28 de junio de 2017

Virgencita que me quede como estoy

¿Por qué los intentos de avance del ser humano hacia cotas de libertad más altas que las que se gozan en cada momento originan tanta resistencia en algunos? ¿Por qué la primera reacción ante noticias que impliquen superación de prejuicios o modificación del estatus establecido provoca tantos rechazos viscerales, incluso antes de que se conozca su verdadero alcance? ¿Por qué existe tanta oposición al cambio en los usos y costumbres? ¿Por qué el progreso espanta a tantos?

Doy por hecho que estas preguntas y cualquier otra que se haga sobre las reacciones en contra del progreso tendrán muchas repuestas diferentes, al menos las mismas que opinantes haya sobre el asunto. Yo también tengo las mías; y como me gusta reflexionar sobre lo humano y sobre lo divino –más sobre lo primero que sobre lo segundo por tratarse de materias concretas- voy a dedicarle unas líneas a este tema.

En primer lugar, tengo la impresión de que la inseguridad que acompaña al ser humano a lo largo de su trayectoria vital es tan grande, que muchos no quieren que le modifiquen el escenario sobre el que se ve obligado a actuar durante el recorrido. Como aquel viejo chiste del tullido que estaba a punto de sufrir un accidente grave, prefiere quedarse como está. ¿Para qué aventuras de incierto resultado? No me vengan ustedes con inventos, que como ahora estamos nos va muy bien.

Además, la propia vida va creando en el ser humano unos hábitos y unas costumbres, que algunos terminan considerando poco menos que normas de conducta universales, cuando no son otra cosa que adaptaciones personales a cada entorno existencial. Lo que sucede es que al haberse interiorizado como principios irrenunciables, cualquier intento por parte de otros de alteración provoca en ellos el inmediato rechazo, porque consideran que el comportamiento propio es el ideal. Si lo que hago yo es excelente, ¿a dónde quieren ir ésos con tantos cambios?

Este principio de acción y reacción ante el progreso, de defensa o de ataque al cambio, es aplicable a casi todos los órdenes del comportamiento humano, desde los hábitos familiares, pasando por los costumbres sociales, hasta llegar a las diferentes visiones políticas, sin olvidar la influencia que en cada persona tenga su creencia religiosa y el grado de compromiso con la misma, al fin y al cabo otra costumbre.

Sucede, sin embargo, que dado el cúmulo de circunstancias que influyen en la formación de la personalidad humana, ni todos los progresistas son iguales, ni tampoco los reaccionarios, lo que en ocasiones origina un problema de identificación, ya que no es nada fácil definir el grado de progresía o de conservadurismo de quienes nos rodean. Por eso muchas veces uno se sorprende cuando observa en un supuesto defensor del progreso actitudes xenófobas, racistas u homófobas, de la misma manera que lo deja perplejo comprobar que algunos defensores de las doctrinas más conservadoras proclamen a los cuatro vientos su compromiso con la liberación de las costumbres.

¿No será que una cosa son las palabras, las definiciones estereotipadas, y otra muy distinta el grado de compromiso de cada uno con el avance hacia una sociedad más avanzada, más libre y más respetuosa con los demás?

21 de junio de 2017

Una vez creado el monstruo, ¿quién lo sujeta?

El terrorismo yihadista se comporta como uno de esos monstruos mitológicos de varias cabezas, que vomitan fuego por sus bocas y barren indiscriminadamente con sus colas la superficie del suelo que pisan. Una imagen apocalíptica que espanta al mundo occidental cada vez que hace acto de presencia en su territorio, pero que lo deja apático e insensible cuando ataca en suelo ajeno. Porque mientras que los infames atentados de Madrid, de Nueva York, de Londres, de Paris, de Bruselas o de tantos otros lugares de occidente nos hacen perder el aliento a los habitantes del primer mundo y nos dejan noqueados durante varios días, no sucede de igual forma cuando un camión cargado de explosivos revienta en un mercado de Bagdad y asesina a cien personas o cuando un terrorista suicida se inmola en un barrio de Kabul y deja el sangriento reguero de docenas de víctimas, como sucede un día sí y otro también. En nuestro acomodado mundo, la noticia en estos casos sólo ocupa media docena de líneas en los periódicos o poco más de un minuto en los telediarios.

Cuando en alguna ocasión he opinado sobre la negativa discriminación que ejerce nuestra opinión pública entre víctimas propias y víctimas ajenas, dependiendo éstas del color de su piel, de la religión que profese o de la nacionalidad que figure en su pasaporte, se me ha contestado algo así como que ellos se lo han buscado, porque al fin y al cabo son los inventores del terrorismo. Respuesta que me parece una manera de no querer entrar en el análisis de la cuestión, una evasiva destinada a eludir el hecho de que, aunque el foco del terrorismo no esté aquí, el mundo occidental no es del todo ajeno al origen de su existencia.

El terrorismo yihadista contra occidente es muy reciente, al menos con la intensidad que ha adquirido en los últimos años. Su causa no es otra que el convencimiento de los terroristas de que todos los males que sufren sus países tienen origen en las políticas occidentales, algo que, si no es cierto en su totalidad, sí lo es en parte. Por supuesto que cuando digo lo anterior me refiero a gobiernos, a poderes económicos o a espurios intereses geoestratégicos, y no a los ciudadanos de a pie, muchos de los cuales han estado y siguen estando en contra de los indiscriminados ataques de occidente contra los países musulmanes.

Yo sé que es un tema muy delicado, porque cuando uno ve amenazada la sociedad en la que vive debe defenderla, hacer causa común con sus afines y apoyar la lucha sin fisuras contra los atacantes. Lo contrario sería suicida e insolidario. Pero eso no significa que tengamos que olvidar las verdaderas causas del problema, sino todo lo contrario. Debemos exigir a nuestros gobernantes que actúen con inteligencia, no sólo combatiendo en la primera línea de ataque de los asesinos, sino además tendiendo puentes, eliminando agravios y colaborando en la pacificación de las zonas que en su momento contribuyeron a desestabilizar. Porque de lo contrario se logrará frenar en cierta medida el terrorismo, pero, mientras persistan las causas que incitan a los asesinos, el odio y la violencia continuarán sin tregua.

Una vez creado el monstruo hay que sujetarlo con inteligencia, porque de otra manera terminará acabando con nuestro estilo de vida, con nuestras libertades.

17 de junio de 2017

Cantos de sirena y amistades peligrosas

Cuenta La Iliada que Ulises se hizo atar al mástil de su barco cuando regresaba de la guerra de Troya, para no sucumbir ante los cantos de las sirenas que lo llamaban desde los acantilados de la costa, con sus dulces e irresistibles voces. El PSOE debería hacerse atar al mástil de su larga trayectoria de moderación y capacidad de gobierno, para no caer en la tentación de llegar a extrañas alianzas, como le proponen ahora los que hasta hace muy poco lo denigraban. Supongo que de todo esto se discutirá en el Congreso Federal que acaba de inaugurarse, y quizá, por tanto, no debería meterme yo en camisa de once varas. Pero como modesto observador de la cosa pública no puedo evitar reflexionar sobre un asunto que me parece de trascendental importancia.

Que la aritmética no propicia desbancar en estos momentos a la derecha que gobierna es un hecho cierto, una situación que algunos traducen en la necesidad de coaliciones variopintas para romper la realidad de los números. Pero que eso sea así hoy no significa que tenga que serlo mañana. Por eso, lo que el partido socialista debería marcarse como primera prioridad es recuperar la confianza de los electores que lo abandonaron, aquellos que en un momento determinado contemplaron otras opciones porque no reconocían en el PSOE las virtudes características del socialismo, su capacidad de lucha a favor de los más desfavorecidos. Eso fue así, pocos lo dudan, porque las circunstancias obligaron a sus dirigentes a tomar unas decisiones completamente opuestas a su ideario político. Pero lo importante no son las causas sino los efectos; las primeras pueden servir de justificación, pero los electores toman las decisiones a la vista de los segundos.

Lo que debería hacer ahora el partido socialista es oposición, tan exigente como se pueda, no mediante algarabías callejeras sino desde el Congreso de los Diputados. El interregno por el que ha pasado el PSOE en los últimos meses puede justificar la poco menos que inexistente actividad de su grupo parlamentario en las cámaras durante los últimos meses, pero eso es algo que debería quedar atrás a partir de ahora, cuando los socialistas cuenten con una nueva ejecutiva y unos nuevos líderes, no sólo en Ferraz, también en el resto de la estructura federal, donde doy por hecho que se producirán grandes cambios a partir de ahora.

Éste es el momento de la puesta a punto del partido socialista y de ganar confianza entre los electores, y no de precipitaciones. Querer recuperar el tiempo perdido de la noche a la mañana es una tentación que deberían resistir sus dirigentes. Las prisas no son buenas consejeras, y aunque a muchos se los lleven los demonios por la situación de deterioro institucional que sufre nuestro país en los últimos tiempos, no debería olvidarse aquello de que pan para hoy puede ser hambre para mañana. Una gran parte del electorado está muy pendiente de los movimientos políticos de Pedro Sánchez, a quién en algún momento se acusó de tener demasiadas prisas por llegar a la Moncloa.

Itaca, el destino de Ulises, está ahí, quizá más cerca de lo que algunos quisieran; pero el PSOE para llegar a buen puerto tendrá que rechazar bastantes cantos de sirena.

10 de junio de 2017

Así se las ponían a Fernando VII

Las encuestas de intención de voto que se publican en España mantienen, con pequeñas variaciones dependiendo de quién sea el promotor de la consulta, que casi uno de cada tres españoles votaría una vez más al PP. Da la sensación de que los populares hubieran llegado a su nivel mínimo de confianza entre los votantes, pero que de ahí no se movieran ni un milímetro, aunque la corrupción persista y aunque otras encuestas nos digan que una de las  preocupaciones mayores de los españoles es la impunidad con la que siguen moviéndose los corruptos.

En lo que casi nadie se pone de acuerdo es en las causas que originan la persistencia del voto conservador, salvo en culpar a sus electores de condescendencia con los sinvergüenzas o de insensibilidad ante los continuos latrocinios, acusaciones que no sólo ofenden a los afectados, también a la inteligencia de cualquier observador ecuánime. Pensar que a la mayoría de los votantes del partido popular les trae al pairo la corrupción no tiene base alguna, es una auténtica estupidez.

Por tanto, las causas, desde mi punto de vista, habría que buscarlas en otra parte o fundamentarlas en distintas razones. Yo encuentro muchas, pero, dada la brevedad que exige el formato que me he impuesto en este blog, voy a limitarme a reflexionar sobre la que a mí me parece la más importante y decisiva, que no es otra que la sorprendente situación que atraviesa la izquierda en España. Vayamos por partes.

Los socialistas, aunque hayan clarificado el liderazgo, están todavía muy lejos de definir las líneas maestras de la política que vayan a seguir de ahora en adelante. Las recientes trifulcas internas –algunas de las cuales parecen persistir-, los bandazos programáticos -muchos de ellos aún pendientes de clarificar- y los guiños hacia la “otra” izquierda espantan a los votantes de centro, que son precisamente los que durante años han inclinado la balanza hacia uno u otro lado del binomio derecha-izquierda. Muchos de ellos esperan a ver que sucede en el próximo congreso del PSOE, cuando quizá algunas de estas incognitas se despejen.

Podemos, por su parte, que irrumpió en el escenario político bajo el lema de asaltar los cielos y que cosechó un ilusionado -o puede que ilusorio- crecimiento inicial, ha frenado su carrera ascendente, porque muchos de los que al principio creyeron en ellos se han convencido de la utopía que encierra su mensaje y de la inutilidad de tanta algarabía callejera. El electorado conservador los compara con la Fiera Corrupia y la progresía moderada con un grupo sospechoso de propugnar un izquierdismo trasnochado e inmaduro, totalmente inútil.

Con estos mimbres –como gusta decir ahora a los cursis- el predominio relativo de la derecha está garantizado, porque hay muchos –al menos un treinta por ciento del electorado- que prefieren taparse la nariz, para que no les llegue el tufo de los corruptos, que votar a una izquierda desnortada y dividida. Mucho tienen que cambiar las cosas para que la gran masa de votantes de la izquierda moderada vuelva a confiar en ellos.

En conclusión, los conservadores en España, mientras la izquierda no cambie de actitud, seguirán disfrutando de ese cómodo suelo electoral del treinta por ciento, sin necesidad de verse obligados a realizar demasiadas florituras.

Así le ponían las bolas de billar a Fernando VII y dicen las crónicas que ganaba todas las partidas a pesar de ser un mal jugador.

2 de junio de 2017

Además de patán, indigno de su cargo

Hace unos meses, cuando la toma de posesión del presidente Trump, escribí que el recién elegido para ostentar tan alta responsabilidad me parecía un patán o, dicho de otro modo más académico, alguien que desconocía por completo cómo debe uno comportarse en sociedad. Ahora, con la perspectiva que otorga el transcurso del tiempo, tengo que añadir que me entristece observar la falta de dignidad que le acompaña en el desempeño de sus funciones. No creo que se trate, como algunos opinan, de la actitud de alguien que pretenda ponerse el mundo por montera, sino del comportamiento de quien no tiene ni la más remota idea de la importancia del cargo que ocupa y del decoro al que obliga su ejercicio. Ni siquiera en sus filas, salvo minoritarias excepciones, se acepta de buen agrado tanta ramplonería y rebuscada vulgaridad.

Estoy leyendo un libro (The residence – inside the private world of the White House), un ensayo sobre la vida cotidiana dentro de las paredes de la Casa Blanca. Escrito por una periodista estadounidense (Kate Anderson Brower), relata de forma ágil y entretenida las vivencias de los presidentes americanos y sus familias, bajo el interesante punto de vista de los empleados de la casa presidencial, sean éstos mayordomos, camareros, responsables de la limpieza, cocineros, jardineros, agentes de los servicios secretos o altos ejecutivos de los gabinetes de apoyo. Por cierto, es un libro cuya lectura me atrevo a recomendar a mis amigos (desconozco si existen versiones en español).

Además de constituir un testimonio interesante sobre un mundo bastante desconocido por la mayoría de los ciudadanos estadounidense y del mundo entero, relata los comportamientos protocolarios y la vida familiar de varios presidentes de aquella nación, desde Heisenhower hasta Obama, un periodo tan extenso y con tantos protagonistas que permite mostrar al lector todo un catálogo de comportamientos. Lo cuento, porque si algo me ha llamado la atención, además del sinfín de anécdotas ilustrativas de las trastiendas de la alta política americana, es la dignidad protocolaria que por lo general acompaña a los presidentes de aquel país y a quienes los rodean. Al fin y al cabo, el presidente de los Estados Unidos, como cualquier primer mandatario, está obligado a representar a su país con la máxima dignidad.

Pues bien, Donald Trump rompe moldes, se sale de convencionalismos, hace mofa de los protocolos oficiales, ningunea a los mandatarios de otros países y se comporta como si el mundo fuera de su propiedad. Los manotazos al presidente de Montenegro para situarse en primera fila de la foto, la medio samba que se marcó cuando oía el himno nacional de su propio país en un acto castrense o las malhumoradas regañinas a los periodistas congregados en más de una rueda de prensa son actitudes que ponen de manifiesto que pretende dirigir a su nación, y de paso a las demás, como un capataz negrero. No tiene ni la menor ida de lo que significan el tacto, la cortesía o la diplomacia, porque ni debieron enseñarle a ejercitar estas capacidades cuando procedía haberlo hecho ni ha debido de tener necesidad de utilizarlas a lo largo de su vida empresarial. Lo cierto es que se comporta con la desfachatez propia de un niño maleducado, de un zafio malhumorado.

Las palabras dignatario y dignidad proceden de la misma raíz lingüística. Por eso resulta llamativo que un alto dignatario carezca de la dignidad necesaria para ostentar su cargo.