29 de marzo de 2017

Europa de mis amores y desamores

Desde muy joven, cuando no era más que un adolescente que quería saberlo todo, me han interesado los asuntos que versaran sobre el arduo proyecto de unión de los estados europeos que se puso en marcha tras la Segunda Guerra Mundial. Estábamos entonces en plena dictadura, y contemplaba el devenir de Europa como algo ajeno, porque sabía muy bien que sin libertades ciudadanas nuestra entrada en la entonces Comunidad Económica Europea nos estaba vedada. Creo que mi conversión a la democracia, o mejor dicho mi descubrimiento de la envidiable libertad que se gozaba en otros países vecinos, viene de aquella época, cuando leía a diario en el ABC, al que mi padre estaba subscrito, las noticias que llegaban sobre los avances de los países fundadores del Mercado Común hacia la integración total. Eran tiempos de censura y no todo se decía, pero sí lo suficiente como para poder leer entre líneas.

El 26 de junio de 1985, cuando España firmó por fin el tratado de adhesión a la Comunidad, me llevé una de las mayores alegrías de mi vida. Tuve entonces la sensación de que nuestro país dejaba atrás décadas de aislamiento y autarquía, y se incorporaba a la modernidad y al progreso, al club de las naciones de mayor solera histórica, a un espacio de bienestar social y económico sin parangón. Me sentí en aquel momento ciudadano de un estado supranacional, sólido y seguro, subdito de uno de los espacios geopolíticos más prósperos del planeta.

Mucho ha llovido desde entonces y muchas también han sido las vicisitudes por las que ha pasado el gigantesco proyecto de unión europea, algunas esperanzadoras y otras frustrantes. Pero como me gusta ejercer de optimista –el pesimismo no es útil en absoluto- prefiero pensar en que, a pesar de los nacionalismos de vía estrecha, de los populismos de uno y otro signo y de los ataques externos que intentan sembrar de minas el recorrido, los avances hacia la plena unidad continúan imparables.

El Brexit ha supuesto uno de los muchos obstáculos con los que ha tropezado el proyecto europeo, puede que el mayor por lo que tiene de mal ejemplo. Pero en contra de lo que algunos opinan, quizá haya sido providencial que el Reino Unido abandonara la Unión Europea. Desde mi punto de vista, la presencia británica se estaba convirtiendo en un lastre, porque sus exigencias frenaban constantemente los avances hacia la integración. Ahora que se han marchado será posible continuar hacia adelante sin tantas dificultades como existían. Hubiera sido preferible que continuaran, qué duda cabe, pero no a base de poner constantemente zancadillas, de intentar construir una Europa a la medida de las exigencias de Londres.

El revulsivo ha sido tan grande, que ahora empiezan a oírse voces que exigen acelerar el ritmo, superar prejuicios nacionalistas y avanzar hacia una auténtica federación de estados, con la vista puesta en lo que ya algunos empiezan a denominar Estados Unidos de Europa, una nueva nacionalidad que nos ampare a todos por igual, no sólo en los aspectos económicos, también y sobre todo en los sociales.

Decía que soy optimista, pero no ingenuo. Las dificultades siguen siendo muchas, entre otras el apego a lo propio en perjuicio de lo foráneo, la desigualdad entre los niveles de vida de unos países y de otros y la variedad de culturas y de mentalidades. El trayecto a recorrer será largo y pasarán todavía decenios antes de que se vea el resultado de un proyecto que cuenta ya con sesenta años de recorrido, un plan además de metas volantes, porque cada logro supone una victoria. No hace falta haber llegado al final para poder disfrutar mientras tanto de los triunfos parciales, que son cuantiosos.

24 de marzo de 2017

El difícil y necesario equilibrio

Mis ideas políticas hace tiempo que se mueven dentro del espectro ideológico que se domina socialdemocracia, como ya he confesado en estas páginas en más de una ocasión. La palabra, de tan manida, a veces pierde concreción y su significado se difumina, aunque en realidad sus premisas sean pocas y concluyentes: respeto a la economía de mercado, intervención del Estado para evitar los abusos del sistema financiero cuando sea necesario, defensa de un modelo fiscal progresivo destinado a corregir la desigualdad de oportunidades entre las distintas capas sociales y agenda social enfocada a proteger con decisión a los más necesitados.  

Digo que son pocas y concluyentes, pero no afirmo que sean fáciles de poner en práctica. Cuando se navega por las aguas de la libertad de mercado y al mismo tiempo por las de la defensa de la justicia social, se corre el riesgo de confundir el rumbo, o bien porque prive más lo primero que lo segundo o por el contrario porque se escore hacia posiciones intervencionistas que ahoguen la economía productiva.  Dicho de otra manera, si no se mantiene el equilibrio que le es propio a la socialdemocracia, existe el peligro de caer en las garras de la derecha neoliberal, ávida de ganar aliados, o de bailar el agua a la izquierda utópica y demagógica, dispuesta a vender su alma al diablo con tal de acabar con el status quo.

Se dice con harta frecuencia que la socialdemocracia europea está en crisis. Pero nadie explica por qué, más allá de ciertas acusaciones de desgaste político después de tantos años de gobierno. Sin embargo, la causa de esta inestabilidad política, desde mi punto de vista, radica en la pérdida del equilibrio ideológico que sufren con frecuencia los partidos que la defienden, o porque deriven hacia posiciones que los votantes identifican con la derecha pura y dura, o como consecuencia del rechazo que produce en el electorado de centroizquierda los compadreos con la izquierda radical.

La socialdemocracia supone equilibrio, moderación y posibilismo, entendiendo con esta última palabra la tendencia a procurar con decisión sortear las dificultades que ofrece la realidad en la que ha de desenvolverse la actividad política, siempre con la vista puesta en conseguir una sociedad más justa. No forma parte del ideario socialdemócrata asaltar los cielos ni destruir lo existente para construir sobre sus cenizas. La cordura, la sensatez y la mesura, cuando el objetivo está claro, suelen ser muy buenas consejeras. Las precipitaciones, los atajos y el alboroto sólo consiguen retrasar la marcha de los avances sociales, como tantas veces ha demostrado la historia política de nuestro país y del mundo entero. No por mucho madrugar amanece más temprano.

El único partido que ha representado en España a la socialdemocracia, y puede seguir representándola en el futuro, es el PSOE, aunque algunos, que nunca han tenido nada que ver con esta ideología, pretendan apropiarse del nombre, por eso de a ver si cuela. Como consecuencia de lo primero, observo con verdadero interés los movimientos de los candidatos a la Secretaría General del partido socialista, sin que hasta ahora me haya inclinado por uno o por otro o por otra. Yo no voy a participar en estas primarias, porque no milito, pero como posible votante de la opción tengo que comprobar hasta qué punto sus mensajes responden a los cánones que apunto más arriba.

Sólo si el PSOE defiende sin tapujos los principios socialdemócratas contará con mi voto. No me valen ni compadreos con la derecha de Rajoy, que representa al liberalismo económico más rabioso, ni carantoñas con el anticapitalismo de Pablo Iglesias, obsesionado hasta la paranoia con el fantasma del IBEX 35.

La socialdemocracia existe y debe ocupar una vez más el lugar que le corresponde en nuestra sociedad.

15 de marzo de 2017

Laicidad, religiosidad y otros conflictos de moda

La propuesta de Podemos para que se supriman las misas que transmiten los canales públicos de televisión no ha dejado indiferente a casi nadie. Por un lado se oyen voces de indignación religiosa, de signo integrista, y por otro se aplaude la idea como si se tratara de una medida revolucionaria de gran alcance. Las tertulias radiofónicas o televisivas no hacen otra cosa que hablar de este asunto, incluso he oído a un presentador exigir en directo a sus colaboradores habituales que se definieran sin tapujos sobre esta iniciativa. Las respuestas han sido de todo tipo, desde los que se oponían a la medida a pesar de ser ateos, pasando por los que entonaban  la libertad religiosa como un derecho inalienable, hasta llegar a los que no saben/no contestan. De todo como en botica.

La Constitución Española de 1978, en su artículo 16 dice textualmente: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y con las demás confesiones. Un texto que a mi juicio no deja dudas sobre su verdadero significado, que no es otro que separar la religión de la vida pública. Otra cosa es que algunos, al amparo de ese “tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española” y de la cita expresa a la Iglesia Católica, se aprovechen para tergiversar la intención del constituyente, o para defender sus creencias o para salvaguardar los interese de su organización, que de todo hay.

La verdad es que en esto de la laicidad del Estado hemos avanzado muy poco. Los poderes religiosos se resisten numantinamente a perder sus privilegios y una parte minoritaria de la sociedad les sirve de amplificador con sus proclamas religiosas. Y no me refiero a los católicos en general, muchos de los cuales acaban de enterarse de que se televisaba la misa en directo, sino a una minúscula facción, muy activa, eso sí, que profesa su religión como si se tratara de una cruzada de nuestro tiempo, de una lucha contra el infiel.

Desde mi punto de vista, hace tiempo que situaciones como la que ahora sirve de controversia deberían haber desaparecido de la escena pública, para quedar circunscritas al entorno de la privacidad, que es en el que se debe practicar la religión, con total libertad, por supuesto. La misa televisada por la cadena pública no es más que uno de los muchísimos ejemplos de invasión religiosa del espacio público, de incumplimiento de la Constitución que sufrimos los españoles. Desde los actos castrenses, en los que seas católico o no lo seas tienes que aceptar la liturgia religiosa en las paradas militares, hasta las procesiones que invaden las vías públicas, las ofrendas florales a docenas de vírgenes o los rosarios de la aurora. Pocos actos oficiales se salvan en España de la presencia, mayor o menor, del estamento religioso.

Siento un enorme respeto por los creyentes, pero no por las perseverantes maniobras de algunos por mantener la supremacía social de las instituciones religiosas, que demuestra que lo que les preocupa no es ser fieles a sus creencias, sino mantener los privilegios materiales que siempre, desde tiempos inmemoriales han disfrutado. Ese y no otro ha sido el detonante de tanta absurda confrontación religiosa, de tanto anticlericalismo ultramontano, de tanta falta de cordura.


10 de marzo de 2017

¿Qué es la inteligencia?

Empezaré advirtiendo, para que nadie se lleve a engaño, que soy absolutamente lego en la materia que titula este artículo. Lo que no significa que no tenga interés en aproximarme a un concepto tan etéreo como es el de la inteligencia, aunque sólo sea con la intención de hacerme una idea aproximada de lo que significa. Aunque mucho me temo que mi pretensión sea inútil y que una vez más esté intentando la cuadratura del círculo.

He buscado y rebuscado entre los documentos a mi disposición definiciones que me dieran alguna pista sobre este concepto, pero ha sido un esfuerzo inútil. En el mejor de los casos no me han descubierto nada que no supiera de antemano, sólo ambigüedades sobre la capacidad de elegir lo mejor, de entender con clarividencia lo que nos rodea o de distinguir entre lo conveniente y lo nocivo para uno mismo. En el peor -o quizá también en el mejor por lo simpático-, hasta me han hecho reír a carcajadas, como aquella que afirma que inteligencia es lo que se puede medir con pruebas de inteligencia. Redonda definición donde las haya.

En realidad mi preocupación ni es etimológica ni es semántica. Lo que creo que me inquieta es no saber por qué hay personas a las que se les atribuye una gran inteligencia, cuando a mí me parecen más zotes que un tonto de pueblo, entrañable figura, por cierto, que adoro porque imprime carácter a su localidad natal. O cuando, por el contrario, me encuentro con personajes a los que considero sagaces, hábiles e intuitivos, y sin embargo se comportan con una credulidad, con una ingenuidad y con una falta de capacidad de discernimiento que llama la atención o que, al menos, a mí me la llama. Parece a veces que se hubieran dejado todo en la carrera, como decía aquel.

Mucho me temo que la inteligencia no sea más que un concepto filosófico, tan difuso e inconcreto como todo lo que pertenece a la metafísica, y que por tanto no tenga definición. O también puede que no sea más que la mezcla de muchos ingredientes, estos sí definibles, aunque no lo sea el resultado de la mixtura. Algunas de las definiciones que he consultado apuntan en este sentido, como aquellas que mencionan a la memoria, a la voluntad y al entendimiento, las tres potencias del alma que aparecían en el viejo catecismo de Ripalda poco después de lo de decid niño como os llamáis: Pedro, Juan, Francisco etcétera.

Sucede además que entre los reactivos que dan lugar al compuesto que algunos llaman inteligencia hay algunos de carácter nato o genético y otros adquiridos como consecuencia de la influencia del entorno. Por un lado neuronas de mejor o peor estructura y, por otro, educación o adoctrinamiento con distintos grados de intensidad. Y aunque como dice el proverbio lo que natura no da Salamanca no presta, una buena educación puede disimular en parte las disfunciones neuronales y una estructura mental bien amueblada puede fracasar si el individuo no la cultiva adecuadamente.

Mucho me temo por tanto que no podamos hablar con propiedad de personas inteligentes o no inteligentes, lo que no evita que nos formemos una idea subjetiva sobre la capacidad intelectual de cada uno de los que nos rodean. Pero ¡ojo!, porque además de subjetiva estará definida por la inteligencia de uno mismo, y esa sí que nadie es capaz de valorarla.

¡Qué complicado es todo esto! ¿No será que me falta inteligencia para entender qué es la inteligencia?

2 de marzo de 2017

Cuidados paliativos. Algo está cambiando

A lo largo de unas recientes vivencias personales, muy tristes por otro lado, he tenido ocasión de conectar con cierta frecuencia con la sanidad pública, esta vez en calidad de simple espectador. Excuso decir que, con independencia de las dolorosas razones que han ocasionado estos contactos, he procurado tomar debida nota de lo que veían mis ojos, con el decidido propósito de comprobar si era cierto que los recortes impuestos por el gobierno de Rajoy han causado un serio vapuleo al sistema sanitario español, uno de los puntales más importantes del llamado estado del bienestar. Anticiparé, aun sin ánimo de ser derrotista, que la situación me ha parecido peor que la que me había imaginado.

El hospital de La Paz de Madrid, en otros tiempos paradigma de la sanidad pública española, ofrece hoy un aspecto de decrepitud mal disimulada, la sensación de que faltara dinero hasta para tapar los desconchones. Es cierto que el cuerpo sanitario -médicos, enfermeros, auxiliares y celadores- se desvive por hacer las cosas bien, pero se percibe en los profesionales un cierto ánimo de derrota, la sensación de que les estuvieran faltando los recursos necesarios para hacer su trabajo. No es que lo manifiesten de forma explícita, simplemente se nota en sus silencios, en sus gestos y en sus actitudes.

No quisiera entrar en casuística, porque lo que he visto me afecta tan de cerca que me dolería citar ejemplos. Baste con decir que he sido testigo de diagnósticos erróneos, de perdidas injustificadas de los resultados de ciertas pruebas y de retrasos en la toma de decisiones respecto al tratamiento adecuado, no porque los médicos no supieran lo que tenían que hacer en cada caso, sino como consecuencia de que la proporción entre el personal sanitario disponible y el número de enfermos por atender hace muy difícil que no se cometan errores.

Sin embargo, algo se salva del juicio tan crítico que acabo de hacer, los servicios de cuidados paliativos, a los que también he tenido ocasión de acercarme. Debo decir, y creo que no exagero un ápice, que lo que he visto me ha dejado una buena impresión, si se puede emplear esta frase en un asunto tan triste. Todo ha funcionado correctamente, no sólo con respecto a la accesibilidad, que ha sido rápida y diligente, también desde el punto de vista de la calidad de una asistencia sanitaria tan delicada como es la de atender a los enfermos desahuciados. Una atención, por cierto, que exige a los profesionales altos índices de preparación en los aspectos técnicos, en los psicológicos y, por encima de todo, en los humanos.

La impresión que me ha quedado es que estamos ante un cambio de mentalidad en ese mundo tan comprometido como es el de la toma de posición ante la muerte de los enfermos incurables. No quisiera hablar de eutanasia, porque en este país de radicalidad religiosa, de integrismo católico, la palabra pudiera ser manipulada. Pero no puedo dejar de considerar que los cuidados paliativos que yo he visto se parecen mucho a la muerte asistida, con la diferencia de que en un caso se provoca el final de manera activa y en el otro se permite morir al paciente sin martirizarlo con tratamientos inútiles, con placidez.

El día que se adopte como norma de conducta una ética laica, que prescinda de credos religiosos y se base exclusivamente en valores universales, en criterios ampliamente reconocidos y aceptados en cualquier lugar del planeta, la humanidad en su conjunto habrá dado un paso gigantesco. Esta experiencia me ha servido para comprobar que, a pesar de las intransigencias sectarias y de que la intolerancia religiosa siga presente, la sociedad avanza por delante de la lenta inercia de los legisladores, como tantas veces.

Mientras tanto, me reconforta pensar que algo está cambiando en el mundo de la atención a los enfermos incurables.