Cuando hace muchísimos años hice la mili, recuerdo muy bien que lo primero que nos ordenaron a los 180 reclutas que componíamos la compañía fue formar una larga fila encabezada por el más alto y rematada por el más bajo. Después, dividida la fila en tramos de nueve, se organizaba la formación del conjunto -de nueve en fondo-, de tal manera que el de mayor estatura ocupaba el extremo derecho de la primera fila y el de menor el extremo izquierdo de la última. A partir de ahí quedaban determinadas las secciones, los pelotones, etc. Es decir, la altura, una cualidad tangible del ser humano, permitía clasificar sin excesivas complicaciones un colectivo de personas.
Esta mañana, quizá porque me haya levantado dispuesto a filosofar, me he preguntado si se podría organizar algo así a partir del llamado coeficiente intelectual, formando una “fila india” con el más inteligente en cabeza y con el más torpe en la cola. Mi contestación ha sido inmediata: al no ser la inteligencia una cualidad mensurable, no cabe la posibilidad de clasificar a las personas a partir de su valor.
He intentado encontrar alguna definición sobre lo que llamamos inteligencia, pero ha sido un esfuerzo inútil. En el mejor de los casos las descripciones no me han descubierto nada que no supiera de antemano, sólo ambigüedades sobre la capacidad de elegir lo mejor, de entender lo que nos rodea con clarividencia, de distinguir entre lo conveniente y lo nocivo para uno mismo. En el peor, hasta me han hecho sonreir, como aquella que afirma que inteligencia es lo que se puede medir con pruebas de inteligencia.
Tengo la sensación de que utilizamos la palabra inteligencia con bastante ligereza, sin saber muy bien lo que decimos. La inteligencia, hasta donde yo sé, es la suma de muchas cualidades, como la memoria, la voluntad y el entendimiento -las tres que citaba el conocido catecismo de Ripalda-, y también de otras muchas. Por tanto, al tratarse de una mezcla de varios ingredientes, cada uno de ellos en proporciones distintas en cada individuo, es imposible establecer un criterio objetivo de clasificación del conjunto, porque podría suceder que los que, por ejemplo, tuvieran una gran memoria, carecieran por completo de voluntad para utilizarla adecuadamente. O, por el contrario, que los desmemoriados hicieran un gran esfuerzo para superar su defecto y consiguieran administrar sus conocimientos con eficacia.
Sin embargo, solemos afirmar con bastante seguridad que una persona es muy inteligente, porque la vemos desenvolverse con soltura en la vida, y clasificar a otros de torpes simplemente porque se hayan encontrado con algún tropiezo que no han sabido resolver. Juicios ligeros, basados en criterios subjetivos, que damos por buenos quizá conscientes de nuestra incapacidad de ser más rigurosos en una materia tan compleja.
Por cierto, en aquella larga fila que formamos en el campamento yo ocupé el puesto número nueve, es decir el extremo izquierdo de la primera fila. Me pregunto cuál hubiera ocupado si nos hubieran colocado por orden de inteligencia. Aunque, pensándolo mejor, me quedo más tranquilo sin saberlo, no fuera a llevarme un disgusto.
Allá por 1962 nos decía a sus alumnos el profesor Abellanas, en una de sus escasas salidas del guión de la clase, que cuando una determinada materia no se conocía suficientemente, se recurría a la estadística. Pero como se dice en el artículo, no sabemos bien ni lo que es la inteligencia. Sin embargo, sí somos capaces de identificar algunas parcelas de la inteligencia: memoria numérica, fluidez verbal, percepción dimensional y otras muchas que la Psicología Experimental nos proporciona. Para cada una de esas parcelas sí existen tests que, a través de la estadística, nos dan una idea bastante aproximada de la capacidad de cada persona en relación con esa parcela específica de la inteligencia. Representando los resultados de todas la parcelas en un diagrama de tipo polar obtendríamos una idea más o menos aproximada de su inteligencia. Bueno, no es que podamos decir que individuo ese más inteligente que aquél, pero nos da una cierta idea. Entre el absoluto desconocimiento y el conocimiento, hay grados. Dicho esto, soy consciente de que el artículo no es sino una disquisición con un toque de humor sobre la inteligencia, pero creo que un comentario siempre viene bien para animar el Blog.
ResponderEliminarGracias Alfredo. Yo también fui alumno del profesor Abellanas Cebollero, a quien llamábamos "la alegria de la huerta", no sólo por sus apellidos. Me introdujo en el campo de los conjuntos, por aquel entonces una auténtica novedad en el estudio de las matemáticas. Fue cuando cursé primero de Ciencias, uno de los cursos necesarios entonces para ingresar en cualquier ingeniería. Pero de esto, como de casi todo, han pasado ya muchos años.
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