27 de diciembre de 2016

Las viejas guardias

Cuando en política nos referimos a la vieja guardia de un partido, sabemos perfectamente de qué estamos hablando, del conjunto de militantes que pertenecen a la estructura orgánica desde su fundación o desde los primeros momentos de su andadura. Suelen constituir una élite dentro de la organización, sin más mérito añadido que la antigüedad de su militancia, veteranía que exhiben como signo diferencial para prevalecer sobre el resto de sus compañeros, por aquello de que a los fundadores no se les puede negar la pureza de sus intenciones.

De esto que acabo decir no se libran ni siquiera los de Podemos, a pesar de que no pertenezcan a la casta. El que hayan llegado a la política  para arreglarlo todo, incluidos estos pequeños vicios relacionados con el escalafón, nos les impide comportarse como el común de los mortales. Sin ir más lejos, le oí decir el otro día a Juan Carlos Monedero, ante las cámaras de La Sexta y a propósito de ciertas declaraciones de Tania Sánchez que no compartía, que la conocida diputada de Podemos no estaba con ellos desde el principio, que había llegado más tarde. Lo expresó -supongo que porque el subconsciente lo había traicionado- con la intención de quitar valor a las manifestaciones de su compañera de filas, declarada errejonista. Como a mí me sorprendió que un político, al que debo considerar suficientemente inteligente como para no caer en estos errores de bulto, fuera capaz de apoyar sus críticas en la antigüedad de la militancia de alguien, estuve atento a las intervenciones de los tertulianos de turno, confiando en que alguno le afearía la alusión al escalafón. Pero no: pasó inadvertida, como la cosa más normal del mundo.

Yo supongo que a estas alturas a muchos se les habrá desprendido ya aquel velo que cubrió las mentes de tantos votantes durante un cierto tiempo. No estoy pensando en las ideas políticas de Podemos, que respeto como hago con las de cualquier opción política aunque no las comparta, me refiero al halo de pureza ética que decían que los acompañaba, como si ellos fueran los únicos cabales del universo, como si hubieran llegado para reformar las costumbres de raiz, acabar con los vicios políticos y liquidar lo rancio, antiguo y demodé que corroe el alma de los viejos partidos. Digo que supongo que muchos habrán despertado de aquel sueño, pero no estoy nada seguro, porque a veces la hipnosis es tan profunda que dura más de lo sospechado.

Ya son muchas las contradicciones de este tipo que se van encontrando en el proceder de los líderes de Podemos. Es muy posible que no llamaran la atención si no fuera por ese discurso de limpieza, de transparencia y de integridad ética con el que adornan sus discursos, contrapunto de la maraña de pecados de todo tipo y calibre que achacan a sus rivales. Seguramente estas debilidades pasarían desapercibidas, si en vez de la presunción ética que exhiben a todas horas usaran una terminología más humana, más de carne y hueso, más cercana a la realidad del mundo de la política. En definitiva, si se hubieran mostrado más cautos, menos ingenuos y sobre todo con los pies en la tierra. Pero no: ellos insisten en que han venido a acabar con la vieja política y a combatir las flaquezas de los demás; y claro, muchas veces, aunque no sea más que por contraste, se les ve la inmadurez.

En realidad lo que posiblemente suceda es que hayan descubierto la erótica del poder, ese placer indescriptible que debe de producir el pertenecer a la cúpula de una organización política, ser el amo y señor de las ideas de un colectivo humano. Pero como en esa cúpula no caben todos, porque los partidos resultarían inmanejables, pronto empiezan los codazos, las zancadillas y las patadas en el culo. Enseguida se inicia la lucha por el quítate tú para que siga yo.

A ver si va a resultar que los comportamientos que venían a erradicar no son sino una manifestación más de la naturaleza humana y por tanto ni ellos se libran de padecerlos. Lo sorprendente es que no se hayan dado cuenta hasta ahora y continuen con sus monsergas redentoras.

23 de diciembre de 2016

¿A dónde vamos tan deprisa?

En un ensayo sobre la evolución del ser humano que estoy leyendo estos días, acabo de encontrame con la siguiente frase: cuanto más rápido evoluciona el conocimiento, más difícil es pronosticar el futuro. Me he levantado del sillón, he abierto el ordenador y me he puesto a escribir, sin saber muy bien a dónde me conducirá esta idea. No lo puedo evitar: las meditaciones sobre el devenir del hombre como especie inteligente motivan mis pensamientos. Nada me resulta tan apasionante como cavilar acerca de nuestra procedencia y de nuestro destino como colectivo.

Lo que quiere expresar el ensayista en la frase anterior es que la velocidad con la que se producen los cambios tecnológicos -mucho mayor ahora que en cualquier época pasada- elimina en cierta medida aquel axioma, hasta ahora indiscutible, de que el conocimiento del pasado y del presente ayuda a predecir el futuro. Antes, cuando los avances se desarrollaban de forma más pausada, la mente humana tendía a proyectar las transformaciones hacia adelante, porque las cosas se veían venir. Pero ahora, cuando en unos cuantos lustros la tecnología ha cambiado el mundo hasta hacerlo casi irreconocible, no es posible aventurar cómo será dentro de cincuenta años.

Creo que he confesado aquí, en este blog, que a mí me gusta el género denominado ciencia ficción, tanto en la vertiente literaria como en la cinematográfica. Decía entonces, y quiero resaltar ahora, que lo que en realidad me atrae de sus argumentos es la proyección lógica hacia el futuro, partiendo de la realidad conocida; o, dicho de otro modo, la predicción del futuro en base a la experiencia acumulada hasta el momento. Aclaro esto, porque a mí las películas en las que los animales terrestres tienen alas, y por tanto vuelan, los robot sufren y padecen emociones y paranoias y los hombres pelean con espadas refulgentes me aburren profundamente. Eso no es ciencia ficción. Quizá sea, por concederle algún valor, un conjunto de metáforas fantasiosas.

Una de las consecuencias que se podría extraerse de la cita de arriba es que cada vez es más difícil hacer ciencia ficción. Julio Verne lo tenía fácil, si se me permite la broma hacia el admirable escritor francés. Si las piezas de artillería cada vez tenían mayor alcance, ¿por qué no imaginar una tan potente que pudiera llevar al hombre a la luna? No se equivocó en su predicción. Pero, ¿seríamos capaces ahora de aventurar que el hombre nunca vencerá las limitaciones que imponen los principios que sustentan la física cuántica y la teoría de la relatividad, y por tanto asegurar que jamás podrá viajar a velocidades superiores a la de la luz?

En estos momentos estamos asistiendo a una evolución de la biónica -disciplina que estudia la creación y desarrollo de aparatos y procedimientos tecnológicos que sustituyen o sirven de ayuda a las funciones naturales de los seres vivos- .hacia límites insospechados. ¿Alguien sería capaz ante este panorama de asegurar que el hombre nunca podrá vivir por encima de los 200 o de los 300 o quizá de los 1000 años? Tal posibilidad aterra, pero ningún científico sería capaz de negarla con rotundidad. 

No quisiera hoy entrar en el terreno de la filosofía, de la metafísica. Sin embargo, me atrevería a decir que con la velocidad que está evolucionando el conocimiento, y por tanto la tecnología y el dominio del hombre sobre su entorno, se transformarmarán por completo los conceptos filosóficos tradicionales y los credos religiosos. No en balde las religiones –la cristiana entre ellas- han temido desde siempre a la ciencia, que tantas veces las ha dejado en evidencia.

Pero no, hoy no toca hablar de filosofía. Hoy es día de felicitaciones.

FELIZ NAVIDAD Y PROSPERO AÑO NUEVO a todos.

20 de diciembre de 2016

El lenguaje de los cursi-repelentes

Le tengo tanto respeto a las palabras, a la expresión oral o escrita, que cuando detecto alguna incorrección en el lenguaje se me altera el pulso. La pobreza de estilo, la falta de vocabulario o incluso la zafiedad expresiva están a la orden del día en nuestra sociedad, circunstancia que en nada favorece a mi tensión arterial, ya de por sí alta gracias a la herencia genética. Pero por si lo anterior no fuera suficiente para poner a prueba la condición de mis arterias, en los últimos años, quizá como un erróneo intento de contrarrestar lo anterior, está apareciendo un estilo en los mensajes de los políticos que, a falta de encontrarle un adjetivo mejor, denominaré cursi-repelente. Quizá algunos ejemplos me ayuden a explicar lo que pretendo decir.

Hace ya algún tiempo, unos políticos, de cuyo nombre no me he olvidado pero prefiero no referir por ser un dato irrelevante para mi propósito de hoy –de la cursi-repulsión se libran pocos,- trajeron al lenguaje normal la expresión poner en valor.  No les bastaba el verbo valorar o las expresiones destacar o señalar el valor. No: había que inventar algo nuevo, alguna expresión que epatara, que aumentara el caché del orador. Ahora, cuando algunos cursi-repelentes quieren destacar las cualidades de alguien o de algo, recomiendan que se ponga en valor la naturaleza de las mismas. Una cursi-repelencia que se ha extendido en el lenguaje sin contención, como lo hacen las mareas negras.

Sin embargo, algunos de los que utilizan éste barbarismo, al mismo tiempo son incapaces de encontrar algún adjetivo distinto de la palabra importante. El otro día, sin ir más lejos, oí en boca de un político la siguiente noticia: “en una importante operación policial, las fuerzas de orden público detuvieron a tres individuos que custodiaban un importante arsenal de armas. Hay que poner en valor la importante actuación de los investigadores”. Es cierto que la noticia no deja de tener su importancia, pero no hubiera estado de más utilizar algún calificativo distinto del comodín importante, aunque sólo fuera para demostrar que uno dispone de un vocabulario algo más amplio.

Otros, en este caso de formación jurídica, han puesto de moda la expresión trasladar, en lugar de lo que realmente quieren decir: informar o comunicar. Le he trasladado al ministro la felicitación de los funcionarios, o le trasladaré al presidente la petición que me han hecho los damnificados. Hasta ahora se trasladaba tan sólo en el ámbito de la judicatura y se informaba o se notificaba en el lenguaje normal. No es lo mismo trasladar un auto judicial que comunicar una noticia.

Pero lo peor estaba por venir y ha llegado. Ahora ya no hay pluralidad sino representación coral. Y claro, de coral, coralidad, coralista y toda una sarta de derivados ridículos y malsonantes, que ni están en el diccionario de la lengua ni creo que lleguen a estarlo alguna vez. No sé de dónde se habrán sacado algunos líderes esta expresión cursi-repelente, que yo sólo había oído antes aplicada a determinados argumentos de la literatura o del cine, cuando se quiere expresar con lo de coral que hay un número considerable de personajes. Pero oír que un congreso político es coral, o que las tendencias estarán representadas con coralidad o de manera coralista, es muy duro de soportar. Y últimamente lo estoy oyendo con mucha frecuencia y, por cierto, siempre a los mismos.

La verdad es que no sé por qué me empeño en denunciar estas agresiones al lenguaje, sabiendo de antemano que no sirve de nada hacerlo.

16 de diciembre de 2016

Te vas a enterar de lo que vale un peine (amenaza castiza)

Si no fuera porque soporto muy mal las amenazas -en primera, segunda o tercera persona del singular o del plural- el incidente entre Monedero e Yllanes del otro día, cuando el primero advirtió al segundo de que “ojito con lo que digas a partir de febrero”, me hubiera pasado inadvertido. Posiblemente lo habría considerado una bravuconada de mal gusto de uno y quizá un exceso de susceptibilidad del otro. Pero, ya digo, no tolero las intimidaciones, mucho menos cuando éstas proceden de quien aparentemente posee cierta posición de ventaja con respecto al amenazado. Pocos, muy pocos encontronazos tuve durante mi etapa profesional, pero si hubo alguno fue por causa de cierto intento de coacción de uno de mis directores de entonces. Hice frente a la amenaza (con el debido respeto) y el otro se la envainó.

Por eso, porque me rechinan las amenazas, he indagado algo sobre el incidente dialéctico entre los dos renombrados militantes podemitas, que, como es sabido, acabó con una explicación edulcorada de lo que quiso decir Monedero y una resignada aceptación de disculpas por parte del diputado Yllanes. Una forma muy política de zanjar un desencuentro profundo, que ante mis ojos no quita nada de hierro a lo que sucedió en el comedor del Congreso, donde, por cierto, se encontraba el primero sin que sea diputado. Al fin y al cabo los de Podemos están hechos de carne y hueso como los de la casta y utilizan las instituciones del Estado a su mejor conveniencia.

Lo que sucedió ese día responde a un estado de cosas que no debería pasarnos desapercibido porque tiene mucha enjundia. Monedero es un incondicional de Iglesias e Yllanes uno de los puntales más importantes de Errejón. Por tanto, se trata de  una personificación de la lucha interna que padece Podemos, que no es, como dicen algunos, un fraterno contraste de opiniones ideológicas, sino una dura refriega para hacerse con el poder interno del partido, un combate letal entre personas que aspiran a permanecer en la cúpula del partido a toda costa. Lo he dicho en alguna ocasión y lo vuelvo a repetir ahora: dejémonos de eufemismos cuando hablemos de política, que lo único que consiguen es confundir a los bienintencionados.

Yo no creo que existan diferencias de ideas entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, sino visiones distintas de la estrategia a seguir para romper su techo electoral. El primero cree que la pureza de sus ideas y la franqueza de sus intenciones obliga a llamar al pan pan y al vino vino, mientras que el segundo considera que ciertas actitudes o determinados mensajes espantan a muchos votantes. Pero en el fondo sus ideologías son idénticas, de manera que la abierta confrontación entre los dos no procede de la doctrina sino de algo más terrenal, de la poltrona, dicho sea en el sentido figurado de la palabra. Si Errejón y los suyos se descuidan, los radicales que arropan a Iglesias, junto con los llamados anticapitalistas (¿cómo se puede ser anti-algo y no pro-lo-que-sea?), terminarán arrebatándoles su estatus en el partido.

De todas formas, si yo fuera de Podemos no me alarmaría demasiado. Si uno lee entre líneas, llega a la conclusión de que al final habrá paz, porque en realidad los dos líderes se necesitan. Interpretarán un debate programático de altura, compondrán unas listas para su ejecutiva que contentarán a todos en mayor o menor medida y aquí paz y después gloria.

Al fin y al cabo lo mismo que sucede en los demás partidos. Lo sorprendente en este caso es que ellos no sean de la casta.

12 de diciembre de 2016

Personificación de las ideas. Sanchistas o susanistas

Supongo que eso de personificar las ideas o de, dicho de otro modo, identificarlas con determinadas personas es inevitable. Mucho me temo que se trate una debilidad de la mente humana, que ante la dificultad de asimilar todo un ideario político prefiere pensar en determinados líderes, depositar en ellos su absoluta confianza y dejarse de complicaciones que la superen. Me gusta lo que dice –confiesan algunos- y él sabrá lo que tiene que hacer.

Desde mi punto de vista se trata de una enorme equivocación, de un error mayúsculo, porque los idearios, sean de la índole que sean, son el resultado de la conjunción de infinidad de mentes pensantes, de profundos debates, de muchas pruebas y correcciones. Los líderes indiscutibles no existen, tan sólo son los encargados de llevar adelante las ideas del grupo que los ha puesto al frente. Por eso, cuando oigo hablar de fulanistas, zutanistas o menganistas se me llevan los demonios, porque percibo la sensación de que se esté poniendo antes el tejado que los cimientos, tengo la impresión de que se quiera construir un puente sin pilares que lo sustenten.

Los de Podemos ahora andan a la gresca. Parece como si se hubiera esfumado el perfume de pureza ideológica del que decían estar ungidos y, pasada la cándida ilusión inicial, empezaran a dedicarse a cosas menos elevadas, más de andar por casa. Desde mi punto de vista, nada tiene de particular el cambio de actitud, salvo que contradice aquello de que eran los únicos que no estaban contaminados por las viejas usanzas. No, ellos no eran la casta, eran algo muy distinto. Veremos que sucede en lo que han dado en llamar Vistalegre II. Espero que no acaben como el Rosario de la Aurora, que según dicen terminó a farolazos.

Pero en realidad el partido que a mí me preocupa en esto de la personalización de las ideas es el PSOE, el único que desde mi punto de vista se identifica con la socialdemocracia moderna y moderada, de corte europeo, ideología en la que anidan mis ideas. A mí, lo diré con absoluta claridad, no me gustan ni Pedro Sánchez ni Susana Díaz. No voy a enumerar las razones por las que ninguno de los dos cuenta con mi aprecio político (el humano lo tienen), entre otras cosas porque ni viene a cuento ni serviría de nada. Lo que de verdad ahora me interesa es que los socialistas españoles redefinan su ideario, clarifiquen sus objetivos y actualicen sus estrategias políticas. Eso es lo que necesita el PSOE en estos momentos y no otra cosa. Los nombres propios ya vendrán, pero acompañados de un programa renovado. Mejor dicho, para llevar a buen puerto ese programa, para sacarlo adelante.

Prefiero pensar que la táctica del retardo de fechas para el próximo congreso socialista responde a esta idea, a la de sentar las bases programáticas antes de elegir al líder. Si lo hacen así, si de verdad someten su situación de descalabro electoral a un profundo análisis, a una autocrítica sin cortapisas, marcarán la senda que conduce a la elección del líder. Pero en ese orden, no en el contrario. El nuevo secretario general deberá llevar adelante un programa y no, como parece que quieren algunos, ser él quien marque el rumbo. Los prejuicios personalistas pueden acabar irremisiblemente con el PSOE o al menos con sus posibilidades de gobernar a medio plazo, una vez más, en este país.

Sin prisas pero sin pausas recomienda el proverbio.

9 de diciembre de 2016

La mosca en la oreja del toro

Estoy leyendo un ensayo escrito por el conocido historiador israelí Yuval Noah Harari, titulado Homo Deus (Breve historia del mañana), algo así como la continuación de Sapiens, un libro al que ya me referí aquí hace algún tiempo. Todavía es pronto para que me atreva a emitir un juicio sobre el contenido, que siempre será tan subjetivo como pueda serlo cualquier opinión humana; pero en las primeras páginas leo un interesante razonamiento que me ha llamado con fuerza la atención y no quisiera pasar por alto.

Dice así: Los terroristas son como una mosca que intenta destruir una cacharrería. La mosca es tan débil que no puede mover siquiera una taza. De modo que encuentra un toro, se introduce en su oreja y empieza a zumbar. El toro enloquece de miedo e ira, y destruye la cacharrería. Eso es lo que ha ocurrido en Oriente Medio en la última década. Los fundamentalistas islámicos nunca hubieran podido destruir por sí solos a Sadam Husein. En lugar de ello, encolerizaron a los Estados Unidos con los ataques del 11 de septiembre, y Estados Unidos destruyó por ellos la cacharrería de Oriente Medio. Ahora medran entre las ruinas. Por sí solos, los terroristas son demasiado débiles para arrastrarnos de vuelta a la Edad Media y restablecer la ley de la selva. Pueden provocarnos, pero al final todo dependerá de nuestras reacciones. Si la ley de la selva vuelve a imperar con fuerza, la culpa no será de los terroristas.

El terrorismo en realidad, como dice Hariri, es una provocación, una estrategia que persigue conmocionar a los enemigos para que mediante la destrucción indiscriminada acaben siendo destruidos. En los casos de Irak y Siria, a los que se refiere el autor de Homo Deus, las consecuencias de las desproporcionadas medidas que tomó George Busch –con la ayuda del escurridizo Tony Blair y el inefable José María Aznar- las estamos pagando ahora. Las horribles guerras que asolan estos países, con docenas de miles de muertos y heridos y millones de desplazados, y con la amenaza terrorista en las calles de nuestras ciudades, no son sino la consecuencia de aquella irresponsable decisión. Los terroristas sabían muy bien lo que hacían al meterse en la oreja del toro.

En España, la mosca de ETA llegó a poner nervioso al toro del Estado, pero no lo suficiente como para que hubiera entrado despavorido en la cacharrería. La sensatez se impuso y no se tomaron medidas desproporcionadas, a pesar de que no eran pocos los que las pedían. La victoria se consiguió sin provocar daños mayores, aunque para ello tuviéramos que sufrir durante unos años el acoso salvaje y asesino de los terroristas. Afortunadamente los episodios del GAL y otros parecidos no significaron más que tristes gotas en el océano de la estrategia general. Primó la cordura.

Hay un refrán que me viene a la cabeza, el de que no se deben matar pulgas a cañonazos, recomendación que casaría aquí ni que pintada; y un pasaje de la mitología griega, aquel de la caja de Pandora, que encaja perfectamente con la anterior reflexión de Hariri. Las medidas desproporcionadas suelen acarrear males mayores que los que se pretende combatir. Además, y por si fuera poco, nunca se debe entrar en terrenos poco conocidos. El trío de las Azores mató pulgas a cañonazos y abrió la caja de Pandora.

Y así nos va.

6 de diciembre de 2016

Las cosas de doña Manuela Carmena

Empezaré por decir que la actual alcaldesa de Madrid me cae bien. No es que me parezca una persona brillante ni una intelectual de vanguardia ni una política avezada, simplemente me cae bien, expresión que utilizo cuando no puedo ensalzar las virtudes de una persona, a pesar de que provoque en mí un cierto grado de simpatía. Supongo que es algo que procede de las entretelas del subconsciente y que no tiene explicación objetiva. Qué le vamos a hacer.

Pero en realidad no es de doña Manuela Carmena de quien quiero hablar hoy, sino de algunas controvertidas decisiones que ha tomado el ayuntamiento de Madrid, como la de cerrar al tráfico rodado, durante las fiestas de Navidad, la Gran Vía y las calles de Atocha y Mayor. Iba yo el otro día en un taxi, cuyo conductor era uno de esos individuos de labia fácil y poco poder de convicción, cuando al atravesar el centro de la ciudad el locuaz taxista sacó el tema a relucir, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, porque la moderación y la compostura me impiden en ocasiones ejercitar el derecho de legítima defensa. Excuso decir que por la boca de aquel hombre no salían más que furibundas diatribas e insultos desmedidos. Eso sí, de vez en vez me miraba por el retrovisor y decía “dicho sea sin faltar al respeto”.

Al principio pensé que sus iras podrían estar justificadas porque la medida estuviera causando perjuicios económicos al gremio de taxistas y, como consecuencia de mi suposición, a punto estuve de preguntarle por las razones de su atroz malestar. Pero no hizo falta, porque un poco más tarde, cuando circulábamos bajo la iluminación navideña recién estrenada, mi interlocutor cambió de tema y la emprendió con el luminario. ¿Por qué –se preguntaba- hay que suprimir en las guirnaldas las alegorías religiosas de toda la vida? Está claro –se contestaba- lo hacen porque a los moros no les gustan. Pues que se vuelvan a su tierra y que nos dejen disfrutar de la Navidad, que es católica (sic) y muy nuestra -concluyó.

Empezaba yo a hacerme una idea de la mentalidad del taxista que me había tocado en suerte ese día, cuando al pasar frente a Correos me preguntó, sin venir a cuento y sorprendiéndome en mis íntimas elucubraciones, si había visto alguna vez la fachada del conocido edificio iluminada con los colores del arco iris el día del orgullo gay. Eso sí –añadió- dinero para mariconerías que no falte. Desistí por tanto de investigar sobre el origen de sus enfados, porque la cosa ya empezaba a encajar.

Cuando estábamos llegando al final del trayecto, y a punto de terminar el pequeño tormento que me había tocado sufrir aquel día, en el momento que pasábamos bajo un adorno abstracto formado por docenas de luces de color liliáceo, le dije a mi interlocutor, procurando que en la entonación de mis palabras no se notaran indicios de animadversión: verá usted, a mí me gusta más ese dibujo que acabamos de pasar, que los angelitos con trompeta de toda la vida. Ahí sí que tiene usted razón -me contestó sin dudar.

Está visto que cada vez que un político se empeñe en cambiar las cosas, los juicios se formarán según el color del cristal con que se miren los cambios. Si no, que se lo pregunten a Esperanza Aguirre, que nada más y nada menos quiere llevar a la alcaldesa de Madrid a los tribunales de justicia por los perjuicios económicos que el cierre al tráfico de la Gran vía de Madrid está ocasionando a los comerciantes del barrio, después de haber medido a pasos la anchura de las aceras para documentar científicamente la tropelía municipal. O a esos que proclaman a voz en grito hasta desgañitarse que ya era hora de que se librara a los madrileños de la asfixiante contaminación que sufre la ciudad, que las personas son más importantes que los coches.

Cuánta exageración inútil.

2 de diciembre de 2016

Bombardeos en Alepo y liturgias religiosas

Veía yo el otro día un telediario cualquiera –no recuerdo exactamente cuál pero para el propósito de esta reflexión lo mismo da-, cuando tras contemplar unas dramáticas imágenes de unos niños muertos y otros heridos en alguno de los salvajes bombardeos que sufre la ciudad de Alepo, escenas que habían conseguido por su crueldad aguijonear mi conciencia, apareció en pantalla, acto seguido, casi sin solución de continuidad, la figura del Papa Francisco cerrando una lujosa puerta del Vaticano, labrada en oro, como símbolo de la clausura de alguna celebración católica, quizá del año de la Misericordia. Al fondo, docenas de prelados, ataviados con pomposas y extravagantes vestimentas, contemplaban circunspectos la escena, ensimismados en lo que para ellos debía de ser un acto de enorme trascendencia. Me levanté, mascullé algunas palabras, que prefiero no repetir, y apagué el televisor.

No pretendo coger el rábano por las hojas, ni mucho menos establecer una relación causa y efecto. La primero escena, la de la salvaje destrucción de vidas inocentes, nada tiene que ver con la segunda, la inútil ostentación y el superfluo boato. Pero la secuencia de las dos noticias, la de la hecatombe y la del lujo, me conmocionó. Parecía como si la redacción del telediario hubiera pretendido resaltar la barbarie, contrastándola con la inoperancia, y comparar el sufrimiento con la indolencia. Mientras que una guerra injusta (todas lo son pero algunas más) masacra a la población civil de una ciudad cercada desde hace meses, la máxima jerarquía de la Iglesia Católica, que tiene como uno de sus principios el amor al prójimo y entre sus virtudes teologales la caridad, se dedica a celebrar ceremonias inútiles, cargadas de lujo y fastuosidad.

Cuando alguien es asesinado en el mundo occidental, cuando se produce algún brutal atentado en un país desarrollado, la opinión pública se solivianta, protesta y pide a gritos que se tomen medidas drásticas. Es lógico, porque en esos momentos se percibe el peligro muy de cerca, casi en primera persona. Pero cuando las cosas suceden al revés, cuando las víctimas caen a racimos en los países que no pertenecen al primer mundo, la explicación más caritativa que puede oírse es que cómo no va a suceder lo que sucede si están en guerra. Una vara de medir que tiene la virtud de dejar las conciencias tranquilas, incluso diría yo que adormecidas.

La Iglesia, en cuya dirección espiritual tantos confían, debería tomar una actitud beligerante ante esta injusticia. Pero salvo raras exhortaciones a favor de la paz, o tibias condenas de las atrocidades que todos los días se cometen en tantos rincones del mundo, no suele comprometerse. No lo ha hecho hasta ahora ni creo que lo haga nunca. Al fin y al cabo, su interés fundamental se centra en la supervivencia de su organización, en mantener su hegemonía espiritual y material; y parece evidente que cerrar puertas de oro en el contexto de ciertas conmemoraciones ayuda más a este propósito que espolear las conciencias de los fieles.

29 de noviembre de 2016

El culo y las témporas

Según el diccionario de la Academia, se entiende por tic el movimiento convulsivo, que se repite con frecuencia, producido por la contracción involuntaria de uno o varios músculos. De ahí que, en sentido figurado, a veces nos refiramos con esta palabra a ciertos comportamientos. Cuando algo se repite con frecuencia, y aparentemente fuera del control consciente de quien ejercita la acción, podemos hablar de tic. Pues bien: para mí, la ausencia deliberada de los diputados de Podemos del hemiciclo del congreso, cuando iba a guardarse un minuto de silencio en recuerdo de la recién fallecida Rita Barberá, responde a un tic de sus dirigentes, que parecen incapaces de reprimir determinadas convulsiones. Pero allá ellos con sus actitudes, que por cierto  no creo que apruebe la mayoría de los españoles. Muchos de éstos se hubieran quedado de pie en su sitio y se hubiera mantenido en respetuoso silencio, porque  puede compatibilizarse perfectamente el respeto a los demás con la defensa de las ideas propias.

Por otro lado, hace unos días pudimos ver a la senadora –en esos momentos del grupo mixto- en el patio del congreso, a la salida de la apertura de la legislatura recién inaugurada, llamar a gritos al ex ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo: “Margui, Margui…no me has saludado” . No sé a los demás, pero a mí la escena me sorprendió y sobre todo me dejó un regusto de tristeza; y no por el ridículo apelativo cariñoso –que también-, sino por la soledad que desprendía la escena. Rita Barberá estaba completamente sola, en medio de sus antiguos compañeros de partido, y ninguno se dignaba acercarse a ella. Era como si hacerlo les fuera a contagiar.

El Partido Popular no tiene ahora la conciencia tranquila por el trato que dispensó a Rita Barberá en los últimos meses. No hay más que oír las declaraciones de sus líderes para comprender que lo que acabo de decir es cierto. Pero si alguien tiene dudas, que revise las hemerotecas, que compare lo que muchos de sus dirigentes decían cuando les ayudaba a ganar elecciones y lo que empezaron a decir de ella cuando primero saltó el escándalo y después el juez la imputó. Tenían que separarse de su persona, porque volvían a estar en periodo electoral y no querían que la situación de su antigua compañera los manchase. Cosas veredes que farán hablar las piedras.

Lo que ha representado Rita Barberá en este país durante los últimos años ahí está, tan documentado que abundar sobre hechos y comportamientos pudiera resultar reiterativo. No son los mil euros de su generosa donación a las arcas del partido (no voy a entrar en si los recuperó o no) lo que la puso en evidencia ética y política, sino el fango maloliente que desde hace un tiempo se percibe en las filas del que fuera su partido, en la Comunidad Valenciana. Lo primero puede resultar una anécdota intrascendente por la cantidad (aunque no por la naturaleza de la misma), pero lo segundo demuestra un estado de cosas de las que la ex alcaldesa era responsable. Ella fue “la jefa” política de los populares en esta región durante un cuarto de siglo, de manera que por sus manos pasaron decisiones, controversias y conflictos, que resolvió como su mejor saber y entender le dictaba. Alguna responsabilidad tendría, digo yo.

Dejemos descansar en paz a Rita Barberá, pero extraigamos conclusiones de los comportamientos, a mi juicio inaceptables, que se produjeron a raíz de su muerte. Tanto los líderes de Podemos como los del PP deberían revisar sus escalas de valores, para no confundir como en esta ocasión el culo con las témporas.

22 de noviembre de 2016

Les está saliendo el tiro por la culata

La expresión derecha alternativa -tan de moda ahora en Estados Unidos- hay que traducirla lisa y llanamente por ultraderecha o extrema derecha. Ya sé que dicho así suena peor, pero en política cuantos menos eufemismos se utilicen mejor se entienden las cosas. La tendencia que parece que a partir de ahora va a dirigir los destinos del coloso americano -y en cierta medida los del mundo entero-, es la derecha de siempre llevada al extremo de la intolerancia y la sinrazón. Otra cosa será lo que los del tea party y sus amigos del Ku Klux Klan sean capaces de hacer, porque, ya lo he dicho en alguna ocasión en este blog, el rumbo de la nave americana es difícil de alterar, quizá porque sus fundadores previeran desde el principio que alguien intentaría algún día modificarlo y ante tal contingencia tomaran las precauciones pertinentes.

En Europa no nos libramos de esta amenaza. Estemos muy atentos, porque la ultraderecha avanza sin que parezca que las fuerzas moderadas sean capaces de detener su progreso. El caso de Francia, con el Frente Nacional de Marine Le Pen, lo tenemos tan cerca que asusta pensar en lo que pudiera suceder en España si allí venciera la xenofobia y el racismo, porque el rechazo de lo distinto es más contagioso que la peor de las enfermedades infecciosas. Menos mal que la ley electoral de nuestros vecinos prevé una segunda vuelta, sistema que permite corregir los entuertos que se produzcan en la primera, gracias a la posibilidad de que se unan fuerzas antagónicas para derrotar a un adversario común.

Lo que habría que preguntarse es por qué está sucediendo este fenómeno, cuáles son las causas de que la extrema derecha avance a pasos agigantados en la Europa occidental. Desde mi punto de vista, la radicalización de cierta izquierda es una de ellas. Al electorado no le gusta ni la inestabilidad ni las aventuras de resultados inciertos, porque en definitiva estamos hablando de sociedades acomodadas que temen que la radicalidad acaben con su estatus ventajoso. Si las fuerzas moderadas desaparecen, acusadas de inoperancia, los electores se refugiarán en el lado opuesto al que temen, sin percibir que  están saliendo de Málaga para meterse en Malagón.

En España no existe en realidad una extrema derecha organizada con representación en las Cortes, porque los votantes de esta tendencia han encontrado hasta ahora acomodo en el Partido Popular. No digo que el PP sea de ultraderecha, porque muchos de sus partidarios son simplemente conservadores, que creen de buena fe que las doctrinas neoliberales defienden mejor que las progresistas la mejora económica y social. Lo que digo es que los radicales de derechas están ahí, porque aunque les gustaría que se le diera más caña al mono, de momento se sienten satisfechos con la oferta política que les presentan los populares.

El problema en nuestro país está en que si el radicalismo de izquierdas sigue avanzando, cada vez serán más los que se refugien en la derecha y, por consiguiente, cada vez mayor la tendencia de los dirigentes de ésta a defender postulados ultraconservadores. El equilibrio que representaban los partidos moderados se ha roto o corre riesgo de romperse, como en los últimos meses se ha podido comprobar en urnas y en encuestas; y esa ruptura propicia el avance decidido de la extrema derecha en España.

A los de la izquierda radical, a esos que venían a redimir a los más necesitados, les está saliendo el tiro por la culata.

17 de noviembre de 2016

Sabia pedagogía de Confucio

El otro día, paseando por Madrid, leí no sé dónde, quizá en el escaparate de alguna librería -porque las tiendas de libros me hipnotizan como la miel a las moscas-, una reflexión de Confucio, o al menos al conocido pensador chino se le atribuía la autoría. Decía algo así como “Lo que oigo lo olvido / lo que leo lo entiendo / lo que hago lo aprendo”. Dado que me pareció todo un compendio de sabia pedagogía, lo apunté en mi cuaderno de notas urgentes y hoy lo traigo a colación.

En cualquier proceso que implique asimilar algún conocimiento se suelen dar estas tres etapas, a no ser, claro está, que se decida estancarse en una de ellas y no pasar a las siguientes. Oímos muchos conceptos, que almacenamos en la memoria de forma transitoria y que olvidamos antes o después si no hacemos nada por retenerlos. Pero si sentimos interés por ellos y queremos asimilar la sabiduría que incluyen, es decir, si pretendemos entenderlos, será preciso buscar documentación y leer con detenimiento lo que esté a nuestro alcance y trate sobre el asunto. Si además una vez entendidas las ideas las ponemos en práctica, las ejercitamos o las utilizamos, es muy posible que nuestra mente las retenga, o sea, las aprenda. De otra forma, haberlo oído y leído no habrá servido para nada en absoluto.

Esta recomendación, que a mí me parece indiscutible, debería enseñarse en las escuelas desde parvulitos. Oíd, niños, con atención lo que se os explica en clase; leed luego lo que figura en vuestros libros, y practicad a continuación las enseñanzas recibidas hasta que dominéis el tema. Si de matemáticas se trata, escuchad las explicaciones, poneos a descifrar el texto y haced cuantos problemas o ejercicios podáis. Si de lengua, no os limitéis a distinguir la diferencia que hay entre un complemento directo y un indirecto, entre la voz activa y la pasiva, oíd las explicaciones, estudiadlas para entenderlas e incorporadlas a vuestro lenguaje cotidiano para aprenderlas. Si de arte, poned empeño en diferenciar el románico del gótico, pero luego visitad cuantos monumentos estén a vuestro alcance. Sólo así podréis llegar a dominar las materias que estudiáis.

Mucho se está hablando estos días sobre una nueva reforma educativa y sobre la necesidad de un pacto de estado para llevarla a cabo. No sé si se trata una vez más de escaramuzas políticas que luego se queden en nada, pero si de verdad se pretende sacar al alumnado de la mediocridad que los expertos apuntan, sería preciso tener en cuenta estos principios tan básicos. Nuestra educación adolece de excesiva teoría frente a escasa práctica. Mientras los alumnos teoricen y no practiquen, de nada servirán las leyes educativas de turno, porque lo oído y leído no se retendrá si no se ejercita a continuación. Aunque se haya entendido el concepto, pronto desaparecerá de la mente del estudiante.

Pero mucho me temo que la discusión vaya a centrarse una vez más entre religión sí o religión no (la Iglesia siempre presente en el epicentro de los debates), entre una reválida más o una reválida menos, y se olvide lo fundamental, el camino que se debe transitar para conseguir que nuestros alumnos mejoren de manera significativa su nivel de conocimientos y estén preparados para contribuir con lo aprendido a su desarrollo personal y al de la sociedad a la que pertenecen.

13 de noviembre de 2016

Populismos hasta en la sopa

Que alguien como yo –a quien le gusta escribir sobre la actualidad política- tenga que dedicar unas palabras a la victoria de Donald Trump, parece tan evidente que ayer un buen amigo me lanzó algunas recomendaciones anticipadas sobre este asunto, sintácticas y ortográficas por lo demás, no fuera yo a meter la pata lingüística al referirme al personaje. Excuso decir que se lo agradecí, porque no soy persona a quien le guste quedar en evidencia por culpa de la escritura, aunque estoy seguro de que más de una vez me habrá sucedido.

Del recién elegido presidente de los Estados Unidos de América ya escribí aquí, en este blog, en una ocasión, y creo que quedó clara mi profunda repulsa a sus mensajes y mi absoluto desacuerdo con lo que este personaje significa. Por ello, y para no reincidir machaconamente en lo mismo, hoy voy a intentar ver el fenómeno trumpista desde una perspectiva diferente. El personaje cuenta con tantos y tan cualificados detractores, que en estos momentos parece innecesario sumarse al coro de los críticos.

En mi opinión se ha creado una alarma injustificada. Lo digo por dos razones que intentaré explicar en pocas palabras. La primera, porque es bien conocido que lo que se hace una vez alcanzado el poder no suele coincidir con lo que se vocifera durante las campañas electorales. Esto que acabo de decir es tan sabido, que ni hace falta recurrir a ejemplos para justificar el aserto ni se precisan grandes explicaciones para justificarlo. Bastaría con mirar alrededor con un poco de atención. Una cosa es ganarse el apoyo de determinados sectores para que le aúpen a uno en volandas y otra muy distinta cumplir con lo prometido, simplemente porque por lo general se trata de promesas incumplibles. A esto de las falsos compromisos electorales algunos lo llaman populismo, que por cierto no entiende ni de derechas ni de izquierdas, pero sí mucho de oportunismo.

La segunda razón también tiene algo que ver con la imposibilidad de cumplir lo imposible. Las sociedades disponen de una dinámica propia, de una inercia imparable. Pensar que el imperio americano, el país que controla los derroteros por los que camina el mundo va a cambiar sus ritmos de la noche a la mañana por mor de la ideología de su presidente es, cuando menos, una ingenuidad. La globalidad, de la que Estados Unidos posee el copyright, está tan imbricada en la economía del mundo, en las finanzas internacionales, que pensar que un autócrata recién llegado a la Casa Blanca la va a derribar es una auténtica estulticia. No digo que no vaya a notarse la mano del nuevo presidente en determinados y muy concretos asuntos que afecten a ciertos sectores industriales; pero en líneas generales todo va a seguir siendo como era hasta ahora o al menos así lo vamos a percibir los ciudadanos de a pie.

De sus otras bondades, de la xenofobia, de la homofobia, de la falta de respeto a las mujeres, de los muros fronterizos con Méjico, del racismo y de esa larga sucesión de ideas trasnochadas con las que dice que quiere cambiar el mundo, yo no creo que merezca la pena preocuparse demasiado, más allá de la repugnancia que su actitud provoca en las mentes abiertas y tolerantes. O, mejor dicho, no me parece que el  bravucón de Donald Trump sea muy distinto a tantos y tantos otros líderes que se mueven a nuestro alrededor.

De la misma manera que Obama fue recibido casi como si se tratara del salvador del universo -y el mundo apenas ha cambiado durante sus mandatos-; el Papa Francisco parecía que fuera a renovar de arriba abajo los usos y costumbres de la Iglesia Católica  a lo largo de su pontificado -y la jerarquía y el clero siguen igual-, Donald Trump llevará el timón de una nación que casi desde su fundación navega con el piloto automático activado, y no hay capitán, por intrépido que sea, que pueda modificar su rumbo.

En cualquier caso, el tiempo lo dirá.

8 de noviembre de 2016

La balanza electoral se desequilibra

Las amplias clases medias de nuestro país han ido, desde la transición, inclinado la balanza electoral hacia la derecha o hacia la izquierda, otorgándole alternativamente el poder al PP o al PSOE, a los que, en una simplificación ideológica, identificaban respectivamente como el centro derecha y el centro izquierda del panorama político español. Desde la recuperación de la democracia, los votos se han ido deslizando en cada elección hacia una u otra alternativa, pero nunca hacia los extremos.

La última encuesta del CIS demuestra, una vez más, que ésta tendencia hacia las opciones que se perciben como moderadas continúa. La intención de voto al PSOE ha descendido, pero a favor del PP (y de la abstención), no de Podemos y de sus adláteres.  El “sorpasso”, de acuerdo con los resultados del sondeo, se debería más al movimiento del voto progresista moderado hacia la derecha, que al hecho de que algunos votantes socialistas estuvieran decididos a dar su apoyo a la “otra” izquierda, a la que muchos de ellos consideran radical, utópica y populista.

De este análisis se podrían sacar varias conclusiones. La primera sería que si hubiera habido que ir a unas terceras elecciones, como muchos pedían a gritos, es muy posible que el PP, con la ayuda de Ciudadanos, hubiera alcanzado la mayoría absoluta, es decir, volviera a estar en condiciones de manejar la tijera de los recortes a su antojo. Los de Podemos se relamerían de gusto por haberse convertido en la segunda fuerza del parlamento, pero los ciudadanos se encontrarían una vez más bajo el rodillo implacable de una derecha ultraconservadora y antisocial, con muy pocas trabas en el parlamento.

La segunda, y no menos importante, es que da la sensación de que el equilibrio de fuerzas se haya roto o, al menos, corriera el riesgo de romperse a favor del voto conservador. Al principio de los ochenta, el PSOE tuvo que moderar su discurso, abandonar el marxismo y adaptar su programa al perfil social de las clases medias, mayoritarias en el país. Si no lo hubiera hecho así, nunca habría sido una opción de gobierno, porque gran parte de sus votantes son progresistas, pero poco amigos de la inestabilidad social y de aventuras de incierto porvenir. En estos momentos, con un partido socialista que no acaba de encontrar el rumbo y una izquierda radical, anticapitalista y comunista intentando sustituirlo, el contrapunto de la izquierda moderada ha perdido peso, lo que, si se examina con objetividad, no es una buena noticia para los progresistas y sí magnífica para los conservadores.

Las declaraciones de Pedro Sánchez en el programa de Jordi Évole hace unos días no ayudan en absoluto a que el partido socialista recupere el pulso. Por el contrario, pareciera como si de repente al ex secretario general se le hubiera encendido la luz de la inspiración política y descubriera en Podemos todo lo contrario de lo que a lo largo de los meses ha estado sosteniendo. Se equivoca con ese extraño movimiento de aproximación a la formación de Pablo Iglesias, porque en su ingenuidad política no se da cuenta de que corre el riesgo de que lo fagoticen, como ya han hecho con otras formaciones de la izquierda. Por eso, creo que tienen razón los que desde el PSOE defienden que antes de resolver el asunto de los cargos hay que redefinir el partido, es necesario clarificar lo que se pretende alcanzar, se precisa marcar con nitidez las diferencias con otras opciones. Si no lo hacen así, si continúan con esa lucha intestina que los ha llevado a la peor situación desde que existen, acabarán entre todos con un partido que ya está moribundo.

Si esto sucede, millones de progresistas españoles se encontrarán huérfanos de opción política. Aunque siempre, triste consuelo, quedaría el voto en blanco.

30 de octubre de 2016

De la mala educación, la falta de estilo y otras debilidades del espíritu

A ninguna persona civilizada se le oculta que la educación, la cortesía y el trato afable con los demás son  conquistas de la civilización, mejoras evolutivas. Los humoristas suelen retratar a los hombres de la prehistoria, a los cavernícolas, con un grueso garrote entre las manos, aspecto fiero y cara de pocos amigos. Qué duda cabe de que no son más que caricaturas de lo que debió de ser aquella realidad, pero a pesar de ello se trata de un estereotipo que refleja perfectamente el mundo primitivo, cuando la sociedad estaba compuesta por un conjunto de desconfiados y amedrentados individuos, casi animales del bosque, que pocas palabras debían intercambiar entre ellos, puede que las imprescindibles para mantener a sus congéneres a distancia prudencial. Es fácil imaginar que los gruñidos y los aspavientos cafres dominaran las conversaciones entre los humanos, porque la amabilidad todavía estaba por inventar.

El tiempo ha pasado, y aunque es cierto que la cortesía no ha llegado a todos los rincones del planeta por igual, aquí, en España, gozamos de un razonable clima de concordia ciudadana, disponemos de un nivel de educación que excluye la agresividad dialéctica de la escena cotidiana. No es que el trato sea versallesco, ni mucho menos, pero es difícil encontrar personas que no tengan conciencia de dónde acaba la educación y empieza la grosería. Ya sé que las excepciones existen, como en todo en la vida, y no se me oculta que hay muchos aspectos que mejorar. Pero no hay nadie que cuando insulta, cuando saca los pies del tiesto, no sea consciente de que lo está haciendo.

Por eso me sorprenden cada vez más las groserías parlamentarias, quiero decir las que se prodigan en el parlamento, en el templo de la palabra como a algunos redichos les gusta decir (valga la redundancia). Los señores diputados –a los senadores los tengo poco controlados quizá porque se dejen ver menos que sus colegas del Congreso-, que debieran ser conscientes de que los ciudadanos los observan, examinan su proceder, vigilan su oratoria y escudriñan su expresión corporal, tendrían que poner un esmero exquisito en lo que dicen y en cómo lo dicen. Pero no es así, o al menos no lo está siendo últimamente. Se empieza a observar un estilo, entre agresivo y faltón -por no decir macarra-, que parece más dirigido a dar satisfacción a los electores de su cuerda que a representarlos con dignidad.

Yo no pido que se suavicen los debates con florituras palaciegas ni con edulcoradas monsergas, de esas que rellenan los mensajes de artificio pero los dejen sin contenido, completamente vacíos. Al contrario, a sus señorías se les debe exigir que debatan con ardor, que defiendan sus propuestas con entusiasmo y convicción y que censuren con fervor lo que no les guste  Pero para ello no es necesario ni insultar ni denigrar, porque cuando lo hacen sus palabra pierden fuerza, aunque algunos en su inmensa ingenuidad crean lo contrario, quizá porque estén convencidos de que lo políticamente incorrecto está de moda y equivale a decir la verdad.

Ya sé que a estas alturas alguno estará esperando que a continuación ponga nombres y apellidos, pero no lo voy a hacer. Y no lo voy a hacer por dos motivos: el primero porque no quiero caer precisamente en lo que estoy censurando, en la descortesía acusatoria; y el segundo porque todo el mundo sabe ya de quién o de quiénes estoy hablando. ¿O no?

26 de octubre de 2016

El parto de los montes (fábula de Esopo)

Después de un gran ruido mediático, de muchas elucubraciones –algunas bienintencionadas y otras no tanto-, de demasiadas explicaciones innecesarias, de un gran alboroto previo, hace unos días tuvo lugar el Comité Federal del PSOE en el que se decidió la posición oficial del partido socialista con respecto a la investidura de Rajoy, que, como ya era sabido, o al menos sospechado, no fue otra que la de que su grupo parlamentario se abstuviera en la segunda votación. Lo que queda por saber ahora es que harán con su voto los diputados disconformes con la decisión, si acatarla con disciplina o mantenerse en el No es No. En cualquier caso, parece claro que, por muchas discrepancias que haya, la investidura saldrá adelante.

No voy a entrar en este momento a analizar si se trata de un gran error o de un gran acierto, porque a estas alturas muy poco sentido tiene volver a las andadas, que han sido muchas y muy tormentosas. Lo que de verdad importa ahora es lo que los socialistas vayan a hacer a partir de haber tomado esta decsión. En mi opinión, sus primeras obligaciones son recomponer la figura, preparar su congreso, elegir una nueva dirección y empezar a hacer una oposición firme, responsable e inteligente desde el primer día. Firme frente a la injusticia con la que ha estado gobernando el PP durante la legislatura anteriior; responsable ante la difícil coyuntura económica en la que seguimos instalados; e inteligente para conseguir del gobierno en minoría los mayores beneficios posibles para la ciudadanía de este país. Y todo ello sin ignorar el espacio que España ocupa en Europa y en el mundo, porque Bruselas nos va a seguir exigiendo sacrificios.

En contra de lo que algunos opinan, el PSOE no ha firmado ningún cheque en blanco al PP, todo lo contrario. Si Mariano Rajoy quiere llevar adelante sus propuestas no tendrá más remedio que contar con el visto bueno de los socialistas. Entraremos en una nueva dinámica, inédita en España, en la que un gobierno conservador, con un pedigrí antisocial y autoritario –además de lacrado por la corrupción institucional-, se tendrá que ver las caras con una oposición que no parece que esté dispuesta a permitir que las cosas vuelvan a ser como han sido. Una experiencia nueva en España, a la que deberíamos asistir al menos con cierta expectación. No ha sido posible que el PSOE articulara una alternativa, por muchas razones que hoy no viene a cuento recordar por ser de todos conocidas, pero sí está a su alcance instrumentar una oposición eficaz.

Sin embargo, podría suceder que las diferencias que han surgido durante estos meses en el seno del partido continuaran hiriendo a los socialistas si no inician inmediatamente una política de conciliación interna. Verdugos externos no les van a faltar, no sólo los que proceden de la derecha de siempre, también los de esa nueva izquierda que parece obsesionada por finiquitar al PSOE en vez de emplear sus energías en combatir al neoliberalismo antisocial del PP. Por eso, ya que se van a ver obligados a navegar en un mar plagado de tiburones hambrientos, no deberían caer en la tentación de iniciar una guerra fratricida, por muchas e importantes que hayan sido las discrepancias. Si lo hacen, si no cierran las heridas cuanto antes, si no concilian posiciones ideológicas con urgencia, si no salen de la contemplación de su ombligo y recapacitan sobre la posición que la socialdemocracia representa en España y en toda Europa, obligada a mantenerse entre dos extremos cada vez más hostiles, se desangrarán y morirán exangües.

Yo no deseo que eso ocurra, pero no está en mis manos evitarlo. A mí sólo me quedaría continuar dándoles mi confianza en las urnas, siempre que a mi juicio siguieran mereciéndosela.

23 de octubre de 2016

¿Es ésto populismo?

Explica el diccionario de la lengua que por populismo se entiende la tendencia política que pretende atraerse a las clases populares. Pero añade, a continuación, que se suele utilizar en sentido despectivo. Quizá por eso yo me haya negado hasta ahora a emplear este término cuando me refería a determinados comportamientos tan de moda en los tiempos que corren, como las algarabías estudiantiles en la puerta de un aula universitaria cuando se iba a pronunciar una conferencia -con ridículas caretas para ocultar el rostro-, o las pancartas en el hemiciclo parlamentario reivindicativas de los derechos humanos, nada más y nada menos. Pero todo tiene un límite y hoy he decidido abandonar el lenguaje timorato y no andarme con rodeos. Por eso digo que comportamientos como los que acabo de citar son populistas y que quien no los condena con contundencia se sitúa el primero en la lista del populismo, por méritos propios.

Me confesaba hace unos días una persona, que por edad pertenece a la generación de mis hijos, que en las últimas elecciones había dado su vota a Podemos, pero que había decidido no otorgarle su confianza en las próximas. Argumentaba que en su momento le había parecido que sus mensajes representaban un sano y necesario revulsivo en la política española, pero que sus comportamientos posteriores, desde que disponen de representación parlamentaria, desde cuando les llegó la hora de hacer política y no “callejerismo”, le habían defraudado. Las formas populistas no le convencían por vacuas e inútiles y le habían hecho cambiar de idea.

Hace tiempo escribí en este blog que el día que vi entrar por primera vez en la sala de plenos del parlamento a los diputados electos de Podemos sentí vergüenza ajena, se me cayeron los palos del sombrajo como diría un castizo. Hasta ese momento, aunque sus mensajes radicales no acabaran de gustarme, y mucho menos de convencerme, conservaba la esperanza de que hubieran abandonado la etapa del campamento urbano para entrar en la dinámica política civilizada. Pero no era así y en aquel momento comprendí que lo peor estaba por llegar. Chaquetas en los respaldos de los asientos, recién nacidos amamantados en el escaño, gritos estridentes, charangas en la Carrera de San Jerónimo, un comportamiento que nada tiene que ver con el honorable oficio de la cosa pública, con la representación de los ciudadanos, y sí mucho con la chabacanería y el mal ejemplo social.

Desde entonces han sucedido muchas cosas, entre ellas que el electorado ha frenado sus expectativas de “asalto a los cielos”. Si hago caso de lo que me decía mi joven amigo hace unos días, quizá la causa haya que buscarla en esas formas, tan alejadas del sentir general de la ciudadanía española, a quien no le gusta ni las vulgaridades ni los estereotipos ni las exageraciones, a quien no le convence el populismo. El pueblo español está mucho más maduro de lo que algunos creen y nunca aceptará democráticamente actitudes que rechinen. No son prejuicios, no: es sabiduría popular.

Con esos materiales es imposible hoy por hoy construir en España una alternativa seria de izquierdas. No hay un sustrato homogéneo que la soporte, como lo había cuando el PSOE convencía a las amplias clases medias de este país, que son las que inclinan la balanza en las elecciones. Es cierto que el PSOE debe adaptarse a las nuevas circunstancias, revisar sus políticas y renovar sus estructuras. Pero mientras tanto, mientras este proceso tiene lugar -y en estos momentos lo está teniendo con intensidad-, hará muy bien en marcar las diferencias con lo que representa Podemos, como lo hizo cuando nunca se dejó convencer por los cantos que le llegaban desde el Partido Comunista, primero, y desde Izquierda Unida, más tarde.

Si no lo hace así, si se deja envolver por el radicalismo de sus “amigos” de Podemos cometerá un error, puede que irreversible, porque ni recuperará el voto perdido ni conservará la fidelidad de sus actuales votantes. Además, aunque muchos no acaben de entenderlo, lo peor será que algunos de esos votos irán a la abstención y otros a engrosar el número de electores conservadores, en cualquier caso a favorecer al partido popular.

En mi opinión, ya lo he dicho más de una vez en este blog, la aparición de Podemos, que pudo haber revitalizado la izquierda española, en realidad lo que ha conseguido es dinamitar a corto plazo las aspiraciones de la progresía moderada de este país, que es mucho más amplia de lo que algunos creen.


20 de octubre de 2016

Más sobre la militancia socialista y algo sobre los "amigos" de otros partidos

Es curioso observar la relatividad de los puntos de vista, aquello de los diferentes colores con los que se ve la realidad dependiendo del cristal con que se mire. Me refiero, para que no haya dudas interpretativas, a los asuntos opinables, sean de índole religiosa, política o sencillamente social, dicho lo último con el significado de todo aquello que afecte a un colectivo humano. Lo opinable no son ciencias exactas, no tiene soluciones únicas, sino que por el contrario puede haber varias respuestas, todas buenas -¿por qué no?-, dependiendo de las premisas que cada uno ponga al emitir su opinión.

Escribía yo hace unos días, a propósito de la abstención o voto negativo del grupo socialista en la investidura de Rajoy, que me parecían cortoplacistas las opiniones que defienden el no. Por supuesto que se trata de mi opinión, es decir, la que me dicta a estas alturas la visión que tengo del panorama político. Rajoy va a ser presidente del gobierno en cualquier caso y por tanto retrasar el momento no tiene ninguna ventaja. Por eso, aunque mi mente progresista me pida a gritos el voto negativo, veo alguna utilidad en acabar de una vez con la interinidad del PP y empezar a hacer una oposición efectiva.

Pero esa es mi opinión, que como todo el mundo sabe no comparten bastantes militantes socialistas. Estos días he tenido ocasión de volver a cambiar impresiones con alguno de ellos y me devolvía la oración por pasiva. Para él la visión cortoplacista radica en permitir que Rajoy gobierne gracias al voto socialdemócrata, porque esta actitud estigmatizaría al partido de tal manera que después puede que resultara muy difícil recuperar la credibilidad. Dos puntos de vista, como se ve, diametralmente distintos, dos opiniones que proceden de dos personas que defienden el mismo modelo de sociedad, al menos en líneas generales.

Es muy curioso observar como, en esta situación de debate interno del PSOE, los de Podemos piden a gritos a sus “amigos” socialistas el voto negativo. Digo que me parece curioso, porque a nadie se le escapa que con unas nuevas elecciones la izquierda corre el riesgo de que el PP mejore su posición parlamentaria, puede incluso que alcanzando la mayoría absoluta. Sin embargo, poco parece importarles a los de Pablo Iglesias –no sé a los de Íñigo Errejón- esta amenaza, lo que demuestra de manera evidente que prefieren asistir a la derrota de sus adversarios socialistas que controlar a la derecha antisocial y corrupta desde el parlamento, con la actual composición de la cámara baja. Al fin y al cabo lo que dicen que quieren, y pregonan a los cuatro vientos, es hacer oposición en la calle.

No sé cómo va a acabar la cosa, si con no, con abstención o con libertad de voto, porque a estas alturas todo cabe. Yo espero con interés la próxima reunión del Comité Federal del PSOE, en el que previsiblemente se decidirá la estrategia a seguir. No tengo ni idea de cuál será el resultado, porque por lo que me llega cualquier cosa pudiera suceder, ya que las discrepancias sobre este asunto son profundas. No diferencias ideológicas, me atrevo a decir, sino de carácter coyuntural, porque digan lo que digan algunos -sobre todo los "amigos"-, a ningún socialista le gusta que gobierne la derecha. En mi opinión, el partido no corre riesgo de dividirse por estas divergencias, como algunos agoreros señalan; aunque es evidente que en cualquier caso tendrá que someter sus estructuras a un profundo análisis de situación.

¿Pero quién no tiene que revisar sus estructuras?

12 de octubre de 2016

De la militancia, el asambleísmo y otros menesteres tan de moda

Me escribía el otro día un asiduo lector del blog que en esto de las tribulaciones del PSOE no me mojaba. En realidad lo que sucede es que quizá no haya tenido las ideas claras, lo confieso, como supongo que le estará ocurriendo a muchos de los que suelen votar al partido socialista, porque me parece un disparate permitir con la abstención que gobierne Rajoy, pero se me antoja una temeridad ir a una nueva repetición de elecciones, no ya pensando en los intereses del país -como pregonan los patriotas de vía estrecha-, sino en los del propio PSOE, el único partido que en España representa a la socialdemocracia. Por eso intento acercarme al problema siguiendo día a día la evolución de los acontecimientos, sin demasiados prejuicios, procurando formarme una opinión coherente. Y en ese proceder, en el análisis de las circunstancias que concurren, lo que sí he conseguido hasta ahora es desbrozar en parte el terreno. Me explicaré.

Con absoluto y total respeto a los militantes de cualquier partido, incluidos por supuesto los del partido socialista, lo que no se puede ni se debe hacer es recurrir al asambleísmo para tomar las decisiones del día a día. Las militancias son necesarias porque crean opinión, alimentan desde la base las ideologías de los partido y sirven de cantera para la extracción de sus líderes; y también, al menos en el PSOE, para elegir en primarias al secretario general. Pero no para acordar las tareas del día a día ni para enmendar la plana en situaciones de conflicto a los órganos de dirección, en los que hay que suponer que están representadas todas las tendencias. Me sorprende la miopía cortoplacista de algunos líderes socialistas, que no contentos con el espectáculo que entre todos –TODOS- montaron hace unos días, sigan insistiendo en la necesidad de consultar ya a las bases y en la conveniencia de celebrar en estos momentos un congreso extraordinario. Consulta sí, congreso también, pero no bajo la presión de las circunstancias. Hacerlo ahora sería un suicidio.

Por otro lado, la disciplina -no la obediencia ciega, que son afanes muy distintos- es un valor irrenunciable. La derecha lo sabe muy bien y así le van las cosas. Cuando ahora oigo voces discrepantes dentro del grupo parlamentario socialista, que proclaman a voz en grito que decida lo que decida el Comité Federal ellos votarán no en la investidura de Rajoy, se me altera el ritmo cardiaco. Algunos se han empeñado en cargarse el PSOE desde dentro y es posible que lo logren, porque aliados externos ni les faltan ni les van a faltar. ¿No sería más sensato esperar a las decisiones que adopte el órgano de dirección del partido, en cuya próxima reunión se supone que habrá un debate en profundidad? Pues no: siempre ha habido más papistas que el Papa.

Yo sigo confiando en que la cordura se imponga. De momento, Javier Fernández, un hombre que goza del respeto de una gran parte de la militancia y de la dirección, está haciendo en mi opinión las cosas bien desde la gestora del PSOE, sin precipitaciones innecesarias, a pesar de que el calendario apremia. Parece que sus propuestas van encaminadas a la abstención, previo acuerdo con el PP para depurar los presupuestos. Bruselas aprieta los tornillos, y para los socialistas siempre será preferible que las medidas a adoptar se pacten previamente. Es el mejor servicio que dadas las circunstancias pueden aportar en defensa de los más necesitados.  Es posble que no lo vean así algunos militantes y algunos dirigentes, pero así lo vemos muchos votantes o simpatizantes. Porque el mundo no se acaba con esta investidura, hay mucha tela todavía que cortar.

Creo que algo más sí me he mojado. ¿O no?


8 de octubre de 2016

Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios

Si consideramos que los partidos políticos son organizaciones necesarias e imprescindibles para que la democracia funcione con corrección, y añadimos a nuestras reflexiones que lo mejor que le puede suceder a un país es disponer de un sistema político de libertades democráticas, es muy posible que lleguemos a la conclusión de que ese discurso tan de moda ahora de que primero España y después el partido es una auténtica memez, una estulticia que ofende a la inteligencia. Elegir en una coyuntura poselectoral adversa la estrategia que más conviene no es ir contra los intereses generales, sino decidir lo que más interesa hacer, dentro del panorama completo del juego democrático en el que se participa. Actuar así beneficia al partido, por consiguiente al sistema y por lo tanto al país.

Durante todo este largo proceso -traumático para unos e hilarante para otros- que ha concluido con la dimisión de Pedro Sánchez como secretario general del PSOE, por mi mente han pasado muchas reflexiones, unas a favor de aquél y otras en contra. Algunas las he manifestado en este blog y otras las he guardado a buen recaudo en mi interior. Pero entre ellas nunca ha figurado la de que sus propuestas lesionaran los intereses de la nación. En política hay que tomar decisiones y a veces se acierta y otras se yerra. No sólo en política, sino ante cualquier disyuntiva en la que haya que decidir un camino a recorrer. Por eso, las acusaciones de haber puesto en riesgo los intereses del país me parecen infundadas, incluso me atrevo a decir que malintencionadas.

Ahora nos encontramos ante una curiosa situación, la de que al PP pudiera interesarle repetir las elecciones. Sabe, como sabemos todos los que hayamos seguido la situación durante las últimas semanas, que la debilidad actual del PSOE le favorecería, porque los conservadores dan por hecho que algunos de sus votantes fieles caerían en la abstención, otros no tan fieles irían a parar a Podemos y, por qué no, quizá algún desencantado se dejara deslumbrar por la estabilidad de la que presumen los neoliberales y les diera su confianza. Eso significaría probablemente un cambio de pesos relativos entre derechas e izquierdas en el parlamento y por tanto poder gobernar con mayor soltura que con la composición actual. Si hicieran eso, si Rajoy rechazara presentarse a una nueva votación de investidura alegando que no cuenta con suficientes apoyos (ya lo hizo hace unos meses), se le podría acusar de falsario, de hipócrita, de oportunista y de muchas otras cosas, pero no de maniobrar contra los intereses de España. Pretender presidir un gobierno estable no es antipatriótico, por mucho que para lograrlo haya que recurrir a añagazas parlamentarias. Como no lo era que Pedro Sánchez dijera aquello de no es no. Una cosa son los errores y otra actuar contra los intereses generales.

De todas formas, y volviendo a la hipótesis de que Rajoy decidiera no presentarse ahora a la sesión de investidura, dando lugar con ello a unas nuevas elecciones- las terceras en menos de un año-, lo que sí quedaría de manifiesto es la hipocresía con la que habría pasado de tildar a Sánchez de antipatriota a actuar después de la misma forma que durante tanto tiempo ha estado condenando a voz en grito. Eso se lo deberían tener en cuenta sus votantes, pero ya se sabe que los comportamientos que faltan a la ética más elemental no pasan factura en las elecciones, como no la pasa la corrupción galopante que su gobierno ha tolerado durante los últimos años. Es curioso, pero parece como si a los electores se les pusieran ciertas vendas ante los ojos cuando van a votar. Los politólogos utilizan el eufemismo de que el electorado ya había amortizado el dato.

Aunque no me sirva de consuelo, este fenómeno no es exclusivamente español. No hay más que acordarse de Berlusconi o, más recientemente, de la nominación de Trump como candidato del partido republicano a la presidencia de EEUU.

No, no somos los únicos.

4 de octubre de 2016

Sacudir el árbol para que se desprendan las hojas secas

Un viejo proverbio proclama que de vez en vez hay que agitar el árbol para que se desprendan las hojas secas, sabio consejo aplicable a muchas facetas de la vida. Le decía yo el otro día a un buen amigo, a propósito de la coyuntura por la que atraviesa el PSOE, que es posible que, a pesar del espectáculo que los socialistas dieron el sábado pasado, su partido salga fortalecido a medio plazo. No soy tan optimista como para opinar que el guirigay que formaron no les vaya a pasar factura a corto, pero sí lo suficiente animoso para recordar que las transformaciones políticas de cierta importancia suelen surgir tras grandes debates y fuertes controversias. De todo ello hubo en el Comité Federal, incluso en demasía.

El PSOE, visto desde mi óptica -por supuesto muy distinta de la que puedan tener los conservadores del PP o los anticapitalistas, comunistas, radicales de izquierda y toda esa larga retahíla de tendencias que militan o simpatizan con Podemos-, necesita un alto en el camino, una reflexión serena y una redefinición de objetivos y estrategias. El panorama político ha cambiado, para bien o para mal, pero ha cambiado. Esa es una realidad incuestionable que obliga, en primer lugar, a remarcar las diferencias con la izquierda radical –que son muchas y muy profundas- y, en segundo, a explicárselas a los ciudadanos. Nunca como ahora se hace tan imprescindible para los socialistas ejercer la pedagogía política, una ciencia que da la sensación de que hubieran olvidado por completo.

Supongo, aunque en política no se pueda estar seguro de nada, que ahora, tras la dimisión de Pedro Sánchez, los socialistas terminarán absteniéndose en la segunda votación de investidura de Rajoy, en la que, al no necesitarse mayoría absoluta, estarían permitiendo la formación de un gobierno conservador. Las cuentas para articular una alternativa no salen, por mucho que algunos intenten retorcerlas, y unas terceras elecciones podrían bajar aún más la representación que ahora ostenta el PSOE en el Congreso de los Diputados, con la consecuencia añadida de que el PP podría bordear la mayoría absoluta o incluso alcanzarla. Por eso, mientras que los 85 escaños actuales no permiten a los socialistas gobernar, sí los deja en buenas condiciones para controlar al gobierno de Rajoy desde la oposición.

Como todo eso hasta ahora no lo han explicado a la ciudadanía, enzarzados como estaban en disputas subterráneas -y no tan subterráneas-, nada de particular tiene que ningún dirigente socialista reconozca en estos momentos que es proclive a la abstención. Habrá que esperar a la próxima reunión del Comité Federal para comprobar qué sucede, pero no hay que ser demasiado sagaz para sospechar que por ahí, por la abstención en la segunda votación, irán las cosas.

Mientras tanto, Podemos pondrá el grito en el cielo acusándolos de ser lo mismo que el PP (en realidad eso lo vienen diciendo desde que nacieron), tratando así de ganar nuevos adeptos; y el señor Rajoy, que se las prometía felices pensando en unas terceras elecciones, no tendrá fácil excusa para eludir el voto de investidura. Los primeros continuarán con su incansable acoso al PSOE, que a veces parece que es lo único que les interesa, y los segundos se verán obligados a gobernar en minoría, con una oposición que no les permitirá cometer los desatinos de la pasada legislatura, cuando gozaban de mayoría absoluta.

Como decía al principio, es posible que si el partido socialista pone inteligencia, a medio plazo salga fortalecido tras el desagradable episodio que sus máximos dirigentes protagonizaron este fin de semana. Todo dependerá del saber hacer de los responsables. Si hacen las cosas bien, sin miopes, torpes y cortoplacistas precipitaciones, se lo agradecerán sus militantes y, sobre todo, los millones de españoles que todavía siguen confiando en soluciones progresistas moderadas, porque ni son conservadores ni confían en los cantos de sirena ni en las promesas cargadas de utopías.

30 de septiembre de 2016

¿Golpe de estado en el PSOE o chapuza cuartelera?

Los enemigos del PSOE no podrán quejarse de las oportunidades que se les está dando para regodearse un rato largo. Digo  enemigos, porque los adversarios –que es cosa muy distinta- lamentan la situación. Pero vayamos al grano.

Lo que está sucediendo en el seno de la cúpula de la centenaria formación política trae causa de una profunda brecha ideológica. Hablar de luchas por el poder me parece malintencionado, cuando con ello se quiere dar a entender que lo que en el fondo subyace es el personalismo, el amor a la silla o la ambición política desmedida. Puede que algo de ello haya en algunos casos concretos, pero eso no es patrimonio exclusivo del PSOE, sino que está repartido con generosa extensión a su derecha y a su izquierda. Ahora bien, si con la expresión personalismo se quiere decir que detrás de las dos posiciones ideológicas hay personas, con nombres y apellidos, no puedo por menos que estar de acuerdo con la apreciación. Por poner algún ejemplo, Pedro Sánchez no piensa políticamente lo mismo que Susana Díaz, ni Borrell que García Page, ni Alfonso Guerra que Felipe González. Ni piensan igual ni tienen por qué hacerlo. Un partido es el resultante de la convergencia de ideologías afines, pero no una secta.

No voy a caer en la vulgaridad de decir que unos son de izquierdas y que los otros no. Doy por hecho que todos son socialistas convencidos. Las discrepancias están en los matices, tan sutiles que en ocasiones no se perciben. Y en el caso concreto que nos ocupa, en esta situación que ha desembocado en la alborotada y extemporánea dimisión de diecisiete miembros de la Comisión Ejecutiva, no tengo la menor duda de que las diferencias no están tanto en el voto en contra o en la abstención al nombramiento de Rajoy, como en las posibles alianzas para formar un gobierno alternativo que el secretario general está sondeando. Lo demás, esa dignidad política que dicen que les obliga a asumir responsabilidades políticas es una monserga que ni ellos se la creen. ¿Por qué no dimitieron nada más conocerse el resultado electoral del 26 J y han dejado pasar todo el verano y parte del otoño? Ahora los veo en las fotos de familia posteriores al cierre de las urnas y parecen, si no entusiasmados, al menos satisfechos.

Con independencia de cómo acabe esto (espero que haya suficiente inteligencia entre todos para reconducir la situación), lo que han hecho los diecisiete de marras –aleccionados por otros desde la sombra o desde las declaraciones ante los medios- es de una deslealtad que espanta por lo burdo y chapucero. El miedo a que Pedro Sánchez llegara a dominar la situación en la reunión prevista del Comité Federal les ha inspirado una maniobra peligrosísima y han puesto a su partido al borde de la ruptura. Ver al representante del grupo dimisionario, Antonio Pradas, en la puerta de la sede de Ferraz, atacado de los nervios porque no le habían dejado recoger el retrato de su hijo me pareció un esperpento, un insulto a la inteligencia. Debía haber supuesto que el que fue elegido secretario del partido en primarias, refrendado después en un congreso, no se iba a rendir ante la vulgar chapuza que acababa de producirse.

No estoy diciendo que Pedro Sánchez sea el líder que necesita el PSOE en la etapa que se avecina, ni tengo por qué dudar de la talla política de Susana Díaz; simplemente me atengo a un razonamiento muy elemental, el de que las formas son tan importantes, y a veces más, que las razones.

Así no.