30 de mayo de 2020

¡Cuidado con los patinazos!

El improvisado e inoportuno acuerdo del gobierno con Bildu para conseguir su abstención en la votación de hace unos días, me ha dejado con la preocupación de que el gobierno de coalición PSOE-UP no esté siendo consciente de que, en medio de esta tormenta por la que estamos pasando, tiene la obligación ineludible de redefinir el alcance de su programa político a medio y largo plazo. Los objetivos sociales con los que se presentaron a las elecciones no se pueden mantener íntegros en medio de una crisis como la que se nos ha venido encima. No solamente deberían de reconocerlo, y por tanto actuar en consecuencia, sino que además es urgente que lo manifiesten a la sociedad con toda crudeza, sin paliativos y, sobre todo, con pedagogía.

Se han tenido que tapar tantos agujeros -y esto no ha hecho más que empezar-, que mantener enhiestas las banderas reivindicativas de entonces sería un suicidio. No digo, en absoluto, que haya que renunciar a los objetivos sociales por los que muchos les votaron, sino acondicionar los ritmos a la nueva situación. Haber llegado a esta situación es lamentable, pero mucho más sería perder la credibilidad y dar al traste con la oportunidad de que en España siga habiendo un gobierno que lleve adelante políticas sociales.

No sé qué papel habrá jugado en todo este desatino UP, pero las palabras de Pablo Iglesias me dejaron con la sensación de que la radicalidad intransigente pudiera estar detrás del embrollo del otro día. Nadia Calviño –la cara más moderada del gobierno- tuvo que intervenir inmediatamente, porque ni a la patronal ni a nuestro socios europeos ni tan siquiera a los sindicatos les había gustado la promesa de derogar íntegramente la reforma laboral del PP. A cada uno de ellos por razones muy distintas, es verdad, pero en definitiva debido a la falta de coherencia entre lo que se estaba negociando con detenimiento entre las partes afectadas por la reforma y lo que salía a la luz en ese momento. Tengo la sensación de que Bildu, con todo lo que este partido implica en el escenario de la política española, era lo de menos. Lo preocupante estaba en lo acordado y no en con quién se había llegado al acuerdo.

Tampoco sé que pasó por la cabeza de los responsables del grupo parlamentario del PSOE, pero es más que evidente que no estuvieron a la altura de las circunstancias. Nunca debieron haber llegado a un acuerdo de estas características -ni con Bildu ni con ningún otro partido- que deja unos daños colaterales políticos que tenían la obligación de haber medido de antemano. La falta de sintonía con el propio gobierno que sustentan fue evidente. Vino a ser algo así como si hubieran pensado que su responsabilidad era ganar aquella votación y que lo que sucediera después ya lo arreglarían otros.

Sigo teniendo la sensación de que, pese a las evidentes diferencias de criterio en  determinados asuntos, la coalición PSOE-IU funciona razonablemente bien. Yo, que siempre he sido muy crítico con la radicalidad progresista de ciertas izquierdas -la de mucho ruido y pocas nueces- estoy satisfecho con la moderación que observo en general. Pero este incidente ha encendido todas mis alarmas, porque pudiera significar que existen fisuras.  Ojalá me equivoque y todo este embrollo se quede en una simple anécdota parlamentaria.

En tiempos difíciles, y éstos no lo pueden ser más, hace falta realismo. La radicalidad, las prisas y la intransigencia no conducen a nada positivo, porque nunca se resolverán los problemas sociales de las clases más necesitadas si el país naufraga. Por eso digo que hay que redefinir los objetivos a corto, pero sobre todo explicando las causa de la redefinición. No se trata, ya lo he dicho, de renunciar a políticas progresistas, sino de acompasar los ritmos a las circunstancias.

Ya lo dijo Ignacio de Loyola: en tiempos de desolación no hacer mudanzas.

26 de mayo de 2020

Juegos de palabras

Siempre he pensado que a las palabras las carga el diablo. Suprimiendo o añadiendo un adjetivo, modificando un sustantivo o alterando con intención una frase, se pueden decir cosas muy diferentes, incluso opuestas. Esa es una de las grandezas del idioma, quizá la que a mí más me fascine. Pero también uno de los peligros de utilizarlo sin la debida cautela. Por eso, cuando se escribe hay que esmerarse en redactar lo que de verdad se quiere expresar y no dar lugar a equívocos; y también cuando se habla, aunque en este caso la trascendencia del equívoco siempre será menor, porque a las palabras se las lleva el viento. Si en todo este estúpido embrollo del acuerdo con Bildu no se hubieran empleado las palabras derogación íntegra de la ley laboral del PP, el gobierno se habría ahorrado más de un dolor de cabeza; y los que están siempre al acecho de cualquier desliz que cometa no contarían con un pretexto regalado para meter discordia a presión.

El otro día estaba yo viendo en directo la sesión del Congreso en la que se discutía una nueva extensión del Estado de Alarma, cuando el presidente del gobierno le agradeció a la portavoz de Bildu su decisión de abstenerse. Ésta le contestó inmediatamente que, si daba por hecho tal abstención, debía suponer que el gobierno había aceptado su propuesta de derogar íntegramente la reforma laboral del PP. Al principio no entendí muy bien el alcance de aquel diálogo, pero me vino a la memoria lo de “algo huele a podrido en Dinamarca”. La derogación íntegra de una ley del PP, negociada con  un partido del perfil de Bildu, no era una buena noticia.

Después vinieron los gritos de unos, las explicaciones de otros, las declaraciones del secretario general de Podemos, las puntualizaciones de la ministra Calviño y todo un rosario de intervenciones tan dispares e incluso contradictorias que pensé que, o se ponía orden en tanta discordancia, o las justificaciones podían complicar todavía más la situación que había creado el acuerdo con los de Bildu. No sería la primera vez que las aclaraciones complican todavía más la situación creada por una actuación equivocada. Esto sucede en política y en muchos otros órdenes de la vida.

El gobierno, o los negociadores en nombre del gobierno, se equivocaron. Es cierto que no tenían garantizada la extensión del Estado de Alarma, porque la irresponsabilidad del PP con su voto negativo podía habernos dejado a todos sin medidas cautelares frente a la pandemia. Si el gobierno no pudiese limitar la movilidad de los españoles con el respaldo de la ley, los rebrotes de la infección estarían garantizados. Eso no lo digo yo, ni lo dice el gobierno, lo aseguran los epidemiólogos. Echemos un vistazo a nuestro alrededor y veamos que está ocurriendo en otros países donde se ha sido mucho menos exigente con las medidas cautelares.

Pero a pesar de todo se equivocaron, porque la falta de coordinación, las precipitaciones y las variopintas explicaciones complicaron una situación que podía haberse manejado con más tacto. La reforma del Estatuto de los trabajadores está en el programa del gobierno, lo que sin duda significará la eliminación de algunas de las medidas que se adoptaron durante el gobierno de Mariano Rajoy. Pero las discusiones para llevar adelante estas modificaciones están inscritas en lo que se llama diálogo social, un conjunto de conversaciones entre sindicatos, organizaciones empresariales y gobierno, que por cierto está dando muy buenos resultados. Sacarlas de ese contexto y convertirlas en un pacto con Bildu supone, no ya un error, sino un auténtico disparate.

A mí las explicaciones que se al final se han dado sobre el verdadero alcance de este acuerdo me convencen, y estoy seguro que convencerán a sindicatos a empresarios y a tantos millones de españoles, a quienes lo que de verdad les preocupa ahora es salir de la crisis y recuperar el pulso económico.

22 de mayo de 2020

Haz de la necesidad virtud y gobernarás en minoría

A pesar de las dificultades que supone gobernar en minoría, Pedro Sánchez está llevando adelante su programa progresista, al menos aquella parte que la terrible situación por la que está pasando el mundo y por tanto España le permite. El gobierno de coalición, al que los críticos le daban muy poca esperanza de continuidad, sigue unido, a pesar de que de vez en vez chirríen los engranaje. Pero pasado el sobresalto, se dan algunas explicaciones y el ejecutivo recompone la figura. De manera que no parece que por ahí el presidente del gobierno se vaya a encontrar con problemas insoslayables para continuar gobernando, al menos de momento.

Sin embargo, para sacar leyes adelante, es decir para gobernar en el exacto sentido de la palabra, se necesita algo más que un gobierno cohesionado, ya que es necesario contar en cada votación con mayoría parlamentaria suficiente. Como Pedro Sánchez no cuenta con esa mayoría, tiene que recurrir a lo que en política se ha dado en llamar geometría variable, una expresión que nos indica que unas veces se pacta con unos y otras con otros, dependiendo de la ley de que se trate. No es la primera vez que esto sucede en España, gobernando el PP o el PSOE, pero nunca hasta ahora había sido tan difíícil conseguir los apoyos requeridos, porque el fraccionamiento del parlamento en muchas minorías y de signos tan distintos y contrarios jamás había alcanzado tanta dispersión. En ocasiones anteriores, algún partido bisagra, de índole nacional o de carácter autonómico, echaba una mano y el gobierno en minoría seguía adelante

A pesar de esta evidente dificultad aritmética, el actual gobierno está manejando los pactos a diestra y a siniestra con habilidad política, precisamente apoyándose en la dispersión parlamentaria. Son muchos partidos, totalmente distintos, con proyectos económicos que en nada se parecen y con visiones de la organización del estado que a veces están en las antípodas. Manejar esa diversidad no es fácil; sin embargo, por lo menos hasta ahora, el gobierno lo está consiguiendo. Dicho de otro modo, Pedro Sánchez aprovecha la diversidad ideológica para, mediante una curiosa alquimia negociadora, gobernar.

Supongo que los detractores del gobierno, que son muchos y muy variados, dirán que esta habilidad es consecuencia de las concesiones que se ve obligado a hacer a los que le apoyan en cada ocasión, convenios  políticos a los que unas veces se les llama pactos de legislatura y otras espurios contubernios, dependiendo de quien ponga el adjetivo y el sustantivo. Pero lo cierto es que, se  llame como se  llame a estos acuerdos, yo no he visto hasta ahora que Pedro Sánchez se haya hipotecado con nadie. Ni siquiera en lo de Cataluña, porque una cosa es el diálogo negociador y otra muy distinta los resultados de la negociación.

Por eso digo que el gobierno está haciendo de la necesidad virtud. Es la única solución posible si se quiere gobernar en medio de este maremágnum de pensamientos políticos, donde ya no se sabe qué piensa cada uno y hasta dónde está dispuesto a llegar para hacerse con el poder o, simplemente, para mantener la cabeza por encima de la superficie y poder seguir respirando políticamente.

La pandemia está modificando muchos planteamientos en el mundo, pero de lo que poca gente habla es de cómo van a cambiar los posicionamientos políticos y de qué manera se va a reequilibrar la política nacional e internacional. Mucho me temo que la derecha se radicalice aún más de lo que ya está, de la misma manera que confío en que la izquierda ocupe el hueco de la centralidad, se reorganice en torno a la moderación progresista y a la fortaleza del Estado del bienestar, un pensamiento  que siempre se ha llamado socialdemocracia, una idea que comparto.

N.B. Mientras revisaba el contenido de este artículo para publicarlo, se ha desatado  el "escándalo Bildu". A la espera de que las aguas se serenen, y pueda por tanto contemplar la realidad de su alcance con más perspectiva, he decidido no modificar lo anterior, porque -siempre desde mi subjetivo punto de vista- considero que lo que en él expreso sigue siendo válido. En cualquier caso, creo que este rocambolesco asunto merece que en otro momento le dedique una reflexión. Quedo comprometido a ello.

19 de mayo de 2020

Los "cacerolos" de Núñez de Balboa

He indagado sobre el origen de las caceroladas como manifestación de protesta política y me he encontrado con la sorpresa de que al parecer proceden de ciertos ritos carnavalescos en los que se reivindicaba el placer frente a la penitencia. No sé qué tendrá de cierto esta explicación, pero es verdad que cuando veo batir cacharros de cocina me acuerdo de los carnavales de cualquier lugar del mundo, mucho ruido, furia desenfrenada y extrañas indumentarias, como la bandera de España a modo de capa de Superman, en un alarde de falta de respeto hacia un signo que representa a todos. Las de Núñez de Balboa, además, se pueden ver en directo desde hace unos días en el telediario de las nueve de TVE, con lo cual ahora disponemos de una farsa grotesca que suaviza la triste realidad de las noticias sobre la pandemia.

Yo lo siento por los vecinos de aquel barrio, porque menuda tabarra; pero dicen que sarna con gusto no pica, de manera que algunos quizá disfruten pensando que con semejante estruendo culinario van a derribar al gobierno. Puede ser que la satisfacción que les produzca suponer que Pedro Sánchez sucumbirá a su ruidosa protesta les compense las molestias auditivas. O quizá suceda que la válvula de escape de la bulla callejera los alivie de sus frustraciones.  Pero ojo, que todavía no está  el horno para bollos, no está la pandemia para saltarse las medidas cautelares. Sería muy triste que los “cacerolos”, además de martirizar los tímpanos de sus conciudadanos, contagiaran el virus  a su alrededor. Por lo demás, allá cada uno con sus manifestaciones.

Al ponerle título a este artículo me he acordado de algo que tenía muy olvidado. A mediados de los sesenta, cuando unas sutiles brisas de libertad en las costumbres se colaban por las ranuras de las puertas de la dictadura, había un grupo de pijos veinteañeros que se paseaba por las calles del barrio de Salamanca, presumiendo con ostentación de atuendos modernos y de tupés a lo Elvis Presley. Cuando te cruzabas con ellos te miraban por debajo del flequillo, como lo haría el mismísimo James Dean, entre condescendientes y perdonavidas. Se les conocía por los peripatéticos de Goya, un nombre elegante, de raíces aristotélicas, que recordaba su deambular constante a lo largo de las calles del conocido barrio madrileño. En cualquier caso un nombre sonoro y evocativo.

Recuerdo aquello con nostalgia, no porque a mí la estética tribal de los peripatéticos me gustara, sino porque forma parte de mis vivencias de juventud. Hay momentos en la vida que hasta las estupideces más profundas se rememoran con satisfacción, porque están asociadas a una etapa de la vida en la que todo es futuro por llegar, naturalmente feliz. Por eso, al pensar en los “cacerolos” de ahora me han venido a la memoria los peripatéticos de entonces.

Sin embargo, el nombre de “cacerolos” de Nuñez de Balboa tiene connotaciones un tanto vulgares. A mí me recuerda a olores de refritos y a fregado de cacharros de cocina. Pero los tiempos cambian y ahora ni las personas ni los barrios son lo mismo. Se ha pasado de pantalones campana, de patillas provocadoras y de Gin Fizz en California, en Manila o en Roma a zarandear con estrépito el menaje de cocina. Un cambio que, aunque no sea más que por la pérdida de estilo, resulta decepcionante.

Por lo demás, que los “cacerolos” hagan con sus cacerolas lo que les dé la gana. Faltaría más. Ya se les pasará la rabieta, como se les pasa a todos los que en tantos países tercermundistas así se manifiestan. Al final, como dice el sabio refrán, mucho ruido y pocas nueces.

16 de mayo de 2020

Odio, rencor y frustración

Si se define el odio como un sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien, si se entiende por rencor la hostilidad hacia una persona a causa de una ofensa o un daño recibidos y si la frustración consiste en la decepción que causa la imposibilidad de satisfacer una necesidad o un deseo, elijo estas tres palabras para encabezar la reflexión que viene a continuación. Desde mi punto de vista, encajan aquí que ni pintadas.

La derecha española, entendiendo como tal el conjunto de partidos conservadores, a los que se ha unido en los últimos tiempos la vetusta muchachada de la ultraderecha, nunca ha aceptado de buen grado que los sucesivos gobiernos progresistas que han gobernado España desde el retorno de las libertades fueran legítimos. Ni los cuatro sucesivos que presidió Felipe González ni los dos de la época de José Luis Rodríguez Zapatero ni por supuesto el actual. Pero este rechazo, cuasi visceral, se ha intensificado de manera ostentosa a partir del voto de censura que cesó al señor Rajoy en 2018 y, más tarde, desde que Pedro Sánchez consiguiera formar gobierno en minoría después de ganar las elecciones.

Sucede además que ahora, en medio de esta gigantesca tormenta provocada por la epidemia, cuando el  gobierno está manejando el timón con prudencia y al mismo tiempo con la humildad necesaria para reconocer los errores que se cometen en una situación que carece de  manual de instrucciones, a algunos líderes de la derecha les está subiendo la bilirrubina a valores clínicos de alta peligrosidad. Se dan cuenta de que muchos españoles, aunque incómodos por las medidas restrictivas que se han tenido que tomar, están aceptando con ejemplar disciplina las disposiciones que se dictan, porque las consideran acertadas. Como consecuencia, los dirigentes conservadores temen que esta tremenda catástrofe pueda inclinar todavía más la balanza en contra de sus intereses electorales, muy dañados en las últimas convocatorias. Lo que dicen todos los días y cómo lo dicen demuestra que están muy nerviosos. El otro día le oí a Abascal llamar matasanos al presidente del gobierno, acusándolo al mismo tiempo de las muertes que el coronavirus está ocasionado en España. ¿Se puede exteriorizar mejor el odio?  No lo creo.

En situaciones especiales, medidas excepcionales. El estado de alarma implica el control de facto de algunas competencias autonómicas, como consecuencia de la necesaria centralización de las decisiones que se tengan que tomar para combatir la epidemia. No se trata de un retroceso en el Estado de las Autonomías, sino de una situación coyuntural que desaparecerá cuando desaparezca el riesgo. Atacar al gobierno porque se haya visto obligado a centralizar el mando es una ignominia, que no sólo está en boca de algunos dirigentes nacionalistas, sino también en la de no pocos líderes conservadores. En los primeros se puede llegar a entender la reticencia, porque la llevan en el ADN. En los segundo no. Nunca se han mostrado muy a favor de la descentralización autonómica y ahora, cuando se limita por causas mayores, ponen el grito en el cielo.

Si se quiere ser efectivo, no se puede estar consultando con la oposición cada medida que se toma, como reclaman Pablo Casado y otros dirigentes de la oposición. La situación requiere agilidad, toma rápida de decisiones y determinación en su aplicación. Eso es algo que está implícito en la excepcionalidad de la situación. Utilizarlo como argumento para atacar al gobierno es de absoluta deslealtad hacia quien tiene la responsabilidad de liderar la lucha contra la pandemia. Lo que los ciudadanos quieren, sean de derechas o de izquierdas, es acabar cuanto antes con el coronavirus y regresar después a la normalidad. En definitiva, exigen decisiones rápidas y menos dimes y diretes.

La oposición debe ejercer una crítica que esté a la altura de las circunstancias, lo que significa señalar errores y proponer soluciones. Pero mucho me temo que los odios, los rencores y las frustraciones no se lo permitan, porque a algunos les ciegan las prisa por recobrar el poder perdido.

13 de mayo de 2020

No puede ser cierto tanto desvarío

Cuando observo las tribulaciones que rodean últimamente a la señora Díaz Ayuso me sale la vena escéptica, esa desconfianza hacia lo no demostrado con pruebas fehacientes que nunca me abandona, y  me da por pensar que quizá se trate de una campaña orquestada para quemarla políticamente. Mi sentido común me dicta que no es posible que meta la pata con tanta frecuencia. Es verdad que si yo fuera aficionado a las peleas de gallos siempre me pondría a favor del desplumado, del herido, del que está perdiendo la lucha. Es una de mis debilidades. De manera que, ante la incredulidad que me produce esta situación, me he puesto a recopilar los chismes que se cuentan de ella. Quizá así, reunidos todos, la visión del conjunto me permita sacar conclusiones. La dispersión de la información no ayuda a formar criterio. Veamos.

Dicen que doña Isabel ha dicho que la “d” de covid-19 viene del hecho de que la epidemia llegó a España en diciembre de 2019. No carece de lógica su conclusión, porque si nadie la ha informado de que se trata de una denominación oficial de la OMS para nombrar a la enfermedad que provoca el coronavirus, no tiene por qué saber que el origen de esa letra procede de la palabra “disease”, enfermedad en inglés. Si además estamos acostumbrados a referirnos a fechas memorables con letras y números (23-F, 10-N, …), nada tiene de particular que la presidenta de Madrid cayera en un error. La colocación del guión favorece la confusión.

Lo de las pizzas y las Coca-Cola, para sustituir a la alimentación que los escolares madrileños han dejado de recibir a diario como consecuencia del cierre de los colegios, debe de responder a sus gustos particulares. La pizza le gusta a casi todos los niños y la Coca-Cola también. Es verdad que tomar esta dieta a diario resulta algo duro. Pero teniendo en cuenta que la situación es temporal, ¿por qué no contratar a tres conocidas empresas de alimentación del país y sacar el asunto adelante? Todo menos que nuestros escolares pasen hambre.

Lo de la fiesta campera que se organizó para celebrar el cierre del hospital provisional que se había instalado en Ifema no es más que el producto del acaloramiento que causan las emociones. Es verdad que lo había montado la UME, es decir el gobierno central, pero había que celebrar un éxito, en cierto modo personal, y qué mejor que invitar a muchos diputados para que disfrutaran del momento de gloria. Las cosas se desbordaron un poco, es cierto, porque hubo abrazos, besos y sobos en la espalda. Además era imposible mantener las distancias recomendadas, porque el ardor de los exaltados sentimientos no ponía las cosas fáciles y las lágrimas de la alegría convertían a las mascarillas en instrumentos de tortura.

Lo de las fotos tipo Casa de Bernarda Alba en El Mundo no es más que un pequeño arrebato de vanagloria, insignificante y sin mayor trascendencia. Es cierto que las poses son algo forzadas, incluso ridículas. Pero eso es culpa de los fotógrafos que siempre están intentando conseguir de sus modelos la mayor originalidad posible. Puede que además el asesor de imagen de la presidenta de la Comunidad de Madrid no estuviera presente, lo que explicaría que doña Isabel se prestara a un carrusel de posturitas un tanto estrambóticas.

Sus prisas por entrar en la fase 1 de la reducción del confinamiento se justifica perfectamente. No quiere que  los madrileños se arruinen con tanta inactividad y, aunque sus asesores le digan que la sanidad de Madrid no está todavía en condiciones para hacer frente a la epidemia, los empresarios se lo han exigido y ella ha sido fiel a las necesidades de la economía productiva. Esta vez los del Ministerio de Sanidad se lo han impedido, pero con su proverbial insistencia es posible que muy pronto consiga su objetivo.  

Me queda un detalle que había olvidado, lo del apartamento de lujo en el que la señora Díaz Ayuso vive desde que estuvo en cuarentena. Dicen que se lo cedió en su momento un conocido empresario de la hostelería y que después, cuando se recuperó de la enfermedad, le había gustado tanto que la presidenta decidió seguir utilizándolo.  En esto cuesta más ser comprensivo. Debería explicar la situación con todo lujo de detalles o mucho me temo que se empiece a pensar que le están haciendo un regalo encubierto a cambio de algo. Y ya se sabe lo que suele ocurrir con estas cosas.

9 de mayo de 2020

A veces las segundas partes son necesarias

Procuro no insistir en un mismo tema en artículos consecutivos (el coronavirus no es un tema, sino un escenario). Quizá sea mi desapego a los seriales de cualquier tipo –incluidas las series de televisión- la razón que me induce a no repetir los asuntos que trato en el blog, al menos sin que haya transcurrido un tiempo prudencial. Pero esta vez voy a saltarme la costumbre, porque mi artículo “¿Qué futuro inmediato nos aguarda?” ha merecido que algunos lectores de este blog, es decir algunos de mis amigos, me hayan hecho llegar su impresión de que en esto de las consecuencias de la pandemia que nos acosa soy un tanto cenizo. Varios mensajes escritos y alguna conversación telefónica me demuestran que no todo el mundo tiene la misma percepción que tengo yo respecto a la gravedad de la situación.

Yo comprendo que haya prisa por salir del confinamiento y por recobrar la normalidad. Pero la vehemencia no debería ofuscarnos, porque si las cosas no se hacen con la debida prudencia corremos el riesgo de que se produzca un retroceso en los avances conseguidos. La tendencia es buena, no lo niego, pero el progreso es tan lento que pensar que en un par de meses estaremos como si aquí no hubiera sucedido nada es absolutamente ingenuo y sobre todo temerario. Las autoridades no lo van a decir nunca con la crudeza que lo digo yo, porque entre otras cosas entre sus obligaciones está la de mantener alta la moral de la población. Eso por un lado. Por otro, que la política obliga con frecuencia a utilizar extraños circunloquios, por no decir a disimular la auténtica realidad.

Ya he contado aquí en alguna ocasión que entre mis tareas “autoexigidas” está la de sintonizar todos los días algunos canales de televisión de habla inglesa, durante un buen rato. Esta circunstancia me está permitiendo observar que lo que sucede en nuestro país es exactamente igual a lo que está sucediendo en Estados Unidos y en los más importantes países europeos. También hay prisas allí por salir del confinamiento, y tampoco los responsables se expresan con demasiada claridad. El dilema economía/sanidad está presente en todas las entrevistas que veo y oigo, y en ellas la balanza se inclina a favor del dinero o de la salud en función de la mentalidad política de quien hable. Que la política meta las narices en todas partes es una constante universal.

Como no nos dicen toda la verdad, unos por no alarmar y otros por abrir cuanto antes la actividad económica, nuestras mentes están hechas un lío. Por eso estamos obligados a ser críticos, a ponernos en lo peor y a tomar tantas precauciones como podamos. No se trata de caer en paranoias, sino en ser realistas. Hay que aprender a leer entre líneas y a captar mensajes que no acaban de expresarse con la claridad que desearíamos, porque en muchas ocasiones a buen entendedor con pocas palabras debería bastar. Las discusiones sobre la prorroga del Estado de Alarma son un ejemplo de lo que estoy diciendo. El gobierno sabe bien lo que sucede y no quiere que el control de la pandemia se le vaya de las manos. Lo que ha sucedido con el esperpento que ha organizado la cagaprisas -apelativo coloquial y malsonante, pero cariñoso- de la señora Díaz Ayuso es digno de figurar en las antologías de la insensatez humana. Los responsables del Ministerio de Sanidad han impedido la debacle que se avecinaba si la Comunidad de Madrid hubiera entrado ya en la llamada fase 1.

La situación es grave y por tanto debemos armarnos de paciencia, oír con atención las normas que se dictan y después cumplirlas. Los efectos de la pandemia y su posible duración, incluso su potencial rebrote, no son exageraciones. Son una realidad que no se puede ignorar. Por eso creo que si temo que este verano no vaya a poder moverme de Madrid no es porque sea un cenizo, sino porque las evidencias están ahí. Ojalá me equivoque y pueda contemplar dentro de poco la puesta de sol sobre el castillo de Sancti Petri y más tarde sentarme a la sombra de la pérgola del huerto de Castellote a ver pasar el tiempo.

6 de mayo de 2020

¿Qué futuro inmediato nos espera?

Estamos tan inmersos en lo cotidiano, en combatir al virus, en no infectarnos y en pasar el confinamiento lo mejor posible, que reparamos muy poco en cómo pueda afectarnos todo esto dentro de unos meses. Cuando empezó la epidemia nadie pensaba que sus efectos durarían más allá de unas semanas. El único punto de referencia que teníamos era el de la lejana China y parecía que allí las cosas estaban más o menos controladas. Como además empezaba el mes de marzo, nadie se planteaba todavía cómo organizar el veraneo. Nuestras mentes acostumbradas a que en estos tiempos no hay catástrofes que frenen la andadura de un país, no perdían un minuto en estas consideraciones, como si nada importante estuviera sucediendo.

Pero han pasado casi dos meses, la epidemia se ha extendido por el mundo entero, las fronteras siguen cerradas, el número de muertos aumenta, los ERTE y el paro se multiplican, la economía se ralentiza, los cursos escolares no se reanudan, la hostelería está cerrada y nuestra moral flaquea. Estamos empezando a intuir que, aunque el virus no nos infecte, las consecuencias de su ataque por sorpresa dejarán a nuestras sociedades muy trastocadas. Lo que, dicho de otra forma mucho más comprensible, transformará por completo nuestra manera de vivir.

Como hay veces que no tenemos más remedio que agarrarnos a un clavo ardiendo, las mejoras que muestran las estadísticas nos hacen pensar que muerto el perro se acabó la rabia. Pero mucho me temo que la realidad vaya a ser muy distinta. La pandemia puede que pase –ojalá-, pero dejará un terreno tan devastado que no lo reconoceremos. Incluso, antes de que llegue, ya se le ha dado el eufemístico nombre de nueva normalidad.

En los desplazamientos veraniegos nos encontraremos con situaciones poco agradables, porque en muchos lugares de España a los veraneantes se les mirará con recelo. No digo por los hosteleros, por supuesto, sino por los del lugar. Como por otro lado, a pesar del desconfinamiento escalonado las medidas de proteción continuarán, habrá que entrar en las tiendas con mascarilla, con guantes, de uno en uno y a distancia del dependiente, que nos mirará con desconfianza. Las terrazas estarán cerradas o, acaso, distribuidas de tal forma que la tertulia alrededor de unas cervezas o de unos vinos resultará un tanto desangelada. Los restaurantes, si se abren, colocarán las mesas de tal forma que los comensales parecerán atareados empleados de oficina en plena jornada laboral, en vez de placenteros veraneantes disfrutando de un buen pescado al horno. Discotecas, verbenas, ferias o lugares de entretenimiento social brillarán por su ausencia. Y no sigo porque no es caritativo abundar en las desgracias propias y ajenas.

De los viajes al extranjero, una actividad cada vez más frecuente entre los españoles, para qué hablar. Suponiendo que se reabran algunos itinerarios, cumplir con los protocolos que se vayan a exigir en aviones, pasos fronterizos, entradas en los hoteles, visitas a los museos o recorridos por los lugares de interés hará que a uno, por viajera que tenga el alma, se le quiten las ganas por completo. Pero si los desplazamientos sobrepasan los límites geográficos europeos, correrá el riesgo además de que lo "cuarentenen".

Las segundas viviendas, esas que se situan en localidades donde a uno ya no se le mira como a un extraño, se convertirán de repente en lugares lejanos, porque los cambios en el entorno serán tales que parecerán desconocidos. Los que están allí pensarán que bastante tienen con lo suyo y que a cuento de qué aparecen aquellos intrusos; y los que llegan desconfiarán de lo que se puedan encontrar a su alrededor. Una relación biunívoca de desconfianza que puede crear una gran incomodidad.

Sí, es verdad: lo de arriba es una visión pesimista, incluso algo catastrofista de lo que pueda suceder. Pero mucho me temo que este verano lo mejor que uno pueda hacer es quedarse en casa. Ojalá me equivoque, pero yo, por si acaso, ya he llamado a los del aire acondicionado para que revisen mi instalación.

2 de mayo de 2020

Neologismos, barbarismos y otras formas de mal hablar

Siento decirlo de Grande-Marlasca, una persona que merece todas mis consideraciones como jurista y como político, pero no puedo morderme la lengua. Le he oído en varias ocasiones decir “preveyó” en vez de previó. No es el único que no sabe conjugar el verbo prever, tan sencillo como hacerlo con el ver, del que proviene por la simple anteposición del prefijo pre. Sí, porque prever significa ver antes de. Lo que sucede es que muchos lo confunden con el verbo proveer, cuyo significado nada tiene que ver con el otro. Proveyó sí, pero “preveyó” es un error gramatical impropio en una persona culta. Y el mimistro del Interior no es el único a quien he sorprendido retorciendo este verbo, porque al señor Ábalos le he oído decir también en más de una ocasión, no lo habíamos “preveído”. Ministros, por favor, repasen la gramática.

De la “desescalada”, como llaman ahora a la progresiva disminución de las medidas de confinamiento, preferiría no hablar. Este verbo, “desescalar”, no existe en el idioma español. Viene a ser algo así como decir “desaumentar” para decir disminuir. A las montañas se escala y después se desciende, no se “desescala”. Sin embargo es un vocablo que ha llegado de la mano de políticos y periodistas, que, para esto del idioma, por separado son peligrosos, pero juntos se convierten en temibles. Mucho me temo por tanto que ésta expresión se quede entre nosotros. La Academia termina aceptando muchas de estas barbaridades lingüísticas, porque considera que el uso reiterado las convierte en vocablos aceptables. Yo nunca he estado de acuerdo con esta tolerancia, pero doctores tiene la Iglesia.

Lo que ahora me tiene muy preocupado es la expresión “nueva normalidad”, que se utiliza para denominar a lo que se nos viene encima. ¿Por qué no dicen la nueva anormalidad? La normalidad es lo que teníamos y vamos a perder. Pero una vez más nos encontramos ante un invento de los políticos, que prefieren utilizar una expresión políticamente correcta a otra que pueda levantar sarpullidos. Es cierto que en este caso no podemos hablar de error lingüístico, porque desde un punto de vista gramatical la locución es correcta. La incorrección deriva del sentido que quiere dársele, porque hasta que el nuevo escenario que nos aguarda se haya convertido en normal estaremos viviendo en la más absoluta de las anormalidades. Si llevar mascarilla y guantes y tener que tomar una cerveza detrás de una mampara protectora se considera normal, que el cielo nos asista.

La verdad es que no sé por qué algunos dicen que se aburren. Debe de ser porque no prestan atención a lo que se dice en las radios y las televisiones y a lo que se escribe en los periódicos. Es un ejercicio fácil que recomiendo. Hay que prestar un poco de atención a la forma en detrimento del fondo. Pero si se tiene en cuenta que este último es repetitivo y cansino, fijarse en las palabras resulta entretenido. Además, no hay nada tan trasversal como la ignorancia lingüística. De ella no se libran ni derechas ni izquierdas ni gentes de orden ni de mal vivir.

Recuerdo un personaje de Paul Auster que confesaba que desde que murió Gene Kelly no había vuelto a ir al cine. Yo, desde que murió Alfredo Pérez Rubalcaba, no consigo oír a ningún político expresarse con corrección, ni en la forma ni en el fondo.

Hay excepciones, pero no las digo porque se me vería el plumero.