27 de diciembre de 2016

Las viejas guardias

Cuando en política nos referimos a la vieja guardia de un partido, sabemos perfectamente de qué estamos hablando, del conjunto de militantes que pertenecen a la estructura orgánica desde su fundación o desde los primeros momentos de su andadura. Suelen constituir una élite dentro de la organización, sin más mérito añadido que la antigüedad de su militancia, veteranía que exhiben como signo diferencial para prevalecer sobre el resto de sus compañeros, por aquello de que a los fundadores no se les puede negar la pureza de sus intenciones.

De esto que acabo decir no se libran ni siquiera los de Podemos, a pesar de que no pertenezcan a la casta. El que hayan llegado a la política  para arreglarlo todo, incluidos estos pequeños vicios relacionados con el escalafón, nos les impide comportarse como el común de los mortales. Sin ir más lejos, le oí decir el otro día a Juan Carlos Monedero, ante las cámaras de La Sexta y a propósito de ciertas declaraciones de Tania Sánchez que no compartía, que la conocida diputada de Podemos no estaba con ellos desde el principio, que había llegado más tarde. Lo expresó -supongo que porque el subconsciente lo había traicionado- con la intención de quitar valor a las manifestaciones de su compañera de filas, declarada errejonista. Como a mí me sorprendió que un político, al que debo considerar suficientemente inteligente como para no caer en estos errores de bulto, fuera capaz de apoyar sus críticas en la antigüedad de la militancia de alguien, estuve atento a las intervenciones de los tertulianos de turno, confiando en que alguno le afearía la alusión al escalafón. Pero no: pasó inadvertida, como la cosa más normal del mundo.

Yo supongo que a estas alturas a muchos se les habrá desprendido ya aquel velo que cubrió las mentes de tantos votantes durante un cierto tiempo. No estoy pensando en las ideas políticas de Podemos, que respeto como hago con las de cualquier opción política aunque no las comparta, me refiero al halo de pureza ética que decían que los acompañaba, como si ellos fueran los únicos cabales del universo, como si hubieran llegado para reformar las costumbres de raiz, acabar con los vicios políticos y liquidar lo rancio, antiguo y demodé que corroe el alma de los viejos partidos. Digo que supongo que muchos habrán despertado de aquel sueño, pero no estoy nada seguro, porque a veces la hipnosis es tan profunda que dura más de lo sospechado.

Ya son muchas las contradicciones de este tipo que se van encontrando en el proceder de los líderes de Podemos. Es muy posible que no llamaran la atención si no fuera por ese discurso de limpieza, de transparencia y de integridad ética con el que adornan sus discursos, contrapunto de la maraña de pecados de todo tipo y calibre que achacan a sus rivales. Seguramente estas debilidades pasarían desapercibidas, si en vez de la presunción ética que exhiben a todas horas usaran una terminología más humana, más de carne y hueso, más cercana a la realidad del mundo de la política. En definitiva, si se hubieran mostrado más cautos, menos ingenuos y sobre todo con los pies en la tierra. Pero no: ellos insisten en que han venido a acabar con la vieja política y a combatir las flaquezas de los demás; y claro, muchas veces, aunque no sea más que por contraste, se les ve la inmadurez.

En realidad lo que posiblemente suceda es que hayan descubierto la erótica del poder, ese placer indescriptible que debe de producir el pertenecer a la cúpula de una organización política, ser el amo y señor de las ideas de un colectivo humano. Pero como en esa cúpula no caben todos, porque los partidos resultarían inmanejables, pronto empiezan los codazos, las zancadillas y las patadas en el culo. Enseguida se inicia la lucha por el quítate tú para que siga yo.

A ver si va a resultar que los comportamientos que venían a erradicar no son sino una manifestación más de la naturaleza humana y por tanto ni ellos se libran de padecerlos. Lo sorprendente es que no se hayan dado cuenta hasta ahora y continuen con sus monsergas redentoras.

23 de diciembre de 2016

¿A dónde vamos tan deprisa?

En un ensayo sobre la evolución del ser humano que estoy leyendo estos días, acabo de encontrame con la siguiente frase: cuanto más rápido evoluciona el conocimiento, más difícil es pronosticar el futuro. Me he levantado del sillón, he abierto el ordenador y me he puesto a escribir, sin saber muy bien a dónde me conducirá esta idea. No lo puedo evitar: las meditaciones sobre el devenir del hombre como especie inteligente motivan mis pensamientos. Nada me resulta tan apasionante como cavilar acerca de nuestra procedencia y de nuestro destino como colectivo.

Lo que quiere expresar el ensayista en la frase anterior es que la velocidad con la que se producen los cambios tecnológicos -mucho mayor ahora que en cualquier época pasada- elimina en cierta medida aquel axioma, hasta ahora indiscutible, de que el conocimiento del pasado y del presente ayuda a predecir el futuro. Antes, cuando los avances se desarrollaban de forma más pausada, la mente humana tendía a proyectar las transformaciones hacia adelante, porque las cosas se veían venir. Pero ahora, cuando en unos cuantos lustros la tecnología ha cambiado el mundo hasta hacerlo casi irreconocible, no es posible aventurar cómo será dentro de cincuenta años.

Creo que he confesado aquí, en este blog, que a mí me gusta el género denominado ciencia ficción, tanto en la vertiente literaria como en la cinematográfica. Decía entonces, y quiero resaltar ahora, que lo que en realidad me atrae de sus argumentos es la proyección lógica hacia el futuro, partiendo de la realidad conocida; o, dicho de otro modo, la predicción del futuro en base a la experiencia acumulada hasta el momento. Aclaro esto, porque a mí las películas en las que los animales terrestres tienen alas, y por tanto vuelan, los robot sufren y padecen emociones y paranoias y los hombres pelean con espadas refulgentes me aburren profundamente. Eso no es ciencia ficción. Quizá sea, por concederle algún valor, un conjunto de metáforas fantasiosas.

Una de las consecuencias que se podría extraerse de la cita de arriba es que cada vez es más difícil hacer ciencia ficción. Julio Verne lo tenía fácil, si se me permite la broma hacia el admirable escritor francés. Si las piezas de artillería cada vez tenían mayor alcance, ¿por qué no imaginar una tan potente que pudiera llevar al hombre a la luna? No se equivocó en su predicción. Pero, ¿seríamos capaces ahora de aventurar que el hombre nunca vencerá las limitaciones que imponen los principios que sustentan la física cuántica y la teoría de la relatividad, y por tanto asegurar que jamás podrá viajar a velocidades superiores a la de la luz?

En estos momentos estamos asistiendo a una evolución de la biónica -disciplina que estudia la creación y desarrollo de aparatos y procedimientos tecnológicos que sustituyen o sirven de ayuda a las funciones naturales de los seres vivos- .hacia límites insospechados. ¿Alguien sería capaz ante este panorama de asegurar que el hombre nunca podrá vivir por encima de los 200 o de los 300 o quizá de los 1000 años? Tal posibilidad aterra, pero ningún científico sería capaz de negarla con rotundidad. 

No quisiera hoy entrar en el terreno de la filosofía, de la metafísica. Sin embargo, me atrevería a decir que con la velocidad que está evolucionando el conocimiento, y por tanto la tecnología y el dominio del hombre sobre su entorno, se transformarmarán por completo los conceptos filosóficos tradicionales y los credos religiosos. No en balde las religiones –la cristiana entre ellas- han temido desde siempre a la ciencia, que tantas veces las ha dejado en evidencia.

Pero no, hoy no toca hablar de filosofía. Hoy es día de felicitaciones.

FELIZ NAVIDAD Y PROSPERO AÑO NUEVO a todos.

20 de diciembre de 2016

El lenguaje de los cursi-repelentes

Le tengo tanto respeto a las palabras, a la expresión oral o escrita, que cuando detecto alguna incorrección en el lenguaje se me altera el pulso. La pobreza de estilo, la falta de vocabulario o incluso la zafiedad expresiva están a la orden del día en nuestra sociedad, circunstancia que en nada favorece a mi tensión arterial, ya de por sí alta gracias a la herencia genética. Pero por si lo anterior no fuera suficiente para poner a prueba la condición de mis arterias, en los últimos años, quizá como un erróneo intento de contrarrestar lo anterior, está apareciendo un estilo en los mensajes de los políticos que, a falta de encontrarle un adjetivo mejor, denominaré cursi-repelente. Quizá algunos ejemplos me ayuden a explicar lo que pretendo decir.

Hace ya algún tiempo, unos políticos, de cuyo nombre no me he olvidado pero prefiero no referir por ser un dato irrelevante para mi propósito de hoy –de la cursi-repulsión se libran pocos,- trajeron al lenguaje normal la expresión poner en valor.  No les bastaba el verbo valorar o las expresiones destacar o señalar el valor. No: había que inventar algo nuevo, alguna expresión que epatara, que aumentara el caché del orador. Ahora, cuando algunos cursi-repelentes quieren destacar las cualidades de alguien o de algo, recomiendan que se ponga en valor la naturaleza de las mismas. Una cursi-repelencia que se ha extendido en el lenguaje sin contención, como lo hacen las mareas negras.

Sin embargo, algunos de los que utilizan éste barbarismo, al mismo tiempo son incapaces de encontrar algún adjetivo distinto de la palabra importante. El otro día, sin ir más lejos, oí en boca de un político la siguiente noticia: “en una importante operación policial, las fuerzas de orden público detuvieron a tres individuos que custodiaban un importante arsenal de armas. Hay que poner en valor la importante actuación de los investigadores”. Es cierto que la noticia no deja de tener su importancia, pero no hubiera estado de más utilizar algún calificativo distinto del comodín importante, aunque sólo fuera para demostrar que uno dispone de un vocabulario algo más amplio.

Otros, en este caso de formación jurídica, han puesto de moda la expresión trasladar, en lugar de lo que realmente quieren decir: informar o comunicar. Le he trasladado al ministro la felicitación de los funcionarios, o le trasladaré al presidente la petición que me han hecho los damnificados. Hasta ahora se trasladaba tan sólo en el ámbito de la judicatura y se informaba o se notificaba en el lenguaje normal. No es lo mismo trasladar un auto judicial que comunicar una noticia.

Pero lo peor estaba por venir y ha llegado. Ahora ya no hay pluralidad sino representación coral. Y claro, de coral, coralidad, coralista y toda una sarta de derivados ridículos y malsonantes, que ni están en el diccionario de la lengua ni creo que lleguen a estarlo alguna vez. No sé de dónde se habrán sacado algunos líderes esta expresión cursi-repelente, que yo sólo había oído antes aplicada a determinados argumentos de la literatura o del cine, cuando se quiere expresar con lo de coral que hay un número considerable de personajes. Pero oír que un congreso político es coral, o que las tendencias estarán representadas con coralidad o de manera coralista, es muy duro de soportar. Y últimamente lo estoy oyendo con mucha frecuencia y, por cierto, siempre a los mismos.

La verdad es que no sé por qué me empeño en denunciar estas agresiones al lenguaje, sabiendo de antemano que no sirve de nada hacerlo.

16 de diciembre de 2016

Te vas a enterar de lo que vale un peine (amenaza castiza)

Si no fuera porque soporto muy mal las amenazas -en primera, segunda o tercera persona del singular o del plural- el incidente entre Monedero e Yllanes del otro día, cuando el primero advirtió al segundo de que “ojito con lo que digas a partir de febrero”, me hubiera pasado inadvertido. Posiblemente lo habría considerado una bravuconada de mal gusto de uno y quizá un exceso de susceptibilidad del otro. Pero, ya digo, no tolero las intimidaciones, mucho menos cuando éstas proceden de quien aparentemente posee cierta posición de ventaja con respecto al amenazado. Pocos, muy pocos encontronazos tuve durante mi etapa profesional, pero si hubo alguno fue por causa de cierto intento de coacción de uno de mis directores de entonces. Hice frente a la amenaza (con el debido respeto) y el otro se la envainó.

Por eso, porque me rechinan las amenazas, he indagado algo sobre el incidente dialéctico entre los dos renombrados militantes podemitas, que, como es sabido, acabó con una explicación edulcorada de lo que quiso decir Monedero y una resignada aceptación de disculpas por parte del diputado Yllanes. Una forma muy política de zanjar un desencuentro profundo, que ante mis ojos no quita nada de hierro a lo que sucedió en el comedor del Congreso, donde, por cierto, se encontraba el primero sin que sea diputado. Al fin y al cabo los de Podemos están hechos de carne y hueso como los de la casta y utilizan las instituciones del Estado a su mejor conveniencia.

Lo que sucedió ese día responde a un estado de cosas que no debería pasarnos desapercibido porque tiene mucha enjundia. Monedero es un incondicional de Iglesias e Yllanes uno de los puntales más importantes de Errejón. Por tanto, se trata de  una personificación de la lucha interna que padece Podemos, que no es, como dicen algunos, un fraterno contraste de opiniones ideológicas, sino una dura refriega para hacerse con el poder interno del partido, un combate letal entre personas que aspiran a permanecer en la cúpula del partido a toda costa. Lo he dicho en alguna ocasión y lo vuelvo a repetir ahora: dejémonos de eufemismos cuando hablemos de política, que lo único que consiguen es confundir a los bienintencionados.

Yo no creo que existan diferencias de ideas entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, sino visiones distintas de la estrategia a seguir para romper su techo electoral. El primero cree que la pureza de sus ideas y la franqueza de sus intenciones obliga a llamar al pan pan y al vino vino, mientras que el segundo considera que ciertas actitudes o determinados mensajes espantan a muchos votantes. Pero en el fondo sus ideologías son idénticas, de manera que la abierta confrontación entre los dos no procede de la doctrina sino de algo más terrenal, de la poltrona, dicho sea en el sentido figurado de la palabra. Si Errejón y los suyos se descuidan, los radicales que arropan a Iglesias, junto con los llamados anticapitalistas (¿cómo se puede ser anti-algo y no pro-lo-que-sea?), terminarán arrebatándoles su estatus en el partido.

De todas formas, si yo fuera de Podemos no me alarmaría demasiado. Si uno lee entre líneas, llega a la conclusión de que al final habrá paz, porque en realidad los dos líderes se necesitan. Interpretarán un debate programático de altura, compondrán unas listas para su ejecutiva que contentarán a todos en mayor o menor medida y aquí paz y después gloria.

Al fin y al cabo lo mismo que sucede en los demás partidos. Lo sorprendente en este caso es que ellos no sean de la casta.

12 de diciembre de 2016

Personificación de las ideas. Sanchistas o susanistas

Supongo que eso de personificar las ideas o de, dicho de otro modo, identificarlas con determinadas personas es inevitable. Mucho me temo que se trate una debilidad de la mente humana, que ante la dificultad de asimilar todo un ideario político prefiere pensar en determinados líderes, depositar en ellos su absoluta confianza y dejarse de complicaciones que la superen. Me gusta lo que dice –confiesan algunos- y él sabrá lo que tiene que hacer.

Desde mi punto de vista se trata de una enorme equivocación, de un error mayúsculo, porque los idearios, sean de la índole que sean, son el resultado de la conjunción de infinidad de mentes pensantes, de profundos debates, de muchas pruebas y correcciones. Los líderes indiscutibles no existen, tan sólo son los encargados de llevar adelante las ideas del grupo que los ha puesto al frente. Por eso, cuando oigo hablar de fulanistas, zutanistas o menganistas se me llevan los demonios, porque percibo la sensación de que se esté poniendo antes el tejado que los cimientos, tengo la impresión de que se quiera construir un puente sin pilares que lo sustenten.

Los de Podemos ahora andan a la gresca. Parece como si se hubiera esfumado el perfume de pureza ideológica del que decían estar ungidos y, pasada la cándida ilusión inicial, empezaran a dedicarse a cosas menos elevadas, más de andar por casa. Desde mi punto de vista, nada tiene de particular el cambio de actitud, salvo que contradice aquello de que eran los únicos que no estaban contaminados por las viejas usanzas. No, ellos no eran la casta, eran algo muy distinto. Veremos que sucede en lo que han dado en llamar Vistalegre II. Espero que no acaben como el Rosario de la Aurora, que según dicen terminó a farolazos.

Pero en realidad el partido que a mí me preocupa en esto de la personalización de las ideas es el PSOE, el único que desde mi punto de vista se identifica con la socialdemocracia moderna y moderada, de corte europeo, ideología en la que anidan mis ideas. A mí, lo diré con absoluta claridad, no me gustan ni Pedro Sánchez ni Susana Díaz. No voy a enumerar las razones por las que ninguno de los dos cuenta con mi aprecio político (el humano lo tienen), entre otras cosas porque ni viene a cuento ni serviría de nada. Lo que de verdad ahora me interesa es que los socialistas españoles redefinan su ideario, clarifiquen sus objetivos y actualicen sus estrategias políticas. Eso es lo que necesita el PSOE en estos momentos y no otra cosa. Los nombres propios ya vendrán, pero acompañados de un programa renovado. Mejor dicho, para llevar a buen puerto ese programa, para sacarlo adelante.

Prefiero pensar que la táctica del retardo de fechas para el próximo congreso socialista responde a esta idea, a la de sentar las bases programáticas antes de elegir al líder. Si lo hacen así, si de verdad someten su situación de descalabro electoral a un profundo análisis, a una autocrítica sin cortapisas, marcarán la senda que conduce a la elección del líder. Pero en ese orden, no en el contrario. El nuevo secretario general deberá llevar adelante un programa y no, como parece que quieren algunos, ser él quien marque el rumbo. Los prejuicios personalistas pueden acabar irremisiblemente con el PSOE o al menos con sus posibilidades de gobernar a medio plazo, una vez más, en este país.

Sin prisas pero sin pausas recomienda el proverbio.

9 de diciembre de 2016

La mosca en la oreja del toro

Estoy leyendo un ensayo escrito por el conocido historiador israelí Yuval Noah Harari, titulado Homo Deus (Breve historia del mañana), algo así como la continuación de Sapiens, un libro al que ya me referí aquí hace algún tiempo. Todavía es pronto para que me atreva a emitir un juicio sobre el contenido, que siempre será tan subjetivo como pueda serlo cualquier opinión humana; pero en las primeras páginas leo un interesante razonamiento que me ha llamado con fuerza la atención y no quisiera pasar por alto.

Dice así: Los terroristas son como una mosca que intenta destruir una cacharrería. La mosca es tan débil que no puede mover siquiera una taza. De modo que encuentra un toro, se introduce en su oreja y empieza a zumbar. El toro enloquece de miedo e ira, y destruye la cacharrería. Eso es lo que ha ocurrido en Oriente Medio en la última década. Los fundamentalistas islámicos nunca hubieran podido destruir por sí solos a Sadam Husein. En lugar de ello, encolerizaron a los Estados Unidos con los ataques del 11 de septiembre, y Estados Unidos destruyó por ellos la cacharrería de Oriente Medio. Ahora medran entre las ruinas. Por sí solos, los terroristas son demasiado débiles para arrastrarnos de vuelta a la Edad Media y restablecer la ley de la selva. Pueden provocarnos, pero al final todo dependerá de nuestras reacciones. Si la ley de la selva vuelve a imperar con fuerza, la culpa no será de los terroristas.

El terrorismo en realidad, como dice Hariri, es una provocación, una estrategia que persigue conmocionar a los enemigos para que mediante la destrucción indiscriminada acaben siendo destruidos. En los casos de Irak y Siria, a los que se refiere el autor de Homo Deus, las consecuencias de las desproporcionadas medidas que tomó George Busch –con la ayuda del escurridizo Tony Blair y el inefable José María Aznar- las estamos pagando ahora. Las horribles guerras que asolan estos países, con docenas de miles de muertos y heridos y millones de desplazados, y con la amenaza terrorista en las calles de nuestras ciudades, no son sino la consecuencia de aquella irresponsable decisión. Los terroristas sabían muy bien lo que hacían al meterse en la oreja del toro.

En España, la mosca de ETA llegó a poner nervioso al toro del Estado, pero no lo suficiente como para que hubiera entrado despavorido en la cacharrería. La sensatez se impuso y no se tomaron medidas desproporcionadas, a pesar de que no eran pocos los que las pedían. La victoria se consiguió sin provocar daños mayores, aunque para ello tuviéramos que sufrir durante unos años el acoso salvaje y asesino de los terroristas. Afortunadamente los episodios del GAL y otros parecidos no significaron más que tristes gotas en el océano de la estrategia general. Primó la cordura.

Hay un refrán que me viene a la cabeza, el de que no se deben matar pulgas a cañonazos, recomendación que casaría aquí ni que pintada; y un pasaje de la mitología griega, aquel de la caja de Pandora, que encaja perfectamente con la anterior reflexión de Hariri. Las medidas desproporcionadas suelen acarrear males mayores que los que se pretende combatir. Además, y por si fuera poco, nunca se debe entrar en terrenos poco conocidos. El trío de las Azores mató pulgas a cañonazos y abrió la caja de Pandora.

Y así nos va.

6 de diciembre de 2016

Las cosas de doña Manuela Carmena

Empezaré por decir que la actual alcaldesa de Madrid me cae bien. No es que me parezca una persona brillante ni una intelectual de vanguardia ni una política avezada, simplemente me cae bien, expresión que utilizo cuando no puedo ensalzar las virtudes de una persona, a pesar de que provoque en mí un cierto grado de simpatía. Supongo que es algo que procede de las entretelas del subconsciente y que no tiene explicación objetiva. Qué le vamos a hacer.

Pero en realidad no es de doña Manuela Carmena de quien quiero hablar hoy, sino de algunas controvertidas decisiones que ha tomado el ayuntamiento de Madrid, como la de cerrar al tráfico rodado, durante las fiestas de Navidad, la Gran Vía y las calles de Atocha y Mayor. Iba yo el otro día en un taxi, cuyo conductor era uno de esos individuos de labia fácil y poco poder de convicción, cuando al atravesar el centro de la ciudad el locuaz taxista sacó el tema a relucir, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, porque la moderación y la compostura me impiden en ocasiones ejercitar el derecho de legítima defensa. Excuso decir que por la boca de aquel hombre no salían más que furibundas diatribas e insultos desmedidos. Eso sí, de vez en vez me miraba por el retrovisor y decía “dicho sea sin faltar al respeto”.

Al principio pensé que sus iras podrían estar justificadas porque la medida estuviera causando perjuicios económicos al gremio de taxistas y, como consecuencia de mi suposición, a punto estuve de preguntarle por las razones de su atroz malestar. Pero no hizo falta, porque un poco más tarde, cuando circulábamos bajo la iluminación navideña recién estrenada, mi interlocutor cambió de tema y la emprendió con el luminario. ¿Por qué –se preguntaba- hay que suprimir en las guirnaldas las alegorías religiosas de toda la vida? Está claro –se contestaba- lo hacen porque a los moros no les gustan. Pues que se vuelvan a su tierra y que nos dejen disfrutar de la Navidad, que es católica (sic) y muy nuestra -concluyó.

Empezaba yo a hacerme una idea de la mentalidad del taxista que me había tocado en suerte ese día, cuando al pasar frente a Correos me preguntó, sin venir a cuento y sorprendiéndome en mis íntimas elucubraciones, si había visto alguna vez la fachada del conocido edificio iluminada con los colores del arco iris el día del orgullo gay. Eso sí –añadió- dinero para mariconerías que no falte. Desistí por tanto de investigar sobre el origen de sus enfados, porque la cosa ya empezaba a encajar.

Cuando estábamos llegando al final del trayecto, y a punto de terminar el pequeño tormento que me había tocado sufrir aquel día, en el momento que pasábamos bajo un adorno abstracto formado por docenas de luces de color liliáceo, le dije a mi interlocutor, procurando que en la entonación de mis palabras no se notaran indicios de animadversión: verá usted, a mí me gusta más ese dibujo que acabamos de pasar, que los angelitos con trompeta de toda la vida. Ahí sí que tiene usted razón -me contestó sin dudar.

Está visto que cada vez que un político se empeñe en cambiar las cosas, los juicios se formarán según el color del cristal con que se miren los cambios. Si no, que se lo pregunten a Esperanza Aguirre, que nada más y nada menos quiere llevar a la alcaldesa de Madrid a los tribunales de justicia por los perjuicios económicos que el cierre al tráfico de la Gran vía de Madrid está ocasionando a los comerciantes del barrio, después de haber medido a pasos la anchura de las aceras para documentar científicamente la tropelía municipal. O a esos que proclaman a voz en grito hasta desgañitarse que ya era hora de que se librara a los madrileños de la asfixiante contaminación que sufre la ciudad, que las personas son más importantes que los coches.

Cuánta exageración inútil.

2 de diciembre de 2016

Bombardeos en Alepo y liturgias religiosas

Veía yo el otro día un telediario cualquiera –no recuerdo exactamente cuál pero para el propósito de esta reflexión lo mismo da-, cuando tras contemplar unas dramáticas imágenes de unos niños muertos y otros heridos en alguno de los salvajes bombardeos que sufre la ciudad de Alepo, escenas que habían conseguido por su crueldad aguijonear mi conciencia, apareció en pantalla, acto seguido, casi sin solución de continuidad, la figura del Papa Francisco cerrando una lujosa puerta del Vaticano, labrada en oro, como símbolo de la clausura de alguna celebración católica, quizá del año de la Misericordia. Al fondo, docenas de prelados, ataviados con pomposas y extravagantes vestimentas, contemplaban circunspectos la escena, ensimismados en lo que para ellos debía de ser un acto de enorme trascendencia. Me levanté, mascullé algunas palabras, que prefiero no repetir, y apagué el televisor.

No pretendo coger el rábano por las hojas, ni mucho menos establecer una relación causa y efecto. La primero escena, la de la salvaje destrucción de vidas inocentes, nada tiene que ver con la segunda, la inútil ostentación y el superfluo boato. Pero la secuencia de las dos noticias, la de la hecatombe y la del lujo, me conmocionó. Parecía como si la redacción del telediario hubiera pretendido resaltar la barbarie, contrastándola con la inoperancia, y comparar el sufrimiento con la indolencia. Mientras que una guerra injusta (todas lo son pero algunas más) masacra a la población civil de una ciudad cercada desde hace meses, la máxima jerarquía de la Iglesia Católica, que tiene como uno de sus principios el amor al prójimo y entre sus virtudes teologales la caridad, se dedica a celebrar ceremonias inútiles, cargadas de lujo y fastuosidad.

Cuando alguien es asesinado en el mundo occidental, cuando se produce algún brutal atentado en un país desarrollado, la opinión pública se solivianta, protesta y pide a gritos que se tomen medidas drásticas. Es lógico, porque en esos momentos se percibe el peligro muy de cerca, casi en primera persona. Pero cuando las cosas suceden al revés, cuando las víctimas caen a racimos en los países que no pertenecen al primer mundo, la explicación más caritativa que puede oírse es que cómo no va a suceder lo que sucede si están en guerra. Una vara de medir que tiene la virtud de dejar las conciencias tranquilas, incluso diría yo que adormecidas.

La Iglesia, en cuya dirección espiritual tantos confían, debería tomar una actitud beligerante ante esta injusticia. Pero salvo raras exhortaciones a favor de la paz, o tibias condenas de las atrocidades que todos los días se cometen en tantos rincones del mundo, no suele comprometerse. No lo ha hecho hasta ahora ni creo que lo haga nunca. Al fin y al cabo, su interés fundamental se centra en la supervivencia de su organización, en mantener su hegemonía espiritual y material; y parece evidente que cerrar puertas de oro en el contexto de ciertas conmemoraciones ayuda más a este propósito que espolear las conciencias de los fieles.