En España vivimos sobre dos realidades organizativas. Por un lado pertenecemos a una supranacionalidad –la Unión Europea- y por otro hemos estructurado nuestra organización territorial en Comunidades Autónomas. Dos circunstancias políticas concurrentes que, aunque parezcan funcionar en sentidos divergentes, no se contradicen. Lo que exigen es mantener una absoluta coordinación de arriba abajo y de abajo a arriba, algo que no siempre es fácil, mucho menos en situaciones tan complejas como las que estamos viviendo estos días con la pandemia del Coronavirus. Pero que no sea fácil no significa que sea imposible.
La realidad de la Unión Europa es que, aunque poco a poco se vaya dotando de estructuras políticas que permitan avanzar hacia la unidad en todos los ámbitos, partió de una profunda división territorial de carácter histórico. Con un pasado, en algunos casos muy reciente, de sangrientos enfrentamientos bélicos, siempre motivados por las ansias de supremacía de los unos sobre los otros, cuando los padres fundadores de lo que hoy es la Unión Europea decidieron hacer borrón y cuenta nueva no ignoraban que lo que se proponían no sería labor de unos pocos años, sino que, por el contrario, se necesitarian lustros para alcanzar una situación que pudiera considerarse de verdadera unión. Ahora estamos a mitad de camino y nada tiene de particular que los complejos engranajes que se han ido creando chirríen de vez en cuando, como está sucediendo con la epidemia. Pero, a pesar de ello, lo logrado hasta ahora es positivo, de manera que a mí no me cabe ninguna duda de que para salir de esta situación de alarma, tanto en el terreno sanitario como en el económico, pertenecer a la Unión supone un plus añadido. Pero, seamos realistas, precisamente porque Europa está en mitad de su construcción no se le puede exigir que sus decisiones se conviertan en la panacea universal
En cuanto a la división territorial de España, el Estado de las Autonomías, que algunos tienden a interpretar de manera egoísta y provinciana en el peor sentido de esta última palabra –provincianos hay en Soria y en Badajoz, en Madrid y en Barcelona y en tantos otros lugares- fue una aceptación expresa de la conveniencia de reconocer organizativamente la pluralidad cultural de nuestro país, unido a la necesidad de acercar la administración pública a los ciudadanos. El excesivo centralismo que se había ido acumulando a lo largo de los dos últimos siglos había convertido a España en un monstruo de cabeza gigantesca y extremidades débiles. Los padres de la Constitución lo entendieron así y no dudaron en diseñar una ley fundamental que, reconociendo la diversidad, pusiera remedio a la excesiva centralización.
Pero también la Constitución previó que en determinadas situaciones estaríamos especialmente obligados a remar todos en un mismo sentido y al unísono. El estado de alarma que se acaba de decretar es una herramienta constitucional que obliga a las instituciones y a los ciudadanos a cumplir con ciertas normas, restándoles capacidad de decisión a unas y a otros. No se trata de una suspensión del Estado de las Autonomías ni de una pérdida de derechos constitucionales, sino de la decidida centralización de la gestión de los recursos disponible para hacer frente a una crisis de proporciones desconocidas.
Y puesto que de la Unión Europea sólo podemos esperar recomendaciones y acaso determinadas políticas económicas para recuperarnos de la crisis económica que se avecina, debemos colaborar con el gobierno y exigirle al mismo tiempo la máxima contundencia en la lucha contra la pandemia.
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