28 de marzo de 2019

La España vaciada

He decidido acudir a la manifestación que se celebrará en Madrid el próximo 31 de marzo (La España vaciada), una concentración convocada por varias plataformas reivindicativas de la atención especial que requieren determinados territorios del interior del país por parte de las autoridades centrales, autonómicas y locales. Precisamente acabo de regresar de un viaje a unas recónditas tierras turolenses –el Maestrazgo-, comarca que en otros tiempos gozó de una próspera economía rural y que hoy, por culpa, entre otras razones, del abandono institucional, se está quedando sin pobladores. Por eso, y no por otro motivo, he abierto hoy el ordenador y he empezado a teclear. A veces necesito, como escribía el poeta cubano José Martí, echar los versos del alma.

El Maestrazgo turolense es una intricada comarca montañosa a caballo del Sistema Ibérico, un paisaje de peñas escarpadas y profundas simas, de arroyos susurrantes y sinuosos, de sendas quebradas  y de minúsculos pueblos diseminados, donde sólo se oye el silbido del viento. Una tierra despoblada, de la que alguna vez he pensado que si en vez de en España estuviera en Estados Unidos sería un parque nacional, protegido a cal y canto, pero abierto al turismo responsable. Y no consigo quitarme esa idea de la cabeza, aunque reconozca que en nuestro país resulte un tanto utópica.

Durante esta breve estancia, un día me acerqué a La Algecira, aldea con sonoro nombre de recuerdos mudéjares, un topónimo procedente de una cultura que dejó huella. Tres calles, la de Arriba, la de en Medio y la de Abajo, una iglesia de torre enhiesta, poco más de una docena de casas apretadas, muchos gatos zalameros y confianzudos…, y sólo una persona con quien hablar. ¿Es usted del pueblo? –preguntamos-. No, yo no; he venido de visita –contesta-. Aquí sólo viven tres personas, la señora Carmen y mis dos cuñados. En verano es otra cosa, llegan a ser hasta treinta o más –añade-. ¿De qué viven?, si no es indiscreción –inquirimos sin pudor-. De las pensiones y un poco de los huertos. Dinerico no les falta –responde sin vacilación-. Cuidarán ustedes a estas tres personas –aseguramos a modo de pregunta retórica-. Toma, claro –sentencia-.

En La Algecira muere una carretera, bacheada y con los arcenes mordidos por el agua, la nieve y el hielo, que comunica la aldea con Ladruñán -pedanía de tan sólo 50 habitante, perteneciente al municipio de Castellote-, en realidad una pista mal asfaltada, tan estrecha que uno implora a la providencia que no aparezca otro coche de frente. Y más allá el río Guadalope, con un vado que permite, si la corriente ese día no baja demasiado embravecida, cruzar a la otra orilla y ascender aguas arriba, bordeando las hoces del río por un sendero accidentado, sólo apto para potentes todoterrenos y conductores osados. Un paisaje maravilloso, enigmático y solitario. Un espectáculo paisajístico salvaje y montaraz.

Pero ese mundo, en otros tiempos con vida humana, está desapareciendo. La desidia por parte de las administraciones, la tiranía de los mercados, la falta de alicientes para los más jóvenes y la escasez de recursos económicos están destruyendo una forma de vida que en muchos aspectos es envidiable, están liquidando el maravilloso mundo rural. Y nadie puede esperar que la iniciativa privada lo mantenga con vida si las administraciones no van por delante abriendo camino. No niego que sea difícil, no se me escapa que si no hay retorno de la inversión nadie pone dinero, no ignoro que los políticos sólo se mueven con la esperanza de conseguir votos. Pero eso no impide que reclamemos a gritos la atención de quien proceda, porque en caso contrario nuestros descendientes habrán perdido un tesoro insustituible y quizá irrecuperable.

25 de marzo de 2019

Un candelabro de tres brazos

A la derecha española, con tanta dispersión sobrevenida, no le van bien las cosas en los sondeos. En realidad lo que mantienen entre ellos son sólo pequeñas diferencias, muchas de ellas ni siquiera ideológicas, matices tan sutiles que, si no fuera porque tengo buen oído y distingo las voces de sus líderes con claridad, en muchas ocasiones no sabría ponerle nombre al autor de la ocurrencia de turno. Tanta es la similitud de su estilo, que se me ha ocurrido proponer un concurso televisivo o radiofónico que se titule: “Adivine quién ha dicho la siguiente frase”. El concursante debería elegir entre tres opciones: A) Santiago Abascal, B) Pablo Casado y C) Albert Rivera. La pregunta, por poner un ejemplo, podría ser: ¿Quién dijo, refiriéndose al presidente del gobierno: “los que quieren destruir España”?. El premio podría ser sustancioso, ya que la probabilidad de acertar es tan baja que el bote se iría incrementando día a día. Voy a ver si me pongo en marcha con la idea.

Una de los mayores logros de Manuel Fraga fue darle un tono a sus discursos capaz de regalar los oídos de un gran parte de los votantes conservadores, desde el franquismo sociológico hasta el centro derecha colindante con el centro izquierda. Sus mensajes eran tan hábiles para no comprometer demasiado las intenciones subyacentes, que logró aglutinar tras las siglas del PP a una amplia mayoría de españoles.  Después, como es sabido, José María Aznar consolidó en las urnas el resultado de la estrategia de su antecesor.

Sin embargo, ya se sabe que todo lo que implique tensión interna provoca escisiones. Esta es una realidad que no sólo afecta a la derecha, también a la izquierda. Pero hoy me toca hablar de la primera, que hasta ahora parecía inmune al riesgo de dividirse, pero que en estos momentos semeja un candelabro de tres brazos, con tres velas que compitieran entre sí para ver cuál brilla más, cuál produce mayor luminosidad. Y lo malo -o lo bueno según quien mire- es que pueden terminar consumiéndose las tres y dejar a los conservadores en la más triste de las penumbras. Aunque lo más probable será que, aunque cada una de las luminarias se quede en poco, unan sus exiguas luces para tratar de sobrevivir. Ya lo hemos visto en Andalucía.

El PP de Fraga, de Aznar y de Rajoy ya no existe. En parte porque las derechas colindantes lo están limando por sus respectivos flancos, el de la extrema derecha, que ha perdido por completo los complejos, y el de los que se dicen liberales, aunque no expliquen a nadie a qué liberalismo se refieren. Pero también porque un nuevo líder, envalentonado con su éxito congresual, se ha tirado al monte de la intolerancia, de la falta de sentido de la prudencia y de los modales antisistema. No le auguro, y mira que no lo siento, un buen resultado en las urnas.

De Ciudadanos ya he hablado hace poco. Además de más voluble que el humo del cigarro de Groucho Marx, miente. Su líder, Albert Rivera, se permite la osadía de declarar en pantalla –parece que con poca audiencia- que Pedro Sánchez les prometió a los secesionistas catalanes un indulto. Demuéstrelo, señor Rivera, si tiene lo que hay que tener, y déjese de paparruchas.

De Vox prefiero no hablar, porque poco hay que decir. En todo caso si quiero confesar que lo veía venir. Sus votantes estaban en el cuarto trastero del PP y ahora van saliendo uno a uno. No es una tendencia nueva, si acaso una corriente que no había aflorado gracias a la habilidad, como he dicho antes, de algunos de los dirigentes anteriores del Partido Popular. Pero Pablo Casado, con sus actitudes extremistas, les ha iluminado el camino.


19 de marzo de 2019

Se les debe de haber acabado el discurso

Uno tiene la sensación de que a los líderes de la derecha se les ha acabado el discurso político. Las constantes referencias al adversario socialista –concretamente a Pedro Sánchez- en términos que nada tienen que ver con las ideas, con los programas o con los proyectos para mejorar el país, me hacen pensar que su obsesión por quien representa la opción rival con más posibilidades de que les haga sombra va más allá del simple temor. Parece como si la imagen del secretario general del PSOE hubiera llegado a convertirse en una fijación enfermiza en sus mentes, en una nada desdeñable paranoia persecutoria. Oír hablar machaconamente del Falcon, del ocupa de la Moncloa, del golpista o del amigo de los terroristas ofende a la inteligencia de muchos españoles, que se preguntan con razón si no será que no tienen otra cosa que decir.

Hace unos meses mantuve una interesante conversación con un buen amigo de la adolescencia y de la juventud, alguien con quien había perdido el contacto hacía muchos años. Cuando lo retomamos, después de varias décadas de no haber sabido absolutamente nada el uno del otro, nos vimos en la obligación de ponernos al corriente, entre tantas otras muchas cosas, de la evolución de nuestros respectivos pensamientos políticos, que simplificando resultaron ser el suyo neoliberal conservador y el mío socialdemócrata. A partir de ahí, puestas las cartas boca arriba, defendimos nuestras ideas en términos absolutamente políticos, con razonamientos económicos y sociales, sin aspavientos, sin mencionar siglas de partidos y sin recurrir a vulgares anécdotas que nos apartaran del debate principal. Un ejemplo de que las discrepancias políticas no son otra cosa que el contraste entre los modelos de sociedad que cada uno prefiere.

Si este intercambio civilizado de ideas se da entre particulares que mantienen posiciones políticas muy distantes -incluso  antagónicas- sin que provoque enfrentamiento personal ni mucho menos menoscabo de la amistad, me pregunto por qué sucede que algunos líderes no sean capaces de utilizar un tono riguroso en sus discursos, sin anécdotas que rocen la inmadurez, sin insultos que los sitúen en el terreno de la educación chabacana. Y me contesto: quizá porque no tengan en este momento otra cosa que decir.

Acabo de leer en La Vanguardia que “crece la preocupación en el PP por la deriva que está tomando Pablo Casado”. Según este artículo (Carmen Riego), son muchos los dirigentes del Partido Popular que creen que su actual presidente se mueve a base de ocurrencias, sin rumbo, sin estrategia, forzando un giro a la extrema derecha que los aleja cada vez más del centro en el que alguna vez estuvieron. Es decir, hasta a sus fieles les sorprende el peligroso rumbo que ha elegido.

Lo peor que le puede suceder a un partido político es quedarse sin discurso político y sustituirlo por proclamas populistas. Y esto puede ocurrir por dos razones, la primera porque otros más avezados le estén pisando el terreno, la segunda porque su líder no sepa qué decir. Tengo la sensación de que aquí confluyen las dos causas. Pero allá ellos con sus discursos vacuos y sin sentido.

15 de marzo de 2019

El abuso del lenguaje inclusivo

Es cierto que la evolución del lenguaje a lo largo del tiempo ha venido marcada, entre otros muchos factores que afectan a la construcción de los idiomas, por los cambios sucesivos de costumbres y por la mentalidad imperante en cada momento. No en vano los humanos somos quienes construimos día a día la forma de expresarnos y por tanto nada tiene de particular que nuestra manera de percibir la realidad social haya ido dejando huella en el habla. Pero lo contrario, creer que mediante la modificación de la gramática se pueden cambiar los comportamientos humanos es, como poco, ingenuo.

Por eso, no tiene ningún sentido intentar ahora manipular el idioma con forzadas expresiones supuestamente feministas, persiguiendo un cambio en las costumbres sociales a través de la modificación del lenguaje. El uso del masculino como genérico de la clase referida es el que todos entendemos y el que además, por si fuera poco, defiende la Academia. Cuando ahora oigo a ciertas mujeres decir “nosotras” para referirse a un colectivo formado por hombres y mujeres, no puedo evitar que me parezca ridículo. Me suena como si alguien, al hablar del conjunto que forma con su pareja heterosexual, dijera “a las dos nos gusta el cine” o “las dos desayunamos a la misma hora". Ridículo, ¿verdad?

De  los miembros y las “miembras” que dijo hace tiempo alguna ilustre ministra y de los portavoces y las “portavozas” que hemos oído decir a cierta líder de ahora, no voy a hablar para evitar desternillarme. Estos casos, además de ser hilarantes, demuestran ignorancia en grado muy elevado. Ni siquiera se justifican como forma de llamar la atención sobre la discriminación machista. Son simplemente barbaridades lingüísticas, desatinos gramaticales, vulgaridades que descalifican a quien las utiliza.

Siempre se ha dicho al iniciar un discurso o una conferencia “señoras y señores” a modo de cortesía introductoria. Pero la utilización reiterada de expresiones como “nosotros y nosotras”,  “trabajadores y trabajadoras”, “asalariados y asalariadas" o “espectadores y espectadoras” resulta cansina a los oídos, quizá no sólo por un principio de economía del lenguaje -como explican los académicos-, también porque se trata de redundancias innecesarias en la comunicación verbal. Si siguiéramos esa norma, deberíamos decir: “los padres y las madres o los tutores y las tutoras de los niños y las niñas que estudian en este colegio pueden pasarse por Administración para pagar la cuota correspondiente a los alumnos y a las alumnas”. O también: "los hombres y las mujeres deben educar a sus  perros y a sus perras o, en su caso, a sus gatos y a sus gatas, para que no molesten a sus vecinos y a sus vecinas”.

Hoy, sin ir más lejos, he oído a una conocida líder referirse a su partido como Unidas Podemos. Si siguieramos esta nueva costumbre,  la capital de Suecia podría llamarse dentro de poco Estocolma y la de Francia Parisa. Al fin y al cabo se seguiría la misma norma que la mencionada dirigente ha utilizado para feminizar un nombre propio, el de una organización política. 

Que nadie confunda el feminismo con este burdo ataque al idioma, porque le hará un flaco favor a la causa que reivindica la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Dará pretexto a los machistas para que se burlen de sus pretensiones.

13 de marzo de 2019

Alirongo, alirongo, alirongo; la chaqueta me la quito y me la pongo

Hace muchos, muchísimos años –debió de ser a finales de los cincuenta del siglo pasado, cuando yo todavía era un ingenuo jovenzuelo capaz de dejarse impresionar por las cosas más nimias-, vi una película cuyo argumento no recuerdo, salvo que el protagonista, un zíngaro afincado en los Estados Unidos, cambiaba tantas veces de chaqueta –en el sentido literal de la expresión- que la variedad de modelos que lucía llegaba a convertirse en uno de los ingredientes más llamativos de la trama. En realidad se trataba de alguien que intentaba adaptarse al ambiente que lo rodeaba y que, como consecuencia, había llegado a la conclusión de que, si quería alcanzar sus objetivos sociales, no tenía más remedio que vestir en cada momento la moda que imperara. Albert Rivera y su coro de fieles me recuerdan aquella película. Sus constantes cambios de directriz política, sus alianzas a diestra y a siniestra se parecen mucho a la actitud de aquel personaje cinematográfico, que cambiaba de atuendo tan sólo guiado por sus ansias de incorporarse a un mundo extraño para él.

A mí me resulta tan descarada la errática y cambiante actitud de Ciudadanos, que no puedo entender las dudas de aquellos que dicen ser progresistas y contemplan esta opción con complacencia. Me resulta incomprensible que personas de izquierdas consideren la posibilidad de dar su confianza a un partido que, además de errático y voluble,  es, como dicen los castizos, más de derechas que el grifo del agua fría.

Sin embargo, puedo llegar a comprender que los votantes de la derecha de toda la vida, a la vista de lo visto busquen amparo en un partido parecido al suyo de siempre, por aquello de vamos a probar. Al fin y al cabo Ciudadanos se parece tanto al PP que no se precisan demasiadas escusas mentales para mudar de lealtad, ya que en realidad estamos hablando de lo mismo. Pero, insisto, no me entra en la sesera que una persona progresista -a la que se le supone la intención de sacar a España mediante su voto de la desigualdad social a la que los avatares históricos y la reacción conservadora la han llevado- se plantee esta alternativa. O mejor dicho, puedo entenderlo dede dos puntos de vista, o porque en realidad nunca haya tenido clara la idea de lo que significa progreso social o porque la tenaz propaganda de las derechas le haya hecho dudar.

No comprendo cómo estos tránsfugas no se dan cuenta de que los de Albert Rivera están dispuesto a pactar con la ultraderecha, ni de cómo durante meses estuvieron tapando la corrupción que rodeaba a Mariano Rajoy, ni de  los mensajes conservadores que lanzan a los cuatro vientos en sus proclamas electorales, ni de los intentos de pactos –o mejor dicho pactos consumados- con quien se les ponga  a tiro. Me resulta incomprensible que no les alarmen los llamativos y descarados cambios de chaqueta con los que nos sorprenden un día sí y otro también. No entra en mis cabales.

Postdata: cuando estaba a punto de pulsar intro para publicar esta entrada, me ha venido a la memoria el título y los protagonistas de la película a la que me refería arriba. Se titulaba Sangre caliente y la protagonizaban dos grandes de la época, Cornel Wilde y Jane Rusell. ¡Qué tiempos aquellos, cuando cambiar de chaqueta era sólo un atractivo cinematográfico!

8 de marzo de 2019

No todo el mundo sabe qué significa la palabra feminismo

Es curioso observar el tratamiento que los líderes conservadores intentan dar a algo en principio tan falto de adscripción política como es el movimiento feminista, sólo porque las reivindicaciones que lo sustentan han tenido origen a lo largo de la Historia en partidos de carácter progresista. Resulta chocante su crítica constante a quienes defienden la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Un auténtico esperpento que, entre otras cosas, demuestra que no saben o no quieren saber qué significa la palabra feminismo.  En las últimas semanas he oído, en más de una ocasión y en boca precisamente de mujeres, esa frase tan redonda de “yo soy femenina pero no feminista”, como si se tratara de dos conceptos antagónicos. Lo dicho: ignorancia supina.

Aunque cada una de las tres facciones en las que se ha dividido la derecha española lo haga a su manera, todas coinciden en ningunear la lucha por alcanzar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Deben ver en el feminismo la mano oculta del rojerío y, en consecuencia, les entran indisimuladas inquietudes, a veces incluso grotescas. Oír hablar de feminazis –termino que tiene origen en el ultraconservador tea party norteamericano- produce sonrojo, sobre todo viniendo de quien viene. Despreciar las discriminaciones positivas, como la de la paridad entre hombres y mujeres, argumentando que lo que debe imperar es el mérito y no el sexo, resulta ridículo. Bastaría con echar un vistazo a la lista de los siete magistrados que componen la sala que está juzgando a los del procès -sólo hay una mujer entre ellos-, para comprender lo que en realidad sucede en nuestra sociedad. En la judicatura, más de la mitad de sus integrantes pertenecen al sexo femenino. Las mujeres, se diga lo que se diga, no tienen las mismas facilidades que los hombres para alcanzar altos puestos de responsabilidad.

Lo que en realidad ocurre es que a la hora de la verdad el alma conservadora no acepta la igualdad de derechos entre los dos sexos. La educación sexista, enraizada durante siglos en nuestra sociedad, ha logrado crear un estereotipo de mujer sumisa, dependiente del hombre, cuidadora de sus hijos, recatada y modosa. Lo que significa que sus ansias de emancipación y la lucha por la igualdad de oportunidades con las de los varones rompen los moldes del cómodo statu quo al que muchos están acostumbrados. ¿A qué viene tanta reclamación, tanto ruido, si así estamos muy bien? –dicen algunos-. ¿A dónde nos quieren llevar estas extremistas con tanta algarabía callejera, con tanto alboroto, con tanta bulla? –piensan otros, aunque no lo digan en voz alta-.

En cualquier caso, la revolución feminista está en marcha y no hay quien la pare. Por eso, no acabo de entender la torpeza de esos líderes conservadores que, o la combaten con mensajes trasnochados, más propios de catequistas decimonónicos que de políticos del siglo XXI, o en el mejor de los casos se ponen de lado como si aquello no fuera con ellos. Se están equivocando, porque, aunque haya muchas mujeres con el alma machista –femeninas y no feministas-, la inmensa mayoría está convencida de que para salir del lugar al que la sociedad las ha relegado tienen que gritar cada vez más fuerte.

Yo, que soy feminista –aunque lamentablemente conserve dejes machistas, porque así fui educado y no es fácil quitarse de encima ciertos estigmas- me congratulo de los avances en materia de igualdad de oportunidades que se van consiguiendo día a día, y no me cansaré de denunciar a los que combaten activa o pasivamente el feminismo. Por eso, ahora mismo me voy a sumar a la manifestación convocada.

5 de marzo de 2019

¿Qué es el populismo?

A falta de encontrar una definición sobre la palabra populismo que me convenza, voy a permitirme dar una de mi invención, que, sin contradecir a las oficiales y semioficiales que circulan entre los que de esto saben mucho más que yo, me resulta clarificadora. Populismo es decirle al pueblo cosas simples, auténticas perogrulladas, que, además de que por sencillas cualquiera las puede entender, regalan los oídos de aquellos que tienen muy pocas ganas de perderse en disquisiciones complejas. Dos características fundamentales, la simplicidad intelectual de los mensajes y la predisposición de la audición a oírlos. No importa si lo que se dice es falso o verdadero, lo fundamental aquí es que se entienda con facilidad y a la vez deleite los oídos.

Es evidente que populismo es una palabra de corte peyorativo. Quien la utiliza transmite la acusación de falta de rigor hacia el que lanza las proclamas populistas y tacha de ingenua ignorancia a quien las acepta. El populismo es transversal, se da tanto en la izquierda como en la derecha. Cada uno con su estilo, por supuesto, porque mientras que los primeros hablarán de los remedios infalibles para sacar a los más desposeídos de la miseria, de la redención social y de otras promesa liberadoras, los segundos usarán conceptos grandilocuentes, como ese tan en boga ahora de no se puede pactar con los enemigos de España, con el terrorismo separatista . Dos ejemplos que a mi modesto entender ilustran mi definición de populismo.

Los populistas tienen la gran ventaja de que no necesitan ser demasiado creativos con sus eslóganes. Repiten incansablemente los mismos lugares comunes, bombardean a quien les oye con tópicos simplistas, machacan a los cándidos que los escuchan con “verdades como puños”, por aquello de que el que insiste deja huella. Además, no cambian demasiado el contexto de los mensajes, no vaya a ser que los oyentes se despisten. Dicen: mantengámonos en la misma línea y no mareemos la perdiz con complicaciones innecesarias, porque quizá terminen no entendiéndonos.

A veces el populismo se confunde con la demagogia, pero son cosas distintas. Según los eruditos, esta última es la práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular. Los populistas cuentan de antemano con ese afecto, el de los seguidores de la simplicidad, el de los que huyen de la complejidad intelectual. La demagogia además no tiene por qué basarse en falsedades, mientras que el populismo se sustenta en la mentira o en las medio verdades. La demagogia, aun siendo una corrupción de la práctica política, no es tan burda como el populismo, no es tan grosera. Otra cosa es que los populistan en ocasiones también practiquen la demagogia

Estamos rodeados de populistas por los dos extremos del espectro político y por alguna de sus meridianas centrales. Su insistencia es machacona, produce vergüenza ajena. Y lo peor no es eso, lo peor es que compiten entre ellos con los mismos eslóganes, con idénticas falsedades, con iguales dejes. Nadamos, si se me permite la hiperbólica metáfora, en un mar de gigantescas olas populistas.

Vayamos con cuidado, porque corremos el riesgo de ahogarnos todos. O quizá no, porque pudiera ser que se salvaran sólo los rigurosos, los que no acuden a prácticas populistas.

1 de marzo de 2019

Prejuicios enraizados

Parece ser que Einstein dijo en alguna ocasión que es más fácil desintegrar un átomo que deshacer un prejuicio. Soy muy escéptico respecto a las autoría de las citas de los famosos, pero, lo dijera o no el conocido científico, el aserto desde mi personal punto de vista es cierto. Cuando determinadas ideas anidan en el imaginario colectivo no hay fisión nuclear que las deshaga. Es el caso de la confusión tan generalizada entre “lo catalán” y “el separatismo catalán”. Estoy convencido de que muchos españoles se acercan al grave problema del separatismo bajo la influencia de un sentimiento anticatalán, tan inconcreto y difuso como real. Supongo que decir lo que acabo de decir es políticamente incorrecto, porque son muy pocos los capaces de reconocer que profesan esta debilidad. Sin embargo es lo que me dicta la experiencia, que, permítaseme la vanidad, en este asunto no es pequeña.

Es cierto que la hosca, desagradable e incluso en ocasiones grosera defensa que hacen algunos separatistas de sus pretensiones contribuye a realimentar  el prejuicio, por aquello de “qué se puede esperar de los catalanes”. Pero eso no justifica la confusión. Es una lástima, la verdad, porque mientras no seamos capaces de distinguir las churras de las merinas la bola se irá haciendo cada vez mayor y terminará aplastándonos a todos. Por eso conviene hablar de este asunto, proclamar que los catalanes son tan españoles como los demás, pero reconociendo al mismo tiempo  sus peculiaridades, su cultura y su lengua, en vez de fomentar de manera indirecta el extremismo separatista mediante agravios centralistas. La Constitución, de la que todos hablan y muy pocos han leído, reconoce la diversidad de los pueblos de España y, en consecuencia, dibujó el Estado de las Autonomías. Proponer un paso atrás, como ahora proponen los líderes de las derechas, es anticonstitucional, tanto como pretender alcanzar la independencia saltándose las leyes. Ni más ni menos. Conviene no olvidarlo.

Se necesita menos vísceras y más inteligencia. Menos prejuicios y más objetividad. Negociar no es anticonstitucional, aunque se negocie con anticonstitucionales, aunque se negociara con el mismísimo demonio. No lo es porque, mientras no se acuerden medidas que vulneren las leyes, no se cruzan las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad. Los negociadores oyen las propuestas del contrario, discuten su viabilidad, intentan llegar a acuerdos que teniendo el mismo resultado práctico no violenten la legislación vigente, procuran entender las razones del otro. En definitiva, usan la capacidad de raciocinio en vez de la amenaza y la fuerza.

Tampoco es anticonstitucional aspirar a la independencia por vías legales, es decir dentro del marco constitucional. No olvidemos que existen mecanismos que permiten modificar la Constitución. Lo que resulta absolutamente anticonstitucional es elegir vías unilaterales, saltarse las leyes, desoír las decisiones de los tribunales de justicia, celebrar referendos ilegales. Pero no lo es pretender la independencia. Por lo primero algunos están siendo juzgados en estos momentos, por lo segundo no debería juzgarse a nadie nunca.

Los prejuicios impiden ver las cosas como realmente son, manejan a las voluntades torticeramente, no permiten la serenidad y clarividencia que se necesitan para abordar un problema tan grave como el del independentismo catalán. Y cuando alguien lo intenta por medio del diálogo, como lo ha intentado el gobierno socialista durante estos meses, los que prejuzgan lo fulminan, lo anatemizan, intentan destruirlo.

En este asunto como en cualquier otro, no hay nada tan peligroso como creerse en posesión de la verdad absoluta. O pregonarlo aunque no se crea en ello.