Nunca me ha gustado la expresión “en mis tiempos”, porque quien la utiliza considera que los actuales ya no le pertenecen. Se trata de una frase que presupone que el ser humano atraviesa durante algunos años una fase en la que es dueño y señor de su destino y que, terminada ésta, su vida útil, la capacidad de influir en el entorno que lo rodea se ha acabado. Y aunque todos sabemos que estas palabras a lo que en realidad aluden es a la juventud, me niego a aceptarla como válida por su inexactitud. Los tiempos de uno empiezan el día que nace y acaban el que muere. Nada por tanto tienen que ver con la edad.
Siempre he sentido rechazo hacia esta locución, pero con los años mi repudio se ha agravado, posiblemente, y no lo voy a negar, como consecuencia de un reflejo de autodefensa. Porque una cosa es que el ritmo vital se vaya ralentizando y otra muy distinta que el tiempo ya no te pertenezca. El estar de vuelta de muchas cosas, cuando otros todavía las están buscando, no significa que no te interesen, simplemente que como ya las conoces prestas atención a otras.
La juventud es como el sarampión: hay que pasarla. Pero también, como le ocurre a esta enfermedad infantil, casi siempre se cura. La vejez, sin embargo, es una dolencia crónica, degenerativa e incurable. Pero eso no significa que el tiempo ya no pertenezca a los viejos, sigue siendo también el suyo. Otra cosa es que con los años contemplen el mundo de otra manera, con una perspectiva distinta, entre otras cosas porque lo conocen mejor y, como diría un filósofo, algunos opten por cambiar el paradigma. Si no fuera así, si siguieran persiguiendo metas ilusas, significaría que la vida no les ha enseñado nada, que están tan despistados como lo estaban antes, que el paso de los años poco les ha aportado.
Los gustos cambian con la edad por dos tipos de razones distintas, unas de naturaleza física y otras de raíz psíquica. Empecemos por las primeras. Cuando las facultades motrices empiezan a fallar, no te puede apetecer apuntarte a un maratón; y cuando las articulaciones se endurecen, no le pidas al esclerótico que baile una samba. La complacencia, entonces, la busca uno en otra parte, porque los deleites se adaptan al paso de los años como el musgo a las rocas.
Las condiciones psíquicas influyen de otra manera. Cuando se ha vivido ya una larga vida, por poco intensa que ésta haya sido, se es consciente de la vacuidad de muchas de las apetencias anteriores, de lo absurdo de haber empleado tantas energías en perseguir quimeras inalcanzables, de los errores cometidos en la determinación de objetivos, de la intrascendencia de las metas anteriores. Entonces uno serena el espíritu, desmitifica los valores y relativiza lo trascendente. En definitiva, se humaniza un poco más.
Pero uno sigue estando en su tiempo. De otra manera, pero en su tiempo. Con menos fuerzas, con más lentitud, con los reflejos disminuidos y con otras perspectivas, pero en su tiempo. Porque el tiempo, el mundo que lo rodea sigue perteneciéndole. Nadie se lo puede arrebatar. Ni con hechos ni con palabras huecas.
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