29 de noviembre de 2018

Comida de antiguos compañeros de trabajo

Después de medio siglo de haberlos conocido –empiezo ya a contar mi vida en fracciones de siglo- me reuní el otro día con un grupo de antiguos compañeros de la empresa en la que trabajé durante treinta años. Una veintena de setentones en plena decadencia de su ya larga existencia, una amplia colección de experiencias vitales, heterogénea mezcla de éxitos y de fracasos, pero en cualquier caso un encuentro entrañable.

Cuando iba hacia el restaurante de nuestra cita, una mezcla de sensaciones encontradas ocupaba mi mente. Quería ver a todas aquellas personas de las que poco había sabido durante los veinte últimos años, pero al mismo tiempo temía el encuentro. La decepción, ese fantasma que a veces aparece al levantar el velo de misericordia que cubre las expectativas, está presente en cualquier aspecto de la vida y en aquella ocasión había muchas posibilidades de tropezar con ella.

Cuando llegué al lugar de la cita, mis dudas se disiparon. Qué bien te encuentro, por ti no pasan los años, y muchas otras caritativas lindezas bilaterales que me hicieron olvidar los temores anteriores, que me devolvieron la ilusionada alegría de tantos años atrás, aunque la realidad del deterioro físico se impusiera y los años sí hubieran pasado inexorablemente por todos nosotros. Pero allí aquello no importaba, era una realidad que queríamos rehuir, siquiera por un par de horas. Y al menos yo lo conseguí.

Después de la melé inicial vino el cuerpo a cuerpo individual o al menos restringido. Durante una comida multitudinaria se puede hablar sólo con los más próximos a ti, con aquellos a los que el azar haya sentado a tu lado. Y en ese momento se entra en otra dimensión, en el de las realidades individuales desprovistas de halagos cariñosos, en el de la cruda veracidad de las cosas, en el de las confesiones de lo que han supuesto los últimos veinte años para cada uno de nosotros. Alegrías y tristezas, éxitos y fracasos personales, hijos y nietos, divorcios y viudedades. La vida como es, sin sorpresas, porque a nuestra edad uno está vacunado contra todo lo malo y también lo bueno.

Y el recuerdo de los ausentes. ¿Te han dicho que fulano se separó? ¡Qué triste el final de Mengano! ¿Sabes algo de Zutano? Sí, el pobre tiene alzheimer en grado muy avanzado. Cotilleos intrascendentes que buscan más recuperar recuerdos que indagar en intimidades, chismes bienintencionados que te llevan en ocasiones a lugares no previstos.

Al acabar, las fotos de rigor. Más tarde los abrazos, los golpes en la espalda, los recuerdos a tanta gente que no había estado pero pudiera haberlo hecho. Pero sobre todo el firme propósito de volver a vernos como muy tarde dentro de un año.

Y vuelta a la realidad de mi tranquila existencia.

26 de noviembre de 2018

Insultos en el Congreso

Estaba yo el otro día viendo en directo la sesión de control al gobierno, cuando el diputado Rufián se enzarzó con el ministro Borrell. Como estoy acostumbrado a los exabruptos del primero, comprendí que se trataba de una más de las provocaciones parlamentarias a las que nos tiene acostumbrados el representante de ERC, y supuse que, como consecuencia, el destinatario de los insultos se quitaría de en medio a su agresor verbal mediante alguna sutil finta dialéctica que lo dejara descolocado. Al señor Borrell lo considero un hombre con capacidad dialéctica sobrada para frenar en seco a cualquier desaforado lenguaraz. Pero no fue así, sino que para mi sorpresa el “canciller” español entró al trapo de los vulgares insultos del otro.

Por si fuera poco, cuando el grupo parlamentario de ERC abandonaba el hemiciclo tras la expulsión de Rufián por desacato a la presidencia, el ministro empezó a gritarle a uno de los diputados que pasaban por delante de su escaño “eh, eh, eh, …”, como si protestara por algo que éste le hubiera hecho o dicho. Después supimos que las exclamaciones venían como conseuencia de un supuesto escupitajo, que nadie más que Borrell había visto. Lo que las cámaras mostraban era un gesto despectivo, algo así como cuando uno dice “puuuf”. Una falta de educación evidente, un gesto impropio de un parlamentario, una auténtica grosería, pero algo que en aquel ambiente de crispación a nadie debería sorprenderle, mucho menos a un veterano político como es el ministro de Exteriores.

Suele decirse que los políticos desayunan sapos, para que así después, a lo largo del día, cualquier cosa que suceda les sepa a gloria. Pues bien, quizá Borrell ese día había desayunado chocolate con churros. Le faltó cintura dialéctica ante los insultos y perdió los nervios en el momento del lamentable paseíllo. No digo que no le faltaran razones para acusar a Rufián de esparcir mezclas de serrín y estiércol, sino que en mi opinión debería haber contestado con contundencia pero sin rebajar el lenguaje al nivel del de su adversario. Ni tampoco defiendo que sea admisible hacer gestos malcarados en el Congreso. Lo que trato de explicar es que un ministro está obligado a moderar el tono de la réplica. A mí los insultos y los gestos de los de Esquerra me entraron por un oído y me salieron por el otro, tal es el hartazgo que me producen las intervenciones de alguno de ellos. Pero la actitud de Borrell, precisamente por lo alto que valoro su talla política, no  me dejó satisfecho.

El gobierno actual está sufriendo ataques soeces desde muchos frentes, desde la derecha que se ha visto de repente desprovista del poder y desde un separatismo que no acaba de entender que nadie le va a conceder la independencia a Cataluña vulnerando las leyes. Pero ya se sabía que eso iba a ser así, de manera que no creo que uno pueda rasgarse las vestiduras por lo que está sucediendo. Los ministros no deberían entrar nunca al trapo de las provocaciones. Mejor dicho, están obligados a contestar a los insultos, pero sin caer en la misma bajeza de quienes los insultan. De lo contrario, llegará un momento que el electorado dirá aquello tan manido de todos son iguales, lo que en mi opinión no es verdad.

¡Hay que ver cómo está el patio de la vulgaridad política!

21 de noviembre de 2018

Defensas y acusaciones. El derecho de gracia

Oí el otro día en la radio a un grupo de jueces debatir sobre los procesos abiertos contra los líderes separatistas catalanes. Entre otras consideraciones, a cuál más interesante, coincidían en que los abogados defensores de los acusados no están haciendo bien su trabajo desde un punto de vista estrictamente técnico. Se referían a que el empecinamiento en manifestar que la judicatura española está al servicio de un Estado “totalitario y fascista” los ha llevado a abandonar una línea de defensa conveniente para los intereses de sus clientes, a renunciar a presentar los hechos como ellos creen que fueron y no como el ministerio fiscal sostiene. Según estos jueces, al irse por las ramas del tremendismo han abandonado el tronco de las argumentaciones jurídicas que puedan contribuir a dar luz a los hechos. Un error de bulto, pero sobre todo una defensa poco menos que inútil.

Me pregunto si no será que han decidido romper la baraja en vez de seguir jugando. Quizá en su análisis de los hechos hayan llegado a la conclusión de que, de acuerdo con la legislación española, podrían conseguir que se rebajara la pena aplicable a sus defendidos, pero sin demostrar su total inocencia y por tanto sin conseguir la plena absolución. De manera que de perdidos al río. Se habrían puesto así a las órdenes de una causa política en vez de al servicio de los intereses jurídicos de sus clientes. Si así fuera, estarían contribuyendo a alimentar la llama de la hoguera política, en la confianza de que cuanto mayor sea el fuego más grande será la confusión de los bomberos.

También hablaron estos jueces de la tan cacareado indulto, siempre desde un punto de vista exclusivamente jurídico. Expusieron una serie de consideraciones. La primera es que no se puede hablar de ejercer el derecho constitucional de gracia antes de que haya condena en firme. No se puede indultar a quien no está condenado. La segunda, que indultar no significa eliminar la culpa, sino ejercer un derecho de gracia respecto a la condena previsto en nuestro ordenamiento jurídico.

Son muchos los que consideran que el indulto sería una buena jugada política. Algo así como decir: miren ustedes, pueden irse a casa, pero no se olviden de que los tribunales de justicia los han condenado por esto y por aquello, y que el gobierno en un gesto de generosidad lo ha indultado. A ver qué hacen a partir de ahora, a ver qué hacen los que estaban pensando en seguir sus pasos y a ver qué hacen los de Bruselas con su exilio voluntario. Porque, en principio, podrían volver a España.

Sacar a relucir esa posibilidad antes de tiempo significa utilizar como arma de confrontación una posible estrategia de Estado. La posibilidad existe, por supuesto. Que se indulte o no en su momento supongo que dependerá de las circunstancias políticas. Lo que sucede es que ya se sabe que algunos líderes de la derecha han decidido inexplicablemente echarse al monte de la deslealtad. No distinguen, o no quieren distinguir, entre legítimas discrepancias y asuntos de Estado. Su estrategia cuando gobernaban ellos fue la del 155, mano dura y tente tieso, y no resolvió el problema. La del gobierno actual es distinta, es la de cuézanse ustedes poco a poco en la salsa de sus propias incoherencias. Y nadie puede ni mucho menos debe asegurar que se trate de una maniobra anticonstitucional.

El tiempo dirá si esta manera de tratar el problema es efectiva o tan inútil como la anterior.

18 de noviembre de 2018

Cocochas no hay

Se oye decir con frecuencia que el sentido del humor es propio de personas inteligentes. Aunque mantengo algunas reservas con respecto a generalizar la afirmación, voy a aceptarla en principio, aunque añada a continuación alguno de mis puntos de vista sobre el asunto. Es que si no lo hago así me quedo sin tema, porque hoy no estoy demasiado inspirado. Una performance de Dolors Monserrat, cogida al vuelo  de un zapping precipitado y poco cuidadoso por mi parte, me ha dejado algo tocado. Por cierto, la flamante portavoz del PP es de San Sadurní de Noya, que no puede traducirse, como sostiene algún “castellanizante”, por San Saturnino de la Niña. Démosle a San Sadurní lo que es de San Sadurní y al río Noya lo que le pertenece.

A mediados de los 50, cuando yo era apenas un adolescente, se emitía un programa radiofónico cuyo protagonista exclusivo era Gila. Debía de empezar a una hora en la que se suponía que los escolares teníamos que estar en la cama, de manera que mis padres me despertaban para que durante aquel rato disfrutara con las ocurrencias del genial humorista. Creo que el surrealismo de Gila ha sido el culpable de que mi sentido del humor no se conmueva ante las payasadas travestidas de Los Morancos, los chistes baturros de alpargata y cachirulo de Marianico el Corto o las tópicas andaluzadas de Paz Padilla. Los respeto como profesionales, pero no consiguen con sus actuaciones arrancarme más allá de una desdibujada sonrisa. No, el suyo no es mi estilo favorito.

Sin embargo me he reído y mucho con Tip, otro surrealista difícil de imitar. Coll le complementaba con excepcional inteligencia, lo que hizo que aquel dúo de humoristas alcanzara la popularidad que alcanzó y que mantuvo durante tantos años. Todavía hoy cuando veo repetido alguno de sus sketches televisivos me carcajeo hasta la lágrima incontenible. Conozco casi letra por letra lo que van a decir a continuación, pero la seriedad de sus caras, el falso hieratismo de su compostura y la entonación de sus voces me devuelven a la memoria los grandes ratos que me hicieron pasar en su día.

En otro orden de cosas, Jerry Lewis me gustaba. Era un payaso desmadrado, pero con una intención tan satírica y transgresora que me hacía pasar buenos ratos. Hubo una época que formó pareja cinematográfica con Dean Martin. Constituían un binomio de guapo y feo que recorría el mundo, uno enamorando a las mujeres y el otro entrometiéndose en todo con sus desordenadas pamplinas. Dos estereotipos muy bien contrastados. Después, cuando se deshizo el dúo, Jerry continuó en solitario, acrecentó la faceta bufona y mi aceptación de su humor bajó bastante.

Me gustaba Ángel Garó –hace tiempo que no lo veo- con aquel deje de amaneramiento, entre la ingenuidad y el disparate; no me hace demasiada gracia Moto, un buen imitador, pero muy poco original en su comicidad; y pasé muy buenos ratos con Martes y Trece, imitadores también, pero con un sentido del humor muy ingenioso y ocurrente. Otro ejemplo de que a veces se necesita la réplica para completar el espectáculo burlón. Cuando se separaron, perdieron por completo la gracia que les dio fama.

Por cierto, hablando de sentido del humor, acabo de oír a un granadino explicar por radio qué significa la expresión tan oída de tener mala follá. Como la definición debía de ser para él algo compleja, ha optado por poner un ejemplo. Mala follá es colocar una advertencia en el escaparate de una librería que rece: ni hago fotocopias ni sé dónde se hacen. Lo que me ha recordado a lo que le oí decir un día a mi admirado humorista donostiarra Chumy Chumez: cuando entro en un restaurante en San Sebastián sé que estoy en mi tierra porque lo primero que le oigo decir al camarero en tono abrupto es cocochas no hay.

No sé otros, pero yo con estas muestras de ingenio me desternillo.

12 de noviembre de 2018

¿Qué está pasando con los modales?

No se puede esperar que todo el mundo se comporte con la educación, la cortesía y los modales adecuados a cada momento y circunstancias. A los humanos nos educan personas de origenes sociales y educacionales diversos, de manera diferente y con criterios distintos. Por tanto, exigir uniformidad en el comportamiento de quienes nos rodean es poco menos que pedirle peras al olmo. Además, todo hay que decirlo, no existen modelos de buena conducta homologados por alguna autoridad independiente, patrones que permitieran asegurar que el proceder de aquel se aparta de la norma establecida y el del otro responde a lo que mandan los cánones. No, no es tan fácil.

Pero no hay que ser demasiado perspicaz para distinguir la ordinariez y la vulgaridad cuando se ejercitan como estrategia política. Es asombroso, además de sonrojante, contemplar a veces a nuestros ilustres diputados y senadores en pleno ejercicio de sus honorables funciones. No me refiero a los mítines, porque en ellos la sociedad acepta tácitamente que se abra la veda de la insolencia y la tosquedad, sino a cuando el escenario es alguna de las cámaras de representación. Tampoco aludo sólo a insultos con palabras gruesas o mal sonantes. Estoy simplemente pensando en las ramplonas insinuaciones sobre prácticas políticas fraudulentas y no demostrables, en las toscas acusaciones sobre supuestos motivos que llevan a los líderes a perseverar en el ejercicio de sus funciones o en los calificativos de oportunismo que estos días se repiten con tan  machacona insistencia.

Ustedes son unos ocupas. Tienen un pacto secreto con los que quieren romper España. Están siendo cómplices de un golpe de Estado. Se gastan el dinero en putas. Son unas ratas. Nada más y nada menos. Recriminaciones que demuestran que quien las emite no debe de encontrar puntos débiles políticos en el día a día de sus adversarios por donde atacar como oposición. Acusaciones que sólo demuestran rabia y crispación. Desmañadas maniobras que desacreditan al que las utiliza. Palabras sin soporte fehaciente. Bla, bla, bla.

Me decía el otro día un amigo de pensamiento progresista (tengo amigos de todos los colores) que oír esta continua letanía de machacones intentos de desacreditación le reconfortaba, porque era muy improbable que calara en la mente de los ciudadanos. Sólo sus incondicionales –añadía- las recibirán con satisfacción, pero esos ya se sabe de antemano lo que opinan. Sin embargo -continuaba-, la enorme franja de votantes que miran a izquierda y a derecha para decidir qué es lo que más conviene en cada momento, que no son otros que los que al final inclinan la balanza en las elecciones, no pueden entender tanta falta de ideas, tanta trivialidad. Es más, muchos de ellos echarán de menos la sana confrontación de ideas, la imprescindible discusión sobre la idoneidad de las medidas económicas y el necesario contraste entre los modelos políticos propuestos por unos y por otros. En definitiva -concluía su raznamiento-, lamentarán que no se esté haciendo oposición en el exacto sentido de la palabra.

Está claro que algunos intentan fomentar la crispación como estrategia para lograr recuperar el poder a toda prisa. Se les nota tanto que su actitud produce vergüenza ajena. Han abandonado la senda del diálogo político y de la legítima discusión parlamentaria para caer en la torpe descalificación personal. Digo torpe, porque convence a pocos. Ni siquiera, según indican las encuestas, a muchos de sus antiguos votante. Pero lo peor no es eso, lo peor es que el griterío va en aumento día a día, como si una vez iniciado el camino emprendido les faltara cintura política y fueran incapaces de cambiar el rumbo. Ellos sabrán lo que hacen con sus estrategias, pero a mí no me parece que ese sea el camino que más les favorece.

8 de noviembre de 2018

Check and balance

En inglés se utiliza la frase que hoy he elegido como título para referirse al sistema político que en su entramado prevé un juego de equilibrios entre las distintas instituciones del Estado, de tal forma que se garantice el correcto funcionamiento del conjunto. Lo he dejado en el idioma original, porque la traducción literal –comprueba y equilibra- no me parece que responda al concepto que pretende enunciar la expresión anglosajona. En cualquier caso, intentaré explicarme.

El Tribunal Supremo, al que como a toda institución del Estado le otorgo un valor imprescindible en un sistema democrático, nos ha sometido a los ciudadanos en las últimas semanas a unos vaivenes de criterio de muy difícil comprensión para el común de los mortales. En un tema tan sensible a la opinión pública como es el de las hipotecas, acaba de decir digo donde dijo Diego. Nadie, salvo los representantes del sector financiero, ha entendido que, después de haber sentenciado hace unos días que son los bancos los que deben pagar los impuestos inherentes a la formalización de un préstamo hipotecario, rectifique ahora para cargar la obligación a los prestatarios. Un giro aparentemente tan incomprensible que hasta los más reaccionarios del país han puesto el grito en el cielo.

No pretendo entrar hoy y aquí en la discusión de si los argumentos a favor o en contra de la controvertida decisión se ajustan o no a derecho, entre otras cosas porque no tengo conocimiento suficiente sobre un tema tan complejo. Me limitaré a señalar que desde que conocí la decisión me puse a pensar si el check and balance de los angloparlantes funcionaría o no en este caso. Tratándose de una decisión procedente de tan alta magistratura –pensé-, hay que respetar su decisión y poco sentido tienen las caceroladas, los gritos y los aspavientos, al fin y al cabo derecho al pataleo y poco más. Son los anticuerpos del sistema político los que tienen que enmendar la plana al TS, porque para eso están. Es el sistema de equilibrios del Estado el que debe resolver el entuerto, si es que se ha producido.

Ayer oí la reacción del gobierno. Sin perder un minuto, Pedro Sánchez anunció un cambio inmediato en las leyes fiscales. A partir de ahora serán los bancos y no los usuarios quienes deberán pagar el impuesto que grava estos actos jurídicos documentados. Muerto el perro se acabó la rabia. Una institución -el poder ejecutivo- ha intervenido para, de acuerdo con sus competencias y dentro del estricto cumplimiento de las leyes, atender un clamor popular. A partir de ahora, el poder judicial no podrá argumentar, como lo ha hecho su presidente, que el problema radica en la dificultad de interpretar la ley vigente.

Ese es el sistema check and balance, ese es el equilibrio de poderes que permite que una sociedad compleja, en la que en ocasiones colisionan los intereses de las partes, funcione correctamente. Las cacerolas guardémoslas en la cocina, que es donde deben estar.

3 de noviembre de 2018

Subir las cloacas al despacho

Desde que saltó a la opinión pública la poco edificante conversación que la actual ministra de Justicia mantuvo con el impresentable Villarejo, los más preclaros representantes de la nueva derecha española se han desgañitado acusando a Dolores Delgado de haber descendido a las cloacas del Estado. Ahora que se ha sabido que Dolores de Cospedal, la ínclita anterior secretaria general del Partido Popular, mantuvo sospechosos contactos con el excomisario en el despacho de aquella, se me ocurre pensar que en este caso fueron las cloacas las que subieron a la planta noble de la sede de los populares. Y no fue para celebrar con una cena la concesión de una medalla, sino para hurgar en las causas abiertas o por abrir contra los suyos. Por eso, como dice el argumentario del PP, nada tiene que ver un caso con el otro. El primero es de muy mal gusto, el segundo raya en el delito, eso si no traspasa abiertamente la frontera entre la honradez y la delincuencia.

Todavía no conocemos el final de la película y por tanto quizá sea prematuro dedicarle una reflexión a este asunto. Pero como todo lo que huela a corrupción institucionalizada me revuelve el estómago, no puedo evitar dedicarle unas líneas al tema. Dolores de Cospedal no sólo le propuso al entonces todavía comisario en activo que hiciera “algunos trabajos para ellos”, sino que le ofreció a través de su marido el correspondiente pago a costa de las arcas del PP. Por tanto, aquí no sólo hay mal gusto, también posible ilegalidad. El dinero del PP, como el de cualquier otro partido político, no está para pagar espías encubiertos con información privilegiada. No se trata además de un asunto interno, como le he oído decir a algunos por ahí, sino de una presunta conspiración para delinquir perpetrada entre un funcionario del Estado y una líder política de renombre. Quitarle trascendencia a un asunto como éste es, como poco, de una hipocresía inaudita.

El Partido Popular debería quitarse de encima cuanto antes el lastre de la corrupción anterior. No es fácil, ya lo sabemos, porque la mugre a veces se incrusta en la epidermis de tal forma que ni la piedra pómez puede con ella. Por eso, ahora que veo a los nuevos portavoces populares arrastrar los pies ante el nuevo escándalo, me pregunto si la ceguera política volverá a adueñarse de su estrategia. Confío en que no, porque ya son muchas las voces conservadoras que están pidiendo en sus cenáculos que se aparte a Cospedal de todo lo que tenga que ver con el partido. Veremos si mi confianza no se ve defraudada. Los intereses partidistas no sólo ciegan, también en ocasiones obnubilan.

El nivel de corrupción al que hemos llegado es insoportable. Para que un país sea homologable como Estado de derecho no basta con tener instituciones democráticas y una indiscutible separación de poderes. Es preciso también que la clase política combata abiertamente la corrupción. En los últimos años el poder judicial está sacando a relucir casos que hasta hace poco resultaban impensables, de uno y de otro lado del espectro político. Yo me congratulo, porque esa es una condición “sine qua non” para acabar con la lacra de los sinvergüenzas. Pero mientras los partidos políticos no se decidan a expulsar de sus filas a los corruptos, la sospecha sobre ellos quedará latente.

La mujer del Cesar además de ser honesta tiene que parecerlo.