Me llama la atención la poca cultura pactista que existe en nuestro país. Son muchos los que confunden el pacto con la marrullería, la negociación con la astucia artera, la resolución de conflictos con la claudicación. Quizá hayan sido algunos políticos con sus trampas, sus pillerías y sus malas artes los que hayan contribuido a propagar esta visión tan peyorativa de lo que para mí es un arte y una ciencia a la vez, la capacidad del ser humano de llegar a consensos partiendo de la disconformidad. La civilización no existiría si no existiera la posibilidad de alcanzar acuerdos asumibles por todas las partes que intervienen en un litigio o controversia.
He dicho arte y a la vez ciencia. Es arte, porque el resultado de una negociación depende en gran parte de la habilidad del negociador, de su talento y de su disposición a ejercer la empatía. Pero también es ciencia, con metodología y procedimientos propios, basada en otra de mayor rango, la psicología. En cualquier conversación que conduzca a lograr un pacto hay una parte intuitiva y otra sistemática, las dos complementarias y suplementarias, y por tanto imprescindibles. El mejor de los negociadores fracasará si no tiene en cuenta determinados principios metodológicos, al mismo tiempo que cualquier procedimiento dejará de ser útil en manos de quien no tenga las dotes que se requieren para negociar.
En toda negociación se parte de posiciones discrepantes, a veces tan alejadas que a priori parecen imposibles de casar. Nuestra transición, tan injustamente vilipendiada por algunos, fue un complejo proceso de pactos entre grupos que partían de posiciones tan distantes que no eran pocos los que opinaban que la situación acabaría como el Rosario de la Aurora, a farolazos. No fue así, afortunadamente; y no fue así porque imperó la cordura y las ansias de llegar a acuerdos. Si alguna de las dos partes se hubiera enrocado en sus “principios”, nada de lo que luego vino hubiera sucedido. Nuestra transición se basó, que a nadie le quepa la menor duda, en el convencimiento de que había que ceder.
En la última etapa democrática hemos tenido presidentes de gobierno pactistas, reaccionarios al pacto y de un poco de todo. No voy a dar mi opinión sobre ninguno, porque en esta reflexión prefiero quedarme en la teoría general y no entrar en casuísticas, que siempre tendrían un sesgo de subjetividad. Que cada uno le ponga nombres a cada una de las categorías. Es muy posible que no coincidan con los que pondría yo, lo que demostraría que no todos tenemos la misma opinión sobre lo que significa pactar.
Pactar no es ceder. Pactar es buscar vías de encuentro, encontrar alternativas a las posiciones de partidas. En un buen pacto nadie gana, pero tampoco nadie pierde. Se sustituyen unos objetivos por otros, se relativiza la importancia de determinadas premisas, se acepta que la posición de máximos de la que se partía era inviable, entre otras cosas porque no tenía en cuenta la del contrario, aunque también fuera imposible. En un buen acuerdo se renuncia a determinadas posiciones previas que parecían inamovibles, en beneficio de otras que hasta entonces no se habían contemplado.
Llegados a este punto, me pregunto si el nuevo gobierno será capaz de llevar adelante sus promesas de negociación y pacto en el conflicto catalán. A su presidente le supongo capacidad dialéctica, es decir arte, y metodología aprendida en las reflexiones que provoca la dura lucha política. No es un mal principio. Pero, ¿estará la otra partes dispuesta a negociar y a pactar? Muy pronto lo sabremos.
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