Que nadie piense que con este título me propongo encabezar una diatriba contra los instrumentos de comunicación que el avance tecnológico ha puesto y sigue poniendo en manos de los ciudadanos de nuestro tiempo. No lo voy a hacer por una sencilla razón, porque yo también soy uno de los atrapados por la hidra de cien cabezas y no quiero atormentarme con insanas lamentaciones. Además: ¿de qué iba a servirme la queja? Hace tiempo que decidí que no merecía la pena intentar salvar el mundo y desde entonces me conformo con procurar mantener mi entorno lo más limpio posible.
Observar a tu alrededor a los usuarios de los dichosos aparatos produce en ocasiones cierto desasosiego. Esta mañana, mientras tomaba una cerveza sobre la tarima de un chiringuito en la playa, una familia formada por el matrimonio, dos niñas entre los catorce y los dieciséis y dos niños entre los seis y quizá los nueve años de edad ocuparon de repente una mesa muy próxima a la mía. Los miré con cierto recelo al principio, temiéndome que fueran a estropear con sus conversaciones la tranquilidad y el silencio que me acompañaban, pero en seguida comprendí que se trataba de una tribu silenciosa, que no osaba pronunciar una palabra más alta que otra. Recobré la calma y continué disfrutando del momento.
Pero tan grande era el sosiego, tan plácido el ambiente entre los recién llegados, que no tuve por menos que interesarme por su actitud. Todos, desde el cabeza de familia, que rondaría los cuarenta y tantos, hasta el benjamín, un niño como ya he dicho de unos seis años de edad, manipulaban sus móviles, sin intercambiar palabra entre ellos, con las miradas clavadas en las pantallas y sin prestar la más mínima atención a las bebidas que les habían servido unos minutos antes. Parecían hipnotizados, como trasladados a un mundo distinto del nuestro.
Ya sé que esta escena nada tiene de particular, porque es algo que cualquier ciudadano de nuestro tiempo puede contemplar a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre claro que su propio smart phone le permita un respiro para mirar alrededor. Sin embargo, si traigo este asunto hoy aquí no es para contar una realidad palpable, sino para reflexionar sobre un fenómeno que no ha hecho más que empezar, porque lo que ahora vemos sólo es el principio de una revolución cultural que está llamada a cambiar completamente las relaciones personales del ser humano. Pero, aunque parezca una paradoja, no para hacerlo más comunicativo o más sociable, sino para aislarlo poco a poco de sus congéneres, para encapsularlo en un mundo aislado de los demás, en el que sus interlocutores sólo serán seres virtuales, agazapados al otro lado de las intrincadas líneas de comunicación. En definitiva, para convertirlo en un nodo más de una inmensa y despersonalizada red de intercambio de información, en una pieza cualquiera del gran robot en el que se está convirtiendo la humanidad.
Lo que acabo de decir ni es ciencia ficción ni mucho menos filosofía. Es tan sólo la reflexión que me hago cada vez que alguien a mí alrededor se enfrasca en el contenido de su “dispositivo”, como si en lo que contempla le fuera la vida, como si más allá de su pantalla nada existiera. Es mi visión de un futuro más o menos inmediato que se ve venir a pasos agigantados, arrastrado por los avances tecnológicos. Es mi opinión sobre un cambio de inflexión en la evolución de la humanidad que nadie es capaz de predecir dónde nos va a llevar.
Pero es el futuro que nos espera, nos guste o no nos guste. A mí lo único que me cabe ante este fenómeno es procurar no convertirme en una pieza más del gran robot, aunque otra cosa será que lo consiga.
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