22 de julio de 2018

De mitinero a parlamentario

Debo confesar que estoy gratamente sorprendido por el cambio de tono que ha experimentado la voz y la expresión oral de Pedro Sánchez, desde cuando hablaba en la oposición a cuando ahora lo hace como presidente del gobierno. A mí, que soy persona que le da bastante importancia a la voz y a la oratoria, este cambio me ha llamado la atención.

Pero esta impresión, al fin y al cabo sobre un detalle marginal, todavía se acrecienta más cuando me fijo en la seguridad con la que el nuevo presidente del gobierno lanza los mensajes, en la dialéctica que utiliza cuando habla en público y en la claridad de la exposición de sus ideas. Desde mi punto de vista -subjetivo por supuesto-, Sánchez ha pasado del atropello verbal y de una cierta confusión en la comunicación, a una oratoria calmada, sin aspavientos innecesarios, y a una claridad expositiva de la que antes carecía o, por lo menos, que no me convencía.

Es cierto que el hecho de ostentar el poder dota a sus protagonistas de seguridad en sí mismos. Pero, en mi opinión, el cambio no se justifica sólo por esta circunstancia. Tengo la impresión de que Pedro Sánchez ha evolucionado desde una cierta desorientación ideológica, al convencimiento de que se consigue más desde la prudencia y la cautela que desde las prisas y el asalto a los cielos. O, dicho de otro modo, creo que ha dejado atrás la utopía ingenua para abrazar el posibilismo maduro.

Hubo un momento en el que me costaba reconocer en él a un líder socialdemócrata, porque su discurso me transmitía un cierto tufo radical que no me convencía demasiado. No debí de ser el único, porque en aquellos momentos convulsionó al partido socialista hasta ponerlo patas arribas, al mismo tiempo que las encuestas señalaban día a día un descenso en la intención de voto al PSOE. Pero la situación parece que ha cambiado radicalmente, porque ahora los suyos lo apoyan y los sondeos muestran un cambio de preferencias en el conjunto electoral favorable a los socialistas.

Sé, porque es muy evidente, que Pedro Sánchez no lo va a tener fácil en lo que queda de legislatura. Con sólo 84 escaños, una panoplia variopinta de aliados y una oposición rabiosa y con ganas de desquite, cuenta con muy poco margen de maniobra, aunque con el suficiente para demostrar, si es que la tiene, su capacidad como gobernante. En su última comparecencia en el Congreso demostró que está dispuesto a hacer política, que en definitiva es lo que le corresponde hacer a un presidente de gobierno. No le faltaron reproches oportunamente dirigidos a la derecha recién derrotada, ni guiños a los separatistas catalanes -sin salirse en ningún momento del guion constitucional-, ni mensajes de juntos pero no revueltos a la izquierda radical. Estuvo contundente, pero al mismo tiempo cercano.

Todavía es pronto para aventurar que pueda suceder en las elecciones de dentro de dos años. Pero si el gobierno que preside Sánchez sostiene el tono de moderación que ha mantenido hasta ahora, sin renunciar al mismo tiempo a llevar adelante reformas sociales y a regenerar la vida política en España, es fácil suponer que las gane con una mayoría holgada.

Lo diré una vez más. El cambio que ha experimentado la dialéctica de Pedro Sánchez en los últimos meses me ha dejado gratamente sorprendido. Espero que no sea una alucinación pasajera o un espejismo evanescente. El tiempo lo dirá.

15 de julio de 2018

Reino o república

Si el título que hoy he elegido fuera la pregunta que se hiciera en un supuesto referéndum, yo contestaría, sin dudarlo ni un instante, república. Digo esto de antemano, para que la reflexión que viene a continuación no induzca a errores sobre mi posición política en este asunto. Estamos tan acostumbrados a la falsificación de las palabras, a la tergiversación de los conceptos, que a veces me veo obligado a establecer alguna premisa aclaratoria antes de entrar en materia. Pero hecha ésta, vayamos al grano.

Cuando hace cuarenta años se aprobó la Constitución, lo que en realidad se firmó fue un pacto de no agresión entre los españoles que habían vivido la guerra civil en cualquiera de sus dos bandos o crecido bajo la influencia de las consecuencias del conflicto. Como en todo compromiso, las dos partes tuvieron que hacer concesiones y aceptar cláusulas que no les gustaban porque iban en contra de sus principios programáticos. La aceptación de la forma de estado como reino fue una de ellas. La monarquía formaba parte del legado de la dictadura, arrastraba una historia de comportamientos poco edificantes y la rémora de haber amparado la injusticia y la desigualdad entre los españoles durante siglos; pero inmersa en un sistema constitucional y parlamentario quizá pudiera resultar práctica. Al menos así lo pensaron aquellos que, aun prefiriendo un sistema republicano, votaron sí a la nueva Carta Magna. Yo fui uno de ellos.

No voy a hacer ahora balance de sus errores y de sus aciertos durante estos años, porque ese no es el objetivo que me he marcado hoy. Lo que quiero resaltar ahora es que, pasados cuatro décadas desde su reimplantación, la monarquía se ha convertido por la fuerza de los hechos y no por méritos propios en una pieza, no digo fundamental, pero sí incrustada en el imaginario colectivo nacional e internacional. Lo que significa que cualquier revisión precipitada de la forma de estado podría producir una inestabilidad política muy peligrosa para el país. No porque la monarquía sea imprescindible, que a mi juicio no lo es, sino porque se trata de una institución imbricada en las estructuras sociales a todos los niveles. Moverla sin la debida cautela y sin el consenso necesario podría traer consecuencias inimaginables. De ahí que el actual gobierno, que nada tiene de monárquico, esté tratando el tema con prudencia, toreando con miramientos alambicados la situación provocada por los últimos escándalos reales que están saliendo a la luz. Serían unos irresponsables si no lo hicieran así, como lo son los que ahora le exigen contundencia.

El debate se ha abierto. En realidad nunca se cerró del todo, aunque sí es cierto que durante mucho tiempo ha permanecido en un curioso estado de hibernación, más allá de que algunos -muy pocos y “sotto voce”- lo hayan sacado a la palestra de cuando en cuando para adornar sus reivindicaciones sociales, para darle más garra a su inconformismo. Pero ahora la polémica se recrudece, porque, como le oí decir hace tiempo a  un viejo republicano, se les regala una corona y hacen con ella lo que les viene en gana. No me parece mal que se debata, pero sin demagogia, sin saltos en el vacío, sin “guillotinas”. En el mejor de los casos, revertir la situación llevará tiempo, porque la monarquía cuenta con apoyos populares y también y sobre todo de alto copete, en el extenso sentido de esta última expresión.

La estabilidad, un concepto muy manoseado y muy poco entendido, tiene un precio. No la tiremos por la borda aunque el cuerpo nos lo esté pidiendo a gritos.

13 de julio de 2018

Trescientos artículos

Éste será el tricentésimo artículo que publico en el blog. Empecé a escribir en sus páginas el día 9 de diciembre de 2014, es decir hace poco más de tres años y medio. Salvo alguna breve interrupción coyuntural, he procurado reflejar mis impresiones con bastante frecuencia, tanta como las ideas me han ido viniendo a la cabeza. Por supuesto sin orden ni concierto, porque el propósito que en su día me llevo a meterme en esta aventura supuestamente literaria no preveía que las cosas se hicieran de otra manera. No se trata por tanto de un blog monográfico, sino todo lo contrario. No es más que una colección de ocurrencias esporádicas, algunas basadas en la realidad del momento, otras con pretensiones más atemporales y generalistas. Pero todas bajo mi exclusiva responsabilidad personal.

Decía Oscar Wilde –o eso dicen que decía- que cuando alguien escribe lo primero que hace es pensar a quién quiere atacar. Pero no es mi caso, lo confieso. Aunque es cierto, no lo voy a negar, que a veces detrás de alguno de mis escritos se esconde el espíritu de alguien, del que me haya inspirado la idea o de aquel a quien en un momento determinado quiera transmitir un mensaje de discrepancia o de coincidencia con sus ideas. No  siempre son personas concretas con nombres y apellidos, a veces colectivos más abstractos.

A través de ciertas estadísticas que me suministra el sistema informático que utilizo, tengo una idea del número de lectores que siguen el Huerto abandonado. Sé que no son muchos. Pero también que algunos de ellos se sienten defraudados si tardo tiempo en publicar, no necesariamente porque compartan mis ideas, sino porque les gusta conocer mis puntos de vista, sean o no de su agrado. Eso me estimula, porque si bien es cierto que no me importaría escribir aunque nadie me leyera, no voy a negar que saber que hay quien lo hace me produce cierta satisfacción.

Al principio de esta andadura -que ya va siendo larga-, de vez en vez, y siempre a iniciativa de los lectores, se publicaban algunos comentarios de coincidencia o discrepancia con las ideas que exponía. Pero pronto dejaron de aparecer, lo que pone en evidencia que un blog, al menos como yo lo concibo, no es un sistema de comunicación bidireccional, como puedan serlo las redes sociales al uso. Lo que no quiere decir que no me lleguen las impresiones de los que lo leen, pero por fuera de las páginas del blog, algunas de viva voz y otras a través del correo electrónico. Lo que me permite rectificar malentendidos, corregir defectos de expresión o, por el contrario, “mantenella y no enmendalla”.

De momento voy a continuar escribiendo, aunque no sé hasta cuándo. Quizá hasta que un día me dé cuenta de que estoy haciendo el panoli, jugando a pensador y a filósofo barato, a periodista del tres al cuarto, a columnista aficionado. Aunque lo malo de estas situaciones es que, como sucede con los cuernos, el interesado es el último en enterarse. Lo que podría originar que siguiera viviendo durante algún tiempo en la ignorancia, en el convencimiento de que lo que escribo interesa a algunos.

Lo dicho: ahora, pasito a pasito, a por los cuatrocientos

8 de julio de 2018

¿Es malo el bipartidismo?

Cuando hace unos años aparecieron los entonces llamados partidos emergentes (¡qué pronto pierden su significado los adjetivos ocurrentes!), por todas partes se oía aquello de que le había llegado la hora final al bipartidismo. Recuerdo que entonces me mostré en este blog algo escéptico respecto a tal predicción, porque me resultaba muy difícil aceptar que un Partido Popular, heredero del conservadurismo español de los siglos XIX y XX, y un PSOE, representante en España de la izquierda socialdemócrata de corte europeo, pudieran desaparecer del mapa y dar paso a los recién llegados –Ciudadanos y Podemos-, al fin y al cabo escisiones coyunturales de los ya existentes.

Más adelante, cuando estos últimos empezaron a disputar el voto a los anteriores y a ganar posiciones electorales con cierta rapidez, me entraron dudas. Quizá- empecé a pensar- hubiera llegado el momento de los pactos, y por consiguiente de los bloques, y se estuviera acabando el de los partidos hegemónicos. Unas dudas, lo confieso, que me venían y se me iban a rachas, porque en el fondo no veía que el multipartidismo pudiera tener futuro en una sociedad tan polarizada como la nuestra. Una cosa es aparecer en escena para llamar la atención a los de siempre porque sus trayectorias cada vez se apartaban más de sus esencias programáticas y otra muy distinta sustituirlos del todo. Lo primero –alertar a los dos grandes partidos- ya se ha hecho; lo segundo –disputarles la hegemonía- está por ver.

Como en definitiva los que al final eligen el reparto de escaños son los electores, lo que sucedió en aquel momento -y quizá todavía esté sucediendo aunque con menos intensidad- es que una parte del electorado tradicional de los dos grandes partidos de implantación nacional se sintió defraudado y buscó alternativas. Sin embargo otros muchos votantes del PSOE y del PP, convencidos de que las desviaciones se corrigen mejor desde dentro que desde fuera, permanecieron fieles a las siglas que siempre habían defendido, en la confianza de que se produjera la catarsis necesaria. Resultado, una fragmentación de los partidos en cuatro bloques, una dispersión del voto que por su inoperancia convence a cada vez menos.

Después de haber contemplado la catarsis del PSOE y estar asistiendo ahora al intento de depuración interna del PP, tengo la sensación de que la tendencia centrifuga del electorado ha remitido o está en proceso de remisión. Creo que una gran parte de los que en su momento dieron la espalda a sus siglas de siempre están reconsiderando su intención de voto, o porque han comprobado que la dispersión de escaños perjudica a las ideas que defienden o porque observan cambios renovadores y por tanto esperanzadores en sus partidos de origen. Dan por bien empleada la deserción coyuntural a la que se vieron obligados en un momento determinado, pero prefieren estar seguros de que su voto no se pierde en la inoperante fragmentación a la que aquella dio lugar.

¿Volvemos al bipartidismo, a dos partidos nacionales de gran implantación territorial? Es pronto para asegurarlo con contundencia. De lo que sí estoy seguro es de que algo está cambiando en la percepción de los votantes.

1 de julio de 2018

¿Desajustes neuronales o profesión de comediante?

Si no fuera porque Willy Toledo es un actor y sé que todo lo que hace un profesional  de la comedia frente a una cámara o sobre un escenario es puro fingimiento, yo hubiera llegado a pensar al oír sus últimas opiniones que padece alguna psicopatía de carácter agudo y persistente. Al principio, cuando empecé a observarle en esta nueva faceta -¿rol?- de progre contestatario, de blasfemo mal educado y de provocador insumiso, me quedé fascinado por lo que parecía la pura imagen de la transgresión llevada al límite. Pero poco a poco, a medida que seguí oyendo alguno de sus discursivos sermones, comprendí que detrás de tanta palabrería no había más que oficio de comediante consumado.

En cualquier caso, y dado que este blog existe para que yo pueda dar rienda suelta a lo que me venga en gana en cada momento, voy a dedicar al inquieto personaje una pequeña reflexión. El señor Toledo no estaría tan en candelero en los últimos meses si no fuera porque un grupo de carácter católico ultraconservador lo ha denunciado ante los tribunales por  delito de ofensa religiosa. Dicho de otra forma, de no existir esa denuncia, don Guillermo, en vez de aparecer con tanta frecuencia en algunas televisiones, estaría buscando trabajo de teatro en teatro y de plató en plató como tantos otros profesionales de su honorable profesión.

Pero como la intransigencia de algunos crea esperpentos, lo que para mí no fue más que una manifiesta vulgaridad, una zafia ordinariez, una innecesaria expresión de mal gusto -que por conocida no voy a repetir-, la intolerancia de aquellos la ha convertido en motivo de denuncia. Estoy de acuerdo en que el actor no escogió las palabras más adecuadas para expresar su incredulidad respecto a determinado dogma cristiano. Pero sus denunciantes deberían entender que, aunque con palabras groseras y mal sonantes, lo único que hizo el denunciado fue hacer uso de la  libertad de expresión que gozamos en España.

Con todo este caldo de cultivo a su favor, Willy Toledo lleva un tiempo despotricando contra todo lo que se mueva. Según el conocido actor, nuestro sistema político es fascista, la alcaldesa de Madrid pertenece al régimen -¿a cuál?-, Cuba es el paraíso de la democracia, Gadafi fue un progresista vilmente asesinado por los poderes fácticos capitalistas, los padres de nuestra constitución vestían todos camisa falangista, el comunismo real es el único sistema que de verdad defiende los derechos humanos, los medios de comunicación españoles están todos conchabados con el sistema -¿qué sistema?, y así todo. Si no fuera –ya lo he dicho al principio- porque uno sabe que se trata de un actor, tendría que pensar que en su sistema neuronal se ha producido algún cortocircuito.

Lo malo de estas cosas es que dejan huella. No son pocos los que aplauden la actitud de Willy Toledo. Confunden la denuncia de las injusticias con las actitudes antisistema. Eligen el camino de la insumisión generalizada como única vía para resolver los problemas sociales. Se apartan de las reglas del juego y caen en la anarquía. Revuelven todo y no arreglan nada. Mucho ruido y pocas nueces. Demasiada algarabía inútil, desde mi punto de vista.

Le deseo mucha suerte a Willy Toledo en sus cuitas con la justicia. Pero, al mismo tiempo, le sugiero que deje de decir sandeces y se dedique a lo suyo.