Para no alargar el preámbulo, sólo añadiré que hace unos días celebramos nuestro tercer encuentro -el segundo fue el pasado mes de octubre-, al que asistimos un total de trece comensales, porque, aunque el número de contactados fuera algo mayor, alguno excusó su asistencia por razones de salud, afortunadamente en ningún caso de importancia. El ambiente desenfadado y cercano se repitió. Aunque hiciera tantos años que habíamos dejado de vernos, la sintonía entre nosotros se reavivó enseguida entorno a los recuerdos, a las anécdotas, a las vivencias que, a pesar del tiempo transcurrido, permanecían inalterables en nuestras memorias, quizá ya algo debilitadas.
Todos teníamos algo en común: la formación escolar. La vida nos había llevado después por caminos muy distintos,
supongo que el de algunos más arduo que el de otros. Pero lo importante en ese
momento no era saber cómo habíamos hecho frente a cada uno de los escollos que
nos fuimos encontrando a lo largo de nuestras ya dilatadas existencias,
sino recordar viejos tiempos y avivar los recuerdos.
Como estas comidas son largas y se termina hablando en ellas de lo divino y de lo humano, hay tiempo suficiente para sacar algunas conclusiones más allá de lo anecdótico, para comprender que las encrucijadas por las que nuestras respectivas existencias nos llevaron a cada uno de nosotros nos han dotado inevitablemente de diferentes enfoques ideológicos, de distintas maneras de juzgar la sociedad, a pesar de que todos recibiéramos en su momento un idéntico adoctrinamiento. No digo que habláramos ni de política ni de religión ni de ningún tema de los considerados trascendentes; pero, para un observador atento, hay asuntos que no requieren demasiadas palabras, porque se deducen de los gestos y hasta de los silencios.
Incluso me di cuenta de que en algunos casos las divergencias de enfoque no eran menores, sino considerables. Pero sea porque las circunstancias no eran las apropiadas para entrar en debates ideológicos, o porque la antigüedad de nuestra amistad prevalecía sobre cualquier otra consideración, lo cierto es que, después de varias horas de conversaciones distendidas, nos despedimos entre risas, chascarrillos y abrazos, pero sobre todo comprometidos a repetir la experiencia, cuantas más veces mejor.
Porque lo que sí teníamos todos en común, sin excepción, es la educación que nos dio el colegio donde pasamos tantos años juntos, de esas que no le recomiendan a uno sacar los pies del plato ni salirse por peteneras. Aunque ahora, como ha quedado dicho, la vida nos haya convertido a unos en tirios y a otros en troyanos.
Eso es entrañable, Luis, me encanta. Yo una vez intenté eso mismo: llamé a una compañera muy querida del Instituto al cabo de ma de diez años de haber terminado el COU. Se alegró mucho de que la hubiera llamado, y me dijo que eso de llamar a los antiguos compañeros al cabo de los años que nadie lo hacía. Pues sí, veo que alguien, aparte de mí, lo hace también. Debe de ser cosa de familia, jeje. Por cierto, el Anónimo del post de los monumentos horrible que te daba la razón en tu crítica, era yo, no sé por qué salí como anónimo.
ResponderEliminarEntrañable, como tú dices, e interesante. Observar al cabo de tanto tiempo qué ha sido de cada uno de nosotros, es una experiencia enriquecedora. Confío en que podamos repetirla.
Eliminar