Suele decirse que el conocimiento de la Historia ayuda a interpretar mejor lo que sucede en nuestros días, no sólo porque los comportamientos humanos suelen ser cíclicos y repetitivos, sino sobre todo porque determinados sucesos históricos marcaron en su momento, de manera determinante, el futuro de entonces, que hoy ya es presente. Si eso fuera cierto, y no una simple conjetura de historiadores ocurrentes, qué duda cabe de que las Cruzadas, aquella larga lucha entre las civilizaciones cristiana y musulmana, constituyeron un hito cuyas consecuencias aún persisten.
Me definía el otro día un buen amigo el terrorismo islamista que padecemos como la tercera guerra mundial. No sé si esta calificación será un poco exagerada, pero lo que sí es cierto es que el mundo occidental, heredero de los reinos cristianos medievales, se siente atacado por el yihadismo de nuestros días, que en cierto modo se considera a sí mismo el continuador de la lucha contra los infieles a la doctrina de Mahoma. Un nuevo ciclo en la lucha entre las dos culturas y una evidencia de que los odios de entonces no han desaparecido al cabo de los siglos.
En cualquier caso, teorías aparte, nos encontramos ante una grave situación, que en mi opinión no ha hecho más que empezar. La guerra asimétrica entre unos terroristas, capaces de inmolarse tras dejar en su loca trayectoria un reguero de sangre, y unas fuerzas de seguridad europeas desconcertadas ante los procedimientos utilizados por el enemigo, sin preparación adecuada para este tipo de lucha y mal coordinadas por unos Estados que no acaban de encontrar el rumbo que necesita ese gran proyecto que se llama Unión Europea, amenaza con debilitar los cimientos de un mundo que hasta hace muy poco se consideraba seguro.
Supongo que la solución a este problema no es fácil de encontrar, entre otras muchas cosas porque emana de una situación de inestabilidad en los países musulmanes, que convierte a esas zonas en el caldo de cultivo ideal para alimentar el fanatismo religioso de centenares de personas, capaces de morir matando. Además, las torpezas cometidas en los últimos años por el mundo occidental en forma de ataques militares, muchas veces sin claros objetivos, o lo que es peor con oscuras intenciones mercantilistas, han sembrado de muerte y miseria aquellos países y han convertido a la zona en un auténtico avispero, en un nido de rencor y de odio, el sustrato idóneo para fomentar el yihadismo.
Pero lo cierto es que nos están atacando y Europa tiene derecho a defenderse. Con inteligencia, por supuesto, porque las bombas no lo solucionan todo, y muchas veces contribuyen a empeorar la situación, pero con decidida intención de acabar con el terrorismo, no sólo en nuestro territorio, sino también en los lugares desde los que se alimenta. Pero sobre todo con sentido de solidaridad, porque si somos europeos debemos serlo en las duras y en las maduras. Éste no es un problema de cada uno de los países de la Unión Europea por separado, sino del conjunto de ellos. Los que a estas alturas todavía piensan que sean otros los que se comprometan en la lucha, y defienden un pacifismo absurdo cuando las cosas han llegado donde han llegado, se equivocan. Una cosa es pedir prudencia, mesura y proporcionalidad, y otra muy distinta mirar para otro lado como si lo que está sucediendo no nos afectara.
El pacifismo a ultranza, como teoría de la convivencia humana, es muy bonito y se vende con facilidad. Pero cuando nuestras vidas y nuestro modelo de convivencia están en peligro, no caben medias tintas. Los políticos europeos están en la obligación de explicarle a la población la realidad de lo que está sucediendo, ejercer la pedagogía social y combatir la amenaza con inteligencia, pero sin escatimar esfuerzos.
Si no lo hacen así, lo pagaremos todos tarde o temprano
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