31 de enero de 2019

Máximos Comunes Denominadores

Cuando se elige una opción política entre el abanico de la oferta electoral disponible, es difícil, por no decir imposible, que exista total coincidencia entre las ideas propias y las del partido elegido. Siempre habrá aspectos que a juicio de uno falten y también propuestas que sobren. Pero si se desea ser práctico, si no se quiere que el voto se diluya en la inmensidad estelar, es preciso elegir al que, dentro de los que tengan posibilidades de gobernar, su ideario cuente con suficientes puntos en común con el de uno mismo.

Ésta es una lección que el electorado de izquierdas tiene muy mal aprendida. La volatilidad del voto progresista siempre ha sido mucho mayor que la del voto conservador. El votante progresista cambia con demasiada frecuencia la intención de su voto, quizá porque analice más el contenido de los programas y, como consecuencia, los árboles no le dejen ver el bosque. Un error de proporciones descomunales, porque el resultado es la dispersión del electorado, la fragmentación de los partidos y la consecuente pérdida de oportunidades para conseguir mayorías que permitan gobernar, al fin y al cabo lo más importante en política.

Los votantes conservadores suelen ser mucho más prácticos. Contemplan el bosque y no se entretienen demasiado en fijar su atención en cada uno de los árboles. Si el conjunto les resulta medianamente atractivo, los ingredientes no les importan. Obvian la letra pequeña, porque se mueven guiados por mensajes grandilocuentes y no por detalles programáticos. Los hipnotizan las palabras con mayúscula enfática, Patria, Nación, Bandera, Orden, Autoridad, vocablos a los que dan un sentido posesivo, como si ellos fueran los únicos que valoraran en su justo término el significado que tienen.

Los de izquierdas, por el contrario, centran mucho más la atención en cada uno de los individuos que componen la patria y la nación, en las personas y no en los grandes conceptos. Les preocupa la falta de igualdad de oportunidades, el deterioro de las prestaciones sociales, el desprecio hacia los derechos de las minorías, los umbrales de pobreza, la desigualdad entre hombres y mujeres, los abusos de los poderes fácticos. Y es ahí donde, con tantas variables, con tantos pormenores que analizar, muchas veces se pierden al establecer prioridades, al elegir la opción política que pueda resolver sus inquietudes. En definitiva, en los laberintos de la inoperancia.

El resultado de esta situación está ahí. Una derecha que, aunque tripartita en apariencia, tiene claros sus objetivos y no va a dudar en poner al frente de los destinos del país a cualquiera de los trillizos, como oí hace unos días que denominaba a los líderes conservadores una lenguaraz portavoz parlamentaria. Porque al final, si gobierna uno gobiernan todos. Y aquí paz y después gloria.

Un Podemos fragmentado como el actual, en continua bronca interna por un quítame allá esas pajas, perdido en el dsconcierto, con la aguja de marear averiada, mucho me temo que, tras las próximas elecciones generales, no vaya a poder contribuirr con sus escaños a presentar batalla parlamentaria a una derecha monolítica, que tiene la mirada fija en cuatro ideas sencillas, como suelen ser las proclamas nacional populistas. Y el PSOE, con  los resultados de los sondeos a sus favor, pudría quedarse sin gobernar una vez más por falta de apoyos suficientes, aunque fuera el partido más votado con diferencia.

No. No son éstos buenos tiempos para los progresistas por culpa de la dispersión del voto. Aunque me duela decirlo.

27 de enero de 2019

Cohesión, cohesión y cohesión

No he querido hacer más largo el título, aunque sea consciente de que, de acuerdo con mi propósito de hoy, me he quedado corto. Debería haber sido: cohesión, cohesión y cohesión, y, si hace falta, más cohesión. Sin orden y concierto, sin disciplina interna, sin acatamiento de las normas autoestablecidas no hay colectivo humano que funcione. Al menos que funcione con eficacia. El asambleísmo, la revisión continua de lo acordado, la oficialización de corrientes discrepantes y la contestación permanente conducen al colapso funcional. Y esto, en mi opinión, es lo que le viene sucediendo desde su fundación al conglomerado de corrientes políticas que conocemos como Podemos, un fenómeno que en los últimos tiempos, por culpa del inevitable desgaste, está tomando tintes de gravedad.

No digo que el contraste de opiniones sea desaconsejable. Lo que digo es que no se puede estar permanentemente discutiendo lo acordado, porque así no se avanza. La democracia interna está muy bien, nunca lo negaré, pero no hasta el extremo de discutir al día siguiente lo acordado el día anterior. Cuando esto sucede es porque hay una indefinición programática que suscita la continua disidencia, la indisciplina y el transfuguismo. Y así, con tales premisas, no es posible hacer política. Quizá se pueda hacer activismo social y movimientos callejeros, pero no política, que es la única vía que existe para sacar adelante los programas que se defienden.

El origen de este partido ha sido tan explicado que queda muy poco por añadir. Un grupo de progresistas descontentos con la deriva acomodaticia del PSOE decidió, hace pocos años, aprovechar el malestar popular para fundar una organización política que pudiera concurrir a las elecciones en todos los niveles, estatal, autonómico y local. No había credo, o si lo había era una mezcla de comunismo, de revisionismo, de anarquismo, de anticapitalismo y de socialismo ultraradical. Las fronteras ideológicas nunca estuvieron claras, lo que ha originado en unos el desconcierto y en otros la indisciplina. No obstante,  sí se ha dado una especie de culto a la personalidad, la peor de las recetas para crear espíritu de grupo, porque las disidencias se convierten en rivalidades personales.

El caso de Manuela Carmena, la alcaldesa de Madrid, es paradigmático. Aunque en las anteriores elecciones municipales se presentó apoyada por Podemos, desde el primer momento quiso dejar claro que su posición política era independiente de la formación de Pablo Iglesias. Sin embargo, los líderes de éste partido han manipulado con cierta frecuencia la posición ideológica de la edil madrileña, presentando sus éxitos como propios, algo así como si el “carmenismo” fuera una confluencia más de las que componen el partido. Y esa falta de rigor por parte de sus aliados la ha llevado a crear su propia plataforma electoral, Más Madrid, independiente de la influencia de Podemos, aunque éste  la apoye. A nadie se le escapa que a juicio de Carmena la excesiva concordancia con este partido la perjudicaba electoralmente. Ella sabe que goza de reconocido prestigio -incluso, y ya es decir, entre algunos conservadores moderados- gracias a su independencia, y lo único que pide es el voto de los ciudadanos, no el apoyo de los partidos.

La falta de unidad programática, la falta de disciplina interna -lo he dicho al principio y ahora lo repito-, es letal para los partidos políticos. Y a Manuela Carmena no se le escapaba lo que estaba sucediendo a su alrededor.

23 de enero de 2019

Ideas o personas

En esto de las preferencias políticas, a algunos les resulta difícil separar a las personas de las ideas que representan. Con frecuencia la decisión del voto depende de la simpatía –muchas veces antipatía- que provoque el líder de turno. Se aparta a un lado la ideología, se mide el atractivo o repulsión de quien las defiende y se decide votar o no la lista que encabece en función del resultado subjetivo de la medición. Si me cae bien lo voto –dicen algunos- y si no elijo a uno de “los otros”, aunque siempre haya criticado sus ideas porque no son las mías.

Craso error, diría yo. Las personas desaparecen, porque la propia dinámica de la política las elimina con el tiempo; las ideas permanecen, al menos el núcleo central de las mismas. Y si se toman decisiones basadas en las simpatías o antipatías personales, se traiciona a las propias convicciones en función de un dato coyuntural, de una variable que probablemente mañana no estará ahí. Se ha elegido en función de lo circunstancial y no de lo substancial. Lo cual, al menos a mí, me crearía una cierta inquietud, un inevitable desasosiego por actuar con tanta frivolidad.

Yo he conocido políticos de todos los colores: altos, bajos, guapos, feos, flacos, gordos, simpáticos y antipáticos; y también otros que, sin que me gustaran algunas de sus propuestas políticas, representaban a mi opción preferida. Digamos, como le oí el otro día a Rajoy, que estaba dentro del paquete. Ninguna circunstancia personal ha hecho nunca que variara mi intención de voto, porque siempre he considerado que las características personales del líder en concreto quedaban disueltas en el conjunto de la organización.  El equilibrio de fuerzas que debe darse en cualquier organización política de carácter democrático impide que ni siquiera el cabeza de lista haga lo que le venga en gana. Sólo en los partidos de tinte autoritario se corre el riesgo de que la palabra del que manda se imponga sobre la propia organización.

Otra cosa es que las convicciones sean débiles, que uno lleve tiempo pensando en que no está eligiendo lo que en realidad desearía elegir, que haya ido cambiando sin darse o dándose cuenta su pensamiento político. En ese caso estaría en su perfecto derecho a votar a una opción que hasta hace poco no le gustaba. La fidelidad a ultranza a las ideas no tiene que ser necesariamente una virtud. Los electores tenemos capacidad de razonar, de juzgar las propuestas y, como consecuencia, de cambiar nuestras preferencias, en política o en cualquier otro orden de la vida. Pero en este caso que no se ponga como pretexto a las personas en concreto, porque hacerlo significa apoyarse en circunstancias que nada tienen que ver con el meollo de la cuestión.

En estos tiempos en los que todos los días –permítaseme la exageración- aparecen nuevos partidos con nuevos nombres a la cabeza, son muchos los que están cayendo en el error de ni siquiera leer las líneas generales de sus propuestas. Oyen al líder, lo miden antropológicamente, se quedan con alguna proclama que les suene bien, lo tildan inmediatamente de más firme, de más centrado, de más seguro, de más de lo que sea o les convenga, y se cambian de chaqueta. Las convicciones, el modelo de sociedad que hasta hace poco guiaba sus preferencias políticas ha quedado arrumbado a un lado. A las ideas las ha sustituido una figura, que no tardará demasiado en desaparecer de la primera línea de la política.


19 de enero de 2019

Que viene el coco

Yo les aconsejaría, con la debida humildad, a los dirigentes de los partidos de la izquierda que dejaran de mentar la bicha y recompusieran sus estrategias. Vox está ahí, su presencia es preocupante -no lo voy a negar-, pero no deja de ser una formación política inscrita en un sistema democrático, el nuestro, que digan lo que digan los agoreros funciona. Y en una democracia existen carriles legales por los que hay que circular, se quiera o no. Además, que nadie se lleve a engaño, lo que defienden, salvo algunas estridencias malsonantes y malolientes, ya lo defendía el ala derecha del PP y lo sigue defendiendo ahora. Por tanto, a qué tanta sorpresa.

Otra cosa es que algunos líderes de la izquierda pretendan ocultar sus fracasos políticos tratando de desviar la atención hacia donde les interesa. Pero en mi opinión se equivocan, porque lo que toca ahora es reconocer errores, definir políticas y no perder el norte. No es fácil, ya lo sé, porque el día a día continúa y hay muchos frentes abiertos. Pero no vendría mal que, mientras se continúa haciendo política social desde la Moncloa, se intenta aprobar los presupuestos y se mantienen a trancas y barrancas las conversaciones con los separatistas catalanes, el PSOE resolviera sus diferencias internas, dejara clara su posición en los asuntos más sensibles y explicara la nítida diferencia que para los ciudadanos supone estar gobernados por políticos neoliberales conservadores o por socialdemócratas progresistas.

En su día pensé y escribí que la aparición de Podemos le iba a hacer daño a la izquierda en su conjunto. Ahora, pasado algún tiempo, me reafirmo en aquel pensamiento. Mientras que los partidos de la derecha son capaces de llegar a alianzas que les permita gobernar -porque no tienen complejos ideológicos y si los tienen los disimulan-, los de la izquierda son mucho más celosos de sus identidades y no se prestan con facilidad a apaños coyunturales. Por eso, desde el partido socialista se mira con reticencia el radicalismo de Pablo Iglesias y, por eso también, Podemos no cesa de aguijonear al PSOE. Su actual concordancia es sólo momentánea, propiciada por el voto de censura necesario en su momento para sacar al PP del poder. Pero nada más, porque los planteamientos de los dos partidos están tan lejos el uno del otro que cualquier acuerdo se encontrará siempre en equilibrio inestable.

La única posibilidad de que la izquierda gobierne depende de que el PSOE afiance su hegemonía y consiga una mayoría abultada en el Congreso, una posición que le permita aprobar leyes mediante pactos puntuales, si no permanentes. La creación de una alianza progresista, siento decirlo, es imposible, no hay más que mirar alrededor. Podemos buscó en su día con ímpetu el sorpasso, pero no lo consiguió. No sólo eso, sino que a partir de unos evidentes triunfos iniciales pronto se desinfló. Y ahora, en una coyuntura tan difícil para el progresismo como es la actual, diera la sensación de que se deshace por momentos. Lo del ingenuo romanticismo de las convergencias y del asambleísmo no ha funcionado; y, en mi modesta opinión, nunca funcionará.

España ya no es aquel país que olía a pueblo como cantaba la inolvidable Cecilia. España es un país con una extensísima clase media, mucho más informada que la de hace cuarenta años, que ya no cree en cantos de sirena. Sigue haciendo falta una izquierda fuerte, porque sigue habiendo enormes desigualdades que corregir y grandes retos que afrontar en las prestaciones sociales. Pero esa socialdemocracia, la que logró movilizar con ilusión a una inmensa mayoría del país en los ochenta y en los noventa, tiene que dejar a un lado las utopías inalcanzables, debe pisar la tierra de la realidad y está obligada a avanzar paso a paso. Necesita, ya lo he dicho, redefinir su estrategia sin perde un minuto.

14 de enero de 2019

Paparruchas

Esta mañana he oído decir a un sagaz y avispado periodista en mi sesión de radio matutina, que por qué decimos fake news cuando disponemos en español de la maravillosa palabras paparrucha. Me he levantado de mi asiento como un resorte con la tostada en la boca -todavía no había terminado de desayunar-, he abierto el diccionario de la lengua española, he consultado por si fuera poco el María Moliner y me he encontrado con la siguiente definición: “noticia falsa y desatinada de un suceso, esparcida entre el vulgo”. Y a continuación con esta otra: “tontería, estupidez, cosa insustancial y desatinada”. Más claro el agua.

Quizá bastara con decir bulo, pero a partir de ahora diré paparrucha, no sólo porque el vocablo me fascina por su contundencia y sonoridad, también porque así podré llamar a los fake news makers “paparrucheros”. No tengo en la cabeza a nadie en concreto. Aunque si me dejara llevar por la imaginación, si bajara un poco la guardia de la debida prudencia, seguramente encontraría alguno de ellos entre los que se empeñan en construir un muro para separar  EEUU de Méjico, argumentando que con él se evitaría la entrada de la acechante delincuencia sureña; o, más cerca de nosotros, entre los que aseguran que con esto de la inmigración corremos el riesgo de que millones de africanos nos invadan; o, a la misma distancia que los anteriores, entre los que explican que las mujeres en nuestro país no necesitan medidas especiales de protección contra la violencia machista, porque ésta no es más que un invento de exarcerbados radicales. Todos los días se oyen las innumerables paparruchas que cuentan los numerosos “paparrucheros” del mundo entero.

Pero a los nuestro, que en cuanto me descuido me voy por los cerros de Génova y sus aledaños. No estoy en principio en contra del uso de expresiones extranjeras, porque en ocasiones resuelven carencias propias. Si lo analizamos con detenimiento, todos los idiomas modernos se nutren de palabras ajenas; y el nuestro, a pesar de su inagotable riqueza, no iba a ser una excepción. Pero lo que sí me incomoda es esta moda de utilizar barbarismos innecesarios, por aquello del encanto sensual que tienen algunas palabras foráneas. Y también -no lo perdamos de vista- por la cursilería rampante que lucen algunos oradores posmodernos.

¿Por qué tenemos que hablar del core de un problema –palabra que le oí pronunciar hace unos días a un preboste de la política nacional- cuando podemos utilizar la palabra núcleo? Quizá, supongo, porque el político en cuestión quería dejar sentado ante el auditorio su cosmopolitismo, su dominio del inglés. ¿O por qué tenemos que utilizar la expresión black friday cuando ahora hasta los niños de guardería conocen su traducción? No creo que sea porque dicho así las rebajas sean mayores.

Confieso que yo también utilizo barbarismos. Claro que sí, porque al fin y al cabo las infecciones lingüísticas se propagan con facilidad y son difíciles de curar. Por eso digo smart phone, pen drive, look, copyright y tantos otros anglicismos al uso. E incluso utilizo, y no sé cómo remediarlo, la palabra blog. He leído por ahí que esta última podría traducirse por bitácora, pero la propuesta no me convence nada. También por cibersitio. ¡Qué horror! Espero que no me vea nunca obligado a utilizar alguna de estas traducciones, porque sería el final de mi hobby –afición o pasatiempo- de escribir en estas páginas.

11 de enero de 2019

Salvemos el puente del pantano de Santolea

Hace unos días me invitaron a sumarme a la reivindicación emprendida por un colectivo que pretende salvar de la destrucción un viejo puente que, hasta hace un mes o poco más, permanecía sumergido bajo las aguas del pantano de Santolea, el extraordinario lago artificial situado en el término municipal de mi querido Castellote. Las obras para construir una nueva presa, que sustituya y mejore en su función a la actual sin destruirla, ha obligado a vaciar el embalse por completo, de manera que el paisaje que ahora se puede contemplar es el mismo que disfrutaban mis abuelos y mis bisabuelos, un enigmático cañón rocoso, entre impresionantes farallones calcáreos, por donde antes fluía libre el río Guadalope y a través del cual serpenteaba la vieja carretera que permitía el acceso a las masadas diseminadas por aquellos parajes y a los pequeños núcleos rurales situados aguas arriba. Ni que decir tiene que me adherí a la iniciativa sin dudarlo.

Digo esto porque soy un convencido partidario de preservar el patrimonio cultural, como lo soy de proteger el entorno natural. Pero eso no significa que me oponga al progreso. Las obras del mencionado pantano hay que hacerlas, porque significan progreso, bienestar y contribución a la mejora de la calidad de vida de muchas personas. Aunque ya se han silenciado, desde que se empezó a oír hablar de este proyecto se alzaron voces en contra, ante el temor de que supusiera una agresión paisajística, un atropello medioambiental. Yo nunca lo percibí así, porque más agua embalsada y más energía disponible no contaminante no tiene en principio que significar un ataque al medio ambiente, siempre que se hagan  las cosas como se deben hacer. Estoy convencido, además, de que aquel maravilloso entorno natural mejorará en belleza paisajística.

Nunca me ha parecido que sobraran las organizaciones ecologistas, sino todo lo contrario. Las tenaces y valientes luchas que mantienen para denunciar los desmanes que tantas veces comporta la ambición empresarial son de agradecer, porque sirven de contrapunto a las barbaridades. Pero una cosa es delatar las agresiones al medio ambiente y otra muy distinta oponerse de forma indiscriminada a cualquier iniciativa de progreso. Seguiríamos como estábamos hace siglos si no se hubieran construido embalses, si no se hubieran trazado autopistas, si no se hubieran horadado túneles, si no se hubieran erigido puentes. El progreso material, cuando redunda en el bienestar de los ciudadanos, necesita iniciativas públicas de este tipo. Y hay que afrontarlas sin lugar a dudas. Con controles, por supuesto, pero sin absurdas cortapisas.

Recuerdo que hace unos quince o veinte años, cuando se iniciaron las obras para reformar la carretera que desde Castellote conduce al pantano de Santolea -y que desde allí se adentra en la abrupta comarca del Maestrazgo turolense-, se alzaron voces, a mi juicio injustificadas, por el supuesto destrozo que aquellas actuaciones causarían al entorno. La carretera antigua, cuyo trazado original debía de datar del siglo XVIII, era tortuosa y estrecha, y había que mejorarla necesariamente, no sólo por el peligro que suponía circular por ella, también por la velocidad tan lenta a la que estaban obligados los conductores. La obra se hizo, se abrieron trincheras para eliminar curvas, se amplió la anchura, se asfaltó de nuevo el firme, y el viejo camino se convirtió en una carretera digna. Y el entorno, algo descarnado al principio como consecuencia de los movimientos de tierras, se ha repoblado de manera natural. Ahora nadie diría que por allí pasaron hace muy pocos años las excavadoras.

Protejamos el entorno, conservemos el patrimonio cultural, pero no nos convirtamos en radicales talibanes del inmovilismo. Y salvemos el puente de Castellote, que, según parece, era el nombre por el que lo conocían los habitantes del desaparecido pueblo de Santolea cuando se referían a él.

8 de enero de 2019

Hay que ver cómo está el patio de mis vecinos

Menudo espectáculo el que está dando el “three party” andaluz. Ahora resulta que no se ponen de acuerdo en algo de tanta trascendencia  como la defensa de la mujer ante la violencia machista. Con palabras distintas a las de Vox, pero análoga intención, el PP de Pablo Casado se deshace en razones para explicar que esto del feminismo es una exageración propia de radicales, que mucho cuidado con tanta pamplina reivindicativa porque ellas también zurran a los hombres. Incluso, cuando nunca lo habían hecho, ahora sacan del cajón de los olvidos documentadas estadísticas para demostrar que la discriminación positiva a favor de la protección de la vida de las amenazadas es injusta, ya que deja a los hombres indefensos ante el atroz acoso de las mujeres vengativas.

Esta mañana he oído un antiguo refrán que tenía olvidado: por la caridad entra el cólera. El actual Partido Popular está tratando a su escisión ultraderechista Vox con una exquisitez, con un mimo que llama la atención por descarado. Pero ojo, porque de la misma manera que los caritativos que atendían a los enfermos de la fatídica epidemia corrían el riesgo de contagiarse, les puede suceder a ellos lo mismo con la radicalidad de la extrema derecha española. Eso si no están ya contagiados, porque los últimos movimientos de los populares muestran preocupantes síntomas de contagio.

No voy a entrar en si su estrategia de paños calientes con el cisma más radical de la derecha española es acertada o no para sus intereses. Pero se me ocurre pensar que como sigan así de zalameros con su hasta hace poco compañero de filas Abascal, corren el riesgo de que muchos electores interpreten que tanto monta, monta tanto, votar a Vox como al PP. Los primeros movimientos ya se han visto en Andalucía y, como apuntan las encuestas, es muy posible que sigamos viéndolos en las elecciones que se aproximan.

Los de Ciudadanos están con esto de la intransigencia de Vox en materia de protección contra la violencia machista sin saber muy bien qué hacer y qué decir. Su proclamado centrismo tiembla como un flan casero cada vez que se menciona la bicha. Dicen que no les gusta, pero no se atreven a plantar cara a la intolerancia. Sí pero no; no pero sí. Circunloquios y juegos malabares. Al fin y al cabo falta de claridad ideológica. Se limitan a recordar que su pacto es con el PP, sin aclarar qué ocurrirá si, como parece cierto, los populares a su vez pactan con la ultraderecha.

Pero como a los tres les resultaría muy duro perder el gobierno de Andalucía por un asunto que según parece ni les va ni les viene, no tengo la menor duda de que juntos acabarán desatando el nudo gordiano. Todo sea –dirán- por acabar con la hegemonía del socialismo andaluz, que por cierto fue, una vez más, la opción más votada en las últimas elecciones, aunque no las ganara.

Cuando voy a darle al “enter” para publicar este artículo, me entero de que los secretarios generales del PP y de Vox -Teodoro García Egea y Javier Ortega Smith respectivamente- van a reunirse con discreción para cerrar un acuerdo definitivo que zanje tan incómoda situación. Por supuesto sin Ciudadanos.

Hay que ver cómo está el patio de mis vecinos.

5 de enero de 2019

No le pidas a un esclerótico que baile la samba

Nunca me ha gustado la expresión “en mis tiempos”, porque quien la utiliza considera que los actuales ya no le pertenecen. Se trata de una frase que presupone que el ser humano atraviesa durante algunos años una fase en la que es dueño y señor de su destino y que, terminada ésta, su vida útil, la capacidad de influir en el entorno que lo rodea se ha acabado. Y aunque todos sabemos que estas palabras a lo que en realidad aluden es a la juventud, me niego a aceptarla como válida por su inexactitud. Los tiempos de uno empiezan el día que nace y acaban el que muere. Nada por tanto tienen que ver con la edad.

Siempre he sentido rechazo hacia esta locución, pero con los años mi repudio se ha agravado, posiblemente, y no lo voy a negar, como consecuencia de un reflejo de autodefensa. Porque una cosa es que el ritmo vital se vaya ralentizando y otra muy distinta que el tiempo ya no te pertenezca. El estar de vuelta de muchas cosas, cuando otros todavía las están buscando, no significa que no te interesen, simplemente que como ya las conoces prestas atención a otras.

La juventud es como el sarampión: hay que pasarla. Pero también, como le ocurre a esta enfermedad infantil, casi siempre se cura. La vejez, sin embargo, es una dolencia crónica, degenerativa e incurable. Pero eso no significa que el tiempo ya no pertenezca a los viejos, sigue siendo también el suyo. Otra cosa es que con los años contemplen el mundo de otra manera, con una perspectiva distinta, entre otras cosas porque lo conocen mejor y, como diría un filósofo, algunos opten por cambiar el paradigma. Si no fuera así, si siguieran persiguiendo metas ilusas, significaría que la vida no les ha enseñado nada, que están tan despistados como lo estaban antes, que el paso de los años poco les ha aportado.

Los gustos cambian con la edad por dos tipos de razones distintas, unas de naturaleza física y otras de raíz psíquica. Empecemos por las primeras. Cuando las facultades motrices empiezan a fallar, no te puede apetecer apuntarte a un maratón; y cuando las articulaciones se endurecen, no le pidas al esclerótico que baile una samba. La complacencia, entonces, la busca uno en otra parte, porque los deleites se adaptan al paso de los años como el musgo a las rocas.

Las condiciones psíquicas influyen de otra manera. Cuando se ha vivido ya una larga vida, por poco intensa que ésta haya sido, se es consciente de la vacuidad de muchas de las apetencias anteriores, de lo absurdo de haber empleado tantas energías en perseguir quimeras inalcanzables, de los errores cometidos en la determinación de objetivos, de la intrascendencia de las metas anteriores. Entonces uno serena el espíritu, desmitifica los valores y relativiza lo trascendente.  En definitiva, se humaniza un poco más.

Pero uno sigue estando en su tiempo. De otra manera, pero en su tiempo. Con menos fuerzas, con más lentitud, con los reflejos disminuidos y con otras perspectivas, pero en su tiempo. Porque el tiempo, el mundo que lo rodea sigue perteneciéndole. Nadie se lo puede arrebatar. Ni con hechos ni con palabras huecas.