28 de mayo de 2022

Ya, ni lo disimulan

Aunque algunos sigan proclamando a los cuatro vientos que el PP y Vox son cosas distintas, repitiendo hasta la saciedad que los primeros se mueven en la moderación y los segundos en la desmesura, a medida que pasa el tiempo las caretas se van quitando y los disimulos desapareciendo. Son pocos los dirigentes populares que todavía intentan marcar diferencias, porque saben muy bien que para gobernar necesitan irremediablemente a sus afines de la ultraderecha. Incluso, muchos de ellos ahora los defienden sin tapujos, argumentando que se trata de un partido político legal, al que muchos españoles votan. Y esto ocurre, no sólo entre los dirigentes del Partido Popular, también entre sus votantes. Las asperezas se liman y las diferencias se diluyen. Dentro de poco, si las cosas siguen así, se producirá la total simbiosis ideológica, si es que no se ha producido ya en un sector muy importante del Partido Popular.

La llegada de Núñez Feijoo a la política nacional, en sustitución del defenestrado Pablo Casado, introdujo la esperanza de que desde el principio marcara diferencias con la ultraderecha. Pero fue una sensación fugaz, porque su apoyo incondicional a Díaz Ayuso y sus alambicadas justificaciones de la alianza del presidente de Castilla y León con Vox acabaron enseguida con las especulaciones. El nuevo presidente del PP se ha subido al carro del compadreo con los populistas de Vox, lo que demuestra que el partido entero se está pasando poco a poco a posiciones extremista. Quién te ha visto y quién te ve.

Los escándalos dialécticos del vicepresidente castellano en Valladolid, con sus grotescas mentiras sobre la educación sexual de los niños en los colegios de aquella comunidad y, por si fuera poco, con la displicente contestación a una diputada con discapacitación, a la que espetó que le contestaba como si se tratara de una persona normal, han levantado tempestades en los medios de comunicación, pero ni siquiera una ligera brisa en la dirección popular. Se han limitado a dar imprecisas explicaciones, cuando no a mirar para otro lado. En algunos casos ni siquiera se han dignado a contestar a las preguntas de los periodistas. No se atreven a enfrentarse con sus únicos posibles apoyos políticos. A punto de desaparecer Ciudadanos por derribo incontrolado, no hay un solo partido en el amplio abanico electoral español que los apoye, salvo Vox.

Los conservadores en España se han quedado completamente aislados, divididos en dos bandos, uno, Vox, sin disimulos sobre su radicalidad, el otro, PP, cada vez con menos complejos sobre las posiciones reaccionarias a las que está llegando. No se sabe muy bien si esto último se debe a la necesidad imperiosa de no quedarse solos o a que su electorado, cada vez más radicalizado, se lo exige. Pero lo cierto es que aquella vieja teoría de que sería bueno llegar a ciertos pactos de Estado entre socialistas y populares para hacer frente a los retos que tiene planteado nuestro país se ha ido al cajón de las ingenuidades. La radicalidad de los conservadores lo ha hecho imposible.

En política hay que estar a favor de algo y no en contra de nada. Y esta alianza de la derecha tiene todo el aspecto de nacer de un intento desesperado de hacer frente a las fuerzas progresistas, a las que algunos de sus dirigentes llaman de los “socio-comunistas-rompedores de la patria”, una expresión cargada de demagogia palurda que retrata muy bien la verdadera ideología de quienes la pronuncian. Si uno analiza las líneas fundamentales de los programas de Vox y PP, se encuentra con que no hay demasiado en lo que coincidan, solo los aspectos “anti”, en los que sí lo hacen. Pero como el segundo necesita al primero, pelillos a la mar.

Se veía venir, pero nunca pensé que llegaría con tanta rapidez. La derecha española, liberada de complejos, se ha sumado a las filas de los ultramontanos. Ya, ni lo disimulan. La única esperanza estaba en que con su nueva dirección el PP cambiara el rumbo, pero no ha sido así, sino todo lo contrario. Me pregunto, como hago siempre que pienso en futuras elecciones, qué camino tomará en los próximos comicios esa amplia franja de electores moderados, la que siempre inclina con sus votos hacia un lado u otro la balanza electoral. ¿Les permitirá su moderación hacer de tripas corazón ante esta alianza radical? Cuesta creerlo.

24 de mayo de 2022

Sanxenxo (Sangenjo)

Siempre he sido de la opinión de que los gestos hay que cuidarlos como se cuida el lenguaje. La zafiedad muchas veces no sólo está en lo que se dice, también en la expresión corporal que se utilice al hablar. Para redondear un discurso, la dicción, además de elegante, debe estar acompañada de una adecuada mímica y de un acertado movimiento de las manos. En las escuelas de interpretación se cuidan tanto la voz y la palabra como el gesto y el lenguaje corporal.

Del regreso del rey emérito a España nada voy a objetar. Los asuntos judiciales son competencia de los jueces y, desde un punto de vista político, mientras no se cambie la Constitución respeto las figuras institucionales, me gusten o no me gusten. Por otro lado, que un ciudadano español quiera volver a España de vez en cuando me parece razonable. Está más cerca de los suyos y de sus costumbres que allá en Abu Dabi, donde nada se le ha perdido, salvo poner tierra por medio, preocupado por sus opacos manejos económicos, de los que, por cierto, sigue sin dar explicaciones a los españoles.

Ahora bien, que después de lo que ha llovido viaje en un jet privado de los que quitan el hipo, se vaya inmediatamente al club náutico de la población que ha elegido como destino de este viaje y se remueva Roma con Santiago con ostentación para que a su majestad no le falte de nada, me deja un tanto perplejo, sobre todo en un país inmerso en crisis pandémicas y bélicas. Es un gesto que me parece muy poco adecuado a las circunstancias. No sé quien se lo habrá recomendado, pero puestos a imaginar yo diría que la iniciativa es más propia de republicanos que quieran echar leña al fuego del republicanismo reivindicativo, que de monárquicos que se preocupen de proteger la imagen de la familia real.

Lo decía al principio y lo vuelvo a decir. Hay que cuidar los gestos si no se quiere caer en la zafiedad. Y aquí, no sólo no se han cuidado, sino que lo que hemos visto estos días parece la obra de alguien que quisiera desprestigiar a la jefatura del Estado. A Felipe VI no puede haberle gustado un espectáculo que pone en entredicho el repetido mensaje de aquí todos somos iguales, entre otras cosas porque muchos serán los que piensen que él forma parte de los diseñadores del espectáculo. No se trata de demagogia, como quizá alguno esté pensando al leer esto, sino de todo lo contrario: hay que cuidar la imagen de las instituciones para evitar desestabilizaciones inoportunas.

Lo de los elefantes fue un auténtico espantajo, absolutamente impropio de un jefe de Estado responsable. Lo de los enjuagues fiscales y las comisiones injustificadas, aunque no haya causa judicial abierta, es escandaloso. Lo de las regatas no desmerece un ápice de todo aquello. Son situaciones distintas, en momentos y circunstancias diferentes, pero con el común denominador de, digan lo que digan, me pongo el mundo por montera. Pero no debería ser así, porque el rey emérito está más obligado que cualquier otro ciudadano a cuidar las formas, a mantener un adecuado comportamiento, a no exponer su figura a críticas y maledicencias, a dar ejemplo.

Lo he dicho en alguna ocasión y lo vuelvo a repetir: qué difícil le ponen a veces estos comportamientos a los no monárquicos que, a pesar de ello, pretenden ser respetuosos con la Constitución y no convertirse en republicanos declarados. Muchos de éstos últimos se habrán frotado las manos contemplando al rey emérito embarcar tambaleante en el Bribón, una visión patética y hasta ridícula, que a mí, sin embargo, me ha dejado bastante preocupado por lo que significa. 

Mucho me temo que hay algunos que no acaban de aprender lo que la Historia enseña.

20 de mayo de 2022

Escepticismo y superstición

Explica el diccionario de la Real Academia Española que la palabra escepticismo, en una de sus acepciones, se refiere a la desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo. Pues bien, de acuerdo con esta definición, yo soy escéptico en casi todo. Mi método analítico de cualquier asunto que no tenga demostración científica empieza por poner en duda las aseveraciones que se hagan, darle una y mil vueltas al asunto intentando encontrar otras posibles explicaciones, para, por lo general, acabar manteniéndome en la desconfianza, cuando no negando su veracidad. Me pasa con todo, desde las llamadas cuestiones metafísicas, hasta las más ordinarias de andar por casa. Le oí decir una vez a la escritora Elena Soriano que, por negar, ella negaba hasta la eficacia de la Cafiaspirina, una simpática hipérbole que se me quedó grabada.

Admitir afirmaciones que no tienen fundamento racional es superstición, se trate de simplezas o de grandes doctrinas teológicas. Algunos a esto último lo llaman Fe, escrito así con mayúscula. Pero creer en lo que no se puede demostrar, se trate de la mala suerte que otorga pasar por debajo de una escalera o de atribuir milagros a divinidades, santos y profetas no deja de ir contra la razón. Ni lo primero ni lo segundo es demostrable científicamente, por lo que admitirlo entra dentro de lo que se entiende por superstición. El ser humano es libre para escoger lo que quiere o no quiere creerse, y en eso nada tengo que objetar. Pero, precisamente en función de esa libertad, yo he escogido el escepticismo como norma de conducta, que no significa negar por negar, sino no admitir lo que no esté debidamente demostrado por el conocimiento.

Si somos seres racionales, si tenemos capacidad para analizar cada suceso con detenimiento, pero sobre todo si vivimos en el siglo XXI, cuando los descubrimientos científicos arrinconan día a día las viejas teorías y nos enseñan la pequeñez de nuestro conocimiento en comparación con el mundo por descubrir, ¿cómo se puede vivir sin ser escéptico? Sólo hay una forma, la de negarse a razonar y sustituir el discernimiento por la superstición, una postura sin duda cómoda, pero desde mi punto de vista engañosa. Cómoda, porque evita pensar, y engañosa, porque se admite sin pruebas. No olvidemos que creer significa dar algo por cierto sin conocerlo de manera directa o sin que esté comprobado o demostrado.

No se trata por tanto de negar, como he dicho antes, sino de razonar, de utilizar nuestra capacidad intelectual. El escéptico ni niega ni afirma, simplemente analiza y, ante la duda, no acepta la afirmación. Leí una vez una reflexión de Unamuno, cuyo mensaje me impactó: "no es lo mismo creer que Dios no existe que no creer que exista”.  Don Miguel quería decir que afirmar la no existencia es al fin y al cabo una creencia, tan indemostrable como la contraria. Sin embargo, no creer es no dar por buena la afirmación si no hay demostración racional.

Las creencias, no sólo religiosas sino todas en general, se basan en la aceptación sin condiciones de algo que gratifica al creyente, unas veces por la costumbre heredada y otras por la necesidad de sentir amparo ante el desconocimiento del mundo que nos rodea, donde las magnitudes tiempo y espacio sobrepasan nuestra capacidad mental. El universo puede que no tenga límites y ni haya tenido origen ni vaya a tener final. Pero esa teoría colisiona con nuestra limitada capacidad intelectual, acostumbrada a manejar magnitudes finitas. Por eso se acude a veces a interpretaciones sobrenaturales, es decir, a creer en lo que no se puede demostrar.

Ante lo desconocido, los escépticos utilizamos la reflexión en vez de aceptar lo indemostrado.