13 de noviembre de 2016

Populismos hasta en la sopa

Que alguien como yo –a quien le gusta escribir sobre la actualidad política- tenga que dedicar unas palabras a la victoria de Donald Trump, parece tan evidente que ayer un buen amigo me lanzó algunas recomendaciones anticipadas sobre este asunto, sintácticas y ortográficas por lo demás, no fuera yo a meter la pata lingüística al referirme al personaje. Excuso decir que se lo agradecí, porque no soy persona a quien le guste quedar en evidencia por culpa de la escritura, aunque estoy seguro de que más de una vez me habrá sucedido.

Del recién elegido presidente de los Estados Unidos de América ya escribí aquí, en este blog, en una ocasión, y creo que quedó clara mi profunda repulsa a sus mensajes y mi absoluto desacuerdo con lo que este personaje significa. Por ello, y para no reincidir machaconamente en lo mismo, hoy voy a intentar ver el fenómeno trumpista desde una perspectiva diferente. El personaje cuenta con tantos y tan cualificados detractores, que en estos momentos parece innecesario sumarse al coro de los críticos.

En mi opinión se ha creado una alarma injustificada. Lo digo por dos razones que intentaré explicar en pocas palabras. La primera, porque es bien conocido que lo que se hace una vez alcanzado el poder no suele coincidir con lo que se vocifera durante las campañas electorales. Esto que acabo de decir es tan sabido, que ni hace falta recurrir a ejemplos para justificar el aserto ni se precisan grandes explicaciones para justificarlo. Bastaría con mirar alrededor con un poco de atención. Una cosa es ganarse el apoyo de determinados sectores para que le aúpen a uno en volandas y otra muy distinta cumplir con lo prometido, simplemente porque por lo general se trata de promesas incumplibles. A esto de las falsos compromisos electorales algunos lo llaman populismo, que por cierto no entiende ni de derechas ni de izquierdas, pero sí mucho de oportunismo.

La segunda razón también tiene algo que ver con la imposibilidad de cumplir lo imposible. Las sociedades disponen de una dinámica propia, de una inercia imparable. Pensar que el imperio americano, el país que controla los derroteros por los que camina el mundo va a cambiar sus ritmos de la noche a la mañana por mor de la ideología de su presidente es, cuando menos, una ingenuidad. La globalidad, de la que Estados Unidos posee el copyright, está tan imbricada en la economía del mundo, en las finanzas internacionales, que pensar que un autócrata recién llegado a la Casa Blanca la va a derribar es una auténtica estulticia. No digo que no vaya a notarse la mano del nuevo presidente en determinados y muy concretos asuntos que afecten a ciertos sectores industriales; pero en líneas generales todo va a seguir siendo como era hasta ahora o al menos así lo vamos a percibir los ciudadanos de a pie.

De sus otras bondades, de la xenofobia, de la homofobia, de la falta de respeto a las mujeres, de los muros fronterizos con Méjico, del racismo y de esa larga sucesión de ideas trasnochadas con las que dice que quiere cambiar el mundo, yo no creo que merezca la pena preocuparse demasiado, más allá de la repugnancia que su actitud provoca en las mentes abiertas y tolerantes. O, mejor dicho, no me parece que el  bravucón de Donald Trump sea muy distinto a tantos y tantos otros líderes que se mueven a nuestro alrededor.

De la misma manera que Obama fue recibido casi como si se tratara del salvador del universo -y el mundo apenas ha cambiado durante sus mandatos-; el Papa Francisco parecía que fuera a renovar de arriba abajo los usos y costumbres de la Iglesia Católica  a lo largo de su pontificado -y la jerarquía y el clero siguen igual-, Donald Trump llevará el timón de una nación que casi desde su fundación navega con el piloto automático activado, y no hay capitán, por intrépido que sea, que pueda modificar su rumbo.

En cualquier caso, el tiempo lo dirá.

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