31 de marzo de 2020

Es señal de que avanzamos

Hay veces que abro el ordenador con la intención de desarrollar una idea y la mente se me queda en blanco. Sé de lo que quiero escribir pero no encuentro las palabras que lo expliquen. Confieso que se trata de una situación bastante desagradable, porque en definitiva me sucede como a aquellos que después de haber sufrido algún tipo de lesión cerebral quieren expresar algo y no son capaces de articular palabra. Es cierto que como una de mis virtudes –alguna tenía que tener- es la tenacidad, insisto e insisto y mejor o peor acabo escribiendo lo que pretendía.

Pero estos días no me sucede esto. Son tantas las noticias, tantos los temas a tratar, que tengo que contener el ímpetu. Sólo con acordarme de las frecuentes intervenciones de la ínclita Isabel Díaz Ayuso tendría materia para estar escribiendo horas y horas. La presidenta de la Comunidad de Madrid debería escuchar con atención la frase que yo acabo de oír hace un momento: hay quienes se quedan en el reproche y quienes aportan soluciones. Pero doña Isabel no es la única que se deleita en la crítica con la intención de borrar protagonismo al adversario político, ya que un coro de serafines pregoneros de apocalipsis la acompaña, es verdad que algo desafinado, pero con letras muy parecidas. Como si no tuviéramos bastante con lo que tenemos.

Esta mañana le he oído decir por la radio a la escritora Elvira Lindo que el otro día, cuando veía un programa de Ana Rosa Quintana, uno de los tertulianos, con tono chulesco y aires perdonavidas, espetó: “es que no saben ni comprar mascarillas”. Son los mismos que hace unas semanas gritaban por las esquinas que el "bolivariano" Ábalos tenía que dimitir, porque no le perdonaban su entrevista con la vicepresidenta de Venezuela, como si aquella torpeza –que lo fue- hubiera sido un delito de lesa majestad. Ahora se les ha acabado la cuerda del “delcygate” y han empezado con las culpas a Pedro Sánchez por el fallido pedido de pruebas del virus. Digo han empezado, porque todo apunta a que este "testgate" irá “in crescendo”.

Lo cierto es que los que así se expresan no se creen lo que dicen, porque es imposible interiorizar tanta majadería. Lo que sucede es que ven con preocupación que el presidente del gobierno está manejando el timón de la nación en unos momentos tan delicados con decisión y sin responder a este tipo de críticas. Está yendo a lo que tiene que ir, a gestionar la difícil situación corrigiendo el rumbo cuando así se lo indican los expertos. Y eso, el pueblo, que no es tonto como algunos se creen, lo está apreciando en su justo valor, no sólo por sus afines sino también por muchos que no le votaron.  

Pero hay más. En Europa, donde algunos países ricos se llaman andana, el presidente del gobierno se está batiendo el cobre con duros enfrentamientos con los mandatarios de los países que no quieren solidarizarse con la deuda que necesariamente España y otros países del sur contraerán. Una lucha que no es fácil, un combate valiente y sin precedentes en la historia reciente de nuestras relaciones con la Unión Europea. Pero eso no está en el argumentario de los denigradores, que se han apresurado a colgar en las redes una intervención del diputado popular Esteban González Pons, un buen discurso sin duda que yo también aplaudo, pero del que no van a llegar las soluciones. Que a nadie le quepa la menor duda de que si se doblega la terquedad de Alemania, de los Países Bajos y de algunos socios escandinavos no será por lo que se diga en el parlamento europeo, sino sobre todo por la contundente defensa de la solidaridad que están haciendo algunos líderes, entre ellos Pedro Sánchez. Pero de esto último no se habla en los cenáculos ultraconservadores, no vaya a ser que el presidente del gobierno español consiga más prestigio.

Como decía al principio, también hay momentos en los que la mente no se me queda en blanco.

27 de marzo de 2020

Habrá un después

Hace muchos años, tantos que apenas lo recuerdo, la empresa donde trabajaba me encargó la dirección de un programa de planificación de negocio. El método que pusimos en marcha se basaba en el análisis de cuatro aspectos de la coyuntura de cada uno de nuestros clientes más importantes, que denominábamos puntos fuertes, puntos débiles, oportunidades y amenazas. Cuando nos referiamos a él lo hacíamos con el nombre de SWOT, el acrónimo que forman sus siglas en inglés. Del análisis  de aquel enrevesado laberinto surgían las estrategias que convenía aplicar en cada caso para obtener de la actividad de nuestra organización comercial el mayor rendimiento posible, ya que una vez conocidas las necesidades de nuestros compradores las ofertas se podían concretar en los aspectos que a ellos les interesaban, evitando dar palos de ciego.  Aquel proyecto, que como toda innovación fue recibido al principio por los responsables de ventas con algo de escepticismo, tuvo éxito y se mantuvo activo durante mucho tiempo.

Cuento esto, porque quizá ahora, cuando la catástrofe que nos está asolando haya pasado, conviniera que los planificadores de nuestra economía utilizaran el método SWOT. España, después de la epidemia, contará con un panorama muy distinto del que imperaba antes de la llegada del coronavirus. Aprecerán nuevos puntos fuertes y se descubrirán los débiles que permanecían ocultos. Además, se pondrán de manifiesto oportunidades que se desconocían y sin lugar a dudas saldrán a relucir amenazas que hasta ahora habían pasado desapercibidas. Ese nuevo escenario, sometido a análisis y considerando los resultados del estudio como una nueva plataforma desde la que partir, permitiría, no sólo recuperar el pulso económico, sino además incrementar el crecimiento de forma significativa. La telemática y la robótica son claros ejemplos de cómo unas parcelas del desarrollo económico que estaban bastante olvidadas por parte de las administraciones pueden llegar a convertirse en puntas de lanza del progreso económico.

Respecto al estado del bienestar, nadie podrá negar que esta pandemia ha dejado al descubierto grandes carencias en el área de las asistencias sociales. No creo que sea necesario insistir demasiado en este tema, porque todos estamos viendo estos días camillas en los pasillos de los hospitales, lágrimas en los ojos del personal sanitario y lamentos de los enfermos por no contar con la debida atención. Es cierto que se trata de una situación excepcional, pero en una sociedad avanzada, amenazada constantemente por catástrofes de todo tipo, no debería haberse llegado nunca a la situación a la que se ha llegado. La sociedad está dando lo mejor de sí misma, pero la decepción por lo que ve a su alrededor es inevitable. Si disponemos de medios militares en previsión de un posible conflicto bélico, ¿cómo es posible que nuestra sociedad no se haya  preparado para hacer frente a una pandemia de estas características?

Desde el punto de vista político, simplemente un apunte. Los enemigos de los impuestos y partidarios al mismo tiempo de que la iniciativa privada lo cubra todo deberían meditar sobre qué hubiera sucedido en España si no hubiéramos contado con un sistema público de salud como el que tenemos. Si esto lo hubiera tenido que gestionar la iniciativa privada, habría sido un auténtico desastre. Pero lamentablemente los defensores del enflaquecimiento del Estado nunca reconocerán esta realidad, por lo que será preciso recordársela con insistencia a partir de ahora.

Es necesario que haya un antes y un después del coronavirus. El país necesita planificar su futuro partiendo de los nuevos parámetros que están apareciendo estos días, porque el panorama ya no será el mismo. Y esto se puede hacer con el viejo método SWOT o con cualquier otro. Pero hay que hacerlo.

23 de marzo de 2020

Apátridas de patria chica

Leí u oí el otro día que uno es de donde cursó la enseñanza secundaria. Como creo que casi todos los dichos populares tienen siempre algo de razón, si no toda, me dio por pensar en mi propio caso. Obligado por circunstancias familiares -los cambios de destino profesional de mi padre-, repartí los años del bachillerato entre Gerona, Barcelona y Madrid. Sin embargo no nací en ninguno de estas ciudades sino en Zaragoza, un lugar que visito de vez en vez y en el que, por mucho que intente lo contrario, me considero un extraño.  Y quizá por eso, porque mi formación secundaria fue un tanto nómada,  no me sienta muy del todo de ningún sitio o, dicho de otro modo más positivo, de todos por igual. Soy algo así como un apátrida de patria chica.

No sé si esto es bueno o es malo. De lo que no tengo la menor duda es que los excesivos apegos al terruño nunca han aportado al individuo nada que pueda considerarse favorable, sino que, por el contrario, suele cubrirlo de una especie de patina cateta, si por cateto entendemos lo contrario de lo que se entiende por cosmopolita. Los localistas no ven más allá de lo folclórico y de lo costumbrista, y terminan olvidándose de que el mundo continúa más allá de los límites de su término municipal. Embriagados por el colorido y la música, por los petardos y las charangas, pierden el sentido de la globalidad.

Pero es que además el localismo es la antesala del nacionalismo, como éste lo es del separatismo. Se empieza bailando la jota y abominando de la sardana -o al revés- y se termina con la cabeza escondida bajo el ala, la mejor manera de perder el sentido de la realidad. Es curioso observar como los más férreos enemigos de un determinado nacionalismo son a su vez incondicionales de otro de signo distinto.

Las rivalidades entre pueblos colindantes o entre regiones de un mismo país o entre naciones fronterizas  tienen origen en el localismo. Si lo mío es lo mejor, lo de al lado tiene por fuerza que ser peor. Una reducción al absurdo que para ellos no admite discusión. Puede haber otras causas que provoquen esta animadversión, pero en mi opinión la más importante es el excesivo apego a tu localidad.

Por eso pienso que ser apátrida de patria chica no es tan malo. Te evitas un prejuicio y los prejuicios restan libertad. Cuando a uno le gusta tanto su pueblo, siempre ve en los demás lugares del mundo aspectos negativos. Se convierte en un endógamo, dicho sea en un sentido figurado. Sólo quiere estar con sus paisanos, con los que viven junto a él. Corre el riesgo de terminar siendo una persona que poco a poco se vaya olvidando del mundo hasta convertirse en un ser aislado. El localista es algo así como la antítesis del ciudadano del mundo. Aquel no ve más allá de las lindes de su localidad y a éstos el mundo se les queda pequeño.

Todo lo cual no quita que a mí me entusiasme mi pueblo y que cuando oigo cantar o veo bailar una jota me emocione. Lo cortés no quita lo valiente.

19 de marzo de 2020

"Whatsapea" que algo queda


No soy muy aficionado a utilizar redes sociales, lo digo de antemano, porque ni encuentro en ellas demasiada utilidad para mí ni me parece que sean un buen medio de comunicación. Incluso fui algo remiso al principio a entrar en la utilización del WhatsApp, quizá porque, contagiado por mi desafección a aquellas, no viera  que esta herramienta  pudiera aportarme nada distinto a lo que ya me ofrecían otras, como el correo electrónico o los SMS. Pero en cuanto empecé a utilizarlo comprendí sus ventajas y en estos momentos lo uso con frecuencia. Es más, guiado por la necesidad de mantenerme en comunicación con colectivos a los que pertenezco –familia, amigos y alguno más- también he entrado a formar parte de determinados grupos. Sobre esto último me propongo reflexionar a continuación.

Desde mi punto de vista, cuando se acepta entrar a formar parte de un grupo “whatsapero” se sobreentiende que lo que se pretende es recibir o enviar información de interés general para los que lo conforman. Por ejemplo, el lugar donde se va a celebrar una comida, la fecha prevista, la hora de la cita y cosas así, pormenores que ayuden a la coordinación. Por otro lado, no me parece mal que se utilice el grupo para enviar a todos sus componentes algún chascarrillo distendido o alguna curiosidad que no hiera la sensibilidad de ninguno de los incluidos en el colectivo, ya que todos están obligados a leerlo o por lo menos a echarle un vistazo por aquello de saber de qué va la vaina. Estos días de obligado retiro monacal circulan muchos de ellos, que  supongo que se lanzan con la buena intención de hacer más llevadero el duro enclaustramiento. Yo, lo confieso, he reenviado alguno. Lo digo de antemano, porque no quisiera que después las hemerotecas me dejaran en evidencia.


Hasta aquí, nada que objetar. Lo malo empieza cuando en el colectivo hay alguno que no puede contener sus instintos y lo utiliza para lanzar proclamas ideológicas, por no decir insidias malintencionadas, dando por hecho que los restantes componentes del “corralillo” aplaudirán su iniciativa. Además, estos mensajes, siempre rebotados y nunca de conocida propiedad intelectual, suelen ser burdas patrañas –ahora las llaman fake news- descarados embustes a los que se les ve la intención a la primera. Y, por si lo anterior no fuera suficiente para descalificar al que las envía, jamás defienden ideas propias, sino que por lo general denigran a personas o a colectivos.

Sucede además que a veces algún otro componente del grupo, estimulado por el acicate que acaba de recibir, aplaude la iniciativa con lo que anima a su autor a seguir en el empeño, por cierto, siempre con emoticonos que son menos comprometidos que las palabras. Mientras que el resto, o porque no está de acuerdo con el mensaje o porque no comparte que se utilice la lista para estos menesteres, guarda un silencio sepulcral que, ojalá, fuera entendido por aquellos. Pero no, ellos erre que erre y al que Dios se la dé San Pedro se la bendiga.

Digo yo que es una pena que esto suceda, porque, aunque a veces uno sienta la tentación de abandonar el grupo, se resiste a tomar la iniciativa, primero porque la buena intención con la que fue creado prevalece y segundo para no provocar estridencias en un colectivo al que une otras cosas. Yo, cuando recibo algún mensaje de esta índole, me tapo la nariz, lo abro con extremo cuidado y, si es de la especie que acabo de nombrar, lo cierro inmediatamente.

Por cierto, que nadie se dé por aludido por lo que acabo de escribir. Pertenezco a varios grupos y en la mayoría de ellos no se da este fenómeno de intromisión en la intimidad intelectual de los demás.

16 de marzo de 2020

La unión hace la fuerza

En España vivimos sobre dos realidades organizativas. Por un lado pertenecemos a una supranacionalidad –la Unión Europea- y por otro hemos estructurado nuestra organización territorial en Comunidades Autónomas. Dos circunstancias políticas concurrentes que, aunque parezcan funcionar en sentidos divergentes, no se contradicen. Lo que exigen es mantener una absoluta coordinación de arriba abajo y de abajo a arriba, algo que no siempre es fácil, mucho menos en situaciones tan complejas como las que estamos viviendo estos días con la pandemia del Coronavirus. Pero que no sea fácil no significa que sea imposible.

La realidad de la Unión Europa es que, aunque poco a poco se vaya dotando de estructuras políticas que permitan avanzar hacia la unidad en todos los ámbitos, partió de una profunda división territorial de carácter histórico. Con un pasado, en algunos casos muy reciente, de sangrientos enfrentamientos bélicos, siempre motivados por las ansias de supremacía de los unos sobre los otros, cuando los padres fundadores de lo que hoy es la Unión Europea decidieron hacer borrón y cuenta nueva no ignoraban que lo que se proponían no sería labor de unos pocos años, sino que, por el contrario, se necesitarian lustros para alcanzar una situación que pudiera considerarse de verdadera unión. Ahora estamos a mitad de camino y nada tiene de particular que los complejos engranajes que se han ido creando chirríen de vez en cuando, como está sucediendo con la epidemia. Pero, a pesar de ello, lo logrado hasta ahora es positivo, de manera que a mí no me cabe ninguna duda de que para salir de esta situación de alarma, tanto en el terreno sanitario como en el económico, pertenecer a la Unión supone un plus añadido. Pero, seamos realistas, precisamente porque Europa está en mitad de su construcción no se le puede exigir que sus decisiones se conviertan en la panacea universal

En cuanto a la división territorial de España, el Estado de las Autonomías, que algunos tienden a interpretar de manera egoísta y provinciana en el peor sentido de esta última palabra –provincianos hay en Soria y en Badajoz, en Madrid y en Barcelona y en tantos otros lugares- fue una aceptación expresa de la conveniencia de reconocer organizativamente la pluralidad cultural de nuestro país, unido a la necesidad de acercar la administración pública a los ciudadanos. El excesivo centralismo que se había ido acumulando a lo largo de los dos últimos siglos había convertido a España en un monstruo de cabeza gigantesca y extremidades débiles. Los padres de la Constitución lo entendieron así y no dudaron en diseñar una ley fundamental que, reconociendo la diversidad, pusiera remedio a la excesiva centralización.

Pero también la Constitución previó que en determinadas situaciones estaríamos especialmente obligados a remar todos en un mismo sentido y al unísono. El estado de alarma que se acaba de decretar  es una herramienta constitucional que obliga a las instituciones y a los ciudadanos a cumplir con ciertas normas, restándoles capacidad de decisión a unas y a otros. No se trata de una suspensión del Estado de las Autonomías ni de una pérdida de derechos constitucionales, sino de la decidida centralización de la gestión de los recursos disponible para hacer frente a una crisis de proporciones desconocidas.

Y puesto que de la Unión Europea sólo podemos esperar recomendaciones y acaso determinadas políticas económicas para recuperarnos de la crisis económica que se avecina, debemos colaborar con el gobierno y exigirle al mismo tiempo la máxima contundencia en la lucha contra la pandemia.

13 de marzo de 2020

Solidaridad empieza por S de solidario

Llevaba un tiempo queriendo escribir algo sobre el dichoso Coronavirus, pero no me decidía. Como no soy virólogo y además no entendía muy bien qué estaba sucediendo, no me apetecía meterme en jardines desconocidos, a pesar de mi proclividad a opinar sobre cualquier materia que llame mi atención, lo que en ocasiones me lleva a ganarme algún que otro reproche, porque afortunadamente no todos somos del mismo parecer. Pero ha llegado un momento en el que he sido consciente de la gravedad de un asunto en el que la realidad está superando a las previsiones. En cualquier caso, si traigo hoy este tema aquí no es para entrar en terrenos técnicos –Dios me libre- sino con el propósito de reflexionar sobre una de las virtudes que más valoro en el ser humano, la de la solidaridad.

Dice la Academia que solidaridad significa “Adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles”. Para que podamos hablar de solidaridad es preciso por tanto que exista causa ajena. Lo que sucede es que cuando las dificultades son colectivas, pero sobre todo indiscriminadas, ajenos somos todos. Por tanto, en este caso la solidaridad debe ser ejercida por cada uno de nosotros sin excepción.

Hasta ahora, salvo pequeños rebuznos esporádicos por parte de algún renombrado líder y de alguna preclara lideresa, de cuyos nombre prefiero no acordarme, la clase política se está comportando con solidaridad ante una situación tan difícil como la que estamos viviendo. Es cierto que algunos ya han empezado a lanzar andanadas críticas hacia la gestión que se está haciendo de la crisis, incapaces de controlar sus instintos más primitivos, pero  son excepciones que confirman la regla. Ojalá las cosas continúen así y no terminen, como ha sucedido otras veces ante situaciones de difícil solución, echándose algunos irresponsables al monte de la insolidaridad para obtener réditos políticos.

Pero no basta con que los dirigentes sean solidarios. Se necesita sobre todo que lo seamos los ciudadanos de a pie. Entre las recomendaciones que estamos recibiendo figuran algunas que suponen indudables incomodidades para las personas, lo que propicia que algunos indisciplinados, además de irresponsables, hagan caso omiso de los consejos, con lo que no sólo se ponen ellos en riesgo de contagio, sino que además contribuyen con su actitud a la propagación del virus.

En china, un país donde impera el ordeno y mando, no ha sido difícil obligar a la población a soportar las medidas que se han tomado, algunas verdaderamente draconianas. Pero gracias a ello parece ser que ese país está consiguiendo vencer al virus. En España, donde muchos irresponsables no entienden ni de solidaridad ni de disciplina, hasta ahora las autoridades han dejado el cumplimiento de algunas medidas en manos del sentido de la responsabilidad de cada individuo. Pero si la insolidaridad continuara, estoy seguro de que el gobierno pasará de las recomendaciones a la imposición de las medidas que considere necesarias, la única forma de que los indisciplinados las cumplan. Entonces, no te recomendarán que no te desplaces de tu lugar de residencia a no ser que sea absolutamente obligado, sino que controles de la Guardia Civil en las carreteras te obligarán a volver a casa. ¿Es eso lo que queremos?

Es una pena que algunos entiendan sólo de derechos y muy poco de obligaciones. Y los incumplimientos de las obligaciones de unos atentan contra los derechos de los demás.

10 de marzo de 2020

Piensa en otra cosa

Se suele utilizar la frase que hoy he escogido como título del artículo para aconsejar a los que están pasando por un mal momento que desvíen su atención hacia cosas distintas de las que les preocupan. Qué duda cabe de que si la mente está entretenida en temas distintos al de la preocupación, poco tiempo quedará para pensar en asuntos desagradables.

No quisiera ponerme ahora pesimista, ni mucho menos melancólico –no es mi estilo-, pero no creo que nadie pueda negarme que la vejez no es precisamente la mejor etapa de la existencia, no sólo porque los achaques y las debilidades merman la calidad de vida del viejo, sino además como consecuencia de que la falta de expectativas restan ilusión y optimismo. No es un lamento arbitrario el que hago, sino la constatación de una realidad palpable. Por eso, cuando las preocupaciones proceden de la edad que se tiene –de la edad avanzada quiero decir-, no basta con aconsejar que se piense en otra cosa, es preciso añadir aquello de que te quiten lo “bailao”. O, si unimos los dos consejos en uno, échale un vistazo a tu vida, recréate en lo bueno y procura soslayar los aspectos negativos. Lo más probable será que el balance resulte favorable, no ya porque en realidad hayas vivido más situaciones agradables que desagradables, sino gracias a que la mente tiene una enorme capacidad para olvidar estas últimas y retener aquellas como si se tratara de un tesoro.

Algunos pensarán que recrearse en el pasado, algo que ya no existe, es una majadería. Yo creo sin embargo que se trata de una buena terapia, de un buen recurso de la imaginación para mitigar los sinsabores que acompañan a la vejez. Recordar lo bueno, traer a la memoria todo aquello que se ha disfrutado durante la vida es enormemente positivo, no sólo porque no deja mucho tiempo para pensar en la realidad del momento, sino además porque, al repasar mentalmente las buenas experiencias, uno se recrea en el hecho de que quizá haya merecido la pena vivir la vida.

Otra cosa será que los recuerdos nos engañen, porque entre las debilidades que antes mencionaba está la pérdida de memoria. Pero aun en este caso, el ejercicio traerá consecuencias positivas. El autoengaño, a modo de sedante, mitigará los sinsabores, reducirá las tendencias depresivas y ayudará a seguir viviendo, aunque sea “de recuerdos”. Por eso, a los jóvenes habría que enseñarles a oír con paciencia las batallitas de sus abuelos, porque al fin y al cabo las cuentan para soportar con mejor talante su vejez. Se recrean en lo que hicieron y ya no pueden hacer y de alguna manera lo están volviendo a vivir.

Le oí decir el otro día alguien que, si tuviera que volver a vivir su vida, muchas cosas las haría de forma distinta a como las hizo en su momento. Yo le aconsejaría que no pensara así, porque de forma implícita está reconociendo que en algo se equivocó, cuando ya no tiene remedio.  Y si no tiene remedio, para qué pensar en ello. Olvídate, recuerda los aspectos agradables de tu vida y repite aquello de que te quiten lo “bailao”. Vivirás más feliz.

5 de marzo de 2020

Patriotas de hojalata

De la misma manera que quien no reconoce sus propias debilidades jamás será capaz de corregirlas, los que sólo miran los aspectos anecdóticos de su país –el folclore, las tradiciones populares, los festejos taurinos, las fanfarrias callejeras, etc. etc.-, sin prestar atención a la calidad de vida de todos sus compatriotas, nunca harán nada para mejorar la sociedad en la que viven. Los primeros están abocados al fracaso personal, porque, si no son capaces de localizar sus propios puntos débiles para corregirlos, no podrán enfrentarse con éxito a los retos que se encontrarán a lo largo de la vida. Los segundos gastarán pólvora en salvas, en vítores y en alabanzas a la raza, pero nunca moverán un dedo para hacer más justa la vida de sus conciudadanos. Entretenidos con atuendos coloristas y sonoras charangas, serán incapaces de percibir los orígenes y las causas de los problemas que aquejan a su país. Aquellos fracasarán como seres humanos y éstos, por mucho que ellos crean lo contrario, nunca serán verdaderos patriotas. A los primeros les recomiendo autocrítica personal; a los segundos que repasen la Historia de nuestro país con sentido crítico y comprueben hasta que nivel de desigualdad nos han llevado los salvadores de la patria.

Llevo un tiempo entretenido en la lectura de la evolución de nuestro país a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI con la intención de descubrir claves que me ayuden a entender la situación actual de España. Confesaré que me interesan más los comportamientos sociales que las peripecias individuales, aunque no olvide en ningún momento que las actitudes colectivas están dirigidas por líderes políticos. Pero, incluso teniendo en cuenta esto último, considero que ninguna persona, sin el sustrato social adecuado, es capaz de mover los hilos de la sociedad. Podrá hacerlo con carácter temporal, pero, desde el punto de vista que ahora a mí me interesa, las aguas a medio y largo plazo seguirán por el curso que marquen las tendencias sociales y no por donde los prohombres hayan intentado desviarlas.

Tendemos mucho a fijarnos en las personas y menos en las tendencias sociales. Tiene lógica, ya que suponemos que se puede llegar a entender a los primeros con cierta facilidad, porque al fin y al cabo están hechos de carne y huesos como nosotros mismos. Sin embargo, es muy difícil desentrañar las causas que originan los comportamientos colectivos. Pongamos un ejemplo entre los muchos que se me ocurren.  Eso que se llama ultraderecha, que no es más que una doctrina basada en demagogias redentoras de los males que según ellos nos acechan, es una tendencia arraigada en el alma de muchos españoles. Sus dirigentes –no doy nombres por innecesario- lo saben perfectamente, de manera que manejan las voluntades de sus potenciales votantes con eficacia electoral. Han estado observando durante algún tiempo cómo el votante conservador no acababa de aceptar del todo la oferta del PP por considerarla excesivamente blanda para sus gustos, han tildado a este partido de “derechita cobarde” hasta desgañitarse y se han lanzado a la política al grito de la patria corre peligro.

Por eso, lo que verdaderamente debería preocupar a los conservadores moderados es que los que ahora llevan las riendas del PP, obsesionados con la sangría de votos que les ha ocasionado la aparición de Vox, están escorando tanto a la derecha –al costado de estribor diría un marino-, que terminarán confundiéndose con ellos. De manera que, tarde o temprano, la derecha volverá a reunificarse, pero ya no se llamará Partido Popular sino Vox.

Si repasáramos la Historia reciente de España, nos daríamos cuenta enseguida de que esto ya ha sucedido en nuestro país en bastantes ocasiones, alguna de ellas no muy lejana. Porque los patriotas de hojalata siempre han abundado entre nosotros.