28 de abril de 2022

Cursilerías y amaneramientos en el habla

Ya he confesado en este blog en más de una ocasión que me preocupa el deterioro del idioma español en nuestro país, donde cada vez se habla peor desde el punto de vista gramatical. No es que me suponga ningún trauma, pero me inquieta la falta de cuidado que observo en el habla allá por donde vaya. Ahora nadie oye, casi todos escuchan. Los corresponsales de guerra nos cuentan que desde donde están se escuchan las explosiones de las bombas; los presentadores de televisión nos advierten de que han tenido que interrumpir la conexión con su corresponsal porque no lo escuchaban bien, y así sucesivamente. Es algo tan general, que mucho me temo que se vaya a perder el uso del verbo oír, que significa percibir sonidos, para ser sustituido por el escuchar, que en realidad expresa que se presta atención a lo que se oye.

Pero es que además se están introduciendo poco a poco en el lenguaje unas cursilerías espantosas. La expresión hasta la vista, o la más castiza hasta más ver, se está sustituyendo por la de que pases un buen día, expresión bienintencionada, qué duda cabe, pero más cursi que un repollo con lazo. O esa otra de cuídate, con la que algunos, aunque no lo pretendan, te están acusando de descuidado. A mí, cuando la oigo, me entran ganas de contestar: y tú más.

Lo malo de lo anterior, tanto del deterioro del lenguaje como de la introducción paulatina de expresiones cursis, es que los primeros en caer en ello son los comunicadores, preocupante porque sus expresiones en radio y televisión impactan mucho más que las recomendaciones de los foros del lenguaje, incluido entre estos la RAE. Suelen ser periodistas, algunos incluso de acreditada solvencia profesional, pero que o han olvidado lo que les enseñaron en su día en la facultad o les importa muy poco la calidad del idioma. Ninguno de los que veo u oigo a diario se libran de ello.

De las cursilerías tampoco se salvan, ni mucho menos, los políticos. Ahora añaden a cualquier afirmación que hagan aquello de como no podía ser de otra manera, expresión que supongo que pretende resaltar lo incuestionable de sus palabras, no vaya a ser que alguien las ponga en duda. O también el afectado poner en valor, quizá porque el verbo valorar les resulte insuficiente o poco digno de su talla de estadista. El otro día, a un preclaro líder le oí decir que las falsedades fustigan y erosionan su ya mermada credibilidad, por supuesto refiriéndose a un adversario parlamentario. Qué bonito y, sobre todo, que fino.

Hay quienes confunden hablar bien con hablar cursi. Lo primero es atenerse lo más posible a las reglas gramaticales de nuestro idioma. Lo segundo significa que hay quienes confunden la corrección en el habla con las florituras que van oyendo por aquí y por allá, algunas extraídas como he dicho de los comunicadores audiovisuales y otras de los políticos.

A mí me gusta el lenguaje figurado, el de los símiles, las comparaciones ingeniosas y las metáforas. Cuanto más las usa un escritor, más valor doy a su expresividad literaria. Pero una cosa es escribir utilizando una retórica elegante y otra muy distinta hablar como si estuviéramos recitando poesía, porque en la comunicación verbal, cuanto más directos y por tanto claros seamos, mejor se nos entenderá. Si leo que las aves volaban bajas, lo que vaticinaba la proximidad del gélido invierno, mi sentido de la estética literaria lo agradece. Pero si eso me lo dice alguien para recomendarme que no salga a la calle sin ponerme el abrigo, me entran escalofríos, y no precisamente porque se aproximen las bajas temperaturas invernales.

Cuidemos el lenguaje, sin caer en la cursilería y la afectación ramplona.

24 de abril de 2022

Impuestos y chiringuitos

Siempre he pensado que cuando para criticar una iniciativa del adversario político se recurre a argumentaciones marginales al fundamento de la decisión, la razón estriba en que no se encuentran otras de más peso y se necesita acudir a circunloquios. Sucede con frecuencia, como con los ataques a la decisión de Pedro Sánchez de apoyar las tesis de Marruecos sobre el futuro del Sahara. Han sido muy pocos los que han reprobado el meollo de la cuestión (integridad territorial, seguridad, terrorismo, economía, ...), aunque sean muchos los que han pretendido deslegitimarla resaltando la manera de comunicarla que eligió el presidente, lo que, a mi entender, pone de manifiesto que la idea de restablecer la normalidad diplomática con Marruecos no les debe de haber parecido tan mala.  

En otro orden de cosas, con esta murga de la derecha de bajar los impuestos, la gran obsesión de siempre de los partidos conservadores, sucede algo por el estilo. Cuando se les pregunta que de dónde sacarían el dinero para mantener los gastos del Estado si se recaudara menos, contestan que suprimiendo chiringuitos y gastos innecesarios, como el que según ellos representa la existencia de algún ministerio que otro.

Por chiringuitos quizá entiendan oficinas tales como la de defensa del idioma español que la señora Díaz Ayuso creó de la noche a la mañana para acomodar al señor Toni Cantó, un lingüista de renombre, como de todos es conocido. No creo que con suprimirla se puedan acortar las colas en la sanidad pública, pero por mí que la supriman. En cuanto a qué ministerio habría que cerrar, ahí hay mucha variedad en las opiniones, porque algunos se refieren al de Igualdad (¿por qué será?), otros al de Cultura (¡qué curioso!), aunque no faltan los que desmantelarían el de Defensa y nos dejarían en bragas frente a las amenazas externas. En esto hay muchas y muy distintas opiniones.

Hablaba yo hace tiempo con un funcionario de alto nivel, un profesional de la administración central, no uno de los que se nombran a dedo por aquello de la confianza política del ministro, sino de los de oposición y larga trayectoria profesional al frente de sus responsabilidades, con gobiernos tanto de un color como de otro. Me explicaba que las remodelaciones ministeriales no suponen supresión de gastos, porque los funcionarios de los ministerios eliminados se trasladan junto con sus competencias a otros departamentos de la administración central, los edificios que ocupaban siguen en manos del Estado y las dotaciones presupuestarias pasan de un ramo a otro. Si acaso, se suprimiría el sueldo de un ministro para crear el de un secretario de estado en otro ministerio. ¡Ya ve usted que ahorro para compensar la disminución recaudatoria!

Pero la oposición solicita la bajada de impuestos a voz en grito porque carece de otras razones o porque quiere ocultar las verdaderas, que en mi opinión no son otras que las de reducir gastos de carácter social. Para qué tanta sanidad pública -dicen-, tanto colegio, tanta protección al desempleo, tanto ERTE, tanto despilfarro en asuntos que se pueden conseguir en el sector privado. Hágase usted un plan de pensiones, un seguro médico y deje de chupar de la teta del Estado. Es decir, le vamos a bajar los impuestos en 50 euros al mes, pero tendrá que gastarse 200 o más si quiere que sus prestaciones sociales se mantengan como hasta ahora. Estas teóricas reducciones de impuestos terminan favoreciendo a los que más tienen y perjudicando a los menos favorecidos. Suponen un retroceso en las políticas de redistribución de la riqueza, del todo injusto. Y, aunque no voy a entrar en consideraciones de carácter macroeconómico aunque se me ocurran muchas, sí mencionaré que la Comisión Europea ha llamado la atención sobre esta propuesta, que redundaría en un aumento de la inflación, precisamente en un momento muy delicado para nuestras economías. 

Tengo la sensación de que Pedro Sánchez no va a ceder ni un milímetro en sus políticas sociales, y por tanto en las fiscales, lo que significa que la copla del señor Feijoo de reducir los impuestos le va a entrar por un oído y salir por el otro sin causar mella. Sin embargo, creo que ésta sería una buena ocasión para hacer pedagogía y explicar a los ciudadanos qué hay en realidad detrás de estas propuestas conservadoras, para que no se dejen engatusar por tanta demagogia.

19 de abril de 2022

El carisma de los políticos

La RAE define la palabra carisma en una de sus acepciones como la cualidad que tienen algunas personas para atraer a los demás por su presencia, su palabra o su personalidad. Queda claro, por tanto, que carisma no es simplemente atractivo personal, sino capacidad de imantación, de seducción, de absorción, todo ello desde el punto de vista de las ideas que se transmiten.

Nunca he sido de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que por el contrario estoy convencido de que, aunque con lentitud y en ocasiones retrocesos, la humanidad avanza hacia metas de mayor calidad. Sin embargo, confieso que, en esto del carisma de los políticos, tengo la sensación de que hemos ido a peor, sobre todo si comparamos a los de ahora con los que lideraron la transición. Es posible, no lo voy a negar, que como estábamos acostumbrados al gris cenizo de los ministros que rodeaban al dictador, los líderes que aparecieron de la noche a la mañana tras su muerte nos parecieran relumbrones, auténticos estadistas de talla universal..

Pero lo cierto es que los de ahora carecen en absoluto de carisma. Son tristes, aburridos, ponen unas sonrisas falsas que no engañan a nadie, hablan como si trasmitieran grandes ideas cuando en realidad no están diciendo nada. Suelen aparecer en los medios de comunicación rodeados de acólitos y palmeros que ponen cara de estar escuchándolos atentamente; pero no consiguen transmitir a la audiencia ni un ápice de lo que de verdad está pasando por sus cabezas en ese momento. Parece como si se hubieran dejado toda su capacidad de convencimiento en las redes sociales y que, como consecuencia, frente a las cámaras y los micrófonos sus mentes se quedaran en blanco.

Adolfo Suárez fue un político carismático. Atrajo la confianza de millones de españoles de ideas muy distintas, porque su manera de expresarse transmitía seguridad y aplomo. El español medio sabía que lo que tenía el presidente del gobierno por delante en aquel momento era una difícil misión, pero se aferraba a la idea de que aquel hombre procedente del Movimiento -el partido único de la época- podría con todo. Muchos de ellos -yo entre ellos- lo acompañaron en los primeros momentos con la confianza de sus votos.

Después vino Felipe González, éste por el contrario procedente de la clandestinidad, dirigente de un partido que todavía entonces se definía como marxista, palabra que levantaba sarpullidos en el imaginario de muchos españoles. Pero tenía carisma y supo conciliar las ideas de uno de los partidos que habían perdido la guerra con la nueva situación política, una democracia recién estrenada y por tanto débil. Ganó las elecciones cuatro veces y estuvo al frente de los destinos de la nación durante catorce años.

Voy a dar un salto en el tiempo. Qué decir de Pablo Casado. Alguno de los suyos lo han tildado de niñato, pero yo no quiero salirme del guion que me he propuesto hoy, el del carisma de los políticos. Cuando hablaba, componía una media sonrisa, entre irónica y “dobleintencionada”, algo así como ustedes ya me entienden. Nadie le oyó nunca una propuesta política, ni buena ni mala ni regular. Adoptaba el triste papel de contrarréplica de Pedro Sánchez, de manera que sólo respondía a los estímulos que le provocan las iniciativas del otro. Siempre decía lo contrario de lo que le marcara el actual presidente del gobierno. Sus reacciones eran del todo predecibles, lo que significaba que carecía por completo de carisma.

Pero Casado ya no está y le ha sucedido Feijoo, un político para mí desconocido, del que todavía no tengo criterio formado. Tiene aspecto de serio, compone una figura muy distinta de la de su antecesor, muy de verlas venir, pero con muy poco entusiasmo, lo que pudiera significar falta de confianza en lo que dice. A mí me parece que carisma, atractivo para atraer a la gente, no tiene. Lo que sucede es que ante la catástrofe que supuso el estridente cambio de dirección por descalabro de la anterior, los conservadores han respirado con alivio y quizá hayan visto en él una tabla de salvación.

He dejado para el final al secretario general del partido socialista, Pedro Sánchez, un hombre al que, aun  con las ideas políticas muy claras, le falta carisma. Sabe lo que quiere -reformar el país- y está llevando su programa social adelante con decisión, sorteando infinidad de inconvenientes. Pero se echa de menos en él ese don que consiste en subir al carro de las ilusiones a los demás. Sus discursos son repetitivos y sosos, no logran despertar la necesaria ilusión entre sus seguidores.  Porque no se trata de leer el Boletín Oficial del Estado, sino de presentar los logros y los proyectos de manera inteligible. El ciudadano entiende el lenguaje de la calle y le resulta difícil asimilar el burocrático de los políticos. ¡Tan difícil es explicarle a los españoles que la cantinela de bajar los impuestos, que la derecha y la ultraderecha repiten machaconamente un día sí y otro también, no es más que un intento como otro cualquiera de desmantelar el estado del bienestar! Pues no lo hace con la contundencia que debiera.

El carisma es un don, un don escaso, diría yo; y a los políticos de ahora les falta esta preciada cualidad.