27 de junio de 2018

Buenas sensaciones

El gobierno de Pedro Sánchez lleva poco tiempo desde que estrenara mandato, pero el suficiente para que yo me atreva hoy a expresar aquí las sensaciones que hasta ahora sus anuncios y decisiones me han producido. De momento son sólo gestos, pero muy significativos. Un gabinete de prestigio, incluido un ministro dimitido ipso facto y sin vacilaciones por irregularidades fiscales. Una agenda de reuniones con los presidentes de las Comunidades Autónomas, que incluye, por supuesto, al independentista Joaquim Torra. Entrevistas con mandatarios extranjeros, empezando por la que mantuvo con el decidido europeísta Emmanuel Macron. Resolución drástica de la crisis del Aquarius y la consecuente llamada de atención a la adormecida Europa sobre el problema sin solucionar de la inmigración que afecta a todos. Extensión de la cobertura sanitaria. Ley para regular la eutanasia. Asistencia a reuniones europeas del máximo nivel europeo. Y suma y sigue

Los partidos de derechas –PP y Ciudadanos- están desconcertados. Desde el principio han anunciado su intención de boicotear cualquier iniciativa que proceda del gobierno socialista, venga o no venga a cuento el rechazo. “No nos pida lealtad, señor Sánchez”, gritaba el otro día en el Congreso de los Diputados el siempre acalorado y vocinglero Rafael Hernando. “Nosotros sólo le debemos lealtad a los españoles”, añadía. Un ejemplo entre otros muchos de que a los derrotados no les llega la camisa al cuello de su frustración. Una clara manifestación de que se creían tan afianzados en sus posiciones que la derrota los ha dejado muy vapuleados. Llevados por su ingenuidad política, y también por la prepotencia de quien se cree invulnerable, estaban convencidos de que acabarían la legislatura sin que la corrupción les pasara factura.

Por lo que oigo y veo a diestra y a siniestra de mi entorno más próximo, tengo la sensación de que la opinión pública permanece muy atenta a los movimientos del nuevo gobierno, expectante y en cierto modo ilusionada. Por la derecha, cautelosa ante la posibilidad de que, como se han encargado de repetir hasta la saciedad los líderes de sus partidos, Pedro Sánchez haya llegado a pactos inconfesables con tirios y troyanos. Por la izquierda, vigilante ante la posibilidad de descubrir cualquier atisbo de desviación programática, de ruptura del compromiso tácito de acabar con las prácticas corruptas, con la degradación democrática y con el injusto reparto de la riqueza nacional. Pero en el fondo, tanto por un lado como por el otro, dando un voto de confianza al nuevo gobierno socialdemócrata.

Pedro Sánchez, desde mi punto de vista, está moviéndose con cautela. No hay que ser demasiado sagaz para descubrir en cualquiera de sus gestos y de sus palabras un cuidado exquisito. Nada tiene de extraño, porque sabe que sus enemigos, que son muchos y de muy variada condición, están agazapados para lanzarse sobre él en cuanto cometa el menor desliz. Están rabiosos y ávidos de venganza política. No en vano les ha arrebatado la batuta del poder con una hábil maniobra democrática, que pocos -entre ellos yo- consideraban que pudiera llegar a tener éxito. Además, las encuestas están empezando a acusar los resultados del relevo. La correlación de fuerzas está cambiado y el partido socialista se ha situado en un primer lugar destacado.  Por eso, el nuevo presidente del gobierno tiene claro que está obligado a caminar con pies de plomo, lo que no significa, ni mucho menos, que deba apuntarse al inmovilismo de su predecesor.

Todavía es muy pronto para sacar conclusiones, pero las sensaciones que se reciben son buenas. En cualquier caso, iremos viendo con el tiempo lo que en realidad suceda.

22 de junio de 2018

Vulgaridad o refinamiento

La cada vez más extendida falta de educación ciudadana me tiene muy preocupado. Lo que sucede es que son tantos los frentes abiertos por los maleducados, que no sé muy bien por dónde empezar esta denuncia. Dudo si acusar a los que están deteriorando hasta extremos inauditos el lenguaje, o a los que bajo el pretexto de que lo superfluo no es práctico pretenden regresar a las costumbres cavernícolas, o a los que su vandalismo ha convertido en peligrosos enemigos de la sociedad, o a los que confunden el progreso social con la zafiedad en el comportamiento. Distintas facetas de un mismo fenómeno, el de la vulgaridad, que está arrasando nuestras costumbres.

Quizá uno de los antónimos de la palabra vulgaridad sea el vocablo refinamiento. Si así fuera, tengo que confesar que cada vez echo más en falta este último. No la finura desmedida ni la elegancia exagerada, sino el esmero y el cuidado en hacer las cosas con calidad. Calidad en el lenguaje, calidad en el gesto, calidad en el comportamiento social. Porque el refinamiento no es algo superfluo e innecesario, es un logro de la civilización que, a lo largo de los siglos, ha ido separando lo grosero de lo selecto, la ganga de la mena.

¿Por qué entonces se pretende ahora dar un paso atrás con tanta vulgaridad, con tanta zafiedad, con tanta grosería, con tanta tosquedad? Algunos opinarán que porque hay que ser prácticos. Otros defenderán que en una sociedad moderna es preciso dejar a un lado las exquisiteces e ir al meollo de los problemas. No serán pocos los que carguen las tintas sobre la falta de tiempo que emplear en adornar el comportamiento con ornatos innecesarios. Incluso no faltarán los que consideren que mi añorado refinamiento se enfrenta a los avances sociales, que no son más que remilgos de los enemigos del pueblo. De todo habrá como en botica.

Refinamiento no es lujo.  Lujo es algo superfluo y prescindible. Refinamiento es calidad, calidad en todos los aspectos del comportamiento humano conseguida con el esfuerzo de las generaciones que nos precedieron a lo largo de la evolución de la sociedad. Refinamiento es orden, un orden necesario para vivir en sociedad, un orden que impone cierto grado de sumisión de los intereses personales a los colectivos. Refinamiento es respeto al entorno, es preocupación por dejar a nuestros hijos un planeta habitable. Refinamiento es consideración hacia los que nos rodean, es atención a los demás. Refinamiento es sentido de la estética y de la belleza.

Antes yo quería arreglar el mundo. Ahora me conformo con mantener mi entorno personal lo más refinado posible.

20 de junio de 2018

¡Uy! ¡Catalanes!

El otro día, cuando paseaba por las calles de un recóndito pueblo del Maestrazgo turolense con unos amigos y siguiendo atentamente las explicaciones de un tan amable como espontáneo guía local, una de mis acompañantes le preguntó a este último que a quién pertenecía una casa de elegante arquitectura rural que acabábamos de dejar atrás.

-A unos catalanes –contestó el interrogado-.

-¡Uy! ¡Catalanes! –exclamó mi amiga componiendo en su cara un gesto de contrariedad, no sé si porque no le gustaba que por allí hubiera catalanes o porque de haberlos no se merecieran una casa tan bonita como aquella.

Un día antes, mientras visitábamos una iglesia del siglo XIII en otro pueblo de la zona, nuestra guía, también local y tan amable como el anterior, nos explicó que los anarquistas la habían incendiado durante la guerra civil. Uno de mis amigos intervino entonces y dijo: mi padre contaba que las columnas anarquistas catalanas que vinieron aquí durante la guerra causaron verdaderos estragos y que podían haberse quedado en su casa.

Yo entonces intervine: ya sabes que esta zona estaba plagada de anarquistas; para quemar iglesias no hacía falta que viniera nadie de fuera.

Mi amigo me sonrió con complicidad y añadió: sí, sí, ya lo sé; pero mi padre prefería echarle la culpa a los catalanes.

Son dos anécdotas inscritas en la intrascendencia, que me dan pie para entrar en la reflexión de hoy. Que me perdonen los anónimos aludidos si leen estas líneas y que no me guarden rencor por la maldad cometida al citarlos.

Estoy convencido de que el anticatalanismo soterrado, sutil a veces y casi siempre aderezado con algunas gotas de jocosidad, está presente en nuestra sociedad mucho más de lo que suele admitirse. Este sentimiento no es de ahora, cuando las actitudes de los separatistas han levantado ampollas en la conciencia de muchos españoles. Es antiguo y en algunos casos atávico. Unamuno decía que los separadores son más peligrosos para la unidad de España que los separatistas, una reflexión que comparto. Meter a todos los catalanes en un mismo saco de carácter peyorativo es ejercer de separador, es empujarlos hacia fuera, es crear un clima de desconfianza, es, en definitiva, fomentar el independentismo.

Dicen las encuestas que el número de independentistas ha crecido durante los últimos años. Si fuera así, no creo que la causa haya sido el descubrimiento repentino de las bondades que la independencia pueda traerles, sino la paulatina percepción de una incomprensión hacia ellos cada vez más extendida en el resto de España. Las últimas tensiones han traído como consecuencia que muchos españoles se hayan apuntado a esta fobia indiscriminada, la que no distingue entre catalanes que quieren la independencia y catalanes que desean permanecer dentro de España. Y así nos va.

17 de junio de 2018

Unas veces se pierde y otras se aprende

Para encabezar esta entrada he modificado el conocido proverbio -unas veces se gana y otras se pierde-, con la intención de destacar que no todos los derrotados aprenden de sus derrotas. La actitud de las derechas españolas –ahora hay más de una- con esa machaconería, con ese raca-raca sobre la puerta falsa por la que Pedro Sánchez ha entrado en el Palacio de la Moncloa lo demuestra. Una vez más, ignorando el orden constitucional, no cejan en intentar desacreditar el legítimo procedimiento que les ha desalojado del gobierno. No se enteran –o no quieren enterarse- de que para acceder y permanecer en la Presidencia del Gobierno hace falta contar con el respaldo de una mayoría parlamentaria suficiente, que no basta con haber sido el partido más votado. El PP contó en la investidura de Mariano Rajoy con los apoyos que necesitaba, pero no ha contado con ellos para mantenerse en el poder.

Es cierto que la minoría parlamentaria del PSOE no hubiera conseguido acceder al poder si no fuera por la corrupción del PP, por el descrédito de sus dirigentes. Precisamente por eso la derrota de Mariano Rajoy es más llamativa, porque no se trata de que haya habido unidad de criterio en apoyar a Pedro Sánchez, sino en censurar al hasta hace poco presidente del gobierno. Todos, absolutamente todos -menos la escisión ultraconservadora que representa Ciudadanos-, se han puesto de acuerdo en que el gobierno popular era insostenible y en que había que dar paso al primer partido de la oposición.

Desde mi punto de vista, Rajoy ha hecho bien en apartarse. Su decisión puede facilitar la regeneración del PP, un partido que representa el sentir conservador de tantos españoles. Pero no basta con que el expresidente se retire. Si sus voceros más señeros continúan ninguneando las causas de su derrota, no estarán favoreciendo el cambio que necesita el partido, ya que un parte de su electorado está convencida de que se ha tratado de una merecida derrota por no haber combatido la corrupción con firmeza y de que sólo con cambios profundos recobrarán la confianza. No les valdrá simples cambios de maquillaje.

El Partido Popular tiene ahora una buena oportunidad para recobrar parte del voto que ha huido desconcertado a Ciudadanos, porque los últimos mensajes de este partido dejan muy claro que su línea política se ha situado a la derecha del PP, además de poner en evidencia la bisoñez parlamentaria de su líder. Pero para ello los populares deberían dejar muy claro que ya no son lo que hasta hace poco eran. Tienen que aceptar la derrota con espíritu de autocrítica, aprender de ella y preparar el futuro. Aunque les duela. No sé si serán capaces, porque en política las inercias son muy tercas y obstinadas, y el rumbo muy difícil de cambiar.

Mientras tanto, el gobierno socialista no debería olvidar su actual debilidad parlamentaria. Puede gobernar, ¿por qué no?, hasta agotar la legislatura. Pero para ello tendrá que andarse con pies de plomo, tanto en lo que afecta a las reformas sociales, que en ningún caso pueden afectar al equilibrio presupuestario que exige Europa, como en lo que se refiere a la estructura territorial de España, cuyas modificaciones, si las hubiere, nunca podrán vulnerar la legalidad constitucional. Ni lo uno ni lo otro es fácil, aunque no imposible. Ahí está la oportunidad política de la vapuleada izquierda española, en hacer las cosas con mesura y discreción, sin prisas y sin improvisaciones.

La izquierda, como la derecha, tiene mucho que aprender.

11 de junio de 2018

Empujar el carro

Está por ver que el apoyo que le ha otorgado Unidos Podemos a Pedro Sánchez en la moción de censura traiga como consecuencia una oportunidad para que la izquierda levante cabeza. Los primeros gestos de Pablo Iglesias y de alguno de sus colaboradores más cercanos prometían un apoyo firme y sin condiciones al líder socialista, pero algunas declaraciones posteriores parecen desdecir el propósito inicial. De momento no son más que balbuceos retóricos sin demasiado contenido, pero miedo me da que se vuelva a las andadas de las prisas, de la vehemencia y de la falta de realismo.

Que en España hay una mayoría progresista es un hecho incuestionable. Pero que ese progresismo pueda canalizarse a través de la radicalidad es absolutamente falso. Los sociólogos nos dicen que una gran masa de votantes se mueve en un amplio centro izquierda, cuyo voto se inclina hacia uno u otro lado del espectro político en función de la percepción que tenga en cada momento del realismo que acompañe a las ofertas políticas. Prometer el oro y el moro no convence a casi nadie. Son muchos los que prefieren hacer camino al andar.

Ahora lo importante es estar ahí. La implantación de políticas de progreso tiene que venir poco a poco, asentando logros y recuperando avances que se habían perdido o congelado durante los últimos años. Después habrá que seguir avanzando, con decisión pero también con prudencia. No se puede olvidar el escenario que se pisa. La globalidad es un hecho incuestionable. El dinero es cobarde y los inversores asustadizos; y sin dinero y sin inversiones no hay políticas sociales que valgan.

El gran argumento de la derecha para intentar minimizar el efecto de su derrota es la acusación al PSOE de haber conseguido llegar al gobierno gracias a los “populistas” y a los que “quieren romper España”. Si Podemos ahora dejara a un lado las promesas iniciales de cooperación y exigiera a Pedro Sánchez que gobernara fuera de la moderación y del realismo, estaría haciéndole un flaco favor a la oportunidad progresista. Le daría combustible a la reacción, ahora rabiosa y más beligerante que nunca.

Le oí decir el otro día a un analista político procedente de las filas de Izquierda Unida que la competitividad política no exime de la cooperación. Podemos está en su perfecto derecho a mantener las señas de identidad que le caracterizan, pero no tanto a poner palos en las ruedas del gobierno socialista. Mucho menos en este momento, cuando hasta las agencias de crédito reconocen que Pedro Sánchez dispone de poco margen de maniobra. Ya vendrán las elecciones para competir abiertamente. Mientras tanto lo que procede es empujar el carro de las reformas progresistas.

El actual gobierno, que por cierto ha sido bien recibido por la opinión pública y con horror por sus adversarios de la derecha, cuenta con una gran oportunidad para cambiar el modelo político del país. No sería bueno que se frustraran las esperanzas de tantos ciudadanos por un quítame allá esas pajas, por falta de sentido de la oportunidad, por intereses partidistas. La izquierda debería aprender de los errores cometidos en los últimos años, que han sido muchos y de bulto, de esos que deberían figurar en los manuales de cómo no se deben hacer las cosas en política.

6 de junio de 2018

Teoría y práctica de las negociaciones y de los pactos

Me llama la atención la poca cultura pactista que existe en nuestro país. Son muchos los que confunden el pacto con la marrullería, la negociación con la astucia artera, la resolución de conflictos con la claudicación. Quizá hayan sido algunos políticos con sus trampas, sus pillerías y sus malas artes los que hayan contribuido a propagar esta visión tan peyorativa de lo que para mí es un arte y una ciencia a la vez, la capacidad del ser humano de llegar a consensos partiendo de la disconformidad. La civilización no existiría si no existiera la posibilidad de alcanzar acuerdos asumibles por todas las partes que intervienen en un litigio o controversia.

He dicho arte y a la vez ciencia. Es arte, porque el resultado de una negociación depende en gran parte de la habilidad del negociador, de su talento y de su disposición a ejercer la empatía. Pero también es ciencia, con metodología y procedimientos propios, basada en otra de mayor rango, la psicología. En cualquier conversación que conduzca a lograr un pacto hay una parte intuitiva y otra sistemática, las dos complementarias y suplementarias, y por tanto imprescindibles. El mejor de los negociadores fracasará si no tiene en cuenta determinados principios metodológicos, al mismo tiempo que cualquier procedimiento dejará de ser útil en manos de quien no tenga las dotes que se requieren para negociar.

En toda negociación se parte de posiciones discrepantes, a veces tan alejadas que a priori parecen imposibles de casar. Nuestra transición, tan injustamente vilipendiada por algunos, fue un complejo proceso de pactos entre grupos que partían de posiciones tan distantes que no eran pocos los que opinaban que la situación acabaría como el Rosario de la Aurora, a farolazos. No fue así, afortunadamente; y no fue así porque imperó la cordura y las ansias de llegar a acuerdos. Si alguna de las dos partes se hubiera enrocado en sus “principios”, nada de lo que luego vino hubiera sucedido. Nuestra transición se basó, que a nadie le quepa la menor duda, en el convencimiento de que había que ceder.

En la última etapa democrática  hemos tenido presidentes de gobierno pactistas, reaccionarios al pacto y de un poco de todo. No voy a dar mi opinión sobre ninguno, porque en esta reflexión prefiero quedarme en la teoría general y no entrar en casuísticas, que siempre tendrían un sesgo de subjetividad. Que cada uno le ponga nombres a cada una de las categorías. Es muy posible que no coincidan con los que pondría yo, lo que demostraría que no todos tenemos la misma opinión sobre lo que significa pactar.

Pactar no es ceder. Pactar es buscar vías de encuentro, encontrar alternativas a las posiciones de partidas. En un buen pacto nadie gana, pero tampoco nadie pierde. Se sustituyen unos objetivos por otros, se relativiza la importancia de determinadas premisas, se acepta que la posición de máximos de la que se partía era inviable, entre otras cosas porque no tenía en cuenta la del contrario, aunque también fuera imposible. En un buen acuerdo se renuncia a determinadas posiciones previas que parecían inamovibles, en beneficio de otras que hasta entonces no se habían contemplado.

Llegados a este punto, me pregunto si el nuevo gobierno será capaz de llevar adelante sus promesas de negociación y pacto en el conflicto catalán. A su presidente le supongo capacidad dialéctica, es decir arte, y metodología aprendida en las reflexiones que provoca la dura lucha política. No es un mal principio. Pero, ¿estará la otra partes dispuesta a negociar y a pactar? Muy pronto lo sabremos.

2 de junio de 2018

¿Caos o esperanza?

Para un entusiasta de las contingencias políticas no hay nada tan ilustrativo como los debates parlamentarios. El último, el de la moción de censura a Mariano Rajoy, no ha tenido desperdicio. No me refiero a las consecuencias, que también, sino a las escaramuzas dialécticas que han protagonizado unos y otros. Sucede sin embargo que han sido tantas, que me veo obligado a seleccionar sólo algunas para no sobrepasar el folio y pico habitual de mis entradas en este blog. Tiempo habrá para mayor abundamiento.

El expresidente del gobierno entró en el debate acusando en vez de defendiendo. Incluso llegó a perder su proverbial flema en algún momento, como cuando Sánchez anunció que iba a respetar los presupuestos recién aprobados. Debió de ver en ese momento que su caída era inevitable y no dudó en levantar el tono de voz y espetar aquello de ahora se los van a comer ustedes con patatas. Creo que fue en ese momento cuando tuve por primera vez la casi seguridad de que el señor Rajoy tenía las horas contadas como presidente  del gobierno. Aquella finta política del candidato significaba dar al PNV el empujoncito que necesitaba para que otorgara el sí a la moción, y a un veterano político como es el censurado no se le escapó y no pudo evitar el exabrupto.

A Albert Rivera le faltó talla política. Tan empeñado estaba en que la única salida de la crisis era la convocatoria de elecciones, que no se le ocurrió cambiar su discurso en ningún momento. No tenía plan B, lo que significa que se había equivocado por completo en sus previsiones. Su discurso resultó patético, por un lado acusando al presidente del gobierno de ser la causa de los proverbiales siete males y por otro negando su apoyo a la moción de censura. El resultado fue que recibió descargas de alto voltaje desde todas las partes del hemiciclo, desde la derecha acorralada y desde la izquierda atacante. Creo -es una opinión personal- que todo el mundo le ha visto en esta ocasión al líder de Ciudadanos las entretelas de la incoherencia, la falta de madurez. Su  pretendida imagen centrista se ha caído por los suelos. Ahora le va a costar un gran esfuerzo recomponer el discurso y acomodarse a la nueva situación.

El líder de Podemos, Pablo Iglesias, que no cuenta con mi afección política porque no le he visto hasta ahora una actitud realista en la defensa de los intereses de los más desfavorecidos, tuvo ayer un comportamiento que me sorprendió. Quise ver en él -no sé si me equivocaré- una cierta maduración, un reconocimiento de que la terca realidad social no le permite continuar con la utopía como bandera de las reivindicaciones, que hay que ir comiéndose el elefante de las injusticias sociales a cachitos, porque de otra forma uno se indigesta. Su tono fue cordial cuando dialogó en público con Pedro Sánchez y sus palabras elegidas con esmero. En cualquier caso, dice la Biblia que por sus frutos los conoceréis.

Pedro Sánchez jugó bien sus cartas, que no eran demasiado buenas. Sabía que el ordenamiento constitucional le permitía presentar y en su caso ganar una moción de censura y no dudó en hacerlo. Sólo debía convencer a los demás de que nada tenían que perder si le apoyaban y lo consiguió. Lo malo empieza ahora. Nadie sabe lo que pueda suceder. La oposición le va a atacar por los cuatro costados, no le va a permitir el más mínimo margen de maniobra, como ya se han encargado de amenazar sus voceros más preclaros. Ni siquiera puede esperar la más mínima lealtad en los asuntos de estado, porque los derrotados, PP y Ciudadanos, no se la van a conceder. Todo por tanto va a depender de dos cosas, en primer lugar de su talento político, en el que mantengo una cierta confianza, y en segundo del comportamiento de sus socios, respecto a los cuales no puedo evitar abrigar una cierta desconfianza. En cualquier caso, demos tiempo al tiempo.