6 de mayo de 2020

¿Qué futuro inmediato nos espera?

Estamos tan inmersos en lo cotidiano, en combatir al virus, en no infectarnos y en pasar el confinamiento lo mejor posible, que reparamos muy poco en cómo pueda afectarnos todo esto dentro de unos meses. Cuando empezó la epidemia nadie pensaba que sus efectos durarían más allá de unas semanas. El único punto de referencia que teníamos era el de la lejana China y parecía que allí las cosas estaban más o menos controladas. Como además empezaba el mes de marzo, nadie se planteaba todavía cómo organizar el veraneo. Nuestras mentes acostumbradas a que en estos tiempos no hay catástrofes que frenen la andadura de un país, no perdían un minuto en estas consideraciones, como si nada importante estuviera sucediendo.

Pero han pasado casi dos meses, la epidemia se ha extendido por el mundo entero, las fronteras siguen cerradas, el número de muertos aumenta, los ERTE y el paro se multiplican, la economía se ralentiza, los cursos escolares no se reanudan, la hostelería está cerrada y nuestra moral flaquea. Estamos empezando a intuir que, aunque el virus no nos infecte, las consecuencias de su ataque por sorpresa dejarán a nuestras sociedades muy trastocadas. Lo que, dicho de otra forma mucho más comprensible, transformará por completo nuestra manera de vivir.

Como hay veces que no tenemos más remedio que agarrarnos a un clavo ardiendo, las mejoras que muestran las estadísticas nos hacen pensar que muerto el perro se acabó la rabia. Pero mucho me temo que la realidad vaya a ser muy distinta. La pandemia puede que pase –ojalá-, pero dejará un terreno tan devastado que no lo reconoceremos. Incluso, antes de que llegue, ya se le ha dado el eufemístico nombre de nueva normalidad.

En los desplazamientos veraniegos nos encontraremos con situaciones poco agradables, porque en muchos lugares de España a los veraneantes se les mirará con recelo. No digo por los hosteleros, por supuesto, sino por los del lugar. Como por otro lado, a pesar del desconfinamiento escalonado las medidas de proteción continuarán, habrá que entrar en las tiendas con mascarilla, con guantes, de uno en uno y a distancia del dependiente, que nos mirará con desconfianza. Las terrazas estarán cerradas o, acaso, distribuidas de tal forma que la tertulia alrededor de unas cervezas o de unos vinos resultará un tanto desangelada. Los restaurantes, si se abren, colocarán las mesas de tal forma que los comensales parecerán atareados empleados de oficina en plena jornada laboral, en vez de placenteros veraneantes disfrutando de un buen pescado al horno. Discotecas, verbenas, ferias o lugares de entretenimiento social brillarán por su ausencia. Y no sigo porque no es caritativo abundar en las desgracias propias y ajenas.

De los viajes al extranjero, una actividad cada vez más frecuente entre los españoles, para qué hablar. Suponiendo que se reabran algunos itinerarios, cumplir con los protocolos que se vayan a exigir en aviones, pasos fronterizos, entradas en los hoteles, visitas a los museos o recorridos por los lugares de interés hará que a uno, por viajera que tenga el alma, se le quiten las ganas por completo. Pero si los desplazamientos sobrepasan los límites geográficos europeos, correrá el riesgo además de que lo "cuarentenen".

Las segundas viviendas, esas que se situan en localidades donde a uno ya no se le mira como a un extraño, se convertirán de repente en lugares lejanos, porque los cambios en el entorno serán tales que parecerán desconocidos. Los que están allí pensarán que bastante tienen con lo suyo y que a cuento de qué aparecen aquellos intrusos; y los que llegan desconfiarán de lo que se puedan encontrar a su alrededor. Una relación biunívoca de desconfianza que puede crear una gran incomodidad.

Sí, es verdad: lo de arriba es una visión pesimista, incluso algo catastrofista de lo que pueda suceder. Pero mucho me temo que este verano lo mejor que uno pueda hacer es quedarse en casa. Ojalá me equivoque, pero yo, por si acaso, ya he llamado a los del aire acondicionado para que revisen mi instalación.

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