientos giran alrededor de su personal situación social y lo que suceda en el resto de la sociedad parece traerlos al pairo.

Según esta manera de pensar, los ricos tiene que ser necesariamente de derechas y los pobres de izquierdas, y el que se salga de este estereotipo está traicionando a su clase. Pero no es así, como todos sabemos. Muchos ciudadanos pertenecientes a las clases medias acomodadas votan a partidos progresistas, como también son muchos los que con un poder adquisitivo bajo o relativamente bajo, se sienten más cómodos cuando gobierna un partido conservador. Por tanto, no hay ni nunca habrá una relación biunívoca entre pensamiento político y estatus social. Recomiendo que si alguien tiene dudas respecto a este aserto eche un vistazo a su alrededor. No tardará en comprobar lo que digo.

Buscar incoherencias en las ideas versus la posición social es un auténtico despropósito, que a veces se utiliza para atacar al adversario. Creo que Esperanza Aguirre está en su derecho al acudir a la sanidad pública, donde posiblemente encuentre facilidades de todo tipo por el mero hecho de haber sido presidenta de la Comunidad de Madrid; mientras que al mismo tiempo comprendo que la vicepresidenta Calvo, que se puede permitir pagar religiosamente las cuotas de un seguro médico, se sienta más cómoda en el Ruber. Yo hubiera hecho exactamente lo mismo que ha hecho cada una de ellas si hubiera estado respectivamente en cada uno de los casos.

La coherencia o la incoherencia habría que buscarlas en otro lugar. Lo que no tiene ningún sentido es utilizar la sanidad pública y defender su privatización; o, por el contrario, acudir a la privada y propugnar que no hay necesidad de ella si se dispone de un sistema público de salud. ¿Alguna de estas dos conocidas políticas encaja en alguno de estos dos supuestos?

Aquí lo dejo, para que sea el lector quien conteste a la pregunta. Si tiene dudas que consulte las hemerotecas. Yo ya lo he hecho.