30 de noviembre de 2015

Los mitos y la evolución del hombre

Ha caído entre mis manos un magnífico libro, escrito por el historiador israelí Yuval Noah Harari, titulado Sapiens (de animales a dioses) y editado en la colección DEBATE, ensayo cuya lectura recomiendo a todo aquel que esté interesado en conocer las teorías sobre los orígenes y la evolución de la especie humana (abstenerse creacionistas). Además de resultar muy interesante por las tesis que el autor sostiene a lo largo de sus páginas, está muy bien documentado, es de fácil lectura y, sobre todo, resulta muy didáctico. En sus capítulos se revisa, bajo puntos de vista antropológicos e históricos, la evolución del ser humano, desde que acababa de dejar de ser un primate irracional, hasta nuestros tiempos.

En uno de los primeros capítulos, Harari hace una reflexión muy curiosa. Explica que los estudios biológicos han demostrado que, entre los miembros de determinadas especies de mamíferos, no es posible mantener un mínimo de cohesión social cuando el número de individuos que componen el grupo supera los ciento cincuenta. A partir de ahí se forman nuevos agrupamientos, que se separan del original para emprender su propio destino vivencial. Los métodos de comunicación que utilizan no permiten mantener unidos, bajo una misma disciplina, a tan alto número de congéneres.

En el libro se explican uno por uno lo que Hariri denomina hitos de la evolución del hombre, al primero de los cuales da el nombre de “Revolución cognitiva”. Consistió ésta en la superación del mero intercambio de información elemental entre los miembros de las pequeñas tribus de humanos que entonces pululaban por la tierra, para mediante la creación de referentes colectivos dar lugar a organizaciones sociales de mayor entidad numérica.  Según este historiador, fue ese el momento a partir del cual el "homo sapiens" continuó su evolución, sin necesidad de que se produjeran nuevas mutaciones en sus cromosomas, mecanismo biológico que hasta entonces la había permitido.

El autor denomina mitos a esos referentes, porque en realidad sólo existen en la imaginación colectiva de la gente. Entre ellos figurarían las que hoy denominamos costumbres, nacionalidades, culturas, religiones, o cualquier conjunto de creencias compartidas por un gran número de personas, alrededor de las cuales se han agrupado los colectivos humanos a lo largo de la Historia y siguen agrupándose en la actualidad.

Supongo que las teorías de Hariri encontrarán grandes detractores, como suele suceder la mayoría de las veces con las de los grandes pensadores, o  con las de  los que simplemente se atreven a ir en sus conclusiones un paso por delante de los demás. Sin embargo, creo que ayudan a entender muchas cosas de las que han sucedido y continúan sucediendo en las sociedades humanas, colectivos que conviven alrededor de creencias que en realidad sólo existen en su imaginación. Hariri no discute la utilidad de los mitos, se limita a explicar el origen de su existencia. Incluso va más allá al considerarlos inicialmente necesarios para que el hombre diera, en su momento, el gran paso entre vivir en pequeñas tribus y organizar su existencia en grandes sociedades, estructuradas y formadas por un gran número de individuos.

Otra cosa muy distinta sería reflexionar sobre la necesidad de que los mitos sigan existiendo en las sociedades modernas, que van sustituyendo las creencias colectivas (patria, religión, familia) por leyes y normas de conducta. ¿Para qué entonces mantener los mitos si ya no son necesarios? La respuesta a este interrogante no la da Hariri, al menos en este libro. Los que estén interesados, tendrán por tanto que seguir buscando en otras fuentes.

27 de noviembre de 2015

Las cursiladas del ministro

Hace unos meses publiqué en este blog, bajo el título de “Virus del lenguaje”, una serie de artículos con los que pretendía contribuir, dentro de mis limitadas capacidades, en la defensa de nuestro idioma. Como, según mi percepción, aquellas entradas no tuvieron demasiados lectores, y uno escribe para compartir ideas con los demás y no como simple ejercicio onanista, decidí centrarme en otros temas y abandoné el propósito inicial de denunciar, de vez en vez, las innumerables incorrecciones de expresión oral que nos rodean, algunas que siempre han existido y otras que se van colando poco a poco entre nosotros. Pensé en aquel momento, creo que con buen criterio, que doctores tiene la Iglesia.

Pero ayer saltaron las alarmas de mi sensibilidad, siempre al acecho de las agresiones lingüísticas. Cuando estaba viendo un informativo, sorprendí de repente al ministro García Margallo, ufano como casi siempre con las declaraciones que hace ante los medios de información, con una frase memorable: la contribución en la lucha contra el “yihadismo” no pasa necesariamente por “colocar botas sobre el terreno”. Inmediatamente me levanté de mi butaca como un resorte, abrí el ordenador y me puse a escribir o, mejor dicho, a denunciar el ultraje a las buenas maneras idiomáticas que acababa de presenciar. Es uno de los pocos desahogos de la ira que me permito sin cargos de conciencia.

Los americanos utilizan una expresión, que seguramente a ellos en inglés les suena bien, “to put boots on the ground”. El otro día la leí puesta en boca del presidente Obama y no me sorprendería que se tratara de una frase hecha. Pero que un ministro de Asuntos Exteriores de España traduzca la expresión literalmente y la suelte sin recato ante la audiencia de su país, me parece un desatino impropio de su categoría política, aunque aquí en realidad la vara de medir debería ser la que se utiliza para cuantificar el intelecto y no el rango político. Se convendrá conmigo en que son cosas que a veces no coinciden.

El señor García Margallo hubiera podido tomarse la molestia de traducir la frase y explicar a los españoles que se puede contribuir en la lucha contra el terrorismo sin enviar tropas al terreno de operaciones. Los ciudadanos en general le habríamos entendido la idea y yo en particular me hubiera evitado un sobresalto. Pero, pensándolo mejor, quizá el ministro no sólo pretendiera informar, sino además sorprender a la concurrencia con una cursilada mayúscula, de esas que crean estilo.

Hace un cierto tiempo, cuando el anterior rey convalecía de una de sus caídas, le oí decir a este ministro, también en unas declaraciones ante las cámaras y los micrófonos, que había sido testigo directo del sufrimiento del ilustre paciente, porque se había quejado delante “suya”. Por tanto no debería haberme sulfurado, sino  tomado la afrenta como procedente de quien procede. En aquella ocasión envié la grabación del patinazo a un buen amigo, que a su vez la hizo llegar a determinada cadena de radio para que la pusieran en antena. Así pude compartir mi sobresalto con unos cuantos miles de españoles.

Una expresión clasista, que con el tiempo ha tomado un significado muy distinto al original, declara que nobleza obliga. Cuando se ocupan determinadas posiciones en la sociedad, se debe cuidar las formas, todas por supuesto, pero me atrevería a decir que sobre todo las lingüísticas. Que un ministro de Asuntos Exteriores se exprese así, no es el mejor ejemplo cultural que se puede ofrecer a la sociedad.

Lo peor de todo es que, con botas o sin botas, los españoles no sabemos todavía hasta dónde va a llegar nuestra contribución en la lucha contra el terrorismo islamista. Pero ese es otro asunto, que hoy no toca.

26 de noviembre de 2015

La amenaza del euroescepticismo. ¿Está Europa echando el freno?


Ya he confesado en más de una ocasión en este blog que me considero un europeísta convencido, expresión manida, a veces mal utilizada, que en mi caso significa  que contemplo con ilusión, y también con inquietud, el largo y tortuoso trayecto por el que transcurre la construcción de la Unión Europea, un proyecto difícil, plagado de obstáculos de todo tipo –internos y externos-, que avanza lentamente hacia el ambicioso objetivo de convertir a Europa en un estado supranacional.

Desde que la Unión Europea existe, incluso cuando todavía no se denominaba así, se han oído voces disidentes, ataques directos al proyecto de la construcción europea. Es lo que  se ha dado en llamar euroescepticismo, beligerante y exacerbado en algunos casos, difuso e inconcreto en otros muchos, opiniones que por activa o por pasiva minan los cimientos ideológicos sobre los que muchos otros intentan consolidar el mayor espacio de libertad, de respeto a los derechos humanos, de solidaridad y de prosperidad social y económica que jamás haya existido.

Es cierto que se han dado grandes pasos desde que aquellos soñadores de los años sesenta decidieran impulsar el desarrollo del embrión comunitario que había surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Pero, aunque la construcción de Europa avanza imparable, lo hace con lentitud pasmosa, quizá porque no exista otra forma de seguir adelante. Varias generaciones han pasado desde que se trazaron los primeros bosquejos y otras muchas tendrán que sucederse hasta que se alcance el objetivo, al que por cierto nunca se llegará por completo.

Como se trata de un proyecto en marcha, y en fase todavía muy primaria, las debilidades que presenta a las agresiones externas son muchas y muy variadas.  Cuando las dificultades proceden de aspectos económicos, no resulta demasiado difícil superarlas. Al fin y al cabo todos estamos inmersos en la economía global y lo que para unos es bueno tiene que serlo para el conjunto. Los ministros de economía se reunirán tantas veces como haga falta, pondrán sobre la mesa la defensa de sus intereses nacionales y, con mayor o menor dificultad, alcanzarán acuerdos que dejen satisfechas a todas las partes. Es algo que estamos viendo todos los días.

Pero cuando los inconvenientes surgen del resbaladizo terreno de las ideologías, de los principios, de los derechos y obligaciones, y de esos aspectos de carácter intangible como son los que constituyen una cultura, empieza el pandemónium. Lo cual no tiene nada de particular si se tiene en cuenta que aquí las varas de medir no son más que convenciones adoptadas por las sociedades a lo largo del tiempo, de mitos construidos para facilitar la convivencia. Tratar de reunificarlas, o al menos conciliarlas en aras de un propósito común, ya no es tan fácil.

Europa está sufriendo en estos momentos uno de los mayores desafíos a su construcción, el de la llegada masiva de los refugiados que huyen de los conflictos del Próximo Oriente. Si se observan las discrepancias entre unos y otros países de la Unión respecto al tratamiento adecuado que haya que dar a este monumental problema, se llegará a la conclusión de que nos encontramos ante una situación en la que no va a ser nada fácil alcanzar acuerdos. En primer lugar porque incluso dentro de cada una de las naciones existen distintas opiniones, de manera que los políticos de turno adoptarán aquellas que desde su punto de vista les produzca mayor rédito electoral. Pero además, como las diferencias entre las culturas de unos y otros todavía son grandes, hablar de principios comunes resulta más una ilusión que una realidad.

Sin embargo, mientras no se llegue a la unificación de criterios en la vertiente de lo que llamamos principios, no se podrá hablar de una verdadera identidad europea, de una cultura homogénea, no se contará con el sustrato necesario para la creación de un auténtico Estado supranacional europeo. Dispondremos de una economía unificada, quizá de unas leyes homologadas y hasta puede que de un sistema de seguridad y defensa colectivo. Pero mientras no hablemos el mismo lenguaje de los derechos y las obligaciones de los hombres, no existirá una Europa unida.

Como soy un optimista incorregible, prefiero pensar que a pesar de las dificultades apuntadas  la meta es alcanzable. Si Europa es capaz de resolver el problema abierto entre sus miembros como consecuencia del actual reto migratorio, el europeísmo habrá dado un gran paso cualitativo. Si fracasa en el intento –y muchos son los que lo están intentando-, no todo se habrá perdido, pero el avance se ralentizará.

22 de noviembre de 2015

Denuncia del racismo oculto

Que el mundo está plagado de racistas es un hecho tan conocido que traerlo a colación resulta ocioso. Pero que muchos racistas no saben que lo son ya no es tan evidente. Se trata de una fobia inconsciente, de un prejuicio que como todos los de su especie es irracional y no responde a criterios lógicos. Está ahí, en la mente de los que sufren la aversión, pero ellos ignoran padecerla. Por eso algunos la exhiben sin aparente pudor.

Para detectar esta inclinación, es preciso prestar mucha atención a lo que se dice, fijarse en las sutilezas del lenguaje que se utiliza y analizar las intenciones que se ocultan detrás de los discursos. Y aún así, muchos racistas pasarán inadvertidos, porque nunca  pregonarán abiertamente sus escrúpulos.

El racismo tiene varias versiones, que van desde la defensa de la superioridad de la raza a la que se pertenece hasta la denigración de las demás. Suele ir acompañado de otros  rechazos, entre ellos la xenofobia, sobre todo en países donde sus habitantes pertenecen mayoritariamente a una sola raza, ya que en estos casos sucede con frecuencia que la de los foráneos no coincide con la de los nativos.

Por lo general se trata de una intolerancia derivada de cierto complejo de inferioridad, que intenta compensarse mediante la comparación con aquellos a los que se considera inferiores. Se da con frecuencia en sociedades multirraciales, donde los cruces entre razas son tan frecuentes que al final nadie está seguro de la procedencia de su sangre. El rechazo en estos casos hacia otras razas procede de la necesidad que sienten algunos de reafirmar como propia la que eligen por considerarla superior a las restantes.

Los racistas, llevados por la necesidad de justificar su fobia ante sí mismos, suelen esgrimir argumentos sociológicos, generalmente basados en la marginación y subdesarrollo de determinados colectivos, ocupen éstos continentes enteros, países concretos, determinadas regiones o barrios periféricos de las ciudades. Quizá no aludan directamente a la raza, pero en el aire quedará la acusación racial.

Entre sus razonamientos figura uno muy conocido: si están como están es porque quieren. De nada servirá entonces alegar razones históricas colonialistas, tanto en la versión clásica de ocupación territorial o en la más moderna de explotación económica; ni mucho menos analizar la falta de recursos de determinadas zonas, en las que las materias primas se encuentran en manos de multinacionales extranjeras. Para los racistas, la historia del dominio continuado de unos pueblos sobre otros pasará desapercibida. Para ellos la relación causa-efecto está perfectamente definida, consideran que existe una correspondencia biunívoca entre raza y nivel de desarrollo. Lo uno, para ellos, trae como consecuencia lo otro.

Si se les recuerda, por ejemplo, que el presidente de los Estados Unidos es de raza negra, es posible que argumenten que toda regla tiene su excepción o que la madre de Obama era blanca. Les costará mucho admitir que un hombre de piel negra haya llegado a dirigir los destinos de la nación más poderosa del planeta, en el que la raza mayoritaria es la blanca.

Sucede con frecuencia, además, que los racistas no aceptan que las sociedades civilizadas, cada vez más comprometidas en la lucha por la igualdad de todos los hombres, utilicen palabras que pretendan alejar del lenguaje de la calle las referencias a las razas. No comprenden que se trata de un intento de quitarle peso a la circunstancia racial, porque ésta no debería influir en la consideración que una persona se merezca como tal. No entienden que estas diplomacias lingüísticas persigan precisamente combatir el racismo. Argumentarán que a las cosas hay que llamarlas por su nombre y considerarán ridículas ciertas denominaciones que las sociedades modernas han acuñado para referirse a determinados colectivos. Dirán, por ejemplo, que si son negros hay que llamarlos negros.

El racismo, entre otras consideraciones, es una vulneración de los principios recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, una actitud antidemocrática, reaccionaria y antisocial. Aunque desde un punto de vista político sea transversal -no entiende de izquierdas ni de derechas-, comporta la negación de un principio insoslayable en una sociedad avanzada, la de que todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos.

Permanezcamos atentos, porque estamos rodeados de racistas que ni ellos saben que lo son.

19 de noviembre de 2015

Artur Mas y la incoherencia política

Una de las consecuencias indirectas de las atrocidades cometidas por los terroristas en París el pasado fin de semana, es la de haber empequeñecido, por no decir ridiculizado, las pretensiones separatistas de los señores Mas y compañía. Es cierto que en la mente de los fanáticos asesinos no estaba presente ninguno de ellos, pero la solidaria reacción del pueblo francés, en primer lugar, y del resto de Europa, a continuación, ponen de manifiesto que estamos en un mundo de sumandos y no de sustraendos. Observar las pretensiones independentistas catalanas tras lo sucedido le pone a uno ante la evidencia del absurdo.

Siempre he intentado mantener el principio de absoluto respeto hacia los que sostienen opiniones diferentes de las mías. Procuro y seguiré intentando no caer en descalificaciones personales, lo que no significa que renuncie a defender mis ideas y a criticar las que no comparto. Sin embargo, lo que está sucediendo en Cataluña en los últimos días me pone en el disparadero de saltarme esta norma, porque no puedo evitar pensar que el señor Mas está haciendo un ridículo espantoso. Se le está viendo el plumero de una ambición desmedida, que no se detiene ante nada, ni ideológico, ni social, ni legal.

Convergencia y Unión al principio, y ahora Convergencia Democrática de Cataluña, ha sido durante décadas el referente político de las clases medias catalanas, al mismo tiempo que un partido defensor de la actividad empresarial dentro de las normas de la economía de mercado. Su nacionalismo moderado nunca hasta ahora había traspasado límites que pusieran en peligro la permanencia de Cataluña en España. Se oían a veces voces discrepantes dentro de sus filas, pero como grupo político permanecía dentro de los ámbitos de la Constitución Española. Incluso, con su peso parlamentario, CIU ha contribuido a lo largo de diferentes legislaturas a dar estabilidad a más de un gobierno central español.

Se pueden entender, aunque no se compartan, las posiciones de Oriol Junqueras, separatista que nunca ha negado su condición. Oírle hablar ahora confirma lo que siempre ha sostenido ante las bases de Esquerra Republicana de Catalunya, que su objetivo es la independencia. Incluso los coqueteos que mantiene ERC con la CUP, un partido de extrema izquierda, podrían entenderse como consecuencia  de cierta proximidad ideológica.

Pero lo de Artur Mas es completamente diferente. En este caso nunca ha habido defensa a ultranza de la independencia de Cataluña, ni mucho menos una posible afinidad con la CUP, un partido antisistema que pone los pelos de punta al empresariado, a las clases medias catalanas y a la progresía moderada. Las bases de Convergencia Democrática de Cataluña no pueden estar de acuerdo con las tácticas ni, mucho menos, con los objetivos que persigue el señor Mas. Hasta la prensa afín a los convergentes, como La Vanguardia, le está dando la espalda.

Yo tenía un amigo, muy castizo él, que cuando algo le extrañaba decía “da que pensar”. Lo del señor Mas da que pensar. Lo suyo es de una incoherencia, de una desfachatez que da que pensar. Quiere ser “president” a costa de lo que sea, sin reparar en obstáculos, sin tener en cuenta la realidad que lo rodea. Ha traicionado el espíritu de su partido, catalanista por supuesto, pero nunca hasta ahora separatista. Está dispuesto a aliarse con quien lo lleve a la posición que aspira, de la mano de sus rivales políticos de izquierda y, si le hiciera falta, que le hace, de la de los que quieren abandonar el euro y salir de la Unión Europea. ¿Dónde ha dejado el señor Mas el “seny”?

Mientras tanto sus compañeros de ocasión se frotan las manos, porque ni en sus sueños más delirantes hubieran nunca llegado a pensar que un adalid de la derecha fuera a aliarse con ellos tan incondicionalmente como lo está haciendo el señor Mas. Esa lealtad a ultranza de la izquierda a su candidatura sólo se explica si se tiene en cuenta lo anterior. Oriol Junqueras, Raül Romeva e incluso Antonio Baños saben muy bien que jamás volverán a encontrar un aliado en el lado conservador con las características del actual “president” en funciones de la Generalitat. No ignoran que si pierden este tren, transcurrirá mucho tiempo hasta que pase otro parecido, si es que pasa.

Aunque es difícil predecirlo, tengo la impresión de que el señor Más acabará tarde o temprano siendo víctima de sus propias incoherencias. Algunos movimientos en la sociedad catalana, incluso en las filas de su partido, permiten aventurar el pronóstico de un estrepitoso fracaso en sus ambiciones políticas.

Lo iremos viendo, quizá muy pronto.

9 de noviembre de 2015

Mi infancia en Cataluña

Cierta circunstancia familiar, concretamente uno de los destinos profesionales de mi padre, me llevaron a Cataluña cuando aún no había cumplido los nueve años. Allí viví durante cuatro, dos en Gerona y otros dos en Barcelona, a esa edad en la que se transita lentamente desde la infancia hacia la adolescencia, cuando todavía los prejuicios no han empezado a minar la libertad de pensamiento del ser humano. Años escolares, desde el ingreso al bachillerato de entonces hasta tercero, a principios de los años cincuenta, en plena dictadura, cuando todavía la guerra civil permanecía adherida al subconsciente de los españoles, no al mío, por supuesto, porque no la había conocido.

A pesar de los años transcurridos, mantengo los recuerdos de aquella etapa en mi memoria con claridad meridiana. Por aquella época cualquier referencia al separatismo estaba absolutamente prohibida, lo que no impedía que mi mente infantil percibiera los soterrados sentimientos catalanistas que mis compañeros de juegos traspiraban por los poros de su piel. Sin embargo, jamás noté animadversión alguna hacia mi condición de “castellà”, más allá de cierta curiosidad por mi acento, extraño a sus oídos.

Aprendí entonces a entender el alma catalana, y a distinguir entre las reivindicaciones de su personalidad histórica y las tendencias separatistas, dos cosas muy distintas desde mi punto de vista. Comprendí que era necesario que los de uno y otro lado de la sutil frontera cultural nos conociéramos mejor, para así desterrar prejuicios y facilitar la convivencia. Sin darme cuenta, me convertí en un admirador de Cataluña, a la que siempre vi como una parte de España, sin la que nuestro país sería muy distinto de lo que es.

Durante muchos años, a lo largo de los ochenta, estuve veraneando en las costas de Gerona, atraído, no sólo por la belleza de sus calas, sobre todo por el recuerdo de aquellos años. Renové amistades y tracé otras nuevas, y de la mano de ellas intenté profundizar en las costumbres catalanas. Incluso la comprensión de su idioma, aletargado durante tantos años de ausencia, volvió con facilidad a mis oídos.

El separatismo seguía ahí, por supuesto, pero muy arrinconado por la propia sociedad catalana. Ya estábamos en plena democracia, con las autonomías en marcha, y en el ambiente no sonaban tambores de ruptura, aunque sí de profundización en el autogobierno. La idea de separarse de España sólo se alojaba en la mente de una minoría.

Pero han pasado los años y las cosas han cambiado de forma alarmante, hasta el punto de que me resulta muy difícil casar aquellas impresiones, infantiles primero y juveniles más tarde, con lo que está sucediendo ahora. Esta mañana he seguido en directo la sesión del Parlamento catalán, en la que se ha aprobado la resolución que pone en marcha el proceso independentista; y he oído los argumentos de unos y de otros, auténtico diálogo de sordos. Nada que no supiéramos, por supuesto, porque las cosas han llegado a tal extremo que por mucho que se argumente poco van a cambiar las posiciones de unos y de otros. Y entre las frases pronunciadas, una que me ha dejado completamente anonadado: si no es ahora, si no somos nosotros, otros tomarán la antorcha y alcanzarán el objetivo.

No quiero hoy referirme a culpables de la situación con nombres y apellidos. Simplemente diré que haber llegado a estos extremos de ruptura no sólo es culpa de los separatistas, que por supuesto lo es. Las torpezas por desconocimiento y las maniobras por interés de los que tenían la responsabilidad de haber atajado la creciente sedición por medio de la política, del dialogo inteligente y de la negociación, han contribuido a alimentar las pretensiones de los rupturistas, les han brindado la oportunidad de seguir avanzando hacia sus irresponsables pretensiones. Ahora se detendrá la separación por medio de la exigencia del cumplimiento de la ley, pero el verdadero daño ya está hecho. Se conseguirá que Cataluña continúe de facto en España, pero será a costa de que varios millones de catalanes no lo quieran, número que lamentablemente irá creciendo día a día, porque las imposiciones no suelen gustar a nadie. Viviremos en un país al que una parte muy importante de su población no quiere pertenecer.

La Historia juzgará a unos y a otros, a los separatistas y a los separadores. Pero mientras tanto los españoles, catalanes o no, ya estamos sufriendo las consecuencias de la irresponsabilidad y de la ineptitud de unos cuantos.

6 de noviembre de 2015

Las trampas informativas del Gobierno


Anunciaba hace unos días que quizá en algún momento me decidiera a comentar las triquiñuelas, por no llamarlas malas artes, que está utilizando el gobierno en la campaña electoral, o precampaña si se prefiere. No es que esta situación haya aparecido de repente por generación espontánea -en realidad la estamos sufriendo desde que Mariano Rajoy accedió a la Moncloa-, sino que en las últimas semanas la manipulación informativa está llegando a límites insospechados. Tengo la sensación de que los responsables han perdido el pudor por completo y ya no les importa ni siquiera guardar la debida compostura.

El caso de TVE me parece paradigmático. Yo, al contrario que muchos antiguos televidentes de la cadena estatal que han dejado de verla casi por completo (las encuestas de audiencia ahí están), me mantengo fiel al telediario de las tres.  Quizá me mueva un atavismo enfermizo, o puede que mi intención sea valorar las “apreciaciones oficiales” de la situación del país, para compararlas después con mi propia visión de la realidad y con las valoraciones que hagan otros medios de comunicación. Pero lo cierto es que sigo oyendo y viendo las noticias que ofrece la  televisión pública.

No hace falta ser un experto en el complicado arte de la comunicación, para entender que el orden con el que se dé la información influye de forma notable en el impacto que recibe el oyente. TVE se ha especializado en ofrecer como primicia, no la noticia que realmente espera la audiencia en ese momento, sino alguna anodina, con el simple objetivo de retrasar las importantes que no le gusten. No voy a poner ejemplos concretos, porque la situación se repite todos los días y particularizar sería empequeñecer la denuncia. Me limitaré a sugerir a los lectores de estas páginas que lo comprueben personalmente. Si lo hacen, no se extrañen si antes de oír los comentarios sobre la detención de un conocido político acusado de corrupción y vinculado al PP, les informan primero de un terremoto de intensidad cinco en Uzbekistán o del cambio de trayectoria del huracán Joaquín, débil y moribundo el pobre. Ya le tocará el turno a la noticia del día, quizá en sexto o séptimo lugar. Porque, eso sí, no hay más remedio que darla.

Cuando se trata de alguna controversia política, en la que hayan intervenido varios líderes de distinto signo, es seguro que el portavoz de la versión oficial saldrá en último lugar para sentenciar con sus palabras la cuestión en liza. Las opiniones de los primeros quedarán flotando en el aire, pero el certero juicio de quien cierra la ronda asentará las ideas, para eso está él. Además en estos casos es preferible que no midamos los tiempos de intervención de cada uno, para evitar sonrojarnos de indignación o de vergüenza ajena; ni analizar las frases de los discrepantes, a veces sacadas por completo de contexto, si no cortadas a media frase.

Las noticias económicas ocuparán según su signo el lugar que les corresponda en la agenda del telediario. Si son positivas, pueden llegar a inaugurar las noticias e incluso a ocupar la mitad del informativo. Por el contrario, si son negativas aparecerán acompañadas de alguna referencia comparativa que minimice el impacto en la opinión pública. Oiremos, por ejemplo, que el dato es malo, pero mejor que el de hace diez años; o que se tenga en cuenta la estacionalidad, porque septiembre siempre ha sido un mal mes para el empleo.

Tampoco se libran de estas maniobras los datos relativos a los temas que la sociedad considera en cada momento más preocupantes, hoy el paro en primer lugar, seguido a cierta distancia de la corrupción. El primero se trata con las varas de medir que mejor convenga, guarismos confusos, números siempre relativos, que mezclan afiliados a la seguridad social, con encuestas de población activa, con tasas de ocupación, etc. etc., cifras porcentuales, con numerador y denominador, cuya correcta interpretación escapa al común de los mortales. Los comentarios al margen resolverán las dudas, terminarán demostrando que vamos por el buen camino.

Si algún líder europeo pronuncia cualquier expresión amable hacia la política económica del gobierno, estaremos oyendo sus palabras desde los titulares hasta el resumen. Pero como a un comisario de la Unión se le ocurra asegurar que los presupuestos recién aprobados están destinados a no cumplirse por falta de rigor en los datos, veremos al ministro del ramo desgañitarse hasta la ronquera defendiendo la bondad de sus previsiones.

Es posible que si alguien ha llegado hasta aquí en la lectura de este artículo, esté pensando que lo que ahora ocurre siempre ha sucedido en España. Y no le faltaría razón, salvo en una cosa: el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero intentó cambiar las cosas y avanzó mucho en sus propósitos, hasta que el cambio de gobierno arruinó, de un día para otro, sus buenas intenciones.

¿Tendremos algún día los españoles la televisión pública que nos merecemos como ciudadanos de un país civilizado?

4 de noviembre de 2015

¿Qué le pasa a la izquierda?


Oí decir el otro día al hijo de un viejo militante republicano, que su padre repetía con cierta frecuencia el viejo tópico de que la izquierda sólo se une cuando está en la cárcel. Es una frase muy gráfica, que si hoy traigo a colación es para referirme a la tradicional división entre las fuerzas progresistas y para tratar de hacer un somero análisis sobre el conocido fenómeno.

Creo que es más fácil alcanzar acuerdos para “conservar” que para “progresar”. Dejar las cosas como están no implica demasiado compromiso, ya que lo único que se precisa es oponerse al cambio o deshacer lo que otros hayan hecho. Aliarse con este propósito no exige excesivos acuerdos. Modificar, avanzar, perfeccionar, modernizar es otra cosa muy distinta, ya que implica elegir un método, un alcance, unos tiempos, manejar un sinfín de parámetros que implican todo un programa de actuaciones.

Aquí, en lo de los programas, es donde está a mi entender el quid de la cuestión. Porque si algunos de izquierdas quisieran desterrar a los banqueros, maniatar a los empresarios, nacionalizar los sistemas de producción, acabar con las alianzas externas, con los compromisos internacionales y, en definitiva, colocar a nuestro país en una órbita distinta de la actual, otros prefieren defender el estado del bienestar y los principios de libertad, justicia y solidaridad dentro del absoluto respeto a la economía de mercado y a la propiedad privada, en un Estado que proteja a los desfavorecidos y al mismo tiempo vigile el comportamiento de las fuerzas que mueven la economía, para corregir y castigar las desviaciones fraudulentas que se produzcan.

Me tengo, ya lo he dicho en este blog en varias ocasiones, por hombre de mentalidad progresista, y me incluyo, sin haber pedido permiso a nadie para ello, en la tendencia socialdemócrata de corte europeo, la de Willy Brandt, Felipe González, Olof Palme, etc., políticos que han sido, en el desarrollo de sus mandatos, capaces de compaginar los principios socialistas con las leyes del libre mercado. Otra cosa es que al no estar solos en el panorama político, no hayan alcanzado en su totalidad las metas que perseguían. Pero eso es algo inherente a la propia democracia, que obliga aún más a los partidos socialistas de ahora a continuar el esfuerzo para seguir avanzando. La labor nunca estará terminada, pero cualquier paso que se dé hacia los objetivos propuestos se convertirá en un logro más en la lucha por alcanzar la justicia social.

Lo decía arriba: los programas de la izquierda pueden ser muy diferentes. No sólo en contenido, también en plazos de consecución, en métodos a utilizar y en visión del encaje de nuestro país en el certamen internacional. Esas diferencias han estado en España -en líneas generales- bastante bien definidas hasta ahora en las dos grandes tendencias progresistas, representadas respectivamente por Izquierda Unida y el PSOE, y en estos momentos por Podemos y el PSOE. Nada nuevo, por tanto, en el panorama político español, al menos con respecto a la izquierda.

Pero volvamos a la unión o, mejor dicho, desunión de las izquierdas. Cuando oigo a algunos confiar en la posible alianza poselectoral de Podemos y el PSOE, me quedo pensativo. Es cierto que si lo que se pretende conseguir es desbancar a la derecha que ahora nos gobierna, el acuerdo entre esas dos fuerzas parecería positivo. Pero, ¿a costa de qué? ¿A costa de menoscabar la economía de mercado? ¿A costa de convertir a España en un elemento extraño dentro de la órbita geoestratégica en la que se mueve actualmente? A mí, y creo que a muchos votantes socialdemócratas, esa perspectiva me intranquiliza. No por temor a fantasmas, sino por miedo a que las esencias en las que se basa mi ideario se diluyan en un maremagno incontrolable.

Mucho me temo que los deslizamientos de la izquierda moderada hacia Ciudadanos se deban a ese miedo. Como también me preocupa el otro movimiento, el de los que están abandonando la confianza en el PSOE para abrazar directamente las ideas que defiende Podemos, tenga esta deserción origen en un desacuerdo con las ideas socialdemócratas o en una radicalización de  las mismas, por desencanto o por  mutación ideológica.

Lo decía hace unos días: para que la izquierda vuelva a gobernar en España es necesario que el PSOE consiga un abultado número de escaños en el Congreso, lo que le permitiría constituir mayoría sin merma de sus esencias. Lo demás es darle paso franco a la derecha de siempre.