31 de julio de 2016

¿Quién ha dado en Turquía un golpe de estado? ¿Las fuerzas armadas o el gobierno?

Tengo la impresión de que, en contra de lo que las noticias repiten con insistente machaconería, el ejército turco no ha dado un golpe de estado, al menos como institución. Es más, da la impresión de que quien en realidad estuviera involucionando aquel país fuera Erdogan, paradójicamente su presidente constitucional, bajo el pretexto de que la legalidad corre peligro. Si los militares hubieran querido de verdad hacerse con el poder, lo hubieran conseguido con relativa facilidad, porque estamos hablando de uno de los ejércitos mejor organizados y equipados del mundo, salvedad sea hecha de los de las grandes potencias. Lo que en mi opinión ha sucedido es que unos cuantos mandos, mal coordinados y peor informados, han intentado mediante una maniobra precipitada arrastrar a sus compañeros, sin conseguirlo.

La sociedad turca está dividida desde hace muchos años en dos facciones irreconciliables, a las que por simplificar podríamos denominar respectivamente laica y religiosa. La primera, la de los seguidores de las doctrinas de Kemal Ataturk, el padre de la Turquía moderna, aquel que durante su mandato como presidente de la república modernizó el país, acercándolo a occidente, alejándolo de las corrientes islamistas y relegando la religión a las mezquitas. La segunda, formada por mahometanos convencidos, que en los últimos años están intentando, desde la legalidad constitucional, pero a través de complicadas maniobras, acabar con el laicismo y devolver el control de la sociedad a los imanes. Las fuerzas armadas turcas siempre se han considerado defensoras del laicismo, mientras que el actual gobierno del país avanza poco a poco en sus tareas para convertir a Turquía en una república islámica.

Este golpe de estado, fracasado desde el primer momento de manera inexplicable, le ha dado a Erdogan pretextos adicionales para continuar con su carrera hacia la restitución del islamismo como norma de conducta social en Turquía. El mundo occidental mira con inquietud la deriva autoritaria del presidente de la república, sin atreverse a emitir juicios de valor más allá de algunos comentarios aislados. En realidad lo que sucede es que por un lado no puede aprobar bajo ningún pretexto un golpe de estado anticonstitucional, pero por otro le preocupa que el que hasta ahora ha sido un fuerte e incondicional aliado –no olvidemos que Turquía pertenece a la OTAN y pretende entrar en la Unión Europea- se aleje cada vez más de las posiciones europeistas que hasta ahora mantenía.

Tan extraña resulta la situación, que a mí no me sorprendería una repetición de la asonada, pero esta vez sin improvisaciones. Las masivas detenciones de militares y jueces demuestran que el gobierno teme un nuevo golpe de estado y no encuentra otra manera de atajarlo. Pero lo que en realidad está consiguiendo es dividir al país peligrosamente y colocarlo al borde de una confrontación civil. Serán entonces los militares los que tendrán un pretexto para erigirse, una vez más, en los árbitros de la situación. Occidente no lo aplaudirá, porque no puede vitorear un golpe de estado, pero algunos de sus dirigentes dormirán más tranquilos.

Estemos al tanto, porque hay indicios que apuntan en esa dirección.

25 de julio de 2016

Terrorismo yihadista

Suele decirse que el conocimiento de la Historia ayuda a interpretar mejor lo que sucede en nuestros días, no sólo porque los comportamientos humanos suelen ser cíclicos y repetitivos, sino sobre todo porque determinados sucesos históricos marcaron en su momento, de manera determinante, el futuro de entonces, que hoy ya es presente. Si eso fuera cierto, y no una simple conjetura de historiadores ocurrentes, qué duda cabe de que las Cruzadas, aquella larga lucha entre las civilizaciones cristiana y musulmana, constituyeron un hito cuyas consecuencias aún persisten.

Me definía el otro día un buen amigo el terrorismo islamista que padecemos como la tercera guerra mundial. No sé si esta calificación será un poco exagerada, pero lo que sí es cierto es que el mundo occidental, heredero de los reinos cristianos medievales, se siente atacado por el yihadismo de nuestros días, que en cierto modo se considera a sí mismo el continuador de la lucha contra los infieles a la doctrina de Mahoma. Un nuevo ciclo en la lucha entre las dos culturas y una evidencia de que los odios de entonces no han desaparecido al cabo de los siglos.

En cualquier caso, teorías aparte, nos encontramos ante una grave situación, que en mi opinión no ha hecho más que empezar. La guerra asimétrica entre unos terroristas, capaces de inmolarse tras dejar en su loca trayectoria un reguero de sangre, y unas fuerzas de seguridad europeas desconcertadas ante los procedimientos utilizados por el enemigo, sin preparación adecuada para este tipo de lucha y mal coordinadas por unos Estados que no acaban de encontrar el rumbo que necesita ese gran proyecto que se llama Unión Europea, amenaza con debilitar los cimientos de un mundo que hasta hace muy poco se consideraba seguro.

Supongo que la solución a este problema no es fácil de encontrar, entre otras muchas cosas porque emana de una situación de inestabilidad en los países musulmanes, que convierte a esas zonas en el caldo de cultivo ideal para alimentar el fanatismo religioso de centenares de personas, capaces de morir matando. Además, las torpezas cometidas en los últimos años por el mundo occidental en forma de ataques militares, muchas veces sin claros objetivos, o lo que es peor con oscuras intenciones mercantilistas, han sembrado de muerte y miseria aquellos países y han convertido a la zona en un auténtico avispero, en un nido de rencor y de odio, el sustrato idóneo para fomentar el yihadismo.

Pero lo cierto es que nos están atacando y Europa tiene derecho a defenderse. Con inteligencia, por supuesto, porque las bombas no lo solucionan todo, y muchas veces contribuyen a empeorar la situación, pero con decidida intención de acabar con el terrorismo, no sólo en nuestro territorio, sino también en los lugares desde los que se alimenta. Pero sobre todo con sentido de solidaridad, porque si somos europeos debemos serlo en las duras y en las maduras. Éste no es un problema de cada uno de los países de la Unión Europea por separado, sino del conjunto de ellos. Los que a estas alturas todavía piensan que sean otros los que se comprometan en la lucha, y defienden un pacifismo absurdo cuando las cosas han llegado donde han llegado, se equivocan. Una cosa es pedir prudencia, mesura y proporcionalidad, y otra muy distinta mirar para otro lado como si lo que está sucediendo no nos afectara.

El pacifismo a ultranza, como teoría de la convivencia humana, es muy bonito y se vende con facilidad. Pero cuando nuestras vidas y nuestro modelo de convivencia están en peligro, no caben medias tintas. Los políticos europeos están en la obligación de  explicarle a la población la realidad de lo que está sucediendo, ejercer la pedagogía social y combatir la amenaza con inteligencia, pero sin escatimar esfuerzos.

Si no lo hacen así, lo pagaremos todos tarde o temprano

16 de julio de 2016

Toros, toreros, taurinos y antitaurinos

Empezaré confesando que a mí no me gustan los espectáculos taurinos. Que me perdonen los aficionados, porque ni veo arte en ellos, ni encuentro belleza en los lances, ni tan siquiera los considero entretenimientos a los que me merezca la pena dedicar unos minutos de atención. Las corridas de toros me aburren soberanamente, como a otros puedan aburrirles el futbol, las carreras de coches o el circo de domadores de fieras, clownes y trapecistas. Sobre gustos nada hay escrito, dice el sabio dicho popular. Por tanto supongo que hasta aquí todos contentos.

Pero el que no me gusten los toros no me impide dar mi propia opinión sobre la tauromaquia, sin ánimo beligerante, con absoluto respeto a la afición y, cómo no, a los antitaurinos. Lo hago, entre otras cosas, porque mis ideas al respecto nada tienen que ver con la polémica que cada vez con más frecuencia sacude los cimientos de la llamada fiesta nacional. Mi punto de vista en este asunto no coincide ni con el de los que la atacan porque la consideran una forma de crueldad insoportable contra los toros ni con el de los que la defienden como si se tratara de la quintaesencia de la cultura popular española.

Lo que yo opino de las corridas de toros es que se trata de un espectáculo en el que algunos seres humanos se juegan la vida para entretenimiento de otros. Es cierto que aquellos lo hacen porque quieren y además para ganarse la vida, unos con harta soltura, aunque la mayoría con precariedad; pero no lo es menos que si no fuera por el riesgo que corren los toreros, si éstos no expusieran su vida cada vez que se ponen delante de un toro, no existiría la tauromaquia, por mucho que algunos entonen la canción de la alegría de la fiesta, del arte en el ruedo y del dominio de la inteligencia sobre la fuerza bruta. Si el torero no se arrima, es decir, no se expone a una cornada, el respetable le pita; y si el toro no embiste con empeño, lo que significa que no pone en peligro la integridad física del torero, se pide su vuelta a los chiqueros.

Cada vez que he sostenido esta visión en algún foro, casi nadie me ha dado la razón, porque estamos ante una polémica bipolar entre animalistas y taurinos, en la que el toro es el protagonista. Son pocos los que piensan en los toreros como víctimas del espectáculo, porque apenas hay quien le de importancia al hecho de que se juegan la vida para exclusivo entretenimiento de la afición, como sucedía con los gladiadores en la Roma clásica. De manera que, cuando sucede un drama como el que acaba de ocurrir en Teruel, la víctima es vilipendiada por unos como maltratadora de toros y ensalzada por otros como si se tratara de un héroe patrio. Nadie piensa en que el diestro ha sido víctima de un espectáculo que se fundamenta precisamente en la eventualidad de que suceda lo sucedido.

Yo supongo que con el tiempo la fiesta nacional acabará desapareciendo, porque la tendencia apunta maneras. Pero si esto sucediera algún día, no será porque la sociedad haya llegado a la conclusión de que no se debe exponer la vida de unos seres humanos para disfrute de otros, sino como consecuencia de que habrá triunfado el criterio de los que defienden al toro.

En cualquier caso, fuere cual fuere la causa de la abolición del espectáculo taurino, me alegraré de su final.

10 de julio de 2016

Cortados y tostadas con manteca colorada. Así está nuestra hostelería

Creo que fue Arias Cañete, el ínclito ex ministro de varios gobiernos del PP, quien soltó lo de “aquellos camareros que teníamos, que te ponían un cortado, un no sé qué, mi tostada con crema, la mía con manteca colorada”. Teniendo en cuenta que su queja en aquel momento iba dirigida contra los cientos de hispanoamericanos que por entonces trabajaban en la hostelería de nuestro país, yo no voy a sumarme a su xenófoba lamentación. Simplemente la he escogido para encabezar mi propia reflexión sobre la falta de profesionalidad que exhiben algunos de los trabajadores del gremio, en este caso españoles, a lo largo y ancho de nuestras costas.

Ayer cené con mis hijos en un conocido restaurante de Chiclana de la Frontera, situado en el corazón de Novo Sancti Petri y propiedad de un renombrado empresario local del ramo. Por razones que se entenderán a continuación con facilidad, no voy a dar el nombre ni del establecimiento ni de su dueño, aunque los que conocen aquellos pagos no tardarán en localizarlo. Si es así, les recomiendo que si acuden a él pongan mucho cuidado, no vaya a sucederles lo que nos pasó a nosotros.

Durante casi dos horas, entre las diez y las doce aproximadamente, tuvimos que soportar la falta de organización de los camareros, que aparecían de tres en tres o desaparecían por completo sin retirar los platos sucios. Cuando le reclamabas atención a alguno que pasará por allí, te contestaba que eso se lo pidiéramos a su compañero, al que, como ya he dicho, no era fácil de localizar entre los que por allí vagaban como almas en pena. Desorden, desatención y malos modos, por resumir en pocas palabras. Por tanto, no sólo falta de profesionalidad en los camareros, además una incompetente gestión de los recursos disponibles.

Cuando ya habíamos terminado con los que podrían considerarse platos principales, le tocaba el turno a los postres. Nadie aparecía, por mucho que protestáramos a los que pasaban por nuestro lado. Hasta que, hartos de tanta desconsideración, decidimos reclamar la presencia del encargado, si es que alguno de aquellos camareros ostentaba esa nada despreciable dignidad laboral. Por fin, uno de los muchos que habían mal atendido nuestra mesa a lo largo de la cena, se acercó de mala gana, para justificar el mal servicio con la frase “es que estamos desbordados”. La mitad de las mesas del restaurante permanecían vacías, por lo que me hice cruces pensando en qué podría haber sucedido si hubiera habido un lleno total.

Como ni sus palabras ni sus modales me parecieron adecuados, le pedí que en vez de postre nos trajera la “Hoja de reclamaciones”. Algo sorprendido por mi petición, dudó al principio. Después se retiró con cara de ofendido; y más tarde, quizá a los diez minutos de haber desaparecido, trajo una especie de bloc con los impresos que le había solicitado. Lo rellené y, cuando me disponía a separar las hojas correspondientes al reclamante, a la entidad y a la administración, me di cuenta de que me había colocado una cartulina debajo de la primera copia, de tal forma que las otras dos no se habían calcado. Picaresca donde las haya.

Pero lo peor estaba por venir, porque cuando le reproché su actitud, montó en cólera, gritando que nos marcháramos inmediatamente de allí, al mismo tiempo que empezaba a dar puñetazos sobre la mesa, fuera de sí, como un auténtico basilisco. Cuando alguno de la mesa se puso de píe para hacer frente a la agresión física que parecía avecinarse, el energúmeno se achantó, bajó la cabeza y se retiró a paso más que ligero.

Lo que viene a continuación carece de importancia. Alguien, que según me dijeron estaba emparentado con el dueño del local, y que hasta entonces no había dado señales de vida, aunque evidentemente fuera consciente de los desmanes de su empleado, se acercó a mí, no para pedir disculpas en nombre del restaurante, sino para quitar la cartulina que había puesto el otro y explicarme cómo había que rellenar el impreso. Y ahí acabó el desagradable espectáculo.

Lo malo es que, como desconfío de la eficacia de este tipo de reclamaciones, dudo entre presentar o no el impreso en el organismo correspondiente, aunque un elemental sentido de dignidad personal me empuje a ello. Cuando lo haga, suceda lo que suceda lo contaré en este blog.

Por cierto, la calidad de la comida fue excelente. Lo cortés no quita lo valiente.

9 de julio de 2016

Móviles, tabletas y otros instrumentos del demonio. Ni los chiringuitos se salvan

Que nadie piense que con este título me propongo encabezar una diatriba contra los instrumentos de comunicación que el avance tecnológico ha puesto y sigue poniendo en manos de los ciudadanos de nuestro tiempo. No lo voy a hacer por una sencilla razón, porque yo también soy uno de los atrapados por la hidra de cien cabezas y no quiero atormentarme con insanas lamentaciones. Además: ¿de qué iba a servirme la queja? Hace tiempo que decidí que no merecía la pena intentar salvar el mundo y desde entonces me conformo con procurar mantener mi entorno lo más limpio posible.

Observar a tu alrededor a los usuarios de los dichosos aparatos produce en ocasiones cierto desasosiego. Esta mañana, mientras tomaba una cerveza sobre la tarima de un chiringuito en la playa, una familia formada por el matrimonio, dos niñas entre los catorce y los dieciséis y dos niños entre los seis y quizá los nueve años de edad ocuparon de repente una mesa muy próxima a la mía. Los miré con cierto recelo al principio, temiéndome que fueran a estropear con sus conversaciones la tranquilidad y el silencio que me acompañaban, pero en seguida comprendí que se trataba de una tribu silenciosa, que no osaba pronunciar una palabra más alta que otra. Recobré la calma y continué disfrutando del momento.

Pero tan grande era el sosiego, tan plácido el ambiente entre los recién llegados, que no tuve por menos que interesarme por su actitud. Todos, desde el cabeza de familia, que rondaría los cuarenta y tantos, hasta el benjamín, un niño como ya he dicho de unos seis años de edad, manipulaban sus móviles, sin intercambiar palabra entre ellos, con las miradas clavadas en las pantallas y sin prestar la más mínima atención a las bebidas que les habían servido unos minutos antes. Parecían hipnotizados, como trasladados a un mundo distinto del nuestro.

Ya sé que esta escena nada tiene de particular, porque es algo que cualquier ciudadano de nuestro tiempo puede contemplar a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre claro que su propio smart phone le permita un respiro para mirar alrededor. Sin embargo, si traigo este asunto hoy aquí no es para contar una realidad palpable, sino para reflexionar sobre un fenómeno que no ha hecho más que empezar, porque lo que ahora vemos sólo es el principio de una revolución cultural que está llamada a cambiar completamente las relaciones personales del ser humano. Pero, aunque parezca una paradoja, no para hacerlo más comunicativo o más sociable, sino para aislarlo poco a poco de sus congéneres, para encapsularlo en un mundo aislado de los demás, en el que sus interlocutores sólo serán seres virtuales, agazapados al otro lado de las intrincadas líneas de comunicación. En definitiva, para convertirlo en un nodo más de una inmensa y despersonalizada red de intercambio de información, en una pieza cualquiera del gran robot en el que se está convirtiendo la humanidad.

Lo que acabo de decir ni es ciencia ficción ni mucho menos filosofía. Es tan sólo la reflexión que me hago cada vez que alguien a mí alrededor se enfrasca en el contenido de su “dispositivo”, como si en lo que contempla le fuera la vida, como si más allá de su pantalla nada existiera. Es mi visión de un futuro más o menos inmediato que se ve venir a pasos agigantados, arrastrado por los avances tecnológicos. Es mi opinión sobre un cambio de inflexión en la evolución de la humanidad que nadie es capaz de predecir dónde nos va a llevar.

Pero es el futuro que nos espera, nos guste o no nos guste. A mí lo único que me cabe ante este fenómeno es procurar no convertirme en una pieza más del gran robot, aunque otra cosa será que lo consiga.

7 de julio de 2016

Negociar no es rendirse, sino todo lo contrario

Ignoro que posición adoptará la Ejecutiva Federal del PSOE en su reunión del próximo sábado respecto a la investidura de Mariano Rajoy como presidente del gobierno. Los gritos de ni por acción ni por omisión (prefiero esta expresión a la de ni por activa ni por pasiva) no deberían llevarnos a engaño, porque  no son más que proclamas en periodo de negociación, cuando no es recomendable dejar ni un milímetro del cuerpo al descubierto, no vaya a ser que el contrincante en algún descuido te pinche con el florete. En cualquier caso, decidan lo que decidan los del aparato socialista, yo voy a dar mi propia opinión sobre lo que deberían hacer, aun a riesgo de no coincidir con sus resoluciones internas. En peores jardines me he metido y aquí estoy.

Es cierto que el ejecutivo neoliberal que nos ha gobernado durante los cuatro últimos años ha dejado la casa patas arriba y sin barrer. Pero no lo es menos que acaba de recibir un respetable respaldo, tanto en votos como en escaños. Por si fuera poco, el PP ha avanzado con respecto a las elecciones del pasado 20D y, junto con la otra derecha, la que representa Ciudadanos, supera a la suma de los electores del PSOE y de Podemos y sus adláteres. Por tanto, desde un punto de vista estrictamente democrático, no se le puede negar al señor Rajoy el derecho a gobernar. Que hayamos llegado a esta situación es algo que ahora no toca discutir. Ya he señalado culpables en varias ocasiones.

Llegados a este punto, y teniendo en cuenta que el candidato no dispondría en principio de apoyos suficientes para ser investido ni después para gobernar con comodidad, lo que a mi juicio procede es negociar, expresión que no significa ni rendirse ni mucho menos firmar cartas en blanco. Tampoco, y esto a veces se pierde de vista, gobernar con ellos. Abocados como parece que estamos a una nueva legislatura conservadora, cuyos manejos nada proclives a las políticas sociales conocemos muy bien, lo que debería hacer el PSOE, porque es el único que puede hacerlo, es atar en corto al PP, lo que en román paladín significa obtener garantías de que se restituyen determinadas políticas sociales, cercenadas o suprimidas en la legislatura anterior, y el compromiso de que se llevarán adelante otras nuevas que ni por asomo están en el programa del Partido Popular. Es evidente que al tratarse de una negociación, no todo lo que solicitara el PSOE se le concedería, pero siempre será mejor algo que nada.

Que a nadie le quepa la menor duda de que los socialistas disponen de suficientes resortes democráticos para amortiguar en cierta medida las políticas neoliberales a las que nos tiene acostumbrados los gobiernos del PP. Eso siempre ha sido asi y espero que lo siga siendo en el futuro. Si lo consiguiera, y además fuera capaz de transmitir a la sociedad su aportación en forma de contrapeso de la derecha rampante, este apoyo a la investidura sería bien aceptado por la mayoría de los ciudadanos, no por todos, porque ya se sabe que los de Podemos aprovecharían la ocasión para poner el grito en el cielo y acusar a los socialdemócratas de lo habido y por haber. Pero con eso hay que contar, porque esta nueva izquierda desorientada, que no sale de su asombro por el resultado obtenido en las urnas, no cejará en su estéril y antisocial política de acoso y derribo al PSOE, mientras le queden fuerzas para ello.

Después, si el señor Rajoy incumpliera sus acuerdos de investidura con el partido socialista, ya se vería qué hacer. No olvidemos que, de acuerdo con la Constitución, un voto de censura puede acabar con cualquier gobierno en minoría, situación en la que estaría el PP si gobernara gracias a los acuerdos con el PSOE.

Pactar no es rendirse, sino todo lo contrario. Significa seguir luchando desde la oposición en defensa de tus principios, con las armas democráticas que te han dado los electores.

2 de julio de 2016

Referendo de independencia o cambio de la Constitución

Decía el otro día, a propósito del Brexit, que a mí no acaban de gustarme los referendos vinculantes cuando se utilizan para dilucidar determinadas controversias.  No se trata de que considere que no son procedimientos democráticos, sino que, dependiendo de cuáles sean las discrepancias a dirimir, existen en mi opinión otros métodos más adecuados. En política no siempre la respuesta es blanco o negro, sino que en muchas ocasiones -la mayoría- existe toda una gama de tonalidades grises.

Si no me falla la memoria, a lo largo de mi vida he participado  en tres referendos. El primero fue para aprobar la llamada Ley para la Reforma Política, mediante la cual España pasaría de manera ordenada de la dictadura franquista a la democracia parlamentaria. Adolfo Suárez proponía un SÍ o un No, que podrían traducirse en quiere usted vivir en libertad o prefiere seguir bajo un régimen dictatorial. No cabían interpretaciones intermedias. Como todo el mundo sabe triunfó el SÍ.

El segundo –consecuencia del anterior- se convocó  para dar el Sí o el No a la constitución que había redactado un grupo de políticos que representaba el amplio espectro político español de aquel momento. Ganó el Sí y no hubo más que hablar, sobre todo si se tiene en cuenta que la ley fundamental incluye herramientas para su posterior modificación cuando se considere necesario. Si hubiera triunfado el NO, hubiera sido preciso redactar un nuevo texto constitucional y repetir el referendo, pero en ningún caso nos hubiéramos quedado sin carta magna.

El tercero, y muy controvertido, fue el de la OTAN, convocado por Felipe González para comprobar si los ciudadanos apoyaban su cambio de criterio respecto a la entrada de España en la organización atlántica. El resultado apoyó su tesis y desde entonces pertenecemos a ella. Ahora bien, si en un momento determinado la sociedad, a través de sus instituciones democráticas,  considerara  de forma mayoritaria que a nuestro país le conviene salir de la alianza, no habría nada que lo impidiera. Se trataba en aquel momento de conseguir un respaldo moral, más que de tomar una decisión irreversible.

Pero el Brexit ha sido otra cosa.  Entre salir o no de la Unión Europea hubiera cabido un sinfín de posibilidades intermedias, que si se hubieran discutido democráticamente en la Cámara de los Comunes, es muy probable que alguna hubiera logrado el consenso necesario para ser aprobada y posteriormente sometida a la consideración de los socios europeos. Sin embargo, el NO rotundo del referendo ha dejado al cincuenta por ciento de la población sin capacidad de reacción, eso sin tener en cuenta otras consideraciones, que no entran en el propósito de mi reflexión de hoy.

Supongo que a estas alturas, a ninguno de mis amigos se les escapa que con estos circunloquios quería llegar al eufemísticamente denominado “derecho a decidir de los pueblos de España”.  Los que defienden los referendos como herramientas democráticas imprescindibles para la toma de estas decisiones, olvidan que además del SÍ o el NO existen otras alternativas, otros tipos de relaciones entre las partes, alguna de las cuales posiblemente dejara suficientemente satisfechos tanto a los del SÍ como a los del NO a la permanencia en España. Las excepciones, ya se sabe.

Alguien se ha puesto a pensar en qué situación quedaría en Cataluña ese cincuenta por ciento de ciudadanos que quiere seguir siendo español si triunfara el voto del otro cincuenta que quiere irse. O, por el contrario, qué pasaría con el cincuenta por ciento independentista si triunfaran los españolistas. Tanto en un caso como en otro, una auténtica debacle social, un permanente foco de inestabilidad, una situación de conflicto insoportable. Pero es que, además, se habría dado un paso irreversible.

Pues bien, a eso de discutir alternativas que satisfaga a todos, no sólo a los catalanes, también al resto de los españoles, es a lo que algunos se refieren como reforma de la Constitución para resolver el problema de la vertebración del Estado. ¿Tan difícil es entenderlo?