28 de septiembre de 2020

El difícil equilibrio

 

Siento un gran respeto intelectual hacia el periodista Iñaki Gabilondo, cuyas crónicas de actualidad en la SER suelo oír con frecuencia. Su voz me acompaña durante el desayuno desde hace ya varios años, mientras me voy desperezando. Sus juicios por lo general me parecen certeros, pero sobre todo comedidos y equilibrados. En muy pocas ocasiones le he oído una frase que pudiera considerarse ofensiva, ni mucho menos una descalificación que no fuera acompañada del correspondiente razonamiento . Lo que no significa que no sea crítico e incluso mordaz con aquello que no le guste.

Sin embargo, hay veces que mi juicio difiere por completo del suyo, hasta el extremo de que me obliga a meditar durante un buen rato sobre la razón de la discrepancia. El otro día fue muy crítico con el gobierno porque se había decidido que el rey no asistiera en Barcelona a la entrega de despachos a los nuevos jueces. Yo, sin embargo, he creído entender las razones que se ocultan tras esta decisión. En mi opinión, al jefe del Estado no se le debe someter constantemente a insultos, quema de fotografías o exhibición de pancartas insultantes cada vez que pisa aquellas tierras. Con esas demostraciones fuera de tono no sólo se denigra a una persona, sino sobre todo a una institución que forma parte de nuestra actual estructura constitucional. Evitar estos escarnios es una obligación del gobierno.

Ya sé que el argumento que se esgrime para criticar esta decisión se basa en el supuesto de que se trata de una concesión a los separatistas, con objeto de conseguir su apoyo a los nuevos presupuestos. No digo que no pueda interpretarse así; pero, incluso aceptando este supuesto, a mí me parece bien que, al mismo tiempo que se protege a la institución, se trabaje para que dispongamos cuanto antes de unas cuentas públicas capaces de afrontar los retos de esta nueva crisis económica, ya que el PP ha decidido boicotearlos.

El otro día se oyó al señor Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial, criticar la decisión del gobierno con tono de reproche. Incluso explicó, faltando a la prudencia exigible en tan alto cargo institucional, que el rey lo llamó para transmitirle que le hubiera gustado haber asistido al acto. Lo que no desveló es si el jefe del Estado le dijo si está o no de acuerdo con la medida, porque pudiera ocurrir que lamentara no haber asistido, al mismo tiempo que entendiera las razones de la iniciativa gubernamental. A mí me hubiera gustado que el máximo representante de la judicatura, en vez de entrar en consideraciones políticas que no forman parte del ámbito de sus competencias institucionales, hubiera denunciado las maniobras del PP para bloquear las instituciones judiciales. Esa sí es una de las responsabilidades del señor Lesmes, vigilar que no se altere el mandato constitucional.

En otro orden de cosas, desapruebo por completo las palabras de Alberto Garzón y de otros ministros de Unidas Podemos sobre la actitud del rey en la conversación con Carlos Lesmes. Nada más y nada menos le ha acusado de partidismo político. No sólo me parece una acusación infundada, sino que además considero sus palabras como un gran error político. Un ministro, por muy republicano que se considere, no debe entrar nunca en descalificaciones al jefe del Estado. Lo único que consiguen los que atacan a la institución monárquica de esta manera es dar alientos a la oposición conservadora, deseosa de encontrar resquicios por donde atacar al gobierno.

No voy a decir aquello de que nunca la política española ha estado tan caldeada como está ahora, porque cualquiera que sienta interés por estos temas recordará etapas tan enconadas o más que la que se está viviendo en estos momentos. Lo que sí ha cambiado es el estilo, que de una cierta cortesía y respeto en el trato ha pasado a convertirse en una lamentable vulgaridad chabacana, donde parece a veces que los de un lado y los del otro compiten por expresar la mayor estulticia posible. El gobierno -en este caso me refiero a su presidente- debe hacer un esfuerzo por mantener el equilibrio institucional y no dejarse arrastrar por tanto incompetente.

24 de septiembre de 2020

Si lo sé no entro

 


En varias ocasiones, aquí y en algunos libros de viajes que escribí hace ya algún tiempo, he confesado la decepción que siento cuando un guía turístico no está a la altura de las circunstancias. No me refiero a los generalistas, a los que te acompañan día tras días durante un viaje organizado, porque mi experiencia me dice que por lo general suelen conocer bien su oficio y responden a las expectativas. Estoy pensando en los que te enseñan lugares concretos, de los que se supone, porque para eso están, que dominan en profundidad el lugar y su historia.

Acabo de volver de un viaje con mi mujer por los montes de Toledo, un recorrido sin plan prefijado por la España interior que me ha dejado impresionado por la belleza de los paisajes y, sobre todo, por la amabilidad de sus gentes. Uno de los lugares que visitamos fue el monumental monasterio de Guadalupe -patrimonio de la humanidad- de la mano del correspondiente guía local, un hombre de unos cuarenta y muchos años que, con una voz monótona y monocorde, se dedicó durante la escasa hora de la visita a contarnos anécdota tras anécdota y leyenda tras leyenda. Ni una mención ni media a la historia del conjunto monuental, sin apenas alusiones ni a la impresionante arquitectura que recorríamos ni a las vicisitudes por las que ha pasado a lo largo del tiempo tan extraordinario lugar.

En lo que sí se entretuvo, hasta la saciedad, es en explicarnos la riqueza de los distintos mantos de la virgen de Guadalupe. Además, no escatimó palabras para elogiar la riqueza de las vestimentas sacerdotales que se exhibían en algunas vitrinas, ni mucho menos para contarnos los festejos que se organizaron cuando, hace ya un siglo, Alfonso XIII acudió a Guadalupe para nombrar a la virgen de Guadalupe reina de la Hispanidad. Mucha música monocorde y poca lírica. Pero, sobre todo, ningún dato histórico, ninguna fecha que centrara la cronología, ninguna referencia que ayudara a entender mejor la extraordinaria arquitectura del conjunto de dependencias que visitábamos.

Siento que las cosas sean así. Es cierto que ahora cualquier información que uno quiera la encuentra con facilidad en Internet; pero no lo es menos que el momento más adecuado para recibirla es cuando se visita el escenario concreto. Lo que sucede, supongo, es que como a la mayoría de los visitantes no les interesa más que lo anecdótico y lo superficial, los guías profesionales no hacen ningún esfuerzo en profundizar. Eso unido a que carecen de la formación que debería exigírseles. Un círculo vicioso que nadie intenta solucionar.

Sin embargo, en este viaje visité también el centro de interpretación del geoparque de la comarca de las Villuercas, concretamente en el municipio de Cañamero, muy próximo a Guadalupe. Allí, una jovencita veinteañera, auténtica vocacional, nos explicó durante casi dos horas los fundamentos de una materia tan desconocida para el común de los mortales como es la geociencia. Pero no sólo los aspectos científicos, también las políticas nacionales e internacionales que se han ido poniendo en marcha para proteger “las piedras”. Insisto: una maravilla. Lo cuento por aquello de hacer justicia.

En cualquier caso, me impresionó tanto el entorno que recorrimos que me he propuesto volver allí en primavera. No volveré a entrar en el monasterio para no llevarme otra desilusión, pero volveré a recorrer una comarca que me ha parecido fascinante. Un viaje que recomiendo a los entusiastas del turismo rural.

20 de septiembre de 2020

No nos lo merecemos


Cómo puede ser que la Comunidad Autónoma de Madrid esté dirigida por una presidenta que cuando se expresa, sobre todo en los frecuentes intentos por ponerse trascendente, no sea capaz de hilar dos ideas con un mínimo de coherencia. De los dislates de la señora Díaz Ayuso ya he hablado aquí en alguna ocasión, pero es que el asunto va in crescendo. Uno de los más recientes fue el que espetó cuando dijo aquello de “es probable que todos los niños se contagien durante el curso”. Pues mire usted qué bien, señora presidenta.

Tampoco entiendo cuales son las razones que guían a Ciudadanos a mantenerse a su lado, sin que a sus líderes se les altere el pulso. La única explicación que encuentro es que estén haciendo oídos sordos a la descordinación, simplemente porque las poltronas tienen lo que tienen. Sin embargo, ahora, cuando parecía que intentaban dar un giro hacia el centro, ésta, sin duda, hubiera sido una magnífica ocasión para despegarse de quien con su desprestigio terminará arrastrándolos.

Pero entre todas las inquietudes que siento ante la situación política de la comunidad de Madrid, quizá se lleve la palma la perplejidad que me produce la ausencia del líder de la oposición, Ángel Gabilondo. Tal ha sido su silencio durante todos estos meses que, si no fuera porque en su momento encabezó la lista más votada, quizá me hubiera olvidado de su nombre. Ostenta la responsabilidad de manejar la crítica política contra la nefasta gestión que doña Isabel está haciendo en esta región y sin embargo no dice una palabra más alta que otra. Le tengo mucho respeto al señor Gabilondo, a quien considero un hombre moderado, inteligente y honrado; pero cuando se aceptan responsabilidades políticas hay que estar en la brecha, no se debe abandonar la lucha en ningún momento. Las palabras suaves y comedidas, si no van acompañadas de una rigurosa acción política, se interpretan como debilidad; y el exceso de mesura se convierte en ineficacia.

Empiezan a oírse voces que reclaman la presentación de un voto de censura, iniciativa que sólo puede tomar el partido socialista. Otra cosa es que si no se cuenta con el apoyo de Ciudadanos (de Vox ni hablo), cualquier intento de desplazar a la señora Díaz Ayuso será inútil, porque la aritmética parlamentaria es inefable. Por tanto, hoy por hoy no veo posible que estas iniciativas vayan adelante y mucho me temo que todo este ruido se quede, a pesar de la ineficacia demostrada por la ínclita presidenta, sólo en ruido.

Señor Gabilondo, no deserte usted de sus responsabilidades políticas, denuncie tantos errores como haya que denunciar y someta en el parlamento autonómico a quien ahora está al frente del gobierno regional a la presión política que tantos ciudadanos le están pidiendo. Usted no está ahí por casualidad, sino porque una mayoría de votante vieron en su persona lo que Madrid necesitaba entonces y necesita ahora, al hombre progresista y moderado capaz de gestionar con eficacia una comunidad tan compleja como la madrileña.

Dentro de unos días se reunirá el presidente del gobierno con la presidenta de Madrid, supongo que en un intento desesperado por resolver la dramática situación que atraviesa esta comunidad. Estoy seguro de que se decidirá poner en marcha acciones que deberían haberse aprobado hace ya tiempo. Pero mucho me temo que, si tales iniciativas continúan en manos de la señora Díaz Ayuso, al final todo siga manga por hombro.

12 de septiembre de 2020

Y tú más

Siempre he tenido la sensación de que judicializar la política no conduce a nada útil, entre otras razones porque, por muy graves que sean los delitos cometidos en su ámbito, por lo general se circunscriben a la responsabilidad de personas concretas y, por consiguiente, no tienen por qué poner en tela de juicio a los partidos políticos como tales. Por mucho que se insista en atacar por ese flanco, al final todo suele quedarse en turbulencias pasajeras, mucho ruido mediático y escasos resultados prácticos.

Sin embargo, hay situaciones en las que los delitos cometidos por algunos políticos sobrepasan el límite de las responsabilidades individuales y manchan inevitablemente al conjunto. Estos casos son muy preocupantes y contra ellos sólo caben los revulsivos internos. La única forma de librarse de su sombra consiste en que el propio partido afectado tome cartas en el asunto, clarifique la situación hasta sus últimas consecuencias y acabe de una vez por todas con los desmanes.

Ahora, cuando los jueces ponen en tela de juicio a  María Dolores de Cospedal y a Jorge Fernández Díaz (y quizá también a Mariano Rajoy) por su supuesta implicación en el caso Kitchen, Pablo Casado, no sólo no interviene para clarificar la situación, sino que además se hace cruces y acusa a la fiscalía de parcialidad partidista. Ni siquiera se molesta en defender que el PP que él preside ya no es el mismo, puede que porque sepa de antemano que por ahí no hay defensa posible. Él estaba en la cúpula y algo tendrá que decir.

El escándalo está servido desde que el secretario de estado de Seguridad en la etapa anterior, Francisco Martínez, imputado en la operación Kitchen, tirara de la manta y declarara que él no estaba solo cuando ordenó que se localizaran en el domicilio de Bárcenas determinados documentos que comprometían a varios miembros de la cúpula del Partido Popular.

Pero es que además llueve sobre mojado. El gobierno de Pedro Sánchez, al que la derecha más reaccionaria considera ilegítimo, está donde está precisamente porque un voto de censura, basado en una condena judicial al PP, acabó con la presidencia de Rajoy. Y ahora, cuando todavía no se han cerrado aquellas heridas, rebrota este nuevo alboroto, nada más y nada menos que porque la fiscalía anticorrupción ha solicitado la imputación de la señora Cospedal y del señor Fernández Díaz, al considerar que existen indicios suficientes para sospechar de su participación en la Kitchen.

Me mantengo en la idea de que no hay que judicializar la política. Pero cuando los delitos son sistémicos y afectan al correcto funcionamiento de la democracia, nadie debe ponerse de lado. Los líderes de todos los partidos están obligados a exigir responsabilidades. Porque financiar con fondos reservado operaciones delictivas es muy grave y trasciende, como decía más arriba, las responsabilidades individuales. Y utilizar a la policía como si se tratara de la guardia pretoriana de un gobierno es propio de repúblicas bananeras o de dictaduras tercermundistas.

Yo esperaba que Pablo Casado y su secretario general Teodoro García Egea reaccionaran con inteligencia política ante la noticia de la solicitud de la fiscalía, pero en vez hacerlo han empezado a repartir mandobles a diestro y a siniestro, en esa patética estrategia de y tú más. Ellos verán lo que hacen, pero tengo la sospecha de que su actitud perjudica al PP a corto y medio plazo. Es posible que su griterío tranquilice a sus incondicionales, pero fuera de esos votos ganados de antemano pueden perder otros muchos.

En cualquier caso, los jueces dirán lo que tengan que decir y la comisión parlamentaria de investigación exigirá las responsabilidades que correspondan.

7 de septiembre de 2020

Juan Palomo

La pandemia que estamos sufriendo debería traer, entre otras muchas consecuencias, un cambio sustancial en los mecanismos que rigen la relaciónentre entre el Estado y las autonomías. Se trata, por supuesto, de una opinión muy personal, sin más sustento que la impresión que me están causando las constantes disfunciones que se observan todos los días en la organización territorial de nuestro país. Quiero dejar claro desde el primer momento que yo siempre he aceptado el diseño que en su momento hicieron los constituyentes, decisión trascendental que interpreté y sigo interpretando como un acierto.

Hasta ahora, desde que se aprobó la Constitución, nada había sucedido en España que requiriera una absoluta y total coordinación entre el Estado y las comunidades que lo forman. Las competencias transferidas otorgan a estas últimas absoluta libertad para gestionar los asuntos que entran dentro de su jurisdicción y, por tanto, no era necesario que el gobierno central interviniera en ellos. Sin embargo, con la aparición de la pandemia se han puesto en evidencia, no sólo las debilidades de las partes, sino también la deslealtad de alguna de ellas hacia el conjunto. A medida que se fueron aprobando las distintas prórrogas del estado de alarma empezaron a surgir resquemores por todas partes, acusaciones de intromisión del Estado en las competencias transferidas, prisas por acabar con la excepcionalidad y boicoteo parlamentario en sus renovaciones. Yo me lo como y yo me lo guiso, reclamaban algunos. Qué intenta el gobierno interviniendo en lo que no debe, se preguntaban otros.

Pero cuando los sistemas sanitarios de las comunidades se han vuelto a poner a prueba y sus gobernantes han sido incapaces de contener la creciente expansión del virus, todos aquellos que en su momento protestaban vuelven la mirada hacia el gobierno central, solicitándole que intervenga. Han cambiado las tornas y donde antes decían digo dicen ahora Diego. Un auténtico esperpento que pone en evidencia que algo se ha desajustado en la arquitectura constitucional y requiere reparación urgente o, quizá, que algunos cabos quedaron mal atados desde el principio.

El gobierno actual ha puesto de moda el término “cogobernanza”, cuyo significado está claro, aunque algunos no lo quieran entender. También ha fomentado de manera extraordinaria las reuniones de presidentes de comunidad, un mecanismo constitucional que hasta ahora apenas se utilizaba. Lo primero es un llamamiento a la corresponsabilidad, un recordatorio de que en determinados asuntos se precisa reforzar los lazos de colaboración entre las comunidades y el Estado. Lo segundo persigue fomentar la imprescindible lealtad institucional, que lamentablemente se transgrede con demasiada frecuencia, no sólo por los independentistas, también por algunos partidos que presumen de constitucionalistas.

Las competencias transferidas deben ser respetadas, porque están inscritas en la Constitución. Yo mantengo mi fe en el modelo autonomista, que ha demostrado ser un buen sistema. Pero ahora, cuando una crisis de esta envergadura asola España, empiezo a echar de menos mecanismos ágiles que permitan recuperar con carácter provisional y transitorio lo que se ha dado en llamar el mando único. Porque si no se dispone de ellos, el actual diseño empezará a hacer agua por todas partes.

Sin embargo, tengo la sensación de que son muy pocos los que comparten mi preocupación, ni en el gobierno ni en la oposición.


2 de septiembre de 2020

¿Es usted inteligente? Y yo qué sé

Cuando hace muchísimos años hice la mili, recuerdo muy bien que lo primero que nos ordenaron a los 180 reclutas que componíamos la compañía fue formar una larga fila encabezada por el más alto y rematada por el más bajo. Después, dividida la fila en tramos de nueve, se organizaba la formación del conjunto -de nueve en fondo-, de tal manera que el de mayor estatura ocupaba el extremo derecho de la primera fila y el de menor el extremo izquierdo de la última. A partir de ahí quedaban determinadas las secciones, los pelotones, etc. Es decir, la altura, una cualidad tangible del ser humano, permitía clasificar sin excesivas complicaciones un colectivo de personas.

Esta mañana, quizá porque me haya levantado dispuesto a filosofar, me he preguntado si se podría organizar algo así a partir del llamado coeficiente intelectual, formando una “fila india” con el más inteligente en cabeza y con el más torpe en la cola. Mi contestación ha sido inmediata: al no ser la inteligencia una cualidad mensurable, no cabe la posibilidad de clasificar a las personas a partir de su valor.

He intentado encontrar alguna definición sobre lo que llamamos inteligencia, pero ha sido un esfuerzo inútil. En el mejor de los casos las descripciones no me han descubierto nada que no supiera de antemano, sólo ambigüedades sobre la capacidad de elegir lo mejor, de entender lo que nos rodea con clarividencia, de distinguir entre lo conveniente y lo nocivo para uno mismo. En el peor, hasta me han hecho sonreir, como aquella que afirma que inteligencia es lo que se puede medir con pruebas de inteligencia.

Tengo la sensación de que utilizamos la palabra inteligencia con bastante ligereza, sin saber muy bien lo que decimos. La inteligencia, hasta donde yo sé, es la suma de muchas cualidades, como la memoria, la voluntad y el entendimiento -las tres que citaba el conocido catecismo de Ripalda-, y también de otras muchas. Por tanto, al tratarse de una mezcla de varios ingredientes, cada uno de ellos en proporciones distintas en cada individuo, es imposible establecer un criterio objetivo de clasificación del conjunto, porque podría suceder que los que, por ejemplo, tuvieran una gran memoria, carecieran por completo de voluntad para utilizarla adecuadamente. O, por el contrario, que los desmemoriados hicieran un gran esfuerzo para superar su defecto y consiguieran administrar sus conocimientos con eficacia.

Sin embargo, solemos afirmar con bastante seguridad que una persona es muy inteligente, porque la vemos desenvolverse con soltura en la vida, y clasificar a otros de torpes simplemente porque se hayan encontrado con algún tropiezo que no han sabido resolver. Juicios ligeros, basados en criterios subjetivos, que damos por buenos quizá conscientes de nuestra incapacidad de ser más rigurosos en una materia tan compleja.

Por cierto, en aquella larga fila que formamos en el campamento yo ocupé el puesto número nueve, es decir el extremo izquierdo de la primera fila. Me pregunto cuál hubiera ocupado si nos hubieran colocado por orden de inteligencia. Aunque, pensándolo mejor, me quedo más tranquilo sin saberlo, no fuera a llevarme un disgusto.